Capítulo IX

Capítulo IX

La primera pista del caso se descubrió a las diez de la mañana del día siguiente, cuando Fats Donner telefoneó a la comisaría.

En aquel momento existían al menos dos mil imponderables sobre lo que La Bresca y Calucci estaban planeando. Pero aparte de consideraciones de menor importancia tales como ¿dónde se iba a dar el golpe? o ¿a qué hora del quince de marzo?, había también varias identidades desconocidas de no menor importancia; por ejemplo, la de Dom (que seguía careciendo de apellido) y la de la rubia de pelo largo que ayudó a escapar a La Bresca la noche del viernes pasado. La policía pensaba que si se localizaba a alguna de estas dos personas se podría poner en claro qué clase de golpe se estaba preparando. Si el golpe tenía alguna relación con los recientes asesinatos, era algo a plantearse posteriormente, así como la posibilidad de que La Bresca tuviese algo que ver con el Sordo.

Había un montón de interrogantes; sólo faltaba encontrar a alguien a quien planteárselos.

Pasaron inmediatamente la llamada de Donner.

—Me parece que ya tengo a vuestro Dom —aventuró Willis.

—¡Espléndido! —contestó Willis—. ¿Cuál es su apellido?

—Di Fillippi. Dominick Di Fillippi. Vive en Riverhead. Cerca del antiguo Coliseum, conoces el barrio, ¿no?

—Claro, ¿qué sabes de él?

—Que está con El Cable Coaxial.

—¿Ah sí?

—Sí.

—Bueno. ¿Y eso qué es? —preguntó Willis.

—¿Qué es el qué?

—Quiero decir, ¿qué significa?

—¿Qué quieres que signifique?

—Lo que acabas de decir. ¿Es una contraseña o algo así?

—¿El qué es una contraseña? —preguntó Donner.

—El cable coaxial.

—No, es un grupo.

—¿Un grupo de qué?

—Un grupo. Músicos —dijo Donner.

—¿Una banda?

—Sí, pero ahora les llaman grupos.

—Bueno, ¿pero qué tiene que ver el cable coaxial con todo eso?

—Que es el hombre del grupo. El Cable Coaxial.

—¿Me tomas el pelo? —dijo Willis.

—No, hombre, de veras, es el grupo.

—¿Y qué toca Di Fillippi?

—La guitarra rítmica.

—¿Y dónde puedo encontrarle?

—Vive en el 365 de North Anderson.

—¿Eso no está en Riverhead?

—Sí.

—¿Y cómo sabes que es nuestro hombre?

—Bueno, parece que es un artista de narices, ¿sabes? —dijo Donner—. En las últimas semanas iba por ahí diciendo que había perdido una apuesta muy fuerte en el campeonato de boxeo, algo así como dos o tres de los grandes. Resulta que todo lo que perdió fueron cincuenta pavos. Esa fue toda la apuesta.

—Bueno, ¿y qué más?

—Últimamente también iba diciendo que sabía de un buen asunto que se preparaba.

—¿A quién se lo decía?

—Bueno, uno de los chicos del grupo le daba mucho a la «hierba» mucho antes que se pusiera de moda. Por medio de él llegué a Di Fillippi. Me dijo que habían estado juntos fumando unos «porros» hace tres o cuatro días y que Di Fillippi le había hablado de un asunto importante.

—¿Le dijo de qué se trataba?

—No.

—¿Y estaban fumando «hierba»?

—Bueno, unos cuantos «canutos», ya sabes, para pasar el rato.

—A lo mejor Di Fillippi no sabía lo que se decía.

—Probablemente lo sabía. ¿Qué tiene que ver con eso?

—A lo mejor solamente lo soñó.

—No lo creo.

—¿Mencionó a La Bresca?

—No.

—¿Dijo cuándo se iba a dar el golpe?

—Tampoco.

—Bueno, pues no es mucho, Fats.

—Yo creo que vale cincuenta pavos, ¿no te parece?

—Como mucho, diez —aseguró Willis.

—Anda, hombre, tuve que moverme mucho para conseguirte esta información.

—Eso me recuerda algo —dijo Willis.

—¿Qué?

—Deja en paz a tu amiguita.

—¿Cómo?

—La chica. La próxima vez que nos veamos quiero que se haya ido.

—¿Por qué?

—Porque lo he pensado bien y no me gusta la idea.

—Ya la he echado dos veces —contestó Donner—, pero siempre vuelve.

—Entonces deberías emplear esos diez pavos en comprarle un billete de regreso a Georgia.

—¿Por qué no? Y también podría dar otros diez al Ejército de Salvación.

—Me basta con que la saques de todo esto —insistió Willis.

—¿Desde cuándo eres tan caballeroso? —preguntó Donner.

—Desde hace un minuto.

—Creí que eras un hombre de negocios.

