Capítulo I

Capítulo I

¡Demonios, vaya semana!

Catorce atracos, tres violaciones, un navajazo en Culver Avenue, treinta y seis robos de lo más variado, y estaban pintando la comisaría.

Claro que era necesario pintar la comisaría.

El detective Meyer Meyer hubiera sido el primero en admitir que la comisaría necesitaba urgentemente una mano de pintura. Pero le parecía absurdo ponerse a pintar en la ciudad con aquel tiempo, a primeros de marzo, cuando todo tiene un aspecto lamentable y triste, frío y deprimente; cuando se debe intentar tener las ventanas bien cerradas porque nunca te llega el maldito calor de los radiadores y el resultado es tener el tufo de la trementina pegado a las narices durante todo el día. Y eso sin hablar de los dos pintores, yendo y viniendo arriba y abajo. Seguro que no habrían hecho tanto estropicio para pintar la Capilla Sixtina.

—Usted perdone —interrumpió uno de los pintores—. ¿Podría retirar eso?

—¿Retirar qué? —preguntó Meyer.

—Eso de ahí.

—Da la casualidad —contestó Meyer, a punto de perder la paciencia— de que eso es nuestro maldito archivo. Y sucede que eso contiene los informes de todos los criminales y alborotadores del distrito, y, mire usted por donde, eso es de un valor inapreciable para los que nos ganamos la vida duramente trabajando como detectives en esta brigada.

—¡Caramba! —murmuró un pintor.

—Pero ¿lo va a retirar o no? —preguntó el otro.

—¡Retírenlo ustedes! —contestó Meyer—. ¡Ustedes son los pintores y ustedes lo moverán!

—¡No nos pagan para trasladar las cosas de sitio! —exclamó el primer pintor.

—Nos pagan para pintar —añadió el segundo.

—A mí tampoco me pagan para trasladar cosas —afirmó Meyer—. Me pagan para que haga de detective.

—Muy bien. No lo retire —dijo el primer pintor—, pero quedará lleno de pintura verde.

—Cúbralo con una sábana —sugirió Meyer.

—Hemos cubierto aquellos escritorios —replicó el segundo pintor—. Ya no tenemos más sábanas.

—¿Por qué siempre me veo envuelto en situaciones de vaudeville? —se preguntó Meyer.

—¿Qué dice? —masculló el primer pintor.

—Se está haciendo el listo —advirtió el segundo.

—Lo que está claro es que no pienso cambiar ese archivo de sitio —exclamó Meyer—. En realidad no pienso mover nada. Son ustedes unos chapuceros, y cuando se hayan ido, no habrá quien se aclare con el desorden en esta maldita comisaría.

—Hacemos a fondo nuestro trabajo —replicó el primer pintor.

—Además, fueron ustedes quienes nos llamaron —exclamó el segundo—. ¿O es que piensa que no tenemos nada mejor que hacer que husmear por aquí? ¿De verdad cree que es un trabajo interesante? Por si le interesa saberlo: éste es un trabajo odioso.

—¡No me diga! —exclamó Meyer.

—Exacto, odioso —afirmó el segundo pintor.

—Odioso, de verdad —añadió el primero.

—¿De verdad cree que nos gusta pintar todo de color verde manzana? El techo verde manzana, las paredes verde manzana, las escaleras verde manzana; es un trabajo interesante, desde luego.

—Tuvimos un trabajo interesante la semana pasada, en el mercado al aