El reverso de las palabras
—PASE, señorita, pase —dijo la voz.
Y la joven entró en la estancia sumida en penumbras amodorrantes. Olía de un modo extraño, a una mezcla entre alcohol médico y empaste de muelas. Tan sólo veía sombras de sillas y bultos sentados sobre ellas y una mesa grande, muy grande. Alguien le retiró una silla y tomó asiento. Fue en ese momento cuando pensó que no tendría ninguna escapatoria.
—Señorita Montagud, ¿desea usted tomar algo? —preguntó la voz de antes. Era una voz de hombre que arrastraba las eses finales. Ese detalle no le gustó nada.
—No, gracias —rechazó.
A medida que pasaron los minutos sus ojos se fueron acostumbrando a la escasa luz. Distinguió cuatro hombres y un par de mujeres. Todos ellos presididos por el que se había dirigido a ella. Este ahora la observaba con una media sonrisa, mientras tamborileaba en la mesa con la yema de los dedos. Todos la miraban ávidamente, y no pudo evitar que sus pensamientos se dirigiesen a las películas de vampiros. Era así como estas criaturas miraban a sus víctimas antes de hincarles el diente.
—Señorita Montagud, ¿sabe por qué la hemos hecho venir hasta aquí?
—Sí —asintió la joven. Luego se corrigió—. Bueno, en parte. Recibí una llamada diciéndome que me ofrecían un puesto de trabajo.
—¡Y así es! ¿En serio que no quiere tomar nada? ¿Unas pastitas de té, quizá? Ah, bien, bien, señorita, entonces lo mejor será que comencemos hablando del trabajo que le ofrecemos.
La joven asintió con la cabeza, un poco más tranquila. Ahora que veía perfectamente a esos hombres y mujeres, le pareció que no daban tanto miedo. Algunos eran todavía jóvenes y un par de ellos ancianos a los que podríamos querer como abuelos.
—He traído mi currículum, aunque no me dijeron nada en la llamada... —La joven abrió su bolso y sacó una carpeta que contenía unos cuantos papeles. Hizo ademán de levantarse para entregárselos al hombre que lideraba la reunión, pero este los rechazó con la mano.
—No, no, señorita Montagud. No es necesario ningún currículum. Nosotros ya sabemos todo lo que necesitamos saber sobre usted.
La muchacha sintió una punzada en el estómago. La boca se le quedó seca y pidió en voz muy bajita si podían traerle un vaso de agua. Tras esa pequeña interrupción, el hombre prosiguió:
—Usted es de las antiguas, señorita Montagud. Y usted tiene algo que nosotros querríamos tener pero no tenemos.
—No sé a qué se refiere —contestó la chica, sosteniendo con mano temblorosa el vaso de agua fresca.
—Vamos, señorita. No crea usted que nos chupamos el dedo. Su historia, que ha sido tomada como leyenda, es bien conocida por todos. ¿Acaso creía que cambiando de nombre o mudándose de ciudad iba a poder escapar?
La joven dio un trago al agua y luego la dejó en la mesa. Clavó la vista en las gotitas heladas que se deslizaban hacia el tablero de cristal. No quería mirar al hombre, sus ojos empezaban a darle miedo.
—Usted es de las antiguas pero se mantiene igual de joven. ¿No cree que resulta un poco extraño para aquel que le sigue la pista? Dejando estas cuestiones de lado, ya que en realidad son triviales para nuestro propósito, vayamos al grano: queremos que usted nos ofrezca su don.
La muchacha dio un respingo. Luego observó al resto de los integrantes de la sala. De nuevo la miraban ávidos, deseosos de hincar sus dientes en ella, de destrozarla. Pero no... Tan sólo querían otra cosa, y hubiese sido mucho mejor su naturaleza de vampiros para ella.
—Lo siento, pero no puedo ofrecer ese don a nadie.
—¿Ni siquiera por una gran cantidad de dinero?
—No.
—Mire, señorita, usted sabe dónde hemos ido a parar. ¿Piensa usted que podemos seguir viviendo así, nosotros? ¿No ha pensado usted en quiénes somos? No se preocupe, haremos una rápida presentación.
—Miguel Cañaveral, director de Sonrisas Inmaculadas S. A. —se presentó uno de los más jóvenes.
