La inocente parricida

ALLÍ estaba la casa y me sorprendió que su aspecto exterior no delatase el horror que había tenido lugar en ella. Más que casa, podría decirse que era un caserón, perfectamente restaurado al estilo victoriano. Desde fuera se podía apreciar que constaba de dos plantas y de un gran número de dormitorios. No cabía ninguna duda de que allí vivió una familia adinerada. Esta mansión —si se me permite llamarla así— antaño había pertenecido a la familia de los Borden. Ah, sí, estoy segura de que gracias a este apellido ya saben a quién me refiero, sobre todo si ustedes son estadounidenses o, si como yo, son unos completos fanáticos de las historias escabrosas. No voy a detenerme en contar la historia de dicha familia a aquellos ajenos a ella, pues bien pueden acudir a cualquier herramienta actual para conocerla. Lo verdaderamente importante de estas breves memorias es lo que me ocurrió allí.

Como digo, allí delante estaba el caserón, mostrándose ante mí en todo su esplendor —bueno, el esplendor que habían querido concederle los grandes empresarios sedientos de dinero—. No pude sentir menos que aversión, ya que, posiblemente, el lugar había sido una delicia, pero en todo caso antes del final escabroso que vivieron dos de sus habitantes. Al parecer, me quedé atontada durante unos minutos observando la fachada, pues la guía me dio unas palmaditas, demostrándome que los demás visitantes ya habían entrado. No me demoré más y los seguí al interior. La guía estuvo unos cuantos minutos más hablando en la entrada, situándonos un poco más en la historia de aquella casa y, mientras, unos cuantos turistas comenzaron a hacer fotos de las paredes y los muebles, perfectamente exquisitos todos.

La sorpresa llegó en el gran comedor, donde un hombre vestido con un traje negro y de barba blanca nos invitaba a pasar. Con un rápido vistazo al cuadro que colgaba de la pared comprendimos que trataba de emular al difunto Andrew Borden. Fue en ese momento cuando me pregunté si los muertos estarían descansando en paz viendo cómo montaban toda esa farándula de sus vidas.

La guía nos llevó a la cocina, al salón, a los cuartos de baño. Cuando hubimos inspeccionado toda la planta baja, tras un montón de fotos por parte de los turistas, nos encaminó al piso de arriba. Nos dijo en voz baja —pensé que encima también sería actriz— que íbamos a entrar en el dormitorio del matrimonio Borden, que no hiciésemos mucho ruido pues la señora de la casa sufría jaquecas. Al entrar nos mantuvimos callados los segundos que estuvimos allí, observando como dormía plácidamente la supuesta señora. A continuación nos dejó ver el cuarto de invitados, maravillosamente decorado con una cama con dosel y una lámpara de araña enorme. No pude evitar estremecerme al recordar que habían encontrado en ese dormitorio a la señora Borden con el cráneo destrozado. Sin embargo, a mis compañeros de aventura todo parecía emocionarlos. Cuando ya vimos todas las habitaciones de ese piso, volvimos a bajar al de abajo. Faltaba una media hora para acabar el tour y que entrase el siguiente grupo.

La amable animadora nos dijo que íbamos a tener el honor de tomar el té en una compañía excepcional: con la mismísima señorita Lizzie Borden. Se me atragantó la saliva cuando la vi, tan parecida a la verdadera. Se me antojó incluso que sus pupilas brillaban con malicia. Mantuvo una amena charla con nosotros —aunque para mí fue horrorosa—, contándonos lo encantada que estaba de tenernos allí y hablándonos un poco sobre su vida y sus intereses. ¡Y mis compañeros todos tan tranquilos, como si aquello fuese lo más normal del mundo! Yo no podía dejar de pensar que era el fantasma de Lizzie, mostrándose en su apariencia más mortal.

