Otredad

ROMPE, rompe el cristal, Gabriel.

El niño se removió inquieto, observando con cautela la imagen que le devolvía el espejo. Escuchó la voz de su madre en el salón, parecía que se acercaba al baño. Decidió abrir el grifo, sólo para aparentar que se estaba lavando los dientes y para que no le escuchara hablar.

—¿Y qué me darás si lo rompo? —le preguntó a la imagen.

No puedo darte nada de momento, Gabriel. Estoy muy débil. Papá y mamá apenas me dan ya de comer. Pero cuando salga, jugaremos y estaremos juntos para siempre. Es eso lo que quieres, ¿no? Un amigo con quien jugar.

Gabriel asintió con la cabeza. Puso uno de sus deditos bajo el chorro del agua fría mientras pensaba.

—No sé por qué papá y mamá te tienen ahí encerrado. ¿Te portaste muy mal?

La imagen del espejo, tan parecida a él, negó con la cabeza.

Papá y mamá creen que soy malo, que me portaré mal si me sacan de aquí. Pero tú no piensas eso, ¿a que no, Gabriel? Siempre me he portado bien contigo. Cuando te esconden los juguetes te digo dónde están.

—Sí, eso es verdad. Pero es que si te dejo salir, me castigarán a mí. Y este verano papá me había prometido llevarme al parque de atracciones si aprobaba todo y me portaba bien.

Ellos no se enterarán de que me has sacado de aquí.

Gabriel abrió mucho los ojos, asombrado. ¿Cómo no se iban a enterar? En cuanto rompiera el espejo y el otro saliese, lo verían, y sabrían que había sido Gabriel el que le había ayudado a salir.

No, Gabriel, no. Ellos no me verán. Porque tú y yo seremos uno. Te lo prometo. Jugaremos juntos para siempre.

—¿Qué quieres decir con que seremos uno?

No puedo explicártelo. No lo entenderías. Pero los niños de tu clase ya no se meterían nunca más contigo. Y tú podrías hacer todo, todo lo que quisieses, porque serías muy fuerte. Ella ya no te haría daño nunca más.

—¿En serio? —Gabriel sonrió a la imagen del espejo y cogió uno de los botes de champú de su madre.

Con eso no romperás el cristal, Gabriel. Además, tienes que estar seguro del todo, para que yo salga con fuerzas. Y todavía no lo estás.

—Es que tengo un poquito de miedo. Cuando mamá se enfada, ya sabes cómo se pone.

Mamá no te hará daño. Yo te protegeré.

Ten cuidado, viene.

Gabriel cerró apresuradamente el grifo y se quedó mirando a la puerta. Justo en ese momento escuchó la voz de su madre desde el otro lado.

—Cariño, ¿aún no acabas? Tengo que entrar.

El niño se giró, pero en el espejo ya no había nadie. Lo lamentó. Le gustaba hablar con él. Su madre volvió a llamar a la puerta.

—¿Cariño?

—Ya voy, mamá.

Cuando abrió la puerta, su madre le esperaba con los brazos en jarras. No le gustó. Por su voz, había pensado que estaba contenta, pero ahora no lo parecía en absoluto. Se acercó a su hijo y lo cogió del pelo. Gabriel supo que había estado bebiendo otra vez de esas botellas que tenía guardadas en un armario de la cocina, escondidas tras los productos de limpieza.

—Mamá necesitaba ir al baño y tú te has tirado ahí dos horas —dijo, con voz gangosa.

Gabriel olió el rancio aliento. Su papá decía que apestaba a cenicero y a alcohol. Lo sacó a rastras del cuarto de baño hasta el salón, donde su padre leía unos papeles. Su papá siempre estaba muy ocupado con el trabajo, apenas lo veía.

—El gilipollas de tu hijo estaba hablando solo otra vez —soltó su madre, empujándole.

El chiquillo observó que su padre se ponía tenso. En muy pocas ocasiones se había enfrentado a su mujer, y cuando lo hacía, ella explotaba en un ataque de histeria y acababan en el hospital. Pero él... Sí, él podía hacer que todo aquello acabase.

—Son cosas de niños, Luisa —contestó su padre, quitándose las gafas y dejándolas en la mesa. Abrió los brazos y abrazó a su hijo.

—Tú siempre dejas que se salga con la suya —continuó la mujer, mirándolos con odio—. ¿De verdad crees que son cosas de críos? Yo lo que pienso es que está más loco que una cabra, como tú.

Gabriel pensó que su madre iba a continuar gritándoles y que luego pasaría a los insultos, y tal vez a algo más, pero por suerte, murmuró que tenía sueño y que se iba a acostar la siesta. El niño suspiró cuando escuchó cerrarse la puerta del cuarto de su madre.

—No te habrá pegado, ¿verdad? —le preguntó su padre, tanteándole el cuerpecito.

El niño negó con la cabeza. Jugueteó con las patillas de las gafas de su padre.

—No te enfades con ella. Es una buena mujer, pero desde que... —A su padre se le entrecortó la voz y se le escapó un sollozo.

—No me enfado, no te preocupes, papi —contestó Gabriel, rodeándole con los bracitos el cuello.

Su padre levantó la cabeza y le sonrió. Ojalá pudiese estar siempre con papi, nunca más con mami. Nunca.

—¿Con quién hablas en el cuarto de baño?

Gabriel titubeó durante unos segundos. No sabía si debía contárselo a su padre. A su madre desde luego que no. Pero a su padre... Él siempre le había apoyado en todo. Pero, ¿y si se lo contaba a su madre? Entonces ella se enfadaría y nunca más podría hablar con su mejor amigo. Tal vez le hiciese daño y...

—Con un amigo —contestó el niño.

—¿Tu amigo está en el cuarto de baño?

Gabriel asintió con la cabeza. Desde el cuarto de sus padres unos graves ronquidos atravesaban el pequeño piso. Su madre estaba durmiendo la mona, tal y como decía papá a veces.

—¿Y cómo se llama tu amigo?

—No te lo puedo decir —respondió Gabriel. Se llevó el pulgar a la boca y empezó a chuparlo. Su padre se lo retiró.

—No te chupes el dedo. Tú ya eres mayor. ¿Por qué no puedes decirme cómo se llama?

—Él me dijo que no podía porque mamá se enfadaría mucho si supiese con quién hablo.

—Mamá no tiene por qué saberlo. —Su padre se arrimó más—. Será un secreto entre tú y yo.

El niño dudó de nuevo. Su padre era bueno, seguro que decía la verdad. Pero a lo mejor él se enfadaba por haberlo contado y ya no le hablaba nunca más... Aun así, no podía mentir más a papá.

—Luis.

—¿Tu amiguito se llama Luis?

—Sí.

El hombre apartó un poco al niño y lo miró cautelosamente. Se había puesto muy serio de repente. El labio de abajo le temblaba un poco. Gabriel sintió ganas de llorar. Seguro que se había enfadado. No tendría que habérselo dicho...

—¿Qué edad tiene Luis? —quiso saber su padre.

—No sé... Es más mayor que yo. A lo mejor catorce o quince.

Un gruñido más fuerte y grave que el resto los sobresaltó. Se dieron cuenta de que estaban hablando casi en susurros. Cuando los ronquidos se normalizaron, volvieron a hablar:

—¿Y cómo es Luis?

Gabriel se llevó de nuevo el dedo a la boca, pero antes de metérselo lo bajó. A papá no le gustaba nada que todavía se lo chupara, pero después de que mamá le pegase y él se fuera a llorar a su cuarto, solo y dolorido, era lo único que le calmaba... Y ahora estaba tan nervioso que sentía muchas ganas de chuparse el dedo una y otra vez.

—Se parece a mí.

—¿Cuánto se parece a ti?

—No sé... Un poco. No. Mucho —reflexionó Gabriel.

Su amigo tenía el pelo tan negro como él y los mismos ojos azules. También el hoyuelo en la barbilla.

—¿Y te ha dicho algo más aparte de su nombre?

Gabriel asintió. Pensó que ese era el momento adecuado para contarle todo. Ahora que mamá dormía. Ya nunca más lo podría hacer.

