Capítulo X
Capítulo X
El miércoles sucedieron muchas cosas.
Se descubrió, por ejemplo, que alguien había robado de comisaría los siguientes objetos:
- Una máquina de escribir.
- Seis bolígrafos.
- Un ventilador eléctrico.
- Un termo.
- Una lata de tabaco de pipa, y
- Cuatro pastillas de jabón.
Nadie tenía la menor idea de quién podía haber sido.
Ni siquiera Steve Carella, que ya había salido del hospital y se movía torpemente con las costillas vendadas, tenía la menor idea de quién podía haber sido. Las cabezas pensantes de la comisaría sugirieron que se asignase a Carella, por inválido que estuviera, el Gran Misterio de la Comisaría, pero el teniente Byrnes decidió encargarle el caso de la sastrería, junto con Hal Willis. A las doce del mediodía de aquel miércoles, ambos se dirigieron a la sastrería de John, en el otro extremo de la ciudad.
Pero pasaron otras muchas cosas antes; aquel miércoles fue, desde luego, un día muy movido.
A las ocho de la mañana, por ejemplo, un policía que estaba haciendo su ronda llamó para informar del hallazgo de un cadáver en un portal, que al parecer había muerto quemado. Lo que significaba que aquellas dos sabandijas incendiarias habían vuelto a hacer de las suyas durante la noche, y que tendrían que hacer algo con ellos, a ser posible antes de que rociaran de gasolina a todos los vagabundos de la ciudad. Kling, que fue quien recogió la llamada, aconsejó al policía que custodiara el cuerpo hasta que pudiera hacerle llegar una fiambrera; el policía se quejó de que el portal y toda la calle apestaban a perro muerto. Kling le dijo que eso era muy duro, y que debería formular la queja al capitán Frick.
A las nueve y cuarto, Sadie la Loca se presentó en comisaría para contarle a Willis que un violador había intentado robarle su virginidad la noche anterior. Sadie la Loca tenía setenta y ocho años, y era una vieja arrugada y sin dientes que se había pasado casi ochenta años protegiendo su virginidad, y que de modo indefectible informaba en comisaría cada miércoles por la mañana, personalmente o llamando por teléfono, de que un hombre había irrumpido en su piso la noche anterior, y había intentado arrancarle el camisón para violarla. Hacía cuatro años que había informado de este delito por primera vez. La policía le había creído, pensando que se trataba de otro Estrangulador de Boston, esta vez del vecindario. Iniciaron inmediatamente una investigación, hasta el punto de enviar al detective Andy Parker al piso de la anciana. Pero al siguiente miércoles por la mañana, Sadie volvió a la comisaría para informar de un segundo intento de violación, a pesar de que Parker había pasado la tranquila noche del jueves alerta y despierto en su cocina. Los graciosos de la comisaría se preguntaban si no sería Parker el autor de aquella violación, insinuación que a Parker no le hizo ninguna gracia. Por aquel entonces ya se dieron cuenta, desde luego, que Sadie era una chiflada, y que podían esperar sus llamadas o sus visitas con frecuencia. Lo que no esperaban es que las visitas o las llamadas llegaran, con la precisión de un reloj, cada miércoles por la mañana, ni que la fantasía de Sadie fuera tan obsesiva y tan persistente como la misma comisaría. Su violador era sistemáticamente un hombre alto y moreno que se parecía a Rodolfo Valentino. Llevaba siempre una capa negra sobre el esmoquin, una camisa blanca, una corbata negra de lazo y unas zapatillas de baile de raso negro. La bragueta de sus pantalones tenía botones. Cinco botones. Siempre se los desabrochaba despacio y entre bromas, amenazando a Sadie para que no gritara, porque no iba a hacerle ningún daño, iba (según las palabras de Sadie) «a violarla solamente». Sadie esperaba siempre a que se desabrochara los cinco botones y sacara su «cosa» para empezar a gritar. Entonces el violador abandonaba el piso, saltando por la escalera de incendios, como Douglas Fairbanks, y se precipitaba en el patio.
Su historia de este miércoles era la misma que había contado cada miércoles desde hacía cuatro años. Willis tomó nota de la información y prometió que harían todo lo posible para llevar a ese maníaco ante el juez. Sadie la Loca se fue de la comisaría contenta y llena de entusiasmo, esperando, sin duda, la visita nocturna de la semana siguiente.
