Capítulo III

Capítulo III

A Concetta Espósito La Bresca le habían enseñado a desconfiar y a sentir aversión por los negros. Por otra parte, a sus hermanos les habían enseñado a romperles la cabeza siempre que fuera posible. Habían aprendido sus respectivas lecciones en un ghetto sucio y caótico de los suburbios, conocido cariñosa y sarcásticamente con el nombre de Paradiso por el gran número de italianos que vivían allí. De niña, Concetta, cuando aún era sólo una piccola ragazza, había visto desde su pretendido jardín cómo sus hermanos y otros chicos del barrio golpeaban las cabezas de los negros hasta hacerlas pedazos. Pero estas salvajadas no le alteraban lo más mínimo. Concetta pensaba que si se era lo bastante idiota como para nacer negro y, además, tan idiota como para pasearse por las calles de Paradiso, entonces merecía que, de vez en cuando, le partieran en dos su negra cabezota.

Concetta había dejado el Paradiso a los diecinueve años, cuando el repartidor de hielo del barrio, un napolitano llamado Carmine La Bresca, trasladó su negocio a Riverhead y pidió la mano de la más joven de las hermanas Espósito. Ella aceptó de buena gana porque era un tipo apuesto, con ojos castaño oscuro y pelo negro rizado, y porque era el único propietario de un negocio muy próspero. Aceptó también porque, por entonces, estaba embarazada.

Su hijo nació siete meses más tarde; ahora tenía veintisiete años y vivían solos él y Concetta, en el segundo piso de una casa pequeña, en la calle Johnson. Carmine La Bresca había regresado a Pozzuoli, a quince millas de Nápoles, un mes después que naciera Anthony. La última noticia que Concetta tuvo acerca de su marido fue el rumor de que había muerto durante la Segunda Guerra Mundial; pero, conociéndole tan bien como le conocía, le suponía el rey de los repartidores de hielo en algún lugar de Italia y que aún estaría embaucando jovencitas en su tienda para dejarlas embarazadas, como para su desgracia había hecho con ella.

Concetta Espósito La Bresca conservaba su antigua aversión y desconfianza hacia todos los negros, por eso se quedó muy asombrada —por no decir otra cosa— cuando vio uno en el umbral de su puerta, a las 12.01 de una noche sin luna y sin estrellas.

—¿Qué sucede? —gritó—. ¡Largo!

—¡Agente de policía! —dijo Brown sacando a relucir su placa.

Fue entonces cuando Concetta se dio cuenta de que había otro hombre junto al negro, un blanco de poca estatura, de cara pequeña y ojos castaños y penetrantes; «¡madonna mía!», parecía que hubiese sido presa del malocchio.

—¿Qué quieren? ¡Largo de aquí! —dijo con rabia bajando la persiana tras el cristal de la puerta trasera de la casa.

La puerta estaba al final de un destartalado tramo de escaleras de madera (Willis había tropezado y poco le faltó para romperse el cuello en el tercer peldaño del final), desde donde se veía un patio trasero con un árbol cubierto de papel embreado. («Debe ser una higuera», pensó Brown mientras subían las escaleras). Había una cuerda con ropa interior tendida, que iba desde el minúsculo porche trasero de la puerta acristalada hasta un poste situado en el extremo opuesto del patio. El viento silbaba en el porche tratando de empujar y hacer caer a Willis en un cenador cubierto de parras que había en la parte inferior del patio. Llamó de nuevo a la puerta y gritó:

—¡Agentes de policía! ¡Será mejor que abra, señora!

Sta zitto! —exclamó Concetta abriendo la puerta—. ¿Quieren despertar a todo el vecindario? Ma che vergogna!

—¿Podemos entrar, señora? —preguntó Willis.

—Entren, entren —dijo Concetta retrocediendo hacia una pequeña cocina para dejar paso a Willis y a Brown.

—¿Qué buscan ustedes a las dos de la mañana? —preguntó Concetta mientras cerraba la puerta.