—Señores y señoras, la visita ha llegado a su fin —nos comentó nuestra amable guía mientras salíamos del salón de té y nos apelotonábamos en la puerta de entrada—. Recuerden que pueden pasar por nuestra tienda de regalos y llevarse algún detallito para sus hijos, padres o amigos. Recuerden también que todos aquellos que hayan pagado por pasar la noche aquí, tienen libre hasta las cinco de la tarde, hora en que deben volver a la casa.

Mientras los demás iban apresuradamente a la tienda de regalos, yo me escabullí de allí. Me sentía oprimida y temblorosa. Y es que en realidad había pagado por quedarme allí toda la noche, en uno de los dormitorios de la casa, rodeada de ruidos extraños y de actores que tal vez quisiesen asustarme. Sin embargo, no eran ahora los actores y los ruidos los que me daban miedo: mi alma escéptica se había tornado débil y temerosa tras la visita.

Eché un vistazo al reloj: todavía me quedaban unas dos horas libres. Debía tomar la importante decisión de volver o no volver, de pasar la noche allí o, por el contrario, en un cálido hotel. Como soy un poco tacaña y muy cabezona, resolví volver, pues no me devolverían el dinero y, además, estaba comportándome como una tonta. Yo no iba a ser el único huésped aquella noche y, encima, era una simple casa, con un final trágico, pero una casa al fin y al cabo. Por mi cerebro pasaron entonces historias de un gran número de casas endemoniadas, encantadas, malditas, diabólicas, de las que conseguí escapar con grandes esfuerzos.

A las cinco en punto me hallaba de nuevo ante la puerta de la casa, dudando entre llamar o salir corriendo. Para mi sorpresa, la puerta se abrió y una mujer de mediana edad con rostro amable y vestimenta de criada salió a recibirme.

—¡Buenas tardes, señorita! ¿Viene a pasar la noche con nosotros?

—Eh... Sí. Pero, ¿dónde está la guía de esta mañana?

—Perdone usted, ¿a qué guía se refiere?

Comprendí que por la noche tan sólo estarían allí los actores y serían ellos los encargados de amenizar e ilustrar la velada. La solícita criada me llevó hasta el gran salón, en el que habíamos visto por primera vez al supuesto señor Borden, y quitándome la chaqueta, me preguntó si deseaba tomar algo.

—No, gracias —negué. Y tras echar una ojeada al desierto salón, pregunté—: ¿Y el resto de turistas?

—¿De turistas? —preguntó, desconcertada. La condenada representaba muy bien su papel.

—El resto de invitados —contesté, siguiéndole el juego.

—Esta noche no tendremos con nosotros a ningún invitado más, a excepción de los señores Borden y su hija Lizzie. La señorita Emma tampoco nos acompañará, pues está de visita en casa de unos amigos.

Tan sólo acerté a murmurar un simple oh de sorpresa. Me senté en el mullido sillón cuando la mujer se hubo marchado y, rápidamente, me arrepentí de haber vuelto allí. ¿Cómo era posible que yo fuese la única tonta que había querido pasar la noche en aquella terrible casa? ¡Su horrible historia la precedía! Me lamenté de que no hubiese en la actualidad más personas dispuestas a sufrir riesgos. Entonces me consolé pensando que, tal vez, podría marcharme de allí, nadie iba a impedírmelo.

—Disculpe, señorita —dijo la criada a mis espaldas, y yo no pude evitar pegar un salto del susto—, la cena estará lista en media hora. ¿Desea usted cambiarse de ropa?

Me levanté del sillón aturdida. La mujer me miraba con una abierta sonrisa, pero yo no pude evitar sentir escalofríos. Seguramente ella notó mi recelo, pues me preguntó:

—¿Se encuentra usted bien?

—La verdad es que no mucho. ¿Con quién compartiré la cena?

—Con los señores y la señorita, por supuesto.

Asentí con la cabeza y le dije si podía mostrarme mi habitación, pues quería echarme un rato.

—Claro, señorita. Acompáñeme.