—Y lo soy. Este es el trato que te propongo: tú dejas que se vaya la chica y yo olvido todo lo que sé sobre ti y lo que puedo llegar a saber en el futuro.

—Nadie sabe nada sobre mí —aseguró Donner—. Soy La Sombra.

—No —replicó Willis—, sólo Lamont Cranston es La Sombra.

—¿Hablas en serio?

—Quiero que dejes tranquila a la chica. Si aún anda por ahí la próxima vez que te vea, te empapelo.

—Perderías un hombre muy útil.

—Es posible —aceptó Willis—, pero nos apañaríamos sin ti.

—A veces me pregunto por qué me tomo tantas molestias en ayudaros —comentó Donner.

—Yo te lo explicaré, si tienes un momento libre —respondió Willis.

—Dejémoslo correr.

—¿Mandarás fuera a la chica?

—Claro, claro. Y tú me mandas cincuenta pavos. ¿Vale?

—Te he dicho diez.

—Pongamos veinte.

—¿Por esa miseria de información que acabas de darme?

—Es una buena pista, ¿no?

—No es gran cosa.

—Es una pista que vale por lo menos veinticinco pavos.

—Te mandaré quince —contestó Willis, y colgó.

El teléfono volvió a sonar casi en el mismo instante en que acababa de colgar.

—Comisaría 87, al habla Willis —contestó por el auricular.

—Hal, soy Artie, desde la escuela.

—Adelante.

—He estado esperando a que Murchison cogiera la llamada. Me parece que tengo algo.

—¡Suelta ya!

—Hace unos cinco minutos La Bresca ha hablado con su madre por teléfono.

—¿En inglés o en italiano?

—En inglés. Le ha dicho que esperaba una llamada de Dom Di Fillippi. Él podría ser nuestro hombre, ¿no?

—Sí, creo que lo es —afirmó Willis.

—Le ha dicho a su madre que le dijera a Di Fillippi que se encontraría con él en su hora libre, en la esquina entre la Catedral y la Séptima.

—¿Ha llamado ya Di Fillippi?

—Aún no. La Bresca llamó a su madre hace apenas cinco minutos, Hal.

—Muy bien. ¿A qué hora ha dicho que se encontrarían?

—A las doce y media.

—¿A las doce y media en la esquina entre la Catedral y la Séptima?

—Exacto —confirmó Brown.

—Mandaremos a alguien allí.

—Te vuelvo a llamar —se despidió Brown—, tengo otro cliente.

A los cinco minutos Brown volvió a telefonear a la comisaría.

—Era Di Fillippi. La señora La Bresca le ha dado el mensaje. Parece que las cosas se aceleran.

—Es posible —contestó Willis.

Desde donde estaban Meyer y Kling, en el sedán Chrysler que habían estacionado en la calle de la Catedral, podían ver con claridad a Tony La Bresca esperando en la esquina, cerca de la parada del autobús. El reloj que había en lo alto de la iglesia católica, dominando el cruce, marcaba las doce y veinte. La Bresca había llegado temprano y parecía nervioso. Paseaba por la acera con ansiedad y encendió tres cigarrillos, uno detrás de otro, mirando el reloj de la iglesia cada dos por tres, confrontando la hora con la de su reloj.

—Veremos qué pasa —dijo Kling.

—El momento decisivo de un encuentro en la cumbre que va a ser un camelo.

—Sí. La Bresca le va a decir al bueno de Dom que le aceptan y que harán tres parte iguales. Luego Calooch decidirá si le tiran o no al río.

—Te apuesto seis a cinco a que el bueno de Don acaba con una piedra al cuello.

—No me gustan las apuestas —afirmó Kling.

El reloj de la iglesia dio la media. Las campanadas resonaron en el cruce. Algunos transeúntes que volvían de disfrutar su hora libre echaron un vistazo al campanario, pero la mayoría pasó a toda prisa, con la cabeza agachada, tratando de eludir el frío.

—Parece que el bueno de Dom se retrasa —bromeó Meyer.

—Mira al bueno de Tony —señaló Kling—. Está al borde de un ataque.

—Sí —dijo Meyer, soltando una risita. La calefacción del coche estaba encendida y se sentía cómodo, caliente y amodorrado. No envidiaba a La Bresca, esperando en una esquina expuesta al viento.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Kling.

—Tan pronto como acabe la reunión, nos llevamos al bueno de Dom.

—Deberíamos atrapar a los dos —afirmó Kling.

—¿Y de qué les acusamos?

—Sabemos que La Bresca está planeando un golpe, ¿no? Eso es conspiración punible, artículo 580.

—Estupendo. Pero preferiría saber en qué lío se va a meter para cogerle con las manos en la masa.

—Si está con el Sordo, ya ha cometido dos crímenes —intervino Kling—, y de los gordos.

—Eso. Si está con el Sordo.

—¿Y tú qué crees?

—Que no.

—Yo no estoy tan seguro —respondió Kling.