—María Teresa Fernández, directora de Pharmacobots —dijo una de las mujeres, la de pelo canoso.
—Salvador Martínez, director de Criaturas Cuidadas, Criaturas Sanas —continuó otro, aquel que a ella le había parecido el más anciano de todos, al que habría querido como a un abuelo.
Y uno a uno fueron presentándose, hasta que el hombre que cortaba el bacalao se levantó, hizo un gesto de cortesía inclinándose hacia delante y dijo:
—Y yo soy Luis Ramón Pelayo, director de Fresco Hasta en la Muerte.
La joven contemplaba atónita este despliegue de personalidades, cargos y empresas. Por supuesto, las conocía, todos las conocían, pero la mayoría ya sólo de oídas. Empezó a presagiar y a temer lo que le iban a pedir.
—En fin, señorita Montagud. Ya sabe lo que ha sucedido, ya conoce a la nueva especie. Nosotros mismos pertenecemos a ella. Aquí tiene un perfecto ejemplo: Salvador Martínez cumplió la semana pasada ciento ochenta años.
Ella tragó saliva, sin atreverse a decir nada, sin levantar la mirada para no toparse con los ojillos de ese hombre, director de una de las más conocidas y prestigiosas funerarias del país.
—Nos están llevando a la ruina, señorita Montagud. Para mi empresa es horrible acarrear con sólo una o dos muertes cada treinta años. Y no le digo nada para los demás, vamos, que están en la misma situación que yo.
—Exacto —dijo el hombre joven—. Hace más de diez años que no acude nadie a mi consulta con una verdadera caries o con una muela del juicio para operar.
—Y ya nadie compra antibióticos —se quejó la mujer de pelo canoso—. ¡Ni aspirinas! A nadie le duele ya la cabeza o la menstruación.
—¿Y qué quieren que haga yo? —se atrevió a preguntar la joven, aunque perfectamente lo sabía.
—Le pagaremos por su trabajo. Mucho más de lo que cobra ahora siendo profesora.
—Me gusta mi trabajo.
—No dudamos de ello, pero a nadie le amarga un dulce.
El hombre se levantó y anduvo por la habitación con las manos a la espalda. La joven comprobó que le faltaba el dedo meñique, característico de la nueva especie de humanos, mucho más adelantada, mejorada y... sana.
—Señorita Montagud, queremos que usted escriba —soltó por fin el hombre.
—¡Ni hablar! —exclamó la joven.
Observó a los demás miembros de la sala y se fijo en que la miraban con disgusto. Entonces el director de las pompas fúnebres puso ante ella una hoja de papel. La joven la cogió y observó la desorbitada cifra escrita en ella. Las manos le temblaron con más violencia, pero por fin la dejó en la mesa.
—Lo siento, pero no lo haré.
El hombre soltó un suspiro. Luego apoyó las manos en los hombros de la muchacha, la cual sintió que un frío enorme se apoderaba de ella.
—Compréndanos, señorita. Tan sólo le pedimos que escriba un poco. Llevamos años perdiendo dinero, cada vez más. A este paso, dentro de poco iremos a la quiebra, ¿y qué será entonces de nosotros?
—Si ven ustedes que esos negocios no funcionan, abran otros —propuso la joven, inocente.
—Estos negocios los heredamos de nuestros padres y abuelos —contestó con tono seco una de las mujeres.
—Señorita Montagud —continuó el hombre, acariciando sus hombros y provocando nauseas en la joven—, piense que sólo tiene que escribir y nos ayudará mucho, y a cambio recibirá grandes cantidades de dinero.
—Les ayudaré a ustedes mucho, pero, ¿y a los demás?
—No le pedimos gran cosa: que vuelvan las menstruaciones dolorosas o las caries.
—¿Pero y usted qué? Seguirá sin tener clientes en mucho tiempo.
—Bueno, también debería usted escribir sobre alguna que otra enfermedad terminal.
—¡Están ustedes locos! —exclamó la muchacha—. La especie humana habrá mejorado mucho en cuanto a su anatomía, pero en cuanto a espíritu... ¡siguen siendo unos mezquinos a los que sólo les importa el dinero!
—Nos importan también nuestras familias, por eso necesitamos ayuda para salvar nuestras empresas.