La mujer se dirigió a las escaleras y yo la seguí a prudente distancia. Escuchaba en la parte trasera unas voces, y me pareció que por la mañana la casa no estaba dispuesta así.

—¿Quién habla allí? —pregunté, un tanto movida por la curiosidad.

—Los señores —respondió la mujer y, bajando la voz, me reveló—: La convivencia es un poco tensa desde hace un tiempo, así que los señores creyeron conveniente dividir la casa: la parte delantera para las señoritas; la trasera para ellos.

—¿No se llevan bien?

—La verdad es que desde hace un tiempo el señor tiene un poco abandonadas a las señoritas.

No continuó hablando porque habíamos llegado al piso de arriba. La puerta de al lado de aquella en la que nos detuvimos estaba entornada y pude escuchar una monótona voz, aunque no acertaba a descubrir lo que decía.

—Es la señorita Lizzie —susurró la criada—. Últimamente habla mucho sola. Creo que se siente triste.

Luego abrió la puerta de la que sería mi habitación esa noche y, extendiendo un brazo, me cedió el paso. Descubrí con horror que era el cuarto de invitados que habíamos visto por la mañana, aquel en el que siglos atrás había sido hallada muerta la señora Borden.

—Espero que el dormitorio sea de su agrado, señorita —dijo la criada—. ¿Necesita algo?

—No, de momento no.

—Recuerde que dentro de media hora será la cena. De todos modos, subiré a avisarla por si se queda dormida.

Dicho esto, la mujer cerró la puerta y se marchó, dejándome allí sola. Recorrí la habitación con la mirada pero no vi nada extraño: la cama con dosel, un armario de madera de nogal y una mesita eran todo el mobiliario. Escuché de nuevo la voz que provenía de la otra habitación y pegué la oreja a la pared intentando discernir algo de lo que decía. No obstante, las paredes no eran muy finas. Me aparté disgustada y me eché en la cama. Mi intención era quedarme dormida y no bajar a cenar. No me apetecía probar bocado con unos actores que se parecían tanto a la difunta familia.

No habían pasado ni quince minutos cuando llamaron a la puerta. Me incorporé bruscamente de la cama. La criada abrió la puerta y me dijo:

—Señorita, la cena ya se encuentra dispuesta. Si es usted tan amable de bajar a acompañar a los señores.

—No. Eh..., perdone, es que no me encuentro muy bien. Creo que estoy enferma. Tal vez esté acatarrándome... ¿Sería usted tan amable de decirles a los señores que esta noche no bajaré a cenar?

—Oh, señorita, lo cierto es que es una auténtica lástima. Estaban encantados de tenerla junto a ellos. No se preocupe, yo les doy el recado. Seguro que mañana se encuentra mejor y puede desayunar con ellos antes de marcharse.

—Sí, estoy segura —contesté, forzando una sonrisa.

La criada se marchó volviéndome a dejar sola. Al cabo de unos segundos escuché que llamaba a la puerta de al lado, y una voz grave —que sería la de la actriz que fingía ser Lizzie— le contestó. Luego escuché pasos que bajaban las escaleras. Suspiré de alivio y me metí de nuevo en la cama sin siquiera desvestirme y ponerme el pijama. En cuanto amaneciera, iba a marcharme de allí.

Desperté sobresaltada. Eché un vistazo al reloj: eran las dos de la mañana. No sabía muy bien por qué había despertado, pero todavía quedaban unas cuantas horas para que amaneciese. Entonces escuché unos murmullos que provenían, como antes, de la habitación de la actriz de Lizzie. Pensé que se lo tomaban demasiado en serio. El murmullo fue aumentado de nivel y, movida por la maldita curiosidad, decidí salir. Con sumo cuidado abrí la puerta, tratando de no hacer ruido, y salí al pasillo, para acabar poniéndome ante la de ella, con la oreja apoyada en la fría madera. Ahora podía escuchar bastante bien todo lo que decía y quedé sorprendida.