—Tal vez el bueno de Dom nos lo pueda decir.

—Si es que aparece.

—¿Qué hora es?

—Menos veinte —contestó Kling.

—Mmm —dijo Meyer.

Siguieron vigilando a La Bresca que ahora paseaba con mayor nerviosismo, y se golpeaba los costados con las manos enguantadas para entrar en calor. Llevaba la misma chaqueta de conductor de color beige que el día que recogió la fiambrera en el parque, la misma bufanda verde protegiéndole el cuello y las mismas botas de suela gruesa.

—Mira —señaló Meyer de pronto.

—¿Qué pasa?

—Al otro lado de la calle, parado junto a la acera.

—¿Eh?

—Es la rubia, Bert. ¡En el mismo Buick negro!

—¿Y qué pinta en todo esto?

Meyer puso el coche en marcha. La Bresca reconoció el Buick y se dirigió hacia él con rapidez. Desde donde se encontraban, los detectives pudieron ver cómo la chica sacudía su larga cabellera rubia y se inclinaba para abrir la portezuela de delante. La Bresca entró en el coche y, en un instante, se alejaron de la acera.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Kling.

—Seguirles.

—¿Y qué hay de Dom?

—Quizá la chica lleve a La Bresca hasta donde él está.

—O quizá no.

—¿Qué podemos perder? —insistió Meyer.

—Podemos perder a Dom —respondió Kling.

—Da gracias a Dios de que tengamos coche —bromeó Meyer, arrancando y poniendo el coche en circulación.

Aquélla era la parte más antigua de la ciudad. Las calles eran estrechas y los edificios se apiñaban sobre aceras y desagües. Los transeúntes cruzaban las calles sin prestar atención, haciendo caso omiso de los semáforos, y esquivando vehículos que pasaban con la tranquilidad que proporciona la costumbre, indiferentes ante el peligro.

—Es como para multarles a todos por imprudencia —refunfuñó Meyer.

—No pierdas ese Buick —advirtió Kling.

—¿Crees que soy un novato, muchacho?

—Perdiste ese mismo coche hace sólo una semana —respondió Kling.

—La semana pasada iba a pie.

—Están girando a la izquierda —advirtió Kling.

—Ya lo veo.

Efectivamente, el Buick había girado a la izquierda para salir a un gran paseo con árboles a los lados, siguiendo el río Dix. El río estaba helado de una orilla a otra, un fenómeno que sólo había ocurrido dos veces en la historia de la ciudad. Desprovisto de su acostumbrado y activo tránsito portuario, se extendía hasta Calm’s Point como una lisa llanura de Kansas. Una gruesa capa de nieve cubría de modo uniforme el hielo de debajo. Los árboles desnudos del paseo se doblaban a causa del fuerte viento. Unos periódicos se agitaban en el aire como pájaros gigantes sin cabeza. Un gran cesto de mimbre, vacío, llegó rodando hasta el centro de la calle.

Una manzana más allá del Buick estacionado, Meyer y Kling contemplaban la calle a través del parabrisas de un coche de policía sin distintivo. El viento aullaba en torno al automóvil sofocando las llamadas que se hacían por radio. Kling subió el volumen.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Hay que esperar —respondió Meyer.

—¿Detenemos a la chica cuando hayan acabado de hablar? —volvió a preguntar Kling.

—Claro.

—¿Tú crees que sabrá algo?

—Espero que sí. Seguro que está metida en el asunto, ¿no crees?

—No lo sé. Calucci hablaba de repartirse el botín a medias. Si ya son tres…

—Bueno, a lo mejor es la chica de Dom.

—¿Qué quieres decir, que le sustituye a él?

—¡Seguro! Tal vez Dom sospecha que quieren deshacerse de él y por eso deja que la chica acuda a la cita mientras él está a salvo, Dios sabe dónde, dándole a la guitarra rítmica.

—Es posible —dijo Kling.

—Claro que es posible —corroboró Meyer.

—Pero entonces, todo es posible.

—Una observación muy aguda —comentó Meyer.

—¡Mira! —dijo Kling—. La Bresca sale del coche.

—Ha tardado poco —dijo Meyer—. ¡Vamos a por la chica!

Mientras La Bresca se alejaba por la calle en dirección opuesta, Meyer y Kling salieron del Chrysler. El viento casi les derribó. Agacharon la cabeza y echaron a correr porque no querían que la chica pusiera en marcha el coche y se alejara antes de que ellos llegasen. De ese modo trataban de evitar una larga persecución automovilística a través de la ciudad. Meyer, que iba delante, oyó el motor del Buick que empezaba a ronronear.

—¡Más aprisa! —gritó a Kling, y recorrieron a toda velocidad las últimas cinco yardas que les separaban del coche; Meyer se dirigió hacia el lado de la calzada y Kling abrió la portezuela que correspondía a la acera.