—Dice que tú y mamá le encerrasteis en el espejo. También me dijo que mamá era tan mala con él como conmigo. Y que tú no hacías nada por ayudarle.

Su padre lo agarró de los brazos con fuerza. Gabriel soltó un grito de sorpresa y también de dolor. Todavía tenía un moratón en el codo.

—Gabriel, no me mientas. ¡Te lo estás inventando todo!

—¡No! ¡Es todo verdad, papi! —gritó el niño.

Los ronquidos se detuvieron. Ambos miraron hacia el pasillo conteniendo el aliento. Los muelles de la cama crujieron y se prepararon para que la mujer saliese al pasillo soltando improperios porque la habían despertado. Pero no ocurrió nada. El absoluto silencio se mantuvo durante unos segundos más y, por fin, volvieron los ronquidos.

—Enséñamelo, Gabriel —susurró su padre.

El chiquillo lo miró con ojos asustados. No, no podía. Luis se enfadaría mucho, ya no sería más su amigo, no volvería a aparecer en el espejo y ya nadie le ayudaría.

—Por favor, cielo —suplicó su padre, con los ojos llorosos.

Gabriel, no está nada bien que papá haya estado aquí.

—¡Pero si no te ha visto! —se quejó el chiquillo.

Luis le miraba enfadado. La imagen del espejo estaba algo borrosa. Gabriel temía que Luis decidiese marcharse y no volver nunca más. Entonces, no tendría a nadie a quien contarle sus penas.

Eso da igual. Mientras yo no salga del espejo, no podrá verme. La cuestión es que ahora sabe que estoy aquí, se lo contará a mamá, y entonces ella vendrá a por ti y yo no podré hacer nada por ayudarte.

—Papá estaba muy triste y tuve que decírselo.

¡Papá es igual de malo que mamá! ¿Te ha ayudado alguna vez? Lo único que dice es que no hay que enfadarse con mamá, que no lo puede evitar, que está enferma, que ha sufrido un trauma. Papá deja que mamá te pegue y no hace nada por evitarlo.

—¡Sí hace! Me abraza y me calma a veces —lo defendió Gabriel.

¿Y crees que con eso basta? ¡Un padre que quisiese a su hijo no dejaría que otro le pusiera la mano encima! Papá no te quiere, igual que tampoco me quería a mí. Sólo quiere a mamá, y por eso deja que ella haga lo que quiere.

—¡No es verdad! —exclamó el pequeño. Cogió su cepillo de dientes y lo lanzó contra el espejo. La imagen se desdibujó un poco más.

Sólo eres un niño tonto. Si fueses más inteligente, comprenderías que tu situación no es normal. Otro niño contaría a los demás lo que le sucede en casa, iría a la policía. Tú lo único que haces es hablar conmigo, cosa que no te sirve para nada si no deseas de verdad que esté a tu lado para ayudarte.

—Es que... ¡yo no sé quién eres de verdad!

El pequeño recogió el cepillo que había caído al suelo y lo puso de nuevo en el vasito. Luego observó la imagen del espejo y se dio cuenta de que se parecían mucho más de lo que creía.

Yo no soy un amigo como otro cualquiera, Gabriel. Soy parte de ti. ¿A que estás pensando en lo mucho que nos parecemos? Te seré sincero, Gabriel: tú y yo somos hijos de la misma madre. ¿Comprendes, hermanito?

El niño adelantó la manita y tocó el espejo. Esperaba notar la carne y la piel de Luis, pero sólo notó el frío del cristal. Luego, incrédulo, negó con la cabeza.

—Yo no tengo hermanos.

Déjame adivinar: papi y mami no te han contado nada. Pues mira, antes de estar tú en esta maravillosa familia, estaba yo. Y mamá me hacía lo mismo que a ti. Seguro que si le dices a papi lo mala que es, él se excusa diciendo que está enferma, que sufrió mucho... Y acabaría por contarte que es que su hijo mayor murió, y por eso está ahora así. Pero ella ya era así antes, porque en realidad está loca, muy loca. Y papá lo único que hace es callar y mirar hacia otro lado porque sabe que la meterían en la cárcel, y la quiere demasiado como para eso.

