Números
AHORA ya no soy un número. Ya no soy una mente destinada a la servidumbre. Ninguno lo somos, pero cuando Argos emprendió su marcha, todavía lo éramos.
¿En qué momento los seres humanos cambiaron a sus mujeres y maridos por unos androides? No lo sé, y no hay ninguno de nosotros que lo sepa a ciencia cierta. Algunos de los más valientes se han atrevido a escribir estudios que no han visto la luz más que en los mercados negros del Emur. Los demás, nos continuamos mirando interrogantes, dubitativos.
Lo que sabemos es que hubo un momento en la existencia del hombre, aquel en que la ciencia y el progreso llegaron a límites inmorales, en que aparecimos nosotros. Y entonces las mujeres y los hombres reales acordaron que tan sólo se rozarían para procrear. Y nosotros fuimos los encargados de provocarles placeres hasta entonces insospechables. Al principio sólo nos podían poseer los más ricos: famosos, políticos, grandes empresarios. Pero poco a poco la situación fue cambiando y las grandes empresas se dieron cuenta de que vendernos de forma masiva aumentaría sus ingresos. Todos los mercados de nuestro planeta, Speculum, formaron una alianza. La venta masiva comenzó en Japón, pero pronto los otros países se unieron a él, y los televisores anunciaban todo tipo de androides de la raza que se quisiera. Y al final se pudieron elegir los rasgos exactos, la talla de pecho, cómo debía ser nuestro trasero, nuestros ojos o nuestros órganos sexuales. Hombres y mujeres horribles, tanto física como moralmente, disponían ahora del amante que siempre desearon. La prostitución nunca más fue un negocio. Por un módico precio, al final podías tener en tu hogar a la puta o el gigoló que siempre deseaste y nunca conseguiste y que fuese un perro fiel y agradecido.
Se nos creó como expertos amadores. En nuestro chip se entremezclaban rituales de diferentes culturas: el kamasutra, las orgías báquicas. En la vida terrenal ahora se gozaba de las delectaciones del paraíso (el de la religión musulmana, claro está) y muchas de las androides eran creadas para que volviesen a ser vírgenes una y otra vez, y muchos de ellos podían hacer el coito durante noches enteras.
No todos los amos —así nos obligaban a llamarlos— eran amables. Los números afortunados eran pocos. Sí que había algún hombre o mujer todavía cariñosos que veía la práctica como un acto deleznable. Sin embargo, eran pocos, y pululaban a sus anchas todos aquellos que habían reprimido sus impulsos y que ahora los descargaban en nosotros. La mayor parte de los números tenía que soportar prácticas atroces: éramos simple y llanamente unos perros, los esclavos sexuales que todo el mundo quiso tener alguna vez en su vida.
Y los seres humanos eran felices, pero no nosotros. Cada uno de nosotros nació con un fallo en el chip. Servíamos con mansedumbre pero la aborrecíamos. Aun así, la rebelión no se coló en ese fallo y acatábamos las órdenes con humildad, con resignación, con asco.
Yo nací con ese asco. Al abrir los ojos me topé con un hombre de enorme tripa, barba y cabello grasosos, ojos lujuriosos y animales. Y yo fui creada con rasgos y cuerpo tremendamente infantiles. En mi nuca tenía grabado un número: 84858. Pero él nunca me llamó así, se dirigía a mí con palabras como hija, cariñito de papá o niñita preciosa. Por ese entonces todavía no sabía nada. Tenemos la facultad de ir aprehendiendo el mundo que nos rodea como los seres humanos, aunque mucho más deprisa. Al cabo de un año ya sabía que durante toda su vida había abusado de su hija pequeña, la cual se había suicidado. Y el asco creció en mi interior, a pesar de que cualquiera diría que es improbable, que una máquina llena de cables y fusibles no puede sentir nada. Pero el chip de los sentimientos había fallado y sentíamos demasiadas pasiones. Por las noches llorábamos sin lágrimas.