—Ya se lo he dicho: no lo haré.
—Vuelva a observar la cantidad de dinero que le hemos ofrecido.
—Ni por todo el dinero del mundo me podrían convencer. Hace mucho que no escribo...
—Sí, señorita, lo sabemos. Usted dejó de escribir cuando se dio cuenta de lo que era capaz de hacer con sus palabras.
—Así es —asintió la joven.
—Y el gran dolor que causó con ellas.
Esa frase supuso un mazazo para ella. Un sinfín de imágenes comenzó a agolpársele en la mente, dispuestas a salir en forma de vómito, pero se contuvo. Se aferró a la mesa con fuerza, hasta que los nudillos se le tornaron blancos.
—Precisamente por eso, no quiero volver a causar dolor.
El hombre se separó de la joven y se dirigió hacia su asiento. Ella suspiró con alivio cuando dejó de notar la presión en los hombros.
—Está bien, señorita.
—Siento mucho no poder ayudarles —se disculpó ella, metiendo su carpeta en el bolso y levantándose.
—Vuelva a sentarse —le ordenó el hombre con voz fría.
La muchacha lo miró aturdida, sin saber muy bien qué hacer, pero uno de los hombres que estaba vigilando la sala la obligó a sentarse. Volvió a sentir miedo. La nausea en el estómago, el sabor amargo de la bilis palpitando en la lengua.
—Si no quiere hacerlo por las buenas, entonces la obligaremos —sentenció don Luis Ramón Pelayo—. Y suponemos que es mucho mejor para usted hacerlo por su propia voluntad.
La joven se atrevió a sostenerle la mirada durante unos segundos. La retiró cuando los ojillos del hombre brillaron como los de un gato paseando en la oscuridad, dispuesto a atrapar a su presa.
—¿Que ustedes me van a obligar? Existe una ley que me ampara.
El hombre se echó a reír y enseguida los otros le imitaron. La muchacha agachó la cabeza, sintiéndose avergonzada. Cuando cesaron las carcajadas, don Pelayo respondió, con tono irónico:
—A su querida ley se la puede comprar antes que a usted.
—No pueden obligarme ustedes a hacer algo que yo no quiero —dijo la joven, levantándose de la silla, pero en el mismo instante unas manazas la empotraron de nuevo en ella.
—Señorita Montagud, dejémonos de tonterías. —Don Pelayo paseó por la habitación y se detuvo ante una de las ventanas, oculta por persianas blancas, al igual que el resto. Pareció reflexionar durante unos segundos—. Antes no le mentimos: lo sabemos todo sobre usted.
—Mire, hagamos una cosa —propuso la joven con inusitada fuerza—: escribiré que a ustedes les marcha bien todo en sus empresas.
Don Pelayo se giró de forma brusca y le dirigió una mirada furiosa. Luego sus facciones se relajaron y sonrió lobunamente:
—Con todo, me refiero a absolutamente todo. Las cosas buenas que usted escribe, nunca se cumplen. Sólo lo malo, señorita Montagud. Sólo las desgracias.
La joven agachó la cabeza. No quería recordar. ¿Por qué ahora, en un momento de su larga existencia en el que por fin había encontrado algo de paz?
—Por eso usted es inmortal, ¿no es cierto? —Algo en el tono en que pronunció la frase provocó en la joven un súbito acceso de ira. Sintió deseos de levantarse y golpear al hombre y que la dejase marchar en paz, pero se contuvo—. Todos ansiamos serlo, pero usted llegó a comprender que la inmortalidad no es sinónimo de felicidad. A lo largo de su vida vio a su alrededor todo tipo de catástrofes, perdió a sus seres queridos... Y usted continuó aquí, vivita y coleando. ¿No se siente a veces mal?
La joven guardó silencio. Los otros miembros de tan extravagante y maquiavélica corte la miraban con gestos burlones.
—Si usted no escribe lo que le pidamos, haremos que haga daño a quien quiere.
—Les mataré antes a ustedes —escupió la joven, llena de ira. Se levantó otra vez de la silla y mantuvo durante unos minutos un inútil forcejeo con el vigilante. Se encontró de nuevo sentada, a punto de estallar en llanto.
—No podrá hacerlo. Usted se va a quedar aquí. Le hemos preparado una habitación.