—¡Eres un mentiroso! ¡Yo no tengo hermanos! —exclamó Gabriel, golpeando con su puñito el cristal.

¿Ah, no? ¿Entonces por qué sé todo sobre ti? ¿Por qué sé todo sobre papá y mamá? Estamos unidos, querido hermanito, por los pensamientos. Y también sé otras cosas que mamá...

—¡Callaaaaaa!

Gabriel abrió la puerta del baño y corrió a su cuarto, totalmente confundido. Se echó sobre la cama y comenzó a llorar. No podía haber tenido un hermano. Su padre no podía haber estado mintiéndole siempre. No le habría ocultado eso. ¿Por qué iba a hacerlo? Pero, entonces, ¿quién era Luis? ¿Por qué se parecía tanto a él? ¿Y si era un monstruo que quería apoderarse de su alma?

Se quedó quieto, conteniendo los sollozos, y escuchó a sus padres, que hablaban en el salón. Había dejado la puerta entreabierta, así que si se acercaba a ella, podría escuchar lo que hablaban. Era muy extraño que mami hablase tan bajito, acostumbrada como estaba a soltar gritos todo el rato. Bajó de la cama y de puntillas se acercó a la puerta, sacando la cabeza un poquito. Las sombras del pasillo le ocultaban, de manera que si alguno de sus padres se levantaba e iba a la cocina o al dormitorio, él tendría tiempo a meter la cabeza sin que lo viesen.

—¿De verdad que ni siquiera se te ha escapado algo? A lo mejor te vio llorando o mirando alguna foto suya o...

—Pues no. A lo mejor el descuidado eres tú, o a lo mejor lo que quieres es que mi propio hijo se vuelva en contra mía, y por eso le has contado tú la verdad.

—No digas eso, Luisa. Sabes que no..., sabes que desde entonces he estado apoyándote, aun cuando a veces te pasas con el niño. Sólo quería aclarar esto antes de marcharme a trabajar.

—¡Pues entonces cállate! No quiero que vuelvas a mencionarme a Luis. ¡No quiero escuchar su nombre! ¡No puedo soportarlo!

Gabriel contuvo la respiración y metió la cabeza con rapidez. Su madre ya se acercaba por el pasillo. Escuchó el portazo proveniente del cuarto de su madre. A continuación, los pasos de su padre. Corrió a la cama y se tumbó, aparentando dormir. Su padre entró y Gabriel supo que estaba parado, observándole. ¿Se estaría acordando de Luis? Porque entonces era verdad, él había tenido un hermanito que había muerto... Seguramente papá no se lo había contado para que no se pusiese triste. Papá era muy bueno.

Notó un suave beso en la frente y el aroma del after shave de su padre penetró por sus fosas nasales. No abrió los ojos hasta que escuchó la puerta de la calle. Todavía era pronto. Le habría gustado salir a jugar al parque, pero mamá no estaba de buen humor y no podía irse sin su permiso. Por otra parte, estaba a solas con ella en casa y sintió un poco de miedo. Había notado que estaba muy enfadada. Quería ir al cuarto de baño, hablar con Luis y pedirle perdón por no haberle creído. Sin embargo, no se atrevía a salir. Cogió uno de sus libros preferidos y empezó a leer hasta que se quedó dormido.

Lo primero que sintió, antes de abrir los ojos, fue un olor repulsivo. No le fue difícil asociarlo. Era el aliento de su madre después de haber bebido de esas botellas. También se entremezclaba con otro olor, como de tripas de pescado o algo parecido. Decidió no abrirlos, fingir que estaba dormido, así a lo mejor mamá se marchaba.

No lo hizo, y lo que notó después fue la áspera lengua de su madre deslizándose por su mejilla. Se le revolvió el estómago y estuvo a punto de soltar una arcada cuando ella le besó en los labios. «Ojalá que papá vuelva pronto. Ojalá que ella escuche la puerta y se vaya corriendo a la habitación, dejándome en paz».

Todavía sin abrir los ojos, sintió la mano de su madre, acariciándole el cuello, los brazos, bajando hacia la tripa.