La cocina era estrecha, con los hornillos, el fregadero y la nevera alineados junto a una pared; en la pared de enfrente había una mesa esmaltada. En el ángulo de la pared derecha, junto a un radiador, había un armario de metal, abierto, que dejaba a la vista una colección de alimentos enlatados y cereales de desayuno. Sobre el fregadero había un espejo, y un perro de porcelana encima de la nevera. Un retrato de Jesucristo colgaba de la pared encima del radiador. En el centro de la cocina había una bombilla encendida con un gran globo de cristal y una cadena. El grifo goteaba y, sobre la cocina, un reloj eléctrico emitía su ininterrumpido contrapunto.

—Es medianoche —dijo Brown—. No las dos de la mañana.

Hablaba en un tono de irritación que no había mostrado durante el largo camino hacia Riverhead y que Willis sólo podía atribuir a la presencia de Mrs. La Bresca, si es que aquella señora era Mrs. La Bresca. Se preguntó, quizá por centésima vez, de qué radar se servía Brown para oler a un fanático en un radio de cien metros sin equivocarse. La mujer observó a los dos hombres con igual animosidad, o eso le pareció a Willis. Tenía el pelo negro y largo, recogido en un moño detrás de la cabeza y sus ojos eran castaños, fieros y retadores. Llevaba puesta una bata de hombre encima del camisón; más tarde, Willis se dio cuenta de que iba descalza.

—¿Es usted Mrs. La Bresca? —preguntó Willis.

—Soy Concetta La Bresca. ¿Quiénes son ustedes?

—Detectives Willis y Brown, de la brigada 87 —contestó Willis—. ¿Dónde está su hijo?

—Durmiendo —dijo Concetta; y como había nacido en Nápoles y crecido en Paradiso, pensó inmediatamente que era necesario proporcionar una coartada a su hijo—. Ha estado aquí, conmigo, toda la noche —dijo—; se han equivocado de persona.

—¿Nos hará el favor de despertarle, Mrs. La Bresca? —preguntó Brown.

—¿Para qué?

—Queremos hablar con él.

—¿Para qué?

—Señora, podemos detenerle, si usted lo prefiere —dijo Brown—, pero sería mucho más sencillo para todos si pudiéramos hacerle unas cuantas preguntas, aquí y ahora. ¿Quiere ir a avisarle, señora?

—¡Ya voy! —se oyó la voz de La Bresca desde la otra habitación.

—¿Quiere venir un momento, por favor, Mr. La Bresca? —exclamó Willis.

—¡Un momento! —dijo La Bresca.

—¡Ha estado aquí toda la noche! —exclamó Concetta.

Sin embargo, Brown se llevó la mano al pecho, donde tenía la pistola enfundada, por si La Bresca, en lugar de estar allí, había estado fuera metiendo dos balas en la cabeza del concejal. Tardó un poco en salir y, cuando al fin se abrió la puerta y caminó hacia la cocina, no llevaba en la mano nada más mortífero que el cordón de la bata, que anudó a la altura del pecho. Iba despeinado y mantenía los ojos entornados.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Como se trataba de una investigación en activo y como La Bresca no podía considerarse «bajo custodia», Willis y Brown creyeron innecesario informarle de sus derechos. En vez de eso, Willis preguntó a bocajarro:

—¿Dónde estabas a las once y media de esta noche?

—Aquí —dijo La Bresca.

—¿Qué hacías?

—Dormir.

—¿A qué hora te acostaste?

—A eso de las diez.

—¿Siempre te vas a roncar tan pronto?

—Siempre que tengo que levantarme temprano.

—¿Y mañana te levantarás temprano?

—A las seis —contestó La Bresca.

—¿Por qué?

—Porque tengo que trabajar.

—Creíamos que estabas sin trabajo.

—Esta tarde me dieron uno. Justo, cuando ustedes se fueron.

—¿Qué clase de trabajo?

—Construcción. Soy peón.

—¿Te lo han dado en Meridian?

—Exacto.

—¿Para quién?

—Para Ingenieros Erhard.

—¿En Riverhead?

—No, en Isola.

—¿A qué hora has llegado a casa esta noche? —preguntó Brown.

—Debía de ser la una cuando me fui de Meridian. Después estuve en los billares de South Leary echando unas partidas con los amigos y luego regresé a casa; debían de ser las cinco o las seis.

—¿Qué hiciste entonces?

—Cenó —dijo Concetta.