La rubia que estaba sentada al volante llevaba pantalones y una chaqueta corta de color gris. Cuando Klirig abrió la portezuela se volvió hacia él y éste vio con sorpresa que iba sin maquillar y que sus rasgos eran más bien toscos y enérgicos. Al mirarla pestañeando asombrado comprobó que lucía lo que parecía una barba de tres días.

La portezuela del lado del conductor se abrió de par en par.

Meyer dirigió una sorprendida mirada a la «chica» sentada al volante e inmediatamente dijo:

—Mr. Dominíck Di Fillippi, supongo.

Dominick Di Fillippi estaba muy orgulloso de su largo cabello rubio.

En la relativa intimidad de la comisaría se lo peinaba una y otra vez, explicando a los detectives que cuando se pertenece a un grupo hay que tener una imagen propia, ¿vale? Lo mismo que todos los chicos del grupo, todos parecen diferentes, ¿vale? Igual que el batería llevaba aquellas gafas a lo Benjamín Franklin y el primer guitarrista se peinaba con un flequillo que le tapaba los ojos y el del órgano llevaba camisas y calcetines de color rojo, ¿vale? Cada cual tenía una imagen propia y diferente. Tener una melena rubia no era algo absolutamente original, había montones de chicos en otros grupos que también llevaban el pelo largo, por eso se estaba dejando crecer la barba. La barba era de un color rubio rojizo, explicó, y seguramente sería de mucho efecto cuando le hubiese crecido; le daría una imagen distinta y original, ¿vale?

—¿De qué va el «rollo», oigan? —preguntó—. ¿Por qué estoy en una comisaría?

—Tú eres músico, ¿no?

—Pues claro.

—¿Cómo te ganas la vida?

—Bueno, no hace mucho formamos el grupo.

—No hace mucho, ¿cuánto tiempo es?

—Tres meses.

—¿Habéis tenido algún contrato?

—Hombre, claro.

—¿Cuándo?

—Bueno, algo así como audiciones.

—¿Pero os han pagado alguna vez por tocar?

—Bueno, todavía no. Dinero todavía no. Verá, hasta los Beatles tuvieron que empezar de alguna manera, ¿no?

—Claro.

—Oiga, cuando tocaban en aquellos sótanos miserables de Liverpool, a lo mejor cobraban un cuarto de penique por noche.

—¿Y tú qué demonios sabes de los cuartos de penique?

—Es una manera de hablar.

—Muy bien, Dom. Vamos a dejar por ahora lo de la música, ¿de acuerdo? Vamos a hablar de otras cosas, ¿te parece?

—Muy bien, hablemos de por qué estoy aquí, ¿de acuerdo?

—Es mejor que le leas la ley —terció Kling.

—Buena idea —aprobó Meyer; y a renglón seguido le recitó la Miranda-Escobedo.

Di Fillippi escuchaba atentamente. Cuando Meyer terminó sacudió sus rizos rubios y preguntó:

—Puedo tener un abogado, ¿no?

—Sí.

—Pues quiero uno —afirmó Di Fillippi.

—¿Quieres alguno en concreto, o te lo buscamos nosotros?

—Estoy pensando en uno en concreto —dijo Di Fillippi.

Mientras los detectives hacían tiempo en la comisaría esperando a que llegase el abogado de Di Fillippi, Steve Carella, que ya podía andar, decidió bajar a la cuarta planta para hacer una visita al policía Genero.

Genero estaba incorporado en la cama con la pierna herida vendada y en curso de rápida curación. Pareció sorprendido al ver a Carella.

—¡Vaya, hombre! —exclamó—. ¡Es un gran honor! Te agradezco muy de veras que vengas a verme.

—¿Cómo va, Genero? —preguntó Carella.

—Así, así. Todavía duele. Nunca pensé que recibir un balazo pudiera doler. En las películas, a la gente la hieren muchas veces, y se caen, pero uno nunca tiene la impresión de que duele.

—Puedes estar seguro de que duele —contestó Carella, sonriendo, y se sentó en la cama de Genero—. Veo que tienes televisión —observó.

—Sí, es del tipo de la cama de al lado. —La voz de Genero descendió hasta el susurro—. Él nunca la mira. Me parece que está muy mal. O duerme todo el tiempo o se queja. La verdad, no sé si va a salir de ésta.

—¿Qué le pasa?

—No lo sé. No hace más que dormir y quejarse. Las enfermeras entran sin parar noche y día; le dan cosas, le pinchan con agujas. Hay tanto movimiento como en una estación, ¡palabra!

—Bueno, no está mal —apuntó Carella.

—¿Qué quieres decir?

—Que entren y salgan las enfermeras.

—¡Oh, no! Es estupendo —admitió Genero—; hay algunas muy guapas.

—¿Y a ti qué te pasó? —preguntó Carella señalando con un movimiento de cabeza la pierna de Genero.

—Ah, ¿no lo sabes?