—Te pareces tanto a Luis... —susurró la mujer, acariciándole por debajo de la camiseta.

Un escalofrío recorrió el cuerpecito del niño. No entendía qué estaba haciendo su madre. De repente, ella se puso encima de él aprisionándole. Pesaba mucho y estaba muy sudada. Luego comenzó a bambolearse hacia delante y hacia atrás, cada vez más deprisa, hasta que Gabriel pensó que iba a romperle algo.

—Mi Luisito. Me gustaría tanto que estuvieses aquí...

Gabriel no pudo evitar abrir los ojos y miró a su madre. Esta le sonreía, pero se notaba que estaba muy borracha, pues apenas podía mantenerse recta.

—Oh, mira, ya se ha despertado mi niño bonito...

El chiquillo no dijo nada. Se echó a temblar cuando ella se deslizó el camisón por los brazos y se lo quitó. Gabriel descubrió unos pechos grandes y flácidos. Su madre se los cogió con ambas manos y se los estrujó. Después los acercó a la cara del niño. Este giró la cabeza, sollozando.

—Vamos, cariño... Toca a mami. Sé un niño bueno. Mami te quiere mucho.

Las manos de la mujer cogieron las del niño y se las puso en los pechos. Él intentó zafarse, cosa que provocó el enfado de su madre. Le soltó una bofetada que hizo que le rechinaran los dientes.

—¿Es que no te gusta mamá? —le espetó la mujer, regándole con su maloliente saliva—. ¡Míralo, igual que Luis! ¡Igual que su padre!

El puñetazo en la nariz le llegó de repente. Gabriel no se lo esperaba, le sorprendió tanto que se quedó quieto, con los ojos muy abiertos, sin llorar. El siguiente golpe fue a parar al oído. Se le quedó un pitido tremendamente molesto.

—¡Eres un pequeño cabroncete! No mereces que mami te quiera, ¿eh?

Cada vez le apestaba más el aliento. El niño reprimió otra arcada. La mujer movió un poco la cadera, hasta colocar su vagina ante la cara del niño. El olor que provenía de allí era todavía peor. Gabriel comenzó a llorar. No pudo respirar cuando su madre le tapó la boca y la nariz con el pubis. Por suerte, el martirio no duró mucho, ya que de repente apareció la oscuridad.

Gabriel, despierta.

Gabriel abrió los ojos. Un dolor insoportable le recorrió la cabeza. Se tocó la nariz y ahogó un gritito. ¿Se la habría roto su madre? Trató de levantarse, pues se dio cuenta de que estaba en el suelo, pero le temblaban las piernas. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que estaba en su habitación.

Gabriel, tienes que darte prisa.

En la cama estaba su madre. Desnuda. Se estremeció al recordar lo que había pasado. Trató de no hacer ruido para no despertarla. Miró el reloj de la mesita. Las diez y cuarto. Papá no tardaría en llegar del trabajo, pero ella podía despertar otra vez y hacerle más daño.

Gabriel, ven, ven aquí conmigo. Te estoy esperando. Tienes que hacerlo ahora. Ahora.

El pequeño se levantó a duras penas y caminó tambaleándose hacia el cuarto de baño. Se topó con el rostro de Luis al encender la luz. Desapareció durante unos instantes y Gabriel pudo ver su rostro demacrado. Tenía la nariz torcida, con sangre seca pegada a las fosas nasales y al rostro. Un ojo lo tenía hinchado y amoratado. Comenzó a sollozar. La cara de Luis apareció de nuevo en el espejo.

No debes llorar ahora, hermanito. La odias, ¿no es así? Lo que a ti te ha hecho, a mí también me lo hizo. Yo también la odiaba, y todavía la odio. Yo no soportaba más, no podía vivir así. Traté de escaparme, pero ella se enteró...

—Dime qué tengo que hacer, Luis. No quiero que me pegue más, no quiero que me ponga su cosa en la cara... Quiero que papi, tú y yo nos vayamos lejos de aquí.

Lo haremos, Gabriel, si me haces caso en todo lo que te diga. Pero papi no puede venir. Él tampoco nos ayudó jamás. Solos tú y yo, hermanito...