—Cuando duerman, escribiré la muerte de todos ustedes.
—Estará vigilada las veinticuatro horas del día, a través de cámaras. Distintos guardias se turnarán para vigilarla. Cuando vaya a escribir, o al menor movimiento que haga con el bolígrafo o el ordenador, el vigilante estará en guardia.
—¿Y? ¿Me matará acaso? ¿No recuerda que soy inmortal?
—Pero él no lo es.
La joven se estremeció y comprendió que nada de lo que dijera iba a evitar todo aquello. Asintió con la cabeza, mostrándose vencida. Don Pelayo esbozó una enorme sonrisa con un número infinito de dientes y se acercó a ella. El vigilante que había sujetado a la joven le tendía un folio y un bolígrafo. Lo puso en la mesa y señaló el final de la hoja.
—Firme aquí. Es el contrato.
—Esto es delirante. ¿Tengo que firmar también un contrato?
—Por supuesto. Es nuestra empleada. Trabajará con nosotros durante un año. Le resumo lo que dice en el contrato: usted vivirá en la empresa, encerrada en una habitación, donde escribirá lo que cada uno de nosotros le pida. Se le dará comida y bebida, por eso no se preocupe. Cada ocho horas un guardia de seguridad vendrá a vigilarla. Le estará terminantemente prohibido hablar con él. Podrá salir una vez al día a asearse, pero el guardia la acompañará en todo momento. Cuando necesite ir al lavabo, dígaselo, que la acompañará. La habitación en la que usted vivirá no tendrá ventanas que den al exterior, pero sí un espejo a través del cual podrá observar una habitación contigua a la suya.
El hombre se detuvo, saboreando el momento. La joven se preguntó qué habría en aquella habitación, pero antes de que el hombre contestase, un mal presentimiento estalló en su cabeza y se echó a temblar, presa de un ataque de nervios.
—No, no serán capaces...
—Él estará allí. De todos modos, piensa que es un experimento científico (en cierto modo lo es, ¿no cree, señorita Montagud?) y se ofreció voluntario. Él no la podrá ver, pero usted a él sí. En el momento en que usted anote alguno de nuestros nombres en sus escritos, una bala será descargada en la sien de su vecino de habitación.
—Son malvados...
—Señorita Montagud, no nos venga con remilgos. Díganos, ¿qué le importa más: la vida de personas desconocidas para usted, las cuales no se preocuparían lo más mínimo por su destino, o la vida de él?
—Es una pregunta estúpida e injusta a la vez.
—Firme el contrato. Sólo será un año y cuando acabe nosotros habremos recuperado nuestro dinero y usted tendrá mucho.
La joven echó un vistazo al folio, en el que ponía exactamente todo lo que le había dicho el señor Pelayo. Le tembló la mano cuando cogió el bolígrafo y tuvo que sostenerlo con fuerza para que no se le resbalara. Cerró los ojos y pensó que había firmado su sentencia de muerte.
—Felicidades, señorita Montagud. Estará muy contenta en su nuevo trabajo —le dijo el hombre, con una sonrisa sarcástica.
El resto de los asistentes a la reunión se levantaron también de las sillas y salieron de la sala. El guardia sujetó a la joven de los brazos y la sacó de allí, conduciéndola por pasillos blancos y con una luz tan brillante que provocaba ceguera. A la muchacha se le antojó que había muerto y estaba siendo dirigida al cielo —o tal vez al infierno, por como era—, porque no podía ser verdad todo lo que le estaba ocurriendo. Al poco rato el guardia, con una máscara de cera como semblante, se detuvo y la metió en otra habitación, la cual sólo disponía de una cama, un escritorio con una silla y el temible espejo. Se sentó en la cama, con la cabeza escondida entre las manos. No quería llorar y mostrar signos de debilidad ante sus carceleros. No tenía otra alternativa, pues los negocios seguían podridos, al igual que los que los manejaban, escondidos entre las sombras. Se dio cuenta de que el guardia se había quedado rígido junto a la puerta, sin quitarle el ojo de encima. Se recostó en la cama, avergonzada, sin saber muy bien en qué postura ponerse. Pensó que no podría dormir con unos ojos vigilándola cada segundo que pasaba, pero no fue así, pues a los pocos minutos descendió a lo más profundo de los sueños. Y soñó...