—¿Y luego qué?

—Miré un rato la televisión y me metí en la cama —contestó La Bresca.

—¿Hay alguien que pueda verificar esa historia, además de tu madre?

—Nadie ha estado aquí, si eso es lo que quiere decir.

—¿Has recibido alguna llamada telefónica?

—No.

—Sólo contamos con tu palabra, ¿no es eso?

—¡Y la mía! —exclamó Concetta.

—Oigan, no sé qué demonios quieren de mí —dijo La Bresca—; pero les he dicho la verdad, créanme. ¿Quieren decirme qué pasa?

—¿No has visto las noticias en la televisión?

—No; creo que me fui a la cama antes de las noticias. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Entré en su cuarto y apagué la luz a las diez y media —dijo Concetta.

—¡Ojalá me creyeran! —exclamó La Bresca—. No sé qué les preocupa tanto, pero sea lo que sea, yo no tengo nada que ver con ello.

—Te creo —dijo Willis—. ¿Y tú, Artie?

—Yo también le creo —contestó Brown.

—Pero tenemos que hacerte unas preguntas —dijo Willis—. Lo comprendes, ¿verdad?

—Claro, lo comprendo —dijo La Bresca—; sólo que ya es medianoche, ¿saben? Y mañana tengo que levantarme temprano.

—¿Por qué no nos cuentas otra vez lo del hombre del audífono? —sugirió Willis amablemente.

Tardaron por lo menos otros quince minutos en interrogar a La Bresca; después, tenían que decidir si le detenían bajo cualquier acusación o le dejaban en paz por el momento. El hombre que había llamado a la comisaría había dicho: «No estoy solo». Kling había pasado esa información a los detectives de la brigada y era eso lo que les inquietaba y les hacía permanecer allí, interrogando a La Bresca mucho más tiempo de lo debido. Un poli suele saber si va por buen camino o no y La Bresca no tenía aspecto de ser un ladrón. Willis se lo había dicho al teniente aquella tarde con aquellas palabras y seguía pensando lo mismo. Pero si había una banda involucrada en el asesinato del concejal, ¿no era posible que La Bresca fuese uno de ellos? ¿Quizá la pieza más pequeña de todo el engranaje, el último mono; el tipo que se envía de un lado a otro, alguien no imprescindible, que corre el riesgo de ser detenido por la policía si algo va mal? En ese caso, La Bresca era un mentiroso.

Bueno, y si estaba mintiendo era un experto, ablandando, con el asombro de sus ojos tiernos e inocentes, los corazones encallecidos de aquellos dos polis con el cuento del trabajo que ansiaba empezar al día siguiente por la mañana y por el que se había acostado tan temprano para poder dormir sus ocho horas. Un espíritu y un cuerpo que empezaban a madurar; la segunda generación de unos americanos vigorosos y todo ese camelo. Pero aún cabía pensar en otra posibilidad. Si de verdad mentía y, hasta ahora, no habían sido capaces ni de «cazarle» en nada, ni de hacer que cambiara la descripción del misterioso hombre que se encontró en Meridian, ni siquiera de encontrar una sola contradicción entre lo que les había contado aquella tarde y lo que les estaba contando ahora; si de verdad mentía, ¿no era posible, entonces, que el individuo del teléfono y La Bresca fueran la misma persona? Nada de bandas; eso debía ser una fantasía, un truco para que la policía creyera que se enfrentaba a un grupo bien organizado y no a un criminal aislado, ambicioso y resuelto a cometer un asesinato. Pero si La Bresca y el del teléfono eran la misma persona, entonces La Bresca y el asesino del concejal eran también la misma persona. En cuyo caso, sería conveniente sacar a ese pequeño mentiroso de su casa y hacer que respondiera a la acusación de asesinato. Claro que si luego encontraban algo que encajara, cualquier cosa que encajara, serían el hazmerreír del tribunal en la vista preliminar.

Hay noches en que no das ni una.

Así que tras quince minutos de un curioso juego de piernas que pretendía aturdir y desconcertar a La Bresca, mientras Brown hacía uso de la lógica y la perseverancia que caracterizaban sus interrogatorios, Willis ataba y desataba los cabos sueltos, llegando a la conclusión de que sabían lo mismo que antes. La única diferencia era que el concejal estaba muerto.

Tras agradecer a Mrs. La Bresca que les hubiera dejado utilizar el salón, dieron la mano al joven y se disculparon por haberle sacado de la cama, deseándole suerte en su nuevo trabajo. Antes de salir de la casa, se despidieron nuevamente, y pudieron oír cómo Mrs. La Bresca cerraba a sus espaldas la puerta de la cocina; después bajaron los destartalados escalones de madera, siguieron por la accidentada acera y cruzaron la calle hasta llegar al lugar donde habían dejado aparcado el sedán de la policía.

Willis puso en marcha el coche y conectó la calefacción; hablaron en voz baja y muy seriamente durante un buen rato, hasta que decidieron pedir permiso al teniente para intervenir, al día siguiente, el teléfono de La Bresca.

Después, regresaron a sus casas.

Hacía frío en el callejón oscuro donde Steve Carella estaba tendido de costado, acurrucado entre los harapos del abrigo. Habían apartado y amontonado la nieve tardía de febrero junto a un muro de ladrillo que había en el callejón. La nieve estaba sucia a causa de la mugre de la ciudad; una fina capa de hollín cubría la superficie. Carella llevaba dos camisetas térmicas y un chaleco acolchado, además de un calentador en el bolsillo del chaleco que le proporcionaba un calor uniforme bajo el andrajoso abrigo.

A pesar de todo, tenía frío.

El montón de nieve que tenía delante le hacía sentir más frío aún. Odiaba la nieve. Sí, claro, recordaba haber tenido su propio trineo cuando era niño y también cómo se deslizaba boca abajo con un alegre abandono, pero el recuerdo le parecía del todo falso si pensaba en su actual y nada fantasiosa aversión por la nieve. La nieve tenía un tacto frío y húmedo. Un ciudadano normal tiene la obligación de retirarla y si trabajas en el Servicio de Limpieza debes llevarla en un camión hasta el río Dix y allí deshacerte de ella. De cualquier manera, la nieve es como una patada en el culo.

Todo aquel asunto era como una patada en el culo.

Pero también era muy divertido.

Era por eso, por lo que tenía de divertido, que Carella seguía tendido en un callejón frío y oscuro, en una noche nada recomendable para cualquiera que tuviese un mínimo de sentido común. (No hace falta decir que eso de tenderse en un callejón frío y oscuro era una orden del teniente para el que trabajaba. «Un buen tipo ese Peter Byrnes. Debería probar a tenderse alguna noche en un callejón frío y oscuro»). Pero lo más divertido de este asunto era que Carella no estaba plantado frente a un banco, con la esperanza de evitar un robo multimillonario, ni siquiera frente a una tienda de caramelos, en un lugar cualquiera, con la esperanza de desarticular una banda internacional de traficantes de drogas; tampoco estaba escondido en el cuarto de baño de una solterona, con la esperanza de atrapar a un violador chiflado. Estaba tendido en un callejón frío y oscuro y lo más divertido era que habían prendido fuego a dos vagabundos. No tenía ninguna gracia eso de que le incineraran a uno; se trataba de algo muy grave. Pero que fueran dos vagabundos, eso sí tenía gracia. Hasta donde recordaba Carella, la policía había librado una guerra interminable contra los vagabundos de la ciudad; los detenían, los encerraban, los soltaban, los volvían a detener, y así ad infinitum. Y ahora que se le ofrecían dos bienhechores generosos y dispuestos a limpiar las calles de toda clase de holgazanes prendiéndoles fuego, ¿qué decide hacer la policía? Enviar inmediatamente un hombre valioso a un callejón frío y oscuro para que se tienda de lado y contemple un montón de nieve sucia mientras espera poder atrapar a esos tipos acusados de ir quemando vagabundos. No tenía sentido, pero tenía su gracia.

Hay muchas cosas en el trabajo de la policía que tienen su gracia.