—¡Eres una niña mala, Lizzie! ¿Es que acaso no comprendes lo mucho que te quiere? Tal vez esa maldita bruja no, esa no... Esa lo único que quiere es el dinero de papá, pero está bien claro que la herencia es de sus hijas. ¡No de ella! Es una mala mujer, muy mala, que con sus artimañas engañó a papá..., pobre mamá, debe de estar retorciéndose en la tumba al ver cómo le trata. ¡Si es que es un pelele cuando está con ella! Veintiocho años lleva tratándonos así... Madrastra malvada... No se merece nuestro cariño, sino nuestro odio. Y encima luego va contándole a papá que la rechazamos, que somos esquivas y hurañas con ella y que la tratamos mal... ¿Cómo deberíamos tratarte si no, vieja bruja? Yo no sé para qué volví del viaje... Después de esa discusión no debería haberlo hecho. ¡Seguir soportando a esta mujer que ha venido del infierno para hacernos la vida imposible! ¡Es un esbirro del diablo, sí, ni siquiera murió con el matarratas que le puse en la sopa porque ella misma tiene veneno en el cuerpo, no sangre! Lo que peor me sabe es que papaíto se pusiese también enfermo..., pobrecito papá, con lo bueno que fue con nosotras tras la muerte de mamá, cuidándonos día y noche y tratando de apaciguar nuestra tristeza. ¡Y ahora! Ahora es tan sólo un perrillo faldero de esa pecadora, esa maldita cerda que me ha quitado a mi papá. A mí ya no me dedica ni una caricia, ni me da un beso, ni me ofrece palabras cariñosas... ¡Todas para ella!

Escuché unos cuantos ruidos, como si estuviese golpeando algo. Luego prosiguió un tanto más calmada:

—No hay solución ya, no. Papá no va a cambiar su actitud porque ella le tiene dominado. Le ha hechizado. Mi deber es ahora mandarla al infierno de donde provino y salvar el alma de papá.

Solté una exclamación de asombro que seguramente ella escuchó, pues dirigió sus pasos apresurados a la puerta y la abrió súbitamente. Yo me quedé paralizada, sin poder abrir la boca. Me miró con furia y luego espetó:

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí, escuchando como una piojosa tras mi puerta?

—Yo..., yo..., señorita Lizzie, no es lo que usted piensa. Volvía del cuarto de baño y me detuve al escucharla gritar creyendo que le pasaba algo.

—Es usted una mentirosa —dijo rechinando los dientes—. ¡Váyase a su dormitorio antes de que le diga a papá lo que estaba haciendo! ¡Estoy segura de que estaría encantado de echarla a patadas de nuestra casa!

Me disculpé una vez más y corrí a la habitación. Una vez allí, cogí mi chaqueta y salí, dispuesta a marcharme. Me parecía muy bien que quisiesen hacer su trabajo, pero yo prefería dormir y sentirme más segura. Bajé las escaleras de dos en dos, sin preocuparme en armar ruido. ¡Cuál fue mi sorpresa al descubrir que la puerta que daba a la calle estaba cerrada! Corrí a la cocina y me decepcioné todavía más al comprobar que esta puerta también lo estaba. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Así era como trataban a sus clientes? Si se trataba de una broma, estaba muy enfadada. Di unos cuantos berridos, totalmente histérica, y la criada bajó en camisón, rogándome que me calmara.

—Señorita, va usted a despertar a los señores.

—Quiero marcharme de aquí.

—¿Se ha vuelto loca? Es muy tarde y estamos en las afueras. No habrá ahora nadie que la pueda acercar a ningún sitio. Cálmese y vuelva a su habitación. En menos de tres horas amanecerá. ¿Quiere que le lleve una tisana?

—¡Ni hablar! Oiga, quiero irme, y usted no puede evitar que lo haga.

—No trato de retenerla aquí, lo único que hago es advertirla de que estamos muy lejos.