Helena ojeó de nuevo el manuscrito, presa de una maravillosa esperanza y alegría. También había un poquito de orgullo en cada una de las palabras de esos papeles. Sin pensárselo más, metió los folios en un sobre y lo cerró. Luego corrió a la puerta, dispuesta a echarlo al correo, a enviarlo a una editorial y esperar una respuesta.
Se detuvo ante la puerta del dormitorio de sus padres, pues escuchó unos gemidos sofocados. Parecía que alguien lloraba. Supuso que era su padre, el cual no se sentía muy bien desde hacía un par de semanas. La muchacha abrió un poquito la puerta y miró. Lo que vio le provocó un escalofrío en los riñones: su padre estaba totalmente pálido, demacrado, con unas profundas ojeras que cubrían su cara. No sabía que se encontrase tan mal, pues lo cierto era que la relación con su tutor no era la más buena del mundo y apenas se dirigían la palabra.
Escuchó en ese momento la puerta de la calle que se abría. Entró su madre con paso apresurado. Se la notaba preocupada.
—Mamá, ¿es que acaso está el papá peor? —preguntó, tímidamente.
—Mañana si no está mejor le acompañaré al médico, a ver qué pasa. Dice que le duele mucho el estómago. A lo mejor es un virus.
—Tengo que ir un momento a echar esto al correo, pero enseguida vuelvo, ¿vale?
—¿Es el libro que has escrito? —le preguntó su madre, con una sonrisa.
—Sí —asintió Helena, con los ojos brillantes.
—Ojalá que te conviertas en una escritora famosa. Ay, si eso pasase, hija...
—Ojalá, mamá —dijo la joven simplemente. Salió de forma apresurada y se perdió por las escaleras.
Cuando volvió al cabo de quince minutos su padre estaba todavía peor. Al día siguiente no podía levantarse de la cama. Al otro, el suelo del dormitorio se llenó de vómitos sanguinolentos. Al cuarto día su padre murió y los médicos no supieron hallar la causa. Cuando volvieron a casa del hospital, el suelo estaba resbaladizo y rojo a causa de la sangre de los vómitos. Tan brillante... Tan roja... Como la...
La joven despertó bruscamente. Era una voz familiar la que la había sacado de su pesadilla. Comprobó que el guardia todavía estaba allí, mirándola impávidamente.
—Señorita Montagud, por fin ha despertado —dijo la voz, que provenía de algún altavoz que la joven no logró entrever—. Esperamos que sea de su agrado la habitación. Dentro de una hora se le dará de cenar, no se preocupe. Ahora queremos que mire al espejo.
La muchacha se levantó de la cama y se dirigió al espejo. No vio nada, ya que la habitación de al lado estaba a oscuras. No obstante, al cabo de unos segundos las luces se encendieron y lo vio. Estaba sentado de espaldas a ella, leyendo un libro. Deseó acariciar su nuca, su cabello.
—Él está bien, no se preocupe. Pero de usted depende que continúe estándolo —dijo el señor Pelayo a través del altavoz—. Pronto nos veremos, señorita Montagud. Hasta entonces, feliz estancia.
La joven sintió deseos de golpear el cristal para hacerlo añicos y poder tocarlo. Sólo un poco, unos segundos nada más... Todo dependía de ella, y no sabía si era tan fuerte.
Los días siguientes a aquel fueron extrañamente normales. Nadie vino a visitarla, tan sólo los guardias que iban cambiando sus turnos. La acompañaban a asearse y le entraban las comidas puntualmente. A través del cristal lo contemplaba durante mucho rato, pero él siempre se mantenía de espaldas a ella. No podría aguantar ni un minuto más sin verle el rostro. Por lo demás, todo era, anormalmente normal. Tanto, que creyó que había olvidado por qué estaba allí y su imaginación se perdió en todo tipo de fantasías. Por las noches tenía pesadillas, pero al despertar no se acordaba de ninguna de ellas y así se sentía bien.
El sexto día fue distinto. La puerta se abrió de buena mañana, casi unos diez minutos después de que ella se hubiese aseado, y uno de los guardias entró con un ordenador portátil en las manos. La joven sintió un escalofrío y recordó. Sin poder evitarlo, dirigió la mirada al espejo y lo vio allí, de espaldas a ella, leyendo como siempre. Se preguntó qué estaría leyendo.