A las diez menos cuarto, entró una mujer para dar cuenta de la desaparición de su marido. La mujer tendría alrededor de treinta y cinco años, y era una morena atractiva con un abrigo verde que hacía juego con sus ojos de irlandesa. Tenía la cara colorada debido al frío, y rezumaba salud y vitalidad a pesar de que parecía muy preocupada por la desaparición de su marido. Sin embargo, después de hacerle unas preguntas, Meyer supo que el hombre en cuestión no era su marido, en realidad era el marido de su mejor amiga, que vivía en el piso de al lado, en la avenida Ainsley. Tras hacerle más preguntas, la señora de los ojos verdes explicó a Meyer que ella y el marido de su mejor amiga mantenían «una relación» (así lo dijo ella) desde hacía tres años y cuatro meses, y se querían tanto que nunca habían tenido una sola discusión. Pero la noche anterior, cuando la mejor amiga de la señora de los ojos verdes se fue a la parroquia a jugar al bingo, ella y el marido tuvieron una discusión violenta porque él quería «hacerlo» (como volvió a decir ella) allí mismo, en el sofá del salón de su piso, con sus cuatro hijos durmiendo en la habitación de al lado, y ella se negó porque aquello no hubiera sido decente, por lo cual él se puso el abrigo y el sombrero y salió para perderse en el frío. Aún no había vuelto, y mientras su mejor amiga se imaginaba que él se había ido de copas, ya que por lo visto era algo bebedor, ella le echaba mucho de menos y estaba convencida de que se había ido para herirla, y que si hubiera sabido que iba a hacer algo parecido, a ella no le habría importado decir que sí, ¡ya sabe cómo son los hombres!
Sí, dijo Meyer.
Y como la esposa creía que no era necesario denunciar su desaparición ni hacer que la policía interviniera en el asunto, la señora de los ojos verdes temía que pudiera cometer algún disparate por haberle negado sus favores, y en consecuencia pedía ayuda a la autoridad para localizarle y hacer que volviera al seno familiar y con sus seres queridos, ¡ya sabe usted cómo son los hombres!
Sí, volvió a decir Meyer.
Tomó nota de lo que decía, y se preguntó cuándo fue la última vez que trató de acostarse con Sarah en el sofá de la sala de estar mientras los niños dormían en sus respectivas habitaciones, pero cayó en la cuenta de que nunca había intentado acostarse con Sarah en el sofá de la sala de estar. Decidió que lo intentaría aquella noche cuando volviera a su casa, y luego aseguró a la señora de los ojos verdes que harían todo lo que pudiesen para localizar al marido de su mejor amiga, pero que no parecía que hubiese motivos para preocuparse y que lo más seguro es que se hubiera ido a pasar la noche con un amigo.
—Sí, eso es precisamente lo que me inquieta —dijo la señora de los ojos verdes.
—¡Oh! —exclamó Meyer.
Cuando la señora de los ojos verdes se marchó, Meyer archivó las notas para un posible uso en el futuro, y prefirió no hacer intervenir prematuramente a la Oficina de Personas Desaparecidas. Empezaba a mecanografiar el informe de un robo cuando el detective Andy Parker entró en la comisaría acompañado de Lewis el Ratero. Parker reía sin parar, pero Lewis parecía estar lejos de divertirse tanto. Era un hombre alto y delgado con reflejos azulados en las mejillas, ojos azules y pequeños y mirada penetrante. Su cabello de color paja era muy fino. Llevaba una gabardina gris y guantes de piel de color pardo, un paraguas le colgaba del brazo y miraba ceñudamente a los de la brigada, mientras Parker seguía riendo a carcajadas.
—¡Mirad lo que traigo! —dijo Parker, estallando en un acceso de risas entrecortadas.
—¿A qué viene eso? —preguntó Meyer—. Hola, Lewis, ¿cómo te va?
Lewis miró muy serio a Meyer. Meyer se encogió de hombros.
—El mejor ratero del distrito —aulló Parker—. ¡A ver si adivináis lo que ha pasado!
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Carella.
—Yo estaba en la barra del Jerry, ¿sabéis?, la cafetería.
—¿Y qué?
—Bueno, estaba de espaldas a la puerta, ¿sabéis? ¿A ver si adivináis lo que ha pasado?
—¿Qué ha pasado?
—Noté que alguien me hurgaba en el bolsillo buscando la cartera. Le agarré por la muñeca y me di media vuelta con la pistola en la otra mano, ¿y a que no sabéis quién era?
—¿Quién era?
—¡Lewis! —dijo Parker, y echándose a reír de nuevo—: ¡El mejor ratero del distrito elige un detective como víctima!
—Fue un error —protestó Lewis, volviendo a enfurruñarse.
—Y que lo digas, un gran error —rugió Parker.
—Estaba de espaldas —insistió Lewis.
