Capítulo II
Capítulo II
Miranda-Escobedo parece el nombre de un torero mejicano.
Pero no lo es.
Es la clave, abreviada por la policía, de dos sentencias distintas dictadas por el Tribunal Supremo. Estas dos sentencias regulan los procedimientos con los cuales un sospechoso debe ser interrogado. Para la poli supone una soberana patada en el culo. No hay un solo poli en los Estados Unidos capaz de creer que lo de Miranda-Escobedo es una buena idea. Son todos americanos hasta la médula y muy conscientes de los derechos del individuo en una sociedad libre, pero no les gusta lo de Miranda-Escobedo porque, de alguna manera, entorpece su trabajo; y su trabajo es prevenir el crimen.
Dado que los polis de la 87 tenían un sospechoso bajo su custodia y se proponían interrogarle, la Miranda-Escobedo entró inmediatamente en juego. El capitán Frick, responsable del distrito, había distribuido entre sus hombres un informe oficial poco después de conocerse la sentencia del Tribunal Supremo, en 1966. Una circular impresa en papel verde que informaba a todos los polis del distrito, de uniforme o de paisano, sobre cómo interrogar adecuadamente a un sospechoso. La mayoría de los polis uniformados del distrito llevaban la circular sujeta a las libretas, donde podían consultarla siempre que fuese necesario.
Normalmente, los detectives hacían muchos más interrogatorios que sus colegas de uniforme y se sabían las normas de memoria; hacían uso de ellas con una gran familiaridad, pero no sin cierto recelo.
—De acuerdo con la sentencia del Tribunal Supremo en el caso de Miranda contra el estado de Arizona —dijo Hal Willis—, la ley exige que se le comuniquen cuáles son sus derechos; y eso es lo que voy a hacer. En primer lugar, tiene derecho a permanecer en silencio si así lo desea, ¿ha comprendido?
—Sí.
—¿Sabe también que no está obligado a responder a las preguntas de la policía?
—Sí.
—¿Y que si lo hace, sus respuestas pueden ser utilizadas en contra suya?
—Sí. Lo sé.
—Debo, asimismo, comunicarle que tiene derecho a consultar con un abogado, antes o durante el transcurso del interrogatorio policial, ¿ha comprendido?
—Sí. Perfectamente.
—Si desea ejercer ese derecho y no tiene los medios para pagar a un defensor, se le proporcionará un abogado a cargo del estado, al que podrá consultar antes o durante el transcurso del interrogatorio. ¿Queda eso claro?
—Sí.
—¿Ha comprendido todos los derechos que acabo de enumerar?
—Perfectamente.
—¿Consiente en responder a nuestras preguntas sin la presencia de un abogado?
—¡Y yo qué sé! —contestó el sospechoso—. ¿Debo hacerlo o no?
Willis y Brown se miraron. Hasta ahora habían actuado según las reglas de la Miranda-Escobedo: habían advertido al sospechoso de su derecho a declararse inocente y a consultar con un abogado de una manera muy clara y sin necesidad de referirse a la Quinta Enmienda. También se habían asegurado de que el sospechoso supiera cuáles eran sus derechos antes de preguntarle si quería o no renunciar al interrogatorio. Por la circular verde que había repartido el capitán Frick sabían que no bastaba con la simple enumeración de derechos para empezar el interrogatorio. Era necesario que el detenido afirmara conocer sus derechos y consintiera en responder a las preguntas sin la presencia de un abogado. Sólo entonces el tribunal aceptaría que había renunciado a sus derechos constitucionales.