Con el paso del tiempo las humillaciones se hicieron mayores. Robert me obligaba a vestirme con uniformes escolares, me recogía el cabello rubio y brillante en dos coletas, me las decoraba con lacitos. Luego me obligaba a realizarle toda una serie de prácticas que horrorizarían a cualquier hombre de Dios. Pero es que ya no lo había. Ni tampoco ningún Dios. El hombre llegó a la conclusión de que él lo era. La humillación se convirtió en dolor, porque se le sumaron los insultos, las palizas, los golpes con el cinturón. En muchas ocasiones pensé que su hija por ser humana había tenido suerte.
Robert era uno de los científicos de la Argos, la nave más avanzada y colosal de la historia de la humanidad. Hacía unos meses se había descubierto un nuevo planeta, muy semejante al nuestro —demasiado, pues era una réplica—. Se dispusieron todos los preparativos para viajar hacia allá, tal vez colonizarlo, descubrir si había vida. Se eligió cuidadosamente un equipo formado por excelentes médicos, científicos, historiadores, arqueólogos. Incluso un par de famosos se apuntaron a la aventura. Cada uno de ellos se llevó a su número personal.
Nos llevó meses conseguir llegar a ese planeta tan semejante al nuestro. Al bajar de la Argos nos encontramos con un mundo idéntico, aunque demasiado antiguo, como si el tiempo no hubiese pasado para ellos. Ese planeta nos esperaba derruido, como si una plaga se hubiese cernido sobre él. Y es que en el fondo, así era.
Los científicos acordaron subir a la nave unos cien ejemplares, que a decir verdad, eran como ellos, sólo que parecían enfermos. Ni siquiera mostraron resistencia, subieron a la nave con las cabezas gachas, desprendiendo sudor infecto por los poros y, algunos, sonriendo. Les preguntaron cómo se llamaba su planeta y respondieron que Tierra. Se los interrogó sobre lo que había sucedido y se encogieron de hombros, algunos musitaron algo, pero no se les entendió bien. Pronto los médicos se pusieron a extraerles muestras de sangre y a sanear a los nuestros. Se discutió mucho sobre su idéntica apariencia, aunque no hablaban la misma lengua y semejaban una sociedad mucho más atrasada. Se llegó a la conclusión de que habían descubierto el planeta gemelo de Speculum y que todos los que íbamos en esa nave seríamos reconocidos públicamente.
Esa noche los gritos de júbilo resonaron por las paredes de la nave. También los gritos de terror y dolor.
Como íbamos a tardar otros cuantos meses en llegar a nuestro destino, se nos encargó a una serie de números servir a los especímenes que habían cogido de ese planeta llamado Tierra. Silenciosos avanzábamos por los pasillos de la Argos, dispuestos a ofrecerles a los nuevos aquello de lo que nuestros amos ya gozaban. Querían enseñarles cuán avanzado era su mundo, aunque nosotros pensábamos todo lo contrario. Aquellos hombres y mujeres se sorprendieron la primera vez que atravesamos el umbral de sus compartimentos y los desnudamos, besamos o cualquier otra cosa mucho más obscena. Los primeros días se dejaron hacer, a las semanas ya estaban acostumbrados. Pero al cabo de un mes se sintieron confusos y asqueados. Descubrieron en nuestros ojos la repugnancia y el hastío y recordaron que ellos, tal vez, en alguna ocasión también fueron esclavos. Los distintos números nos convertimos en verdaderos amantes de esos hombres y mujeres que sí parecían tener humanidad, sentimientos, pasiones. Los números nos habíamos preguntado en muchas ocasiones si éramos nosotros las máquinas o aquellos que nos crearon y, por fin, obteníamos una respuesta.