—Lewis, amigo mío, te veo entre rejas —dijo Parker jocosamente, y añadió—: ¡Anda para dentro! Vamos a empapelarte antes de que te lleves algo del bolsillo de Meyer.
—A mí no me parece muy divertido —gruñó Lewis, y con la cara muy seria salió con Parker de la habitación.
—Pues a mí me parece muy divertido —aseguró Meyer.
Apareció un hombre tras la barrera de separación, y preguntó, en un inglés vacilante, si había algún policía que hablara italiano. Carella dijo que él lo hablaba, e invitó al hombre a sentarse. El hombre dio las gracias en italiano, se quitó el sombrero, lo puso sobre sus rodillas después de sentarse y empezó a contar su historia a Carella. Al parecer alguien ponía basura en su coche.
—Rifiuti? —preguntó Carella.
—Sí, rifiuti —contestó el hombre.
Desde la semana pasada, siguió diciendo, alguien abría su coche por la noche y echaba basura en el asiento delantero. Toda clase de basura: latas vacías, sobras de la cena, corazones de manzana y posos de café, y más cosas. Todo sobre el asiento delantero del coche.
—E per che non lo chinde a chiave? —preguntó Carella.
Bueno, explicó el hombre, todas las noches cerraba el coche, pero no servía de nada. Porque la primera vez que le metieron basura en el coche quello porco rompió la ventanilla y abrió la puerta para hacer aquella cochinada. O sea, que no servía de nada que cerrase el coche, porque aquel cerdo continuaba abriendo la puerta metiendo la mano por la ventanilla rota y esparciendo la basura sobre el asiento delantero; el coche empezaba a oler muy mal.
—Bueno —dijo Carella—, ¿sabe usted de alguien que pueda tener interés en arrojar basura sobre el asiento delantero de su coche?
—No, no conozco a nadie capaz de hacer una porquería así —contestó el italiano.
—¿Hay alguien que le tenga ojeriza? —preguntó Carella.
—No, soy querido y respetado por todo el mundo —repuso aquel individuo.
—Bueno —concluyó Carella—, enviaremos un hombre para tratar de arreglarlo.
—Per piacere! —exclamó el hombre. Después se puso el sombrero, estrechó la mano de Carella y salió de la comisaría.
Eran las diez treinta y tres de la mañana.
A las diez treinta y cinco Meyer telefoneó a Raoul Chabrier a la oficina del fiscal del distrito, pasó tres minutos deliciosos charlando con Bernice, y finalmente le pasaron al propio Chabrier.
—¡Hola, Rollie! —saludó Meyer—. ¿Qué has encontrado?
—¿Qué tenía que encontrar? —preguntó Chabrier.
—Lo de aquel libro que te dije…
—¡Oh!
—Ya veo que te has olvidado —dijo Meyer en tono cortante.
—Oye —respondió Chabrier—, ¿has intentado alguna vez resolver dos casos al mismo tiempo?
—Jamás —contestó Meyer.
—Bueno, pues no es fácil, créeme. Estoy consultando libros de leyes y tratando de hacer un resumen que ya tendría que estar listo. ¿Y quieres que además me preocupe de una maldita novela?
—Bueno… —dijo Meyer.
—Lo sé, lo sé, lo sé —respondió Chabrier—, te lo prometí.
—Bueno…
—Lo haré, te lo prometo otra vez, Meyer. Yo siempre cumplo mi palabra. Siempre. Te lo prometí y ahora te lo vuelvo a prometer. ¿Cómo se titulaba el libro?
—Meyer Meyer —contestó Meyer.
—Claro, Meyer Meyer, me ocuparé de eso inmediatamente. Te llamaré, te lo prometo. ¡Bernice! —gritó—, anote: llamar a Meyer.
—¿Cuándo? —quiso saber Meyer.
Eran las diez treinta y nueve.
A las once menos cinco un hombre alto y rubio que llevaba un audífono e iba cargado con una caja de cartón, entró en la oficina de correos de la calle Hale. Se dirigió directamente al mostrador, puso la caja encima y la empujó hacia el empleado. Dentro de la caja había un centenar de sobres con sus correspondientes sellos.
—¿Todos para la misma ciudad? —preguntó el empleado.
—Sí —replicó el Sordo.
—¿Primera clase?
—Sí.
—¿Están puestos los sellos?
—Todos.
—Muy bien —aprobó el empleado, y dando la vuelta a la caja hizo caer los sobres en la larga mesa que había a su espalda.
El Sordo esperó. A las once, el empleado empezó a meter los sobres en la máquina matasellos.
El Sordo regresó a su piso, donde Rochelle le esperaba en la puerta.
—¿Has echado al correo toda tu mierda? —preguntó.