Pero además, la circular prevenía a los oficiales contra el uso de un lenguaje que pudiera ser después utilizado por la defensa para acusarles de haber «amenazado, engañado o inducido» al acusado a la renuncia de sus derechos. Todo oficial sabía que no podía aconsejar al sospechoso que no molestara a un abogado, ni siquiera insinuarle que todo iría mejor sin él. En resumen, su deber era informar al acusado de su derecho a declararse inocente y a consultar con un abogado, y punto. Tanto Willis como Brown sabían que no podían contestar a la pregunta del sospechoso. Si uno de los dos le aconsejaba responder a las preguntas sin la presencia de un abogado, cualquier confesión posterior sería invalidada por el tribunal. Por otro lado, si le aconsejaban que no respondiera a las preguntas o que consultara con un abogado, las probabilidades de conseguir una confesión se verían reducidas al mínimo.
—Ya conoce sus derechos —dijo Willis para terminar—. No me está permitido darle ningún consejo. La decisión debe ser suya.
—¡Y yo qué sé! —exclamó el joven.
—Bueno. Medítelo —contestó Willis.
El joven reflexionaba. Willis y Brown permanecieron en silencio. Sabían que si el sospechoso se negaba a responder el interrogatorio no podría seguir adelante. También sabían que si empezaba a responder y, de repente, decidía no seguir el interrogatorio, debían parar inmediatamente; no importaba cómo lo dijera: «Reclamo mis derechos», o «No quiero seguir hablando», o «Exijo la presencia de un abogado».
De modo que esperaron.
—No tengo nada que ocultar —dijo, por fin, el joven.
—¿Consiente en responder a las preguntas sin la presencia de un abogado? —preguntó de nuevo Willis.
—Sí.
—¿Cómo se llama? —prosiguió Willis.
—Anthony La Bresca.
—¿Dónde vives, Anthony? —dijo Brown.
—En Riverhead.
—¿En qué parte de Riverhead, Anthony? —dijo Brown.
Los dos detectives, sin darse cuenta, habían empezado a formular las preguntas llamando al prisionero por su nombre. Eso atentaba contra la dignidad pero no violaba los derechos humanos. No tenía nada que ver con la Miranda-Escobedo pero sí tenía mucho que ver con la perturbación psicológica del prisionero. Tutear a alguien sin permitirle usar el mismo trato, implicaba:
- a) Se le convertía, inmediatamente, en alguien inferior, y
- b) Se sustituía el tono familiar o amistoso por otro de amenaza.
—¿En qué parte de Riverhead, Anthony? —preguntó Willis.
—En Johnson, 1812.
—¿Vives solo?
—Con mi madre.
—¿Y tu padre? ¿Ha muerto?
—No. Están separados.
—¿Qué edad tienes, Anthony?
—Veintiséis.
—¿A qué te dedicas?
—Ahora estoy sin trabajo.
—¿Pero qué haces normalmente?
—Soy peón de albañil.
—¿Cuándo trabajaste por última vez?
—Me despidieron el mes pasado.
—¿Por qué?
—Terminamos lo que estábamos haciendo.
—¿Y desde entonces?
—He estado buscando trabajo.
—Pero no has tenido suerte, ¿verdad?
—Así es.
—Háblanos de la fiambrera.
—¿Qué quieren que les diga?
—Bueno, ¿qué hay dentro?; en primer lugar.
—Comida, supongo —contestó La Bresca.
—Comida, ¿eh?
—Bueno, es lo que acostumbra haber en una fiambrera, ¿no?
—Nosotros hacemos las preguntas, Anthony.
—Comida, claro.
—¿Llamaste ayer por teléfono a esta comisaría?
—No.
—¿Cómo supiste dónde estaría esa fiambrera?
—Me dijeron que estaría allí.
—¿Quién te lo dijo?
—Un tipo que conocí.
—¿Qué tipo?
—Uno de la agencia de empleo.
—¡Sigue! —exclamó Willis—; ¿qué más?
—Estaba esperando en la cola de la agencia de empleo de Ainsley; allí tienen muchos pedidos de construcción, ya saben, y allí fue donde obtuve un empleo la otra vez. Así que decidí volver. Ese tipo estaba a mi lado en la cola, cuando de repente chasqueó los dedos y dijo: «Vaya, me he dejado la comida en el parque». Yo no dije nada, pero más tarde me miró y me dijo: «¡Qué te parece! ¡Me he dejado la comida en el parque!». Yo le contesté que era una pena, y todo eso, y acabamos por simpatizar; ya saben. ¡Qué demonios! El pobre se había dejado la comida en el parque.