Puedo decir, a pesar de mi naturaleza, que posiblemente me enamoré de mi segundo amo, o mejor dicho, de mi auténtico compañero. Con él podía charlar de cualquier tema, pues era muy sabio y locuaz, y él descubrió que los números éramos sensibles e inteligentes. Me puso un nombre, Hope, pues me dijo que yo era para él esa esperanza que ya había perdido. Louis se convirtió en mi mentor y me enseñó su lengua, llamada francés, y todo lo que sabía sobre su planeta. Me contó que una especie de peste había asolado la Tierra y que poco a poco habían ido desapareciendo los seres humanos de su faz. Se sentía agradecido porque hubiésemos llegado hasta allí, pero algunas noches temblaba entre mis brazos por el miedo al pensar en lo que podrían hacerle una vez llegásemos a Speculum.
Robert, por desgracia, se dio cuenta de que Louis era algo más para mí y me prohibió verle. Me ató desnuda durante varios días y en su cama me violó una y otra vez, celoso de que yo hubiese disfrutado de los placeres con otro, pues los números no habíamos sido ideados con ese fin. Lo que mi amo no sabía era que desde aquella primera vez, jamás me había vuelto a acostar con Louis. Nosotros nos necesitábamos de otro modo, de un modo que Robert jamás entendería.
Una noche, mientras todos los humanos dormían, escuché gritos que desgarraron el silencio. Robert yacía junto a mí roncando. Se levantó de un brinco ante los insistentes golpeteos en nuestra puerta. Se puso una bata encima y la abrió. Uno de los médicos esperaba fuera, con la frente y el bigote perlados de sudor. Se le veía pálido y ojeroso, como si no hubiese dormido durante un par de noches.
—El espécimen C ha muerto —dijo por fin.
—¿Cómo puede ser? —preguntó mi amo, anudándose la bata y dispuesto a salir.
—No lo tenemos todavía muy claro. Comenzó a sufrir una especie de ataque epiléptico y al cabo de unos segundos dejó de moverse. Pero hay otra cosa: el virus que había en su sangre parece haber mutado...
—¿Mutado?
Robert me echó una mirada de reojo y luego salió dando un portazo. Me quedé allí, con las manos todavía atadas, y el corazón en un puño. Sabía quién era el espécimen C: uno de los mejores amigos de Louis. No me había parecido que pudiese morir, ni siquiera un poco enfermo. Me asusté pensando en que Louis podría sufrir su misma suerte. Esperé ansiosa a que mi amo llegara. Este parecía venir contento como cuando hacía nuevos descubrimientos y me desató. Yo lamí sus pies agradecida y luego dejé que me cogiera del cabello y jugase conmigo como una niña con su muñeca preferida.
No volví a ver a Louis con vida. A partir de esa noche todo sucedió demasiado deprisa. Al día siguiente la expectación recorría cada uno de los compartimentos de la majestuosa Argos. Todos los miembros alzaban sus copas y brindaban por un nuevo descubrimiento cuyo fin no conocíamos los números. Una de las médicas, la señorita Stevenson, se separó del grupo, alegando que no se encontraba muy bien. Ella había sido la encargada de analizar al espécimen C. Como es evidente, todos se alertaron pero ninguno dijo nada, reacios a empañar el torrente de alegría. Robert estaba totalmente borracho cuando llegó la medianoche. Sabía que en un rato me conduciría con violencia a la habitación, así que le dije que me marchaba antes, para esperarle como merecía. Lo que yo pretendía era ver una vez más a mi Louis.
Al salir de la sala de celebraciones me di cuenta de que la doctora Stevenson no había vuelto aún. Caminé velozmente por los pasillos vacíos y al girar una de las esquinas resbalé. Me hubiese caído de no haber sido por nuestro excelente sentido del equilibrio. Al mirar abajo, una gran mancha negruzca me saludaba desde el suelo. Me acuclillé y confirmé mis sospechas: era sangre, oscura y maloliente, y dibujaba un rastro en el suelo blanco e inmaculado de la nave hasta los servicios de mujeres. No pude evitar pensar en la doctora y en lo enferma que parecía cuando se marchó de la fiesta. Aterrorizada avancé hacia los servicios, al fin y al cabo yo sólo era un androide con sentimientos humanos. No necesité llegar a ellos pues la doctora y el espécimen C me esperaban en el siguiente corredor, masticando en el suelo las vísceras de uno de los científicos que se encontraba en los laboratorios analizando las muestras de sangre.