—Déjeme llamar por teléfono entonces, para pedir un taxi.

—Cálmese, por favor. Deje que la acompañe a su dormitorio.

La mujer me cogió por los hombros y me ayudó a subir las escaleras. Una vez en la habitación, le dije:

—Muy bien. Hagan su trabajo, pero yo voy a llamar desde mi móvil y voy a denunciarlos a la policía por estar reteniendo a una persona.

—¿Desde su qué? —preguntó la mujer.

—¡Déjese ya de espectáculo! —exclamé—. ¿Es que no ve que estoy totalmente asustada?

—No grite, por favor. Despertará a la señorita Lizzie y se pone de muy mal humor cuando la interrumpen de su sueño.

Negué con la cabeza no dando crédito a lo que sucedía y saqué mi móvil. Sin embargo, cuando lo apoyé en mi oreja tras marcar el número de la policía, me di cuenta de que no daba señal. Lo miré y vi que estaba apagado. Traté de encenderlo sin ningún resultado.

—¿Es que no hay cobertura aquí? ¡De eso no nos informaron!

La mujer estaba totalmente sorprendida y miraba con curiosidad mi móvil.

—No sé a qué se refiere, señorita. Pero ya le digo, lo mejor es que se acueste e intente dormir. En cuanto amanezca yo la despertaré y podrá usted marcharse si quiere.

La irritante mujer cerró la puerta, dejándome anonadada. No sabía qué hacer, ni a quién acudir. Corrí a la ventana pero estaba bloqueada por barrotes. ¿Dónde me había metido? ¿Era esto una casa de locos? Y, entonces, ese alma asustadiza que se había mostrado esta tarde volvió a aparecer y me convencí a mí misma de que, por alguna extraña casualidad, estaba con los mismísimos Borden, que la casa estaba encantada e iba a hacerme partícipe de su horror. Luego reapareció la razón, tratando de persuadirme de que no, de que todo era espectáculo y que mejor que siguiera la corriente. En menos de tres horas iba a irme de allí. Y, sin saber todavía cómo, me quedé dormida.

Un ruido hizo que despertase. La luz entraba a raudales por la ventana. Miré mi reloj y descubrí que eran las once menos cuarto de la mañana. ¡Había dormido muchas horas y no me había ido de allí! Cogí mi chaqueta y salí de la habitación a toda velocidad. No obstante, algo hizo que me detuviese. Un destello me obligó a retroceder. Ojalá no lo hubiese hecho. La puerta estaba entornada y yo miré... Miré y tuve que taparme la boca para no gritar, para que ella no me descubriese. Lizzie Borden estaba golpeando una y otra vez, totalmente fuera de sí, el cráneo de la señora Borden, que seguramente se encontraba ya muerta, pues un reguero de sangre corría por su cabello y su rostro. Aparté la vista de aquel atroz espectáculo y corrí escaleras abajo. Era más de lo que yo podía soportar. Si creían que todo aquello era agradable para un visitante, estaban bien equivocados.

Pero cuando iba a salir escuché que alguien se acercaba por el jardín. Me metí en la primera habitación con la puerta abierta. Era el salón, así que corrí a esconderme tras el enorme sofá. Minutos después entraba el supuesto señor Borden, fumando un puro y con un par de cartas en las manos, y se sentó en el sofá de enfrente. Segundos después entraba su ya crecida hija.

—Hola, papaíto —canturreó.

—Lizzie —dijo él simplemente, puesta su atención en una de las cartas.

—Querido papá, creo que he sido muy mala contigo últimamente.

Él levantó la vista y la miró fijamente. Luego ella cogió la mano de su padre, sentándose a su lado.

—Quisiera que me perdonaras. Es que echo mucho de menos a mamá, y Abby nunca podrá sustituirla.

—Abby es ahora tu madre y debes aceptarlo.