—¿Y luego qué?
—Me dijo que iría a buscarla si no tuviera una pierna inútil y me pidió que fuera en su lugar.
—¡Y tú, claro, le dijiste que sí! —exclamó Brown—. Un tipo que no conoces de nada, te pide que vayas de la avenida Ainsley a la de Grover y que entres en el parque para recoger su fiambrera y tú, claro, le dices que sí.
—No, le dije que no —contestó La Bresca.
—¿Entonces qué hacías en el parque?
—Bueno, empezamos a hablar y me contó que había sido herido en la pierna por metralla de mortero durante la Segunda Guerra Mundial, luchando contra los alemanes. Había sufrido lo suyo, ¿saben?
—Y entonces, claro, decidiste ir a buscar la fiambrera.
—No, no había decidido nada.
—Entonces, ¿cómo demonios acabaste en el parque?
—Eso es lo que he intentado explicarles.
—Te dio pena ese hombre, ¿verdad? Porque tenía una pierna inútil y porque hacía mucho frío, ¿verdad? —preguntó Willis.
—Bueno. Sí y no.
—No querías que hiciera todo ese camino hasta el parque, ¿verdad? —dijo Brown.
—Bueno, sí y no. Quiero decir que ese tipo era un desconocido, ¿por qué demonios iba a importarme que fuera hasta el parque?
—Mira, Anthony —dijo Willis, tratando de controlarse, porque empezaba a perder la paciencia, pensando en lo difícil que era interrogar a un sospechoso con la Miranda-Escobedo encima; sabiendo que podía dejar de contestar a las preguntas si lo deseaba: «Lo siento, muchachos, basta de preguntas. Cerrad vuestras lindas bocazas si no queréis arriesgaros a perder el caso»—. Mira, Anthony —dijo en un tono más suave—. Sólo queremos saber cómo acabaste por ir al parque y fuiste, directamente, hasta el tercer banco para recoger la fiambrera.
—Sí, lo sé.
—Te encontraste con un veterano mutilado de guerra, ¿no es eso?
—Sí.
—Y te dijo que se había olvidado la fiambrera en el parque.
—Bueno, no habló de ninguna fiambrera al principio. Dijo comida, simplemente.
—¿Y cuándo mencionó la fiambrera?
—Después de darme los cinco pavos.
—¡Vaya! Te ofreció cinco dólares por ir a buscar la fiambrera, ¿no es eso?
—No me los ofreció, me los dio.
—Te dio cinco pavos y te dijo: «¿Te importaría ir a buscar mi fiambrera?».
—Eso es; y me dijo que la encontraría en el tercer banco del parque, siguiendo el sendero de Clinton Street, que era donde estaba, precisamente.
—¿Y qué tenías que hacer con la fiambrera, después de recogerla?
—Devolvérsela. Él me estaba guardando sitio en la cola.
—Vaya, vaya —murmuró Brown.
—¿Y por qué les preocupa tanto esa fiambrera? —preguntó La Bresca.
—Por nada —contestó Willis—. Háblanos de ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?
—Normal.
—¿Qué edad dirías que tenía?
—Rondando los cuarenta; treinta y cinco o algo así.
—¿Alto, bajo o mediano?
—Alto. Diría que uno ochenta, más o menos.
—¿Y su aspecto? ¿Era gordo, delgado o regular?
—Tenía un aspecto imponente y unos buenos hombros.
—¿Gordo?
—Fornido, diría yo. Un buen elemento.
—¿De qué color tenía el pelo?
—Rubio.
—¿Llevaba bigote o barba?
—No.
—¿Y en el color de los ojos? ¿Te fijaste?