—Toda —repuso el Sordo con una mueca.
John el Sastre no estaba de acuerdo.
—No quiero polis en mi tienda —dijo de modo enérgico e inequívoco, y en un inglés un poco rústico.
Carella le explicó en inglés, pacientemente, que la policía sabía con toda seguridad que iba a producirse un atraco el viernes por la noche a las ocho, pero que el teniente prefería tener a dos hombres en la trastienda a partir de aquella misma noche por si acaso los ladrones cambiaban de parecer y decidían adelantar el golpe. Aseguró a John el Sastre que estarían allí, sin dar ninguna molestia, detrás de la cortina que dividía la tienda de la trastienda, en un rincón, sin hacer ningún ruido, y que sólo intervendrían cuando apareciesen los ladrones.
—Lei è pazzo! —exclamó John el Sastre, lo que quería decir que Carella estaba loco.
Carella entonces empezó a hablar en italiano, lengua que había aprendido de niño y que tenía muy pocas oportunidades de practicar, excepto cuando trataba con gente como el hombre que se quejaba de que le echaban basura en el coche o como John el Sastre, quien quedó muy impresionado al comprobar que Carella era tan italiano como él mismo.
Tiempo atrás John el Sastre había escrito una carta a un programa de televisión muy popular quejándose de que la mayoría de los italianos que aparecían en aquel programa fuesen malhechores. En el círculo más próximo de su familia contaba con setenta y cuatro personas que vivían en los Estados Unidos, en aquella ciudad, durante la mayor parte de su vida y ninguna había cometido ningún delito; todas eran gente honrada y muy trabajadora. ¿Por qué, entonces, todos los italianos que aparecían en televisión eran ladrones? Recibió una carta de un auxiliar de programación diciendo que no todos los delincuentes que salían en televisión eran italianos, también los había judíos e irlandeses. Pero eso no apaciguó las iras de John el Sastre, ya que era bastante inteligente y capaz de entender la diferencia básica entre estas dos afirmaciones: que No todos los italianos son delincuentes y No todos los delincuentes son italianos. De modo que se sintió muy satisfecho de tener a un poli italiano en su tienda, aunque eso significara tener que esconder a dos extraños detrás de una cortina en la trastienda. A John el Sastre no le gustaban los extraños, aunque fueran polis italianos. Además, el otro extraño, el bajo, seguro que no era italiano. ¡Sólo Dios sabía lo que era!
La sastrería era un negocio muy próspero, aunque Carella dudó que diera cuatrocientos dólares por semana, que era, al parecer, el botín que habían calculado La Bresca y Calucci. Se preguntó por qué dos hombres se arriesgaban a sufrir un mínimo de diez y un máximo de treinta años de cárcel, la pena por robo de primer grado, si todo lo que obtendrían eran cuatrocientos dólares. Aún garantizándoles una sentencia mínima, y suponiendo que salieran bajo fianza al cabo de tres años y medio, eso les costaría alrededor de ciento quince dólares al año, una pobre ganancia en cualquier ocupación.
Nunca comprendería la mente del criminal.
No podía, por ejemplo, comprender en absoluto al Sordo.
Parecía haber algo absolutamente absurdo en el enorme riesgo que corría; una apuesta en la que se jugaba cincuenta mil dólares a cambio de una posible cadena perpetua. Seguramente, un hombre de su inteligencia y su capacidad debía saber que la ciudad no metería la mano en el tesoro público para soltar cincuenta mil dólares sólo porque alguien hubiese hecho una amenaza de muerte. Las probabilidades que había en contra de obtener ese dinero eran bastantes, y cualquier experto en probabilidades se hubiera dado cuenta de ello. De modo que el Sordo no esperaba que le pagasen, sólo quería matar al teniente de alcalde como ya había hecho con el concejal de parques. Pero ¿por qué? Fuera lo que fuera el Sordo, Carella no le creía un asesino que mataba por placer. No. Era un hombre de negocios, práctico, que calculaba los riesgos. Y un hombre de negocios no se arriesga si no hay al menos una esperanza de cobrar. El Sordo había pedido cinco de los grandes la primera vez, pero no se le hizo caso, y cometió un asesinato. Luego pidió cincuenta de los grandes, sabiendo muy bien que seguirían sin hacerle caso, y volvió a cometer otro asesinato. Había advertido a los periódicos de sus fracasados intentos de extorsión, y desde entonces había permanecido en silencio.
¿Y cuándo iba a estallar el asunto?
Está a punto de estallar, cariño. De eso, Carella estaba seguro.
Entre tanto, allí estaba, sentado en la trastienda de John el Sastre, preguntándose cuánto debía ganar una buena planchadora.