—Oí decir que recibiste un balazo.

—Sí —afirmó Genero, y vaciló—. Estábamos siguiendo a aquel sospechoso, ya sabes. Y cuando pasó cerca de mí, saqué el revólver para hacer un disparo de aviso. —Genero volvió a vacilar—. Así fue cómo quedé herido.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Carella.

—Bueno, imagino que uno tiene que pasar por cosas así. Si quieres hacer carrera en la policía tienes que contar con que te ocurran cosas como ésta en el trabajo —dijo Genero con resignación.

—Supongo que sí.

—¡Pues claro! Mira lo que te pasó a ti —apuntó Genero.

—Ya.

—Claro que tú eres detective.

—Sí —dijo Carella.

—Y es más comprensible.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, se supone que los detectives corren más riesgos que los policías, ¿no? Me refiero a que un policía normal y corriente no piensa que su trabajo es todo en la vida. Bueno, supongo que no se espera que arriesgue la vida tratando de detener a un sospechoso, ¿no?

—Bueno —dijo Carella, sonriendo.

—¿No crees? —insistió Genero.

—Todo el mundo empieza como policía —afirmó suavemente Carella.

—Claro, porque piensas en un policía como alguien que dirige el tráfico, ayuda a los niños a cruzar la calle o toma datos cuando ha habido un accidente, cosas así, ¿no? Nunca piensas que va a arriesgar la vida, me refiero a un policía corriente.

—Han matado a muchos en el cumplimiento de su deber —recordó Carella.

—Desde luego, seguro que sí. Sólo decía que uno no espera que pase una cosa como ésta.

—¿Quieres decir que te pase a ti?

—Eso es.

La habitación quedó en silencio.

—Me duele mucho —aseguró Genero—, pero confío en que me dejen salir pronto. Tengo muchas ganas de volver al trabajo.

—Bueno, no te precipites —aconsejó Carella.

—¿Tú cuándo sales?

—Mañana, creo.

—¿Te encuentras bien?

—¡Oh, sí, estupendamente!

—Te rompieron las costillas, ¿no?

—Sí, tres.

—Y también la nariz.

—Sí.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Genero—. Pero claro, tú eres un detective.

—Sí —afirmó Carella.

—El otro día yo estaba en la comisaría —explicó Genero—, reemplazando a los compañeros que vinieron a visitarte. Eso fue antes de los tiros. Antes de que me dieran.

—¿Qué te pareció aquel manicomio? —preguntó Carella sonriendo.

—Bueno, me las apañé bastante bien —aseguró Genero—. Desde luego aún tengo muchas cosas que aprender, pero supongo que se aprende con la práctica.

—Claro.

—Tuve una larga conversación con Sam Grossman…

—Buen chico, Sam.

—… sí, en el laboratorio. Hablamos de aquellas notas sospechosas. Buen chico, Sam.

—Sí.

—Entonces se presentó un chaval con otra de aquellas notas, y yo le retuve allí hasta que volvieron los compañeros. Me parece que lo hice bastante bien.

—Estoy seguro de que lo hiciste bien —afirmó Carella.

—Bueno, uno tiene que ser concienzudo si quiere que éste sea al trabajo de su vida —sentenció Genero.

—Claro —repuso Carella. Se levantó, haciendo una ligera mueca de dolor al incorporarse, y luego añadió—: Bueno, sólo quería ver cómo estabas.

—Estoy bien, gracias. Te agradezco mucho que hayas bajado.

—No tiene importancia —contestó Carella, sonriendo mientras se dirigía a la puerta.

—Cuando vuelvas a comisaría —añadió Genero—, salúdales de mi parte. —Carella le miró extrañado—. Saluda a todos los compañeros: Cotton, Hal, Meyer y Bert, a todos los que estuvieron conmigo.

—Cuenta con ello.

—Y gracias, otra vez, por venir a verme…

—De nada.

—… Steve —se arriesgó a decir Genero cuando Carella ya salía.

El abogado de Di Fillippi se llamaba Irving Baum.

Llegó a comisaría casi sin aliento y lo primero que preguntó fue si los detectives habían respetado los derechos constitucionales de Di Fillippi, hizo una rápida inclinación de la cabeza, se quitó el sombrero de ala corta y el pesado abrigo de color tierra y los depositó cuidadosamente en el otro extremo de la mesa de Meyer. Después preguntó a los detectives de qué iba el asunto. Tenía un aspecto muy agradable aquel Baum. Bigote y cabellos blancos, ojos castaños y bonachones y modo afable de mover la cabeza, con leves cabeceos que parecían señales de asentimiento hacia quien hablaba. Meyer se apresuró a informarle de que la policía no tenía intención de acusar a Di Fillippi de nada, que sólo se trataba de recabar cierta información. Baum no veía razón alguna para que su cliente no colaborase al máximo. Cabeceó en dirección a Di Fillippi y dijo:

—Anda, Dominick, contesta a lo que te pregunten.