—¿Cómo quieres que quiera a una mujer que me ha arrebatado a mi padre? —exclamó ella, presa de un ataque de ira. Se levantó del sofá y dio unas cuantas vueltas por el salón. Yo observaba todo esto escondida tras el otro, intentando que no me viesen.

—Os quiero a todas, Lizzie —resolvió él con calma.

—¡Eso es mentira, papá! Desde que esa bruja entró en nuestras vidas, nos has ido apartando a Emma y a mí de la tuya.

—¡No la llames bruja, ella es tu madre!

—¡No, nunca lo será! ¡Ella no me dio la vida, me la está arrebatando, y tú eres su perro faldero!

El señor Borden se levantó del sofá como movido por un resorte, abofeteó a su hija y luego volvió a sentarse. Esta quedó aturdida, con una mano apoyada en la roja mejilla, y luego salió del salón llorando. Vi que el señor había dejado las cartas a un lado y que reposaba con la cabeza ladeada, sumido en sus pensamientos. Pasamos así unos diez minutos, hasta que pareció que él se había quedado dormido. Decidí salir de allí en ese momento, pero escuché unos pasos apresurados acercándose y volví a mi escondite.

Mis ojos no podían creer lo que veían: Lizzie Borden entraba al salón con un hacha de gran tamaño. Respiraba con dificultad y miraba al vacío. Se acercó como una autómata hacia su padre, el cual dormitaba ajeno a todo mal.

—El diablo me habló, papá. Me confesó que Abby era uno de sus esbirros y que la había enviado para hacernos daño. No te preocupes, papá, yo le he vendido mi alma a él para liberar la tuya. Te quiero tanto, papaíto.

Y dicho esto, bajó el hacha con una velocidad y fuerza pasmosas y esta fue a clavarse en el cráneo del hombre. La sangre salpicó las paredes e incluso llegó hasta mí, mojando mis labios. Pasé la lengua por ellos y noté el herrumbroso sabor de la sangre. No pude evitar gritar, una y otra, y otra vez, pero Lizzie parecía no darse cuenta, mientras le daba las gracias al diablo por haberle concedido ese último favor. Salí de detrás del sofá y, aterrorizada, vi que Lizzie se acercaba a mí, seguramente dispuesta a matarme también. Sin embargo, pasó atravesando mi cuerpo, el cual se echó a temblar ante tan terrible descubrimiento. La escuché llamar a la criada y, cuando apareció en el salón, Lizzie llevaba las ropas inmaculadas y no había ni rastro del arma homicida.

—¡Han matado a mi padre, Bridget, lo han matado! —repetía una y otra vez, como convencida de que había sido otro (el diablo, según su versión) el que había golpeado a su madrastra una y otra vez y a su querido padre.

No lo pude aguantar más y salí corriendo del salón. Afortunadamente, la puerta estaba abierta y la claridad del día me cegó. Fuera todo parecía distinto, vivo, real, acogedor. En mi cara ya no había rastro alguno de sangre. Era como si hubiese atravesado una puerta a otro mundo. Paré el primer taxi que encontré y le rogué que me llevara al aeropuerto, sin detenerme siquiera para ir al hotel a por mis maletas, las cuales pedí después que me las enviaran.

No conté jamás a nadie esta historia, porque estaba claro que nadie me iba a creer. Sin embargo, día tras día, noche tras noche, las pesadillas asaltan mis sueños. Y no hay minuto en el que no piense que yo sé la auténtica verdad —aunque todos ya se la imaginaran—. Desde luego, no soy quién para juzgar a aquella mujer porque no sé cómo era su vida, ni cómo era ella. Y ninguno lo sabremos jamás. Tampoco sé cómo llegó a ese estado, el de asesinar a su padre, y achacar todo lo sucedido a una obra del diablo. No obstante, por si acaso, he decidido no burlarme nunca más de él, y tomármelo más en serio, no vaya a ser que le molestasen mis mofas y me convirtiera en una Lizzie más.