Retrocedí con sigilo, sin hacer el menor ruido, alejándome de tan macabra visión. Y entonces fue cuando empezaron los gritos, que me llegaban desde donde yo había venido. No me lo pensé ni dos segundos y eché a correr hasta que alcancé mi habitación, donde me encerré, esperando a que viniese Robert, o Louis, o quien fuese, pero sin haberse convertido en un monstruo. Temblé como la luna en el arroyo y supliqué para que mi Louis volviese a mí. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero sí es cierto que una especie de grito en mi interior hizo que saliese del dormitorio para descubrir qué estaba sucediendo.
Los pasillos vacíos me saludaron en su mutismo. A cada paso que daba me encontraba con huellas rojas en las paredes y regueros de sangre en los suelos antes impolutos. Me giraba a cada momento, horrorizada ante la idea de que uno de esos seres me atrapase por la espalda. Sin dudarlo más, corrí a la zona de los dormitorios de los especímenes, donde había pasado tantas noches con mi amante. La puerta de su habitación, abierta de par en par —más bien destrozada— me recibió victoriosa. Quise llorar y lo hice en silencio y sin lágrimas. Entré en el dormitorio y vi la cama deshecha, la mesita y la silla tiradas de cualquier forma en el suelo. Gracias a la brillante luz del pasillo que iluminaba el tenebroso interior, aprecié una hoja de papel en la almohada. Estaba escrito en francés y supe que iba dirigido a mí. En ella sólo había una palabra: Hambre.
Desanduve el camino y entonces los vi a todos ellos, caminando hacia mí con paso lento, confundidos y extraviados: eran mis compañeros, los otros números, que habían conseguido sobrevivir. Uno de ellos, el que había acompañado a la doctora Stevenson, comentó que esta se le había echado encima pero no había sentido ningún dolor y la herida pronto había desaparecido. Otros murmuraron sorprendidos que a ellos les había sucedido igual.
Y entonces una llama de metal se encendió en nuestros cuerpos y corrimos como locos, tratando de encontrarlos. Recorrimos sin cesar la nave, gritando y llamándolos por su nombre. Al cabo de horas los encontramos en la sala de recreo, tirados en el suelo, durmiendo a causa del festín que se habían dado. Nos quedamos allí hasta que abrieron los ojos. Se incorporaron perezosamente y clavaron su vista en las nuestras. Sus pupilas extraviadas parecieron chispear en ese momento de reconocimiento mutuo. Se arrastraron hasta nosotros y, asustados, dimos unos cuantos pasos hacia atrás. Sus bocas y dientes estaban podridos y manchados de rojo, sus ropas desgarradas y su piel había adquirido un tono violáceo. Deberíamos haber sentido miedo, incluso repugnancia, y ellos, por su parte, tendrían que habernos atacado como al resto de la tripulación. Pero no lo hicieron, se arrodillaron ante nosotros y esperaron.
Y ya no fuimos los números. Fuimos Hope, Grace, Faith, Caste, Carity, Love. Así éramos cuando regresamos a Speculum y así nos presentamos a los demás. Escondimos a nuestros tripulantes, que ya no eran especímenes, ahora eran nuestros compañeros a los que debíamos cuidar, como ellos nos cuidaron a nosotros mientras estuvieron vivos.
Cada vez que uno de ellos sentía hambre, le dábamos de comer. Así fue como acabamos con nuestra esclavitud sexual y alcanzamos, espiritualmente, nuestra condición humana.