—¡Pero yo quiero que venga papi! —sollozó el pequeño. Las lágrimas le escocían en el ojo.

¡Cállate y escucha! ¿Quieres que vuelva a hacerte lo mismo? Porque cuando crezcas será peor, te lo aseguro. Ya no le bastará lo de esta noche. Querrá jugar con tu cosita, ¿sabes? Te obligará a hacer cosas horribles. Jamás podrás ser feliz.

La imagen en el espejo se desdibujó. Gabriel agarró el marco con las manitas.

—¡Vale, vale! Por favor, Luis, ayúdame, por favor...

Escucha bien todo lo que te digo. Si lo haces, a lo mejor papá también puede venir con nosotros.

Gabriel asintió esperanzado con la cabeza.

Tienes que sacarme de aquí. Sólo yo puedo ayudarte con mamá. Lo primero que debes hacer es ir a la cocina. No la despiertes. Coge uno de los cuchillos más grandes, esos que usa mamá cuando pela las zanahorias. Luego vuelve aquí.

Gabriel se apresuró en ir a la cocina. No se escuchaba ningún ruido de su cuarto, así que su madre debía de estar durmiendo todavía. Pero no tenía mucho tiempo. Evitando hacer el menor ruido posible, abrió el cajón superior y sacó el enorme cuchillo que Luis le había dicho. Relucía en la oscuridad de la cocina. Se asomó al pasillo. Ningún movimiento. Corrió de nuevo al cuarto de baño y cerró la puerta al entrar.

Muy bien, Gabriel. Lo estás haciendo muy bien. Ahora, hazte un pequeño corte en la muñeca. No te preocupes, no dolerá. Es la única forma. Una vez te lo hayas hecho, dibuja un círculo en el espejo, tan grande como mi cara. Por último, rompe el cristal con el mango del cuchillo. Después, estaré contigo para siempre.

Gabriel observó la afilada punta del cuchillo. Lo acercó a su muñeca, temblando. Luis le instaba a hacerlo de una vez. Cuando hundió el cuchillo en su carne, tuvo que morderse los labios para no gritar. La sangre comenzó a salir. Dejó el cuchillo en la pila del váter y se untó dos dedos con su sangre. Dibujó con trazos inseguros e irregulares un círculo en el espejo. Luis sonrió.

Gracias, Gabriel. Ahora, estaremos juntos para siempre...

Un destello deslumbró al pequeño y sintió que algo presionaba en su interior. Le pareció que mil patas velludas de araña correteaban por su cuerpo. Se sentía tan, tan poderoso...

A partir de ahora, Gabriel, mamá nunca te hará daño...

La mujer abrió los ojos de golpe. Le había parecido que la llamaban. Cientos de agujas se le clavaban en la cabeza. Había bebido demasiado otra vez. Se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Buscó su camisón y lo encontró enrollado de cualquier manera en el suelo. Luego comprobó que estaba en la cama de Gabriel. Pensó en dónde estaría aquel pequeño imbécil. ¿Acaso habría llegado su marido y le habría contado algo...? Ella apenas recordaba nada, aunque se podía imaginar lo que había sucedido.

Al mirar el suelo descubrió una pequeña sombra. Levantó la cabeza y descubrió apoyado en el marco de la puerta a Gabriel. Lo cierto es que le había dejado la cara totalmente marcada. Se tendría que inventar una nueva excusa cuando lo llevara al colegio, o mejor, no lo llevaría en unos días. Y si no, podía decir que había sido el calzonazos de su marido el que se había sobrepasado propinándole una paliza.

El niño la miró, callado. Tenía las manos a la espalda. La mujer también lo observó y empezó a cabrearse.

—¿Qué haces ahí como un pasmarote?

Él no contestó. Dio un pasito, metiéndose en la habitación. Tenía una sonrisa bobalicona en la cara.

—¿Quieres que te dé otra hostia o qué? Porque te la estás ganando.