—De acuerdo, Mr. Baum —asintió Di Fillippi.

—¿Puedes darnos tu nombre completo y tu dirección? —preguntó Meyer.

—Dominick Americo Di Fillippi, 365 North Anderson Street, Riverhead.

—¿Profesión?

—Ya lo he dicho. Soy músico.

—Disculpen —intervino Baum—. ¿Le han hecho algunas preguntas antes de mi llegada?

—Tranquilo, abogado —terció Meyer—. Solamente le preguntamos cómo se ganaba la vida.

—Bueno —concedió Baum, moviendo la cabeza con gesto dubitativo como calibrando hasta qué punto había habido abuso por parte de la autoridad—. Bueno —repitió—. Sigan, por favor.

—¿Edad? —preguntó Meyer.

—Veintiocho.

—¿Soltero? ¿Casado?

—Soltero.

—¿Familiar más cercano?

—Perdone que les interrumpa —intervino Baum—, pero si sólo quieren pedirle información, ¿para qué necesitan estos datos estadísticos?

Mr. Baum —dijo Willis—; usted es abogado, y está aquí con su cliente, no tiene de qué preocuparse. No ha dicho nada por lo que podamos mandarle a la cárcel. Todavía.

—Es pura rutina —indicó Meyer—, como sin duda usted sabe.

—Muy bien, muy bien, sigan —accedió Baum.

—¿Familiar más próximo? —repitió Meyer.

—Mi padre. Angelo Di Fillippi.

—¿En qué se ocupa?

—Es albañil.

—Hoy en día es difícil encontrar buenos albañiles —afirmó Meyer.

—Sí.

—Dom —siguió Willis—, ¿qué relación tienes con Tony La Bresca?

—Es amigo mío.

—¿Por qué te has visto hoy con él?

—Somos amigos.

—Ha sido una conversación muy corta —observó Willis.

—Sí. Me parece que sí.

—¿Vas al centro de la ciudad sólo para hablar con alguien durante cinco minutos?

—Bueno, es amigo mío.

—¿De qué habéis hablado?

—De música —contestó Di Fillippi.

—¿Puedes ser más concreto?

—Bueno, pues tiene un primo que está a punto de casarse y quería saber cosas sobre nuestro grupo.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Que estábamos disponibles.

—¿Cuándo se celebrará la boda?

—Pues no lo sé, en junio, creo.

—¿Qué día?

—He olvidado la fecha exacta.

—Entonces, ¿cómo sabes que estaréis disponibles?

—Bueno, no tenemos ningún compromiso para junio; por eso sé que estaremos disponibles.

—¿Tú eres el que hace de empresario en el grupo?

—No.

—Entonces, ¿por qué quería hablar contigo La Bresca?

—Porque somos amigos y había oído hablar de nuestro grupo.

—O sea, que habéis hablado de eso. De la boda de su primo.

—Sí, eso es.

—¿Cuánto le has dicho que costaría?

—Pues, no sé. Le he dicho que unos setenta dólares.

—¿Cuántos músicos hay en el grupo?

—Cinco.

—¿Cuánto le corresponde a cada uno? —preguntó Meyer.

—Pues, no sé. Son setenta dividido por cinco.

—¿Y eso cuánto es?

—Pues, vamos a ver, siete dividido por cinco es uno y llevamos dos, veinte dividido por cinco es, bueno, cuatro, o sea que salen a catorce dólares por barba.

—Pero tú no habías echado la cuenta cuando le pediste los setenta dólares, ¿no?

—Sí, claro que sí. Yo sabía a cuánto tocábamos.

—¿Entonces por qué has tenido que hacer ahora la división?

—Para comprobarlo, sólo por eso.

—O sea, que le dijiste a La Bresca que estabais disponibles, y también que eso le iba a costar setenta dólares. ¿Qué más?

—Me dijo que se lo diría a su primo y bajó del coche.

—¿Eso fue todo lo que hablaste con él?

—Sí, eso fue todo.

—¿Y no podíais haberlo discutido por teléfono?

—Claro, supongo que sí.

—¿Y por qué no lo hicisteis?

—Bueno, me gusta ver a Tony de vez en cuando, es un buen amigo.

—¿Y por eso viniste al centro de la ciudad para verle?

—Sí.

—¿Cuánto dinero perdiste en la apuesta de boxeo?

—Oh, no mucho.

—¿Cuánto?

—Diez pavos, poco más o menos. ¿Cómo lo saben?

—¿No fueron cincuenta?

—Bueno, es posible, no me acuerdo. ¿Cómo se han enterado? —Se volvió a Baum y preguntó—: ¿Cómo lo saben?

—¿Cómo lo saben? —repitió el abogado.

—Bueno, abogado. Eso a usted no le importa —cortó Meyer—. Nosotros hacemos las preguntas, a no ser que usted tenga algo que objetar.