—Eran azules.
—¿Te fijaste si tenía alguna cicatriz o alguna señal reconocible?
—No. No me fijé.
—¿Algún tatuaje?
—Tampoco.
—¿Qué voz tenía?
—Corriente. No demasiado grave, pero nada especial. Una buena voz.
—¿Tenía algún deje o acento peculiar?
—No.
—¿Cómo iba vestido?
—Con un abrigo y unos guantes color tierra.
—¿Llevaba traje?
—No pude ver qué tenía puesto bajo el abrigo. Llevaba unos pantalones, claro, pero no me fijé en el color, ni tampoco si eran parte de un traje entero o algo así…
—Bien, ¿iba con sombrero?
—Sin sombrero.
—¿Gafas?
—Sin gafas.
—¿Había algo en él que te llamara la atención?
—Sí, claro.
—¿El qué?
—Llevaba un audífono.
La agencia de colocación estaba en la esquina de la avenida Ainsley con Clinton Street, cinco manzanas al norte de la entrada del sendero de Clinton Street en el parque. Existía la posibilidad de que el hombre del audífono estuviera todavía esperando el regreso de La Bresca, de modo que tomaron un sedán y abandonaron el cuartel de policía. La Bresca iba en el asiento trasero del coche, ansioso e impaciente por identificar al hombre si es que todavía estaba allí.
La cola llegaba hasta la mitad de la esquina con Clinton. Todos eran hombres robustos, vestidos con ropa de trabajo y gorras; con las manos en los bolsillos y pálidos de frío, daban saltitos para mantenerse en calor mientras la cola avanzaba lentamente.
—¡Cualquiera diría que aquí regalan dinero! —dijo La Bresca—. En realidad, se quedan con la paga de una semana pero te proporcionan buenos trabajos. El último que me dieron estaba muy bien pagado y me duró ocho meses.
—¿Puedes ver a tu hombre en la cola? —preguntó Brown.
—Desde aquí no veo nada. ¿Podemos salir?
—Sí, claro —contestó Brown.
Aparcaron el coche junto al bordillo y Willis, que estaba al volante, fue el primero en salir. Era pequeño y ágil, con la gracia natural de un bailarín y su mirada era fría e impenetrable como la de un jugador de black-jack. Mientras esperaba a Brown daba palmadas con las manos enguantadas. Brown salió del coche como un rinoceronte, empujó la portezuela con su enorme cuerpo y la cerró de golpe; después introdujo sus manazas en los guantes con cierta dificultad.
—¿Has bajado la visera? —preguntó Willis.
—No. Estaremos de vuelta enseguida.
—Será mejor que lo hagas. Seguro que esos malditos zorros nos ponen una multa.
Brown soltó un gruñido y volvió al coche.
—¡Caramba, qué frío hace! —exclamó La Bresca.
—Sí —dijo Willis.
En el coche, Brown bajó la visera quitasol. Tenía un cartón adosado, escrito a mano y sujeto por unas gomas, donde decía:
VEHÍCULO DEL SERVICIO DE POLICÍA
De nuevo se oyó un portazo. Brown se acercó, hizo una señal con la cabeza y empezaron a caminar en dirección a la cola que estaba formada en la acera. Los detectives se desabrocharon los abrigos.
—¿Le ves? —preguntó Brown a La Bresca.
—Todavía no —contestó La Bresca.
Recorrieron la cola lentamente.
—¿Y bien? —dijo Brown.
—No —dijo La Bresca—. No está aquí.
—Miremos arriba —sugirió Willis.
La cola de desempleados continuaba por un tramo de escaleras destartaladas hasta llegar a una sombría oficina en el segundo piso. Había un rótulo en el vidrio helado de una puerta:
MERIDIAN, AGENCIA DE COLOCACIÓN
Especialidad en trabajos temporales
—¿Y aquí? —preguntó Willis.
—Tampoco —dijo La Bresca.
—Espéranos aquí —dijo Willis.