Sin duda, era más divertido estar allí pelándose de frío que en casa y en la cama, con una mujer tierna y cariñosa. ¡Oh, Dios mío! Era tan divertido que Carella sintió ganas de llorar. Pensó que Teddy estaría sola en la cama, con su cabello negro reposando sobre la almohada y una media sonrisa en la boca; con la bata de nylon ciñéndole las caderas. «Dios mío, podría morir congelado en este maldito callejón —pensó— y mi mujer no se enteraría hasta mañana por la mañana. ¡La mujer que me quiere con toda el alma! ¡Lo leería en los periódicos! ¡Vería mi nombre en la página cuatro! ¡Ella…!».

Se oyó un rumor de pasos en el otro extremo del callejón.

Sintió sus nervios en tensión. Bajo el abrigo, su mano desnuda se apartó del calentador y se deslizó con rapidez, hasta sentir el frío metálico de la culata de su pistola. Desenfundó el arma lentamente, y se quedó allí, apoyado sobre un costado con el arma preparada, esperando los pasos que se acercaban.

—¡Aquí hay uno! —exclamó alguien.

Era la voz de un joven.

—¡Sí! —contestó otra voz.

Carella esperó. Había cerrado los ojos y, simulando dormir, acurrucado en un rincón oculto del callejón, puso el dedo sobre el seguro del gatillo, a un milímetro de distancia del gatillo mismo.

Alguien le dio una patada.

—¡Despierta! —ordenó una voz.

Se movió con rapidez pero no fue suficiente. Se estaba incorporando del suelo, al tiempo que con un gesto colocaba el revólver en posición de fuego, cuando cayó un líquido sobre la parte delantera de su abrigo.

—¡Toma un trago! —gritó uno de los chicos.

Carella vio el resplandor de una cerilla y, de pronto, se encontró envuelto en llamas.

Lo curioso de sus reacciones posteriores fue que el sentido del olfato le diera el primer aviso: el olor inconfundible de la gasolina que ascendía por la parte delantera del abrigo; luego, el resplandor de la cerilla, capaz de alertar por sí solo, y el pequeño estallido de luz que brilló en el callejón, casi en completa oscuridad, más alarmante aún mezclado con el olor de la gasolina. El aviso le golpeó en las sienes con fuerza y de ahí pasó, como una descarga eléctrica, a la base de la cabeza y, de pronto, se vio envuelto en llamas. No había sorpresa ante las llamas que súbitamente saltaron a su cara procedentes del abrigo; sólo había terror.

Steve Carella reaccionó de la misma manera que el hombre de Cro-Magnon debió reaccionar la primera vez que se acercó demasiado a un fuego violento y descubrió que las llamas también servían para asar gente además de tigres con dientes de sable. Soltó el arma y se cubrió la cara y, agitándose con brusquedad, se abalanzó instintivamente hacia el montón de nieve sucia que alfombraba el callejón. Se olvidó de sus agresores y sólo era vagamente consciente de que estaban corriendo y riendo, huyendo por el callejón en medio de la noche; pensaba de un modo inconexo e impreciso: «¡Fuego, corren, me quemo, fuego, lejos, fuego, fuego!», cuando se arrojó sobre la nieve. Tenía las manos pegadas a la cara con fuerza; podía sentir el mordisco tenaz de las llamas en su reverso y oler el hedor asfixiante de la carne y el pelo quemados; luego oyó el crepitar del fuego en contacto con la nieve y la sintió fría y reconfortante. Una nube de vapor blanco que subía de la nieve salvadora le envolvió de repente. Se revolcó de hombro a hombro sobre la espléndida y maravillosa, sobre la sucia y preciosa, sobre la blanca y magnífica nieve y, sin pensar en nada, rompió a llorar. Permaneció con la cara hundida en la nieve durante un buen rato, respirando con dificultad y sin pensar en nada.

Por fin se incorporó y, recogiendo trabajosamente el revólver que había tirado, avanzó lentamente hasta la entrada del callejón y se miró las manos a la luz de una farola. Conteniendo la respiración se dirigió a la cabina telefónica que había en la esquina siguiente. El sargento Murchison contestó el teléfono. Carella le explicó que se había tropezado con los incendiarios de vagabundos, que tenía las manos quemadas y que no estaría de más que le llevasen una fiambrera al hospital. Murchison preguntó:

—¿Estás bien?

Carella miró sus manos y contestó:

—Sí, Dave; estoy bien.