—Buenos días, señorita Montagud —dijo una voz.
Se giró y vio en la puerta a uno de los jóvenes que había estado en la reunión. Este entró en la habitación y le tendió la mano a la muchacha. Ella la aceptó, aunque bien habría deseado escupir en su palma.
—No sé si me recuerda, soy Miguel Cañaveral.
Ella no dijo nada, se sentó ante el escritorio, mirando siempre al espejo y se quedó así, hasta que el otro continuó:
—No le voy a pedir mucho. Simplemente me gustaría tener algún cliente con alguna que otra caries y alguna muela del juicio que no le esté saliendo bien.
—No puedo escribir así como así. Necesito una persona real, a la que pueda ver, y de la que sepa sus nombres y apellidos —le explicó la joven.
Cañaveral asintió. Se llevó las manos a los bolsillos y rebuscó entre ellos. Luego sacó una foto medio arrugada en la que aparecía una joven, de tez blanca y ojos claros, sonriendo a la cámara.
—¿Le vale? Se llama Luisa Martínez.
—Sí me vale —respondió ella.
Ni siquiera se atrevió a preguntar quién era. El joven sacó un cheque y se lo mostró a la joven.
—Se lo daré a don Pelayo. Una vez usted haya acabado con todo esto, él dijo que le daría el dinero.
—Quédeselo. ¿Cree usted que quiero dinero por hacer esto?
El hombre no contestó. Guardó de nuevo el cheque y se dirigió a la puerta. Antes de salir, formuló otra pregunta:
—¿Cuándo estarán los resultados?
—Necesito crear una historia. Si no, no saldrá bien. Tengo que pensarla, pero posiblemente en una semana esté lista. A partir de ahí, en dos días creo que acudirá a su clínica.
Él asintió con una sonrisa y se marchó. El guardia volvió a situarse ante la puerta y todo podía haber sido igual que antes, si no fuera por la presencia de ese ordenador y de la foto.
Tal y como había prometido, tuvo el relato listo a la semana, y a la siguiente, Cañaveral volvió, agradeciéndole a la joven lo que había hecho, pero ella no quiso recibirle.
Las semanas fueron pasando así, lentas y pesadas. Se escurrían los segundos, los minutos, las horas. Él siempre de espaldas a ella. Siempre, siempre en la silla, en la misma posición. Y entonces comenzó a dudar de que estuviese allí.
Tres meses después recibió la visita de don Pelayo. Tal vez fuese esa la que le provocase más pavor. Ya habían desfilado por allí los distintos personajes que habían asistido a la reunión de la que había salido convertida en una perra de presa. Había recibido fotos de hombres y mujeres, a los cuales les había provocado jaquecas, infecciones de orina o menstruaciones dolorosas. Sin embargo, lo peor estaba por llegar, a través de la persona de don Pelayo.
—¿Qué tal, señorita Montagud? —preguntó, con una sonrisa bonachona—. Mis compañeros me han confirmado que están muy contentos con usted.
—Sí, eso supongo.
—Creo que va siendo mi hora.
Las palabras le sonaron a la muchacha a sentencia de muerte. El hombre le acercó el ordenador y se sentó a su lado.
—Mire, puede usted hacer que la enfermedad vaya empeorando con el tiempo hasta que... Bueno, ya sabe. Así también otro de mis compañeros se beneficiará.
A la joven le espeluznó la tranquilidad con la que le decía todo aquello. Se limitó a asentir, muy lejana de allí, recordando, evocando, viviendo... Sufriendo.
Helena aflojó la presión. Tenía los nudillos completamente blancos de apretar con tanta fuerza el mango del paraguas. La lluvia caía fina pero insistente. Hacía rato que no escuchaba las palabras del cura. ¿Para qué? Todo eran mentiras. No podía existir un Dios si permitía esto. Y ella no se sentía su hija.
Observó una vez más el ataúd. Ahí dentro se encontraba la persona que más la había ayudado en su vida. ¿Por qué no se había dado cuenta antes de que...? Sofocó el llanto y giró la cabeza cuando metieron la caja en el cubículo de la pared. No podía decirle adiós a su madre... No quería... ¿Por qué de lo bueno que escribía nada se cumplía? Tenía el mal dentro. Ella era el mal.