—No, hasta ahora todo me parece correcto, pero me gustaría saber adonde quieren ir a parar.

—Ya lo verá —afirmó Meyer.

—Bueno, detective Meyer, sucede que me gustaría saber ahora mismo qué es lo que tratan de averiguar, de lo contrario me veré obligado a aconsejar a mi cliente que guarde silencio.

Meyer respiró hondo. Willis se encogió de hombros resignadamente.

—Creemos que su cliente sabe algo acerca de un inminente crimen —aclaró Meyer.

—¿Qué crimen?

—Bueno, si nos permite interrogarle…

—No, no hasta que responda a mi pregunta —dijo Baum.

Mr. Baum —continuó Willis—, podemos empapelarle por complicidad, artículo 570 del Código Penal, o bien podemos empapelarle por…

—Un momento, joven —interrumpió Baum—, ¿le importaría explicarme eso?

—Verá, tenemos motivos para creer que a su cliente se le ha ofrecido dinero u otros bienes a cambio de ocultar un crimen. O sea que, o se trata de un delito mayor o de una falta, según la clase de crimen que se compruebe haya ocultado. Estoy seguro de que usted me comprende perfectamente.

—¿Y cuál es el crimen que supuestamente encubre?

—También podríamos acusarle de conspiración, artículo 580, si se comprueba que está involucrado en el proyectado crimen.

—¿Tienen ustedes la plena certeza de que se va a cometer un crimen? —preguntó Baum.

—Tenemos una certeza razonable, sí.

—Supongo que son ustedes conscientes de que no puede usarse la palabra conspiración a no ser que se produzca algún hecho que corrobore las suposiciones de una manera factual.

—Mire usted, Mr. Baum —dijo Meyer—, esto no es un tribunal de justicia, o sea que puede ahorrarse las argumentaciones legales. Nosotros no vamos a empapelar a su cliente por nada, nos basta con que colabore un poco y responda…

—Me atrevería a decir que aprecio cierto tono de amenaza en la afirmación que acaba usted de hacer —interrumpió Baum.

—¡Por todos los demonios! —exclamó Meyer—. Sabemos que un hombre llamado Anthony La Bresca y otro hombre llamado Peter Calucci están planeando cometer un crimen, un delito mayor o lo que sea, todavía no los sabemos, el día quince de marzo. También tenemos buenas razones para creer que su cliente sabe con toda exactitud lo que traman y que les ha exigido dinero a cambio de no proporcionar información a la policía. Ahora bien, Mr. Baum, no queremos detener a La Bresca y a Calucci por conspiración, porque, primero, no nos llevaría a ningún sitio, debido a que no se ha producido aún el hecho al que usted anteriormente ha hecho referencia, y segundo, la cosa podría acabar en un delito menor según el estado actual de sus planes. Como sin duda usted sabe, si están tramando algún asesinato, secuestro, atraco, venta de narcóticos, incendio o extorsión, o si por el contrario ya se ha producido algún hecho que no sea simplemente planear el golpe, cada uno de ellos sería culpable de delito mayor. Y como sin duda usted sabe también, varias autoridades relevantes de esta ciudad han sido asesinadas recientemente, y existe la posibilidad de que La Bresca y Calucci estén involucrados en tales crímenes, y de que las fechorías que están tramando tengan que ver con la extorsión o el asesinato, o con ambas cosas, lo que convertiría automáticamente los hechos en un delito mayor. Por lo tanto, como puede comprender, no nos interesa su cliente per se, sólo estamos intentando evitar un crimen. O sea, que podría olvidarse de toda esa palabrería legal y colaborar un poco con nosotros, sobre todo haciendo que él colabore.

—A mí me parece que hasta ahora ha colaborado espléndidamente —aseguró Baum.

—Pues a mí me parece que ha estado mintiendo espléndidamente —respondió Meyer.

—Considerando la gravedad de los cargos… —empezó Baum.

Mr. Baum, se lo ruego…

—… a mi juicio, ustedes han hecho cargos contra Mr. Di Fillippi con una idea preconcebida. Son los tribunales los que tienen que decidir si es culpable o inocente.

—Mientras dos canallas llevan adelante sus planes, ¿no?

—La posible detención de los dos canallas no me incumbe —afirmó Baum—. Le aconsejo a mi cliente que no diga nada más, acogiéndose a los derechos que le otorga la…

—Muy agradecidos, Mr. Baum.

—¿Van ustedes a acusarle formalmente, sí o no?

—Sí —dijo Meyer.

—¿Con qué cargos?

—Complicidad en un crimen, artículo 570 del Código Penal.

—Muy bien, le sugiero que lo hagan con razonable prontitud —advirtió Baum—. Según mi criterio, ustedes han detenido a mi cliente por un período de tiempo excesivo y supongo que son conscientes…

Mr. Baum, somos conscientes de ello desde todos los puntos de vista. ¡Enciérrale, Hal! La acusación se da por enterada.