La mujer se puso el camisón y se levantó de la cama. Su hijo permanecía en el resquicio de la puerta, con esa sonrisa que tanta mala hostia le estaba provocando. Pensó en que tal vez lo había dejado medio lelo por los golpes propinados. Lo observó durante unos segundos mientras se toqueteaba el lóbulo de la oreja, una de sus múltiples manías. Cuánto se parecía a Luis... Si eran prácticamente idénticos. No pudo evitar estremecerse.

—Aparta, que el gilipollas de tu padre está a punto de venir —dijo, apartando de un manotazo al crío.

Sin embargo, este la apresó de la muñeca con una fuerza inaudita para un niño de nueve años.

—¿Qué coj...?

Un destello plateado hizo que se pusiera en alerta. Sin saber cómo, se encontró aferrando por la punta el cuchillo con el que pelaba las zanahorias. La palma de la mano comenzaba a escocerle y unas cuantas gotas de sangre cayeron al suelo. Temblaba a causa de la fuerza que tenía que hacer con tal de que el cuchillo no se clavara en su pecho.

—¿Qué coño te crees que haces? —le gritó a su hijo con rabia.

El criajo no mostraba signos de reconocerla, tan sólo dibujaba una sonrisa cada vez más grande, regada de unos dientes blancos y puntiagudos. Con la otra mano le golpeó en la mejilla y el cuchillo cayó al suelo. Lo retiró de una patada y cogió a su hijo por el cuello, dispuesta a ahogarlo.

—¿Has intentado matarme a mí, criajo de mierda?

Apretó con más fuerza, llena de rabia. Los ojos del niño parecían querer salirse de sus órbitas y un sonido renqueante salió de su boca. La mujer se echó a reír, eufórica.

—Te has equivocado, y mucho...

Un grito la alertó de que había alguien más con ellos. Al girarse descubrió a su marido en el quicio de la puerta, mirándolos totalmente incrédulo. Ella aflojó la presión y el niño comenzó a dar arcadas.

—Luisa, tú, tú... —tartamudeó el hombre, acercándose a su esposa con pasos sonámbulos.

—Antonio, él... ¡ha intentado matarme!

El hombre frunció el ceño. Contempló a su pequeño hijo, tratando de recuperar la respiración, todavía en el suelo.

—Luisa, tú... Nuestro hijo. Luis. Tú... ¡Hija de la gran puta!

Gabriel se dedicó a observar la pelea entre sus padres. Le dolía el cuello y le costaba tragar, pero no importaba. Dejó que se pegaran entre ellos, que se insultaran, mordieran, arañaran. Nunca había disfrutado tanto. Mamá estaba recibiendo lo que se merecía. Y, en cierto modo, papi también.

Gateó por el suelo dispuesto a recuperar el cuchillo que había caído bajo la cama. Alargó el bracito y lo encontró. En ese momento escuchó un golpe seco, como si hubiesen caído unos huevos al suelo. Se asomó por la esquina de la cama y vio a su padre, balanceándose hacia delante y hacia atrás, sosteniendo a su madre en brazos. Había un charco rojo en el suelo. Era sangre. Sangre de mami. Le caía de la cabeza. Era muy brillante. Brillante. Roja. Olía fuerte, pero no mal. Cuánta sangre. Quería revolcarse en ella, reír, llorar, gritar en la sangre de mami. Impregnarse con su sangre, dibujarse marcas de guerra en la cara, en las partes en las que ella le había tocado.

Su padre se giró y lo miró, sollozando. Tenía toda la cara arañada.

—Gabriel... Gabriel, yo no quería. Ha sido un accidente.

El niño se levantó, escondiendo en la espalda el cuchillo. Se acercó al hombre con breves pasitos.

—No, papi, no ha sido tu culpa.

—¿Qué voy a hacer? Jamás creerán que ella... Pensarán que yo... a ti... a Luis...

El hombre volvió a llorar. Los mocos se deslizaban de su nariz hasta los labios y caían al suelo, mezclados con las babas.

Gabriel esbozó una enorme sonrisa. Jugueteó con el cuchillo, todavía a su espalda. No iba a ser necesario emplearlo con papi.

Qué bien, Gabriel, qué bien. Todo ha ido genial, tal y como te dije. Por fin juntos, tú y yo, hermanito. Felices, juntos. Para siempre.