Meses después rompió todas las hojas que había escrito en su vida y guardó en un cajón el ordenador con el que dotaba de vida a las palabras.
Jamás. Nunca escribiría nada más.
No supo cómo, pero se vio a sí misma escribiendo. Don Pelayo hablaba con el guardia felizmente. No sabía cómo, pero lo tenía todo en su mente. Ahora, ahora que confiaban en ella. Por fin lo había conseguido, sólo había tenido que mostrarse displicente. Ahora que al contemplar el espejo sabía que él no estaba allí, que era otro, o tal vez un muñeco o una imagen reproducida. Era imposible que siempre estuviese en la misma postura, en el mismo lugar. No podía ser él. Los extorsionadores y chantajistas siempre eran así: unos mentirosos, unos farsantes. La habían engañado, le habían hecho creer que él estaba allí para conseguir todo de ella. No provocaría más dolor. Sólo una vez más, y a aquellos que se lo merecían. Quería ser libre de nuevo. Se lo merecía; ella no había elegido este don, que en realidad era un castigo. No iba a ser la esclava de todos aquellos capitalistas, no al menos así. Que se buscasen otra fuerza de trabajo.
Tecleó como una loca, mientras el señor Pelayo hablaba con el guardia. Tecleó todos sus nombres, los describió. En unos minutos tenía toda una página escrita, y no necesitaba más. Entonces don Pelayo se giró para despedirse de ella y al mirar la pantalla su sonrisa se congeló.
Todo sucedió tan deprisa. Pero ella no era dueña de sí misma, su cuerpo se movía solo, como accionado por un resorte. Don Pelayo gritaba al guardia, este salía corriendo de la habitación, la puerta contigua se abría, él —el que estaba siempre sentado, leyendo un libro— alzaba confundido la cabeza, y entonces ella le veía la cara.
Descubrió con horror que sí era él y pareció que por unos segundos la viese, que sus miradas se cruzasen. Él trató de escapar, golpeó el cristal, como si supiese que al lado había alguien. Y un tiro aterrizó en su sien. Ella gritó, arañó el espejo. Vio en el cristal la sangre del hombre que más había querido. Y luego él cayó al suelo, con los ojos fijos todavía en ella. Que no la hubiese visto, que no... No podía...
Don Pelayo la cogió por los brazos, la golpeó y la tiró contra la cama. Cuando lo miró a los ojos vio en ellos un profundo terror y se sintió bien. Pero al otro lado estaba él, muerto, muerto, por su culpa. Como siempre.
Helena se sentó frente al viejo ordenador. Lo encendió y este se hizo un poquito el remolón hasta que por fin se encendió. Contempló la luz que entraba por la ventana, suave y cálida. Sólo le faltaban un par de líneas para acabar la novela. En sus páginas estaba toda la historia de su vida.
Estiró los dedos y se puso a escribir, indecisa al principio; enérgica al final. Suspiró cuando escribió FIN. Entonces leyó en voz alta las últimas líneas:
—El día amaneció soleado y festivo. El jardín reclamaba visitantes a los que mostrarse radiante. Y ella, sentada en su sillón favorito, ante su viejo ordenador, leía unas últimas palabras. Unos pasos se escucharon en la entrada y el inconfundible tintineo de las llaves.
Se calló por unos instantes y, antes de continuar, dirigió un breve vistazo a la puerta. Le había parecido escuchar algo. Prosiguió con el relato:
—Se levantó, juvenil y alegre, para recibirlo. Ya estaba aquí, para colmar de dicha su vida, como antes. FIN.
Y entonces, en medio del silencio matutino, la puerta se abrió.
Escuchó unos pasos lentos acercándose al salón y ella se atusó el vestido, aquel que le gustaba tanto. Dispuesta a recibirlo. Venía de un lugar muy, muy lejano. Quién sabe cómo volvería. Quién sabía si Dios, por fin, iba a concederle una oportunidad.
Una sombra se cernió sobre ella. Cruzó los dedos y rezó —por primera vez desde hacía mucho tiempo— para que sus palabras provocasen dicha y no dolor.