Los dos detectives se alejaron y avanzaron hacia el otro extremo del pasillo.
—¿Tú qué crees? —preguntó Brown.
—¿De qué podemos acusarle?
—De nada.
—Es lo que yo creo.
—¿Valdrá la pena seguirle?
—Eso depende de que al jefe este asunto le parezca serio.
—¿Por qué no se lo preguntas?
—Eso haré. Tú vigila al chico.
Brown volvió junto a La Bresca. Willis encontró un teléfono en el recodo del pasillo y llamó a comisaría. El teniente Pete escuchó la información atentamente y, luego, preguntó:
—¿A ti qué te parece?
—Creo que dice la verdad.
—¿Crees que de verdad había un tipo con un audífono?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué se marchó antes de que La Bresca llegara con la fiambrera?
—No lo sé, Pete. Me parece que La Bresca no es un ladrón.
—¿Dónde has dicho que vive?
—En Johnson, 1812. Riverhead.
—¿En qué distrito?
—No lo sé.
—Lo buscaré y les llamaré por teléfono. Quizá ellos puedan dedicar alguien a seguirle. Dios sabe que aquí no podemos.
—¿Soltamos a La Bresca?
—Sí, volved aquí. Pero primero asustadle un poco; por si acaso.
—De acuerdo —contestó Willis y colgó. Después volvió al lugar donde estaban esperándole La Bresca y Brown.
—Bueno, Anthony —exclamó Willis—, puedes irte.
—¿Irme? ¿Y quién se quiere ir? Tengo que volver a la cola otra vez. Estoy buscando trabajo.
—Y recuerda, Anthony, que si pasa algo sabemos dónde encontrarte.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué va a pasar?
—Sólo recuérdalo.
—Claro —dijo La Bresca. Luego, se paró y dijo—: ¿Podrían hacerme un favor?
—¿Qué favor?
—Ponerme entre los primeros de la cola.
—¿Cómo quieres que hagamos eso?
—Bueno, ustedes son policías, ¿no? —preguntó La Bresca.
Willis y Brown se miraron.
Cuando ambos volvieron a comisaría, se enteraron de que el teniente Byrnes había llamado a la 115 de Riverhead, dónde le habían informado de que no podían prescindir de un hombre para vigilar a Anthony La Bresca. La noticia no alarmó a nadie.
Esa noche, mientras el concejal Cowper, de parques y jardines, bajaba por la amplia escalinata de mármol del Philarmonic Hall, llevando a su mujer del brazo izquierdo, envuelta en visón y con un echarpe blanco y transparente en la cabeza; mientras el concejal lucía una corbata negra y un esmoquin, y el alcalde y su mujer iban cuatro escalones más abajo, con un cielo poco estrellado y un frío seco que hacía el aire penetrante y quebradizo; esa noche, mientras el concejal bajaba los escalones del Philarmonic Hall, con dos grandes ventanales a una altura de dos pisos a su espalda que proyectaban una tibia luz amarilla sobre la calzada y los escalones barridos por el viento; esa noche, mientras el concejal alzaba su pie izquierdo para situarlo en el siguiente escalón, riendo por algo que su mujer le había dicho al oído; mientras dejaba escapar bocanadas entrecortadas de vapor que flotaban en el aire llevadas por el viento, como las burbujas que aparecen en los tebeos; esa noche, mientras se quitaba el guante de la mano derecha después de haber hecho lo mismo con el de la izquierda; esa noche, dos disparos resonaron en la plaza, rompiendo la helada calma y pararon la risa del concejal y la mano del concejal y los pies del concejal. Cayó de cabeza en los escalones, con la sangre brotando de su frente y sus mejillas; su mujer lanzó un grito y el alcalde se dio la vuelta para ver qué pasaba. En la acera, un fotógrafo decidido captó la caída del concejal para la posteridad.
Antes de que su cuerpo rodara hasta el último peldaño ya estaba muerto.