—¡Eh, espere un momento! —intervino Di Fillippi.

—Le aconsejo que obedezca —sugirió Baum—. No se preocupe lo más mínimo. Antes de que lleguen a procesarle habré obtenido una fianza. Volverá a estar en la calle…

—¡Alto, espere un momento! ¡Maldición! —exclamó Di Fillippi—. ¿Qué sucederá si aquellos dos siguen adelante con…?

—Dominick, le aconsejo que no diga nada.

—¿Ah, sí? ¿Cuánto pueden echarme por eso del encubrimiento?

—Depende de lo que hagan —contestó Meyer.

—Dominick…

—Si cometen un delito castigado con la pena de muerte o con cadena perpetua, pueden caerte cinco años. Si cometen…

—¿Y si es un atraco?

—Dominick, como abogado suyo debo insistir en aconsejarle que…

—¿Y si es un atraco? —repitió Di Fillippi.

—¿Es eso lo que planean? —volvió a preguntar Meyer.

—No me han contestado.

—Si cometen un robo y tú aceptas dinero por encubrir el delito, pueden caerte tres años de cárcel.

—¡Espléndido! —exclamó Di Fillippi.

—¿Contestarás ahora a algunas preguntas?

—¿Me soltarán si las contesto?

—Dominick, no debería…

—¿A usted le gustaría pasarse tres años en la cárcel? —preguntó Di Fillippi.

—No tienen ninguna prueba, solamente…

—¿Ah, no? ¿Entonces cómo saben que el golpe será el quince de marzo? ¿De dónde han sacado eso? ¿Se lo ha dicho al oído algún pajarito?

—Estamos jugando limpio, Dominick —aseguró Willis—, y créeme, no hubiéramos sacado a relucir nada de esto si no tuviéramos algo en qué apoyarnos. Así que o colaboras o te empapelamos; y te procesarán y tendrás unos antecedentes que te acompañarán el resto de tu vida. ¿Qué prefieres?

—¡Eso es coacción! —gritó Baum.

—¡Será coacción, pero es también un hecho! —respondió Willis.

—Les diré todo lo que sé —sentenció Di Fillippi.

Sabía muchas cosas, y las dijo.

Les dijo que el atraco estaba previsto para las ocho en punto del viernes por la noche, y que la víctima sería el propietario de una sastrería de la avenida Culver. La razón por la que el golpe se había planeado para esa noche y a esa hora en concreto era que el sastre, un hombre llamado John Mario Vicenzo, recogía ese día todo lo que había ganado durante la semana y se lo llevaba a su casa en una cajita metálica, que su mujer depositaría en el Banco Fiduciario a primera hora del sábado por la mañana. Daba la casualidad de que el Fiduciario era el único banco del barrio que estaba abierto hasta el sábado a mediodía. A los empleados de los bancos tampoco les gustaba tener que trabajar los fines de semana.

John Mario Vicenzo (o John el Sastre, como se le llamaba en la avenida Culver) tenía poco más de setenta años, y era un blanco idóneo. El botín sería enorme, explicaba Di Fillippi, dinero en cantidad para los que participaran, incluso si se tenía que dividir en tres partes. El plan consistía en entrar en la tienda a las ocho menos diez, justo antes de que bajara las persianas del escaparate. En su lugar, las bajaría La Bresca; luego cerraría la puerta principal mientras Calucci retenía a John el Sastre apuntándole con una pistola en el cuarto trasero. Allí le atarían y le dejarían en el suelo junto a la máquina de planchar, inmóvil e indefenso. Luego cogerían de la caja registradora el dinero que John había ido acumulando durante la semana; después había que largarse. Que dejasen a John el Sastre vivo o muerto dependía de que él estuviera dispuesto a colaborar.

Di Fillippi explicó que todo esto lo había oído una noche en una pizzería de South Third. La Bresca y Calucci estaban sentados en una mesa cercana a la suya sin darse cuenta de que hablaban demasiado alto. Al principio le molestó la idea de que dos italianos atracasen un establecimiento que era propiedad de otro italiano, pero luego pensó que tanto daba, y que eso no era asunto de su incumbencia. De lo único que estaba seguro era de que nunca se convertiría en un soplón. Pero eso fue antes de la pelea, y de la apuesta que le había dejado sin blanca. Desesperado por la falta de dinero, recordó lo que había oído en aquella conversación y decidió que debía intentar meterse en el asunto.

Creyó que no opondrían demasiada resistencia, porque el botín, después de todo, era muy grande, y pensó que estarían dispuestos a compartirlo.

—¿Cuánto dinero hay en juego? —preguntó Willis.

—Bueno —contestó Di Fillippi poniendo los ojos en blanco—, por lo menos hay cuatrocientos pavos en juego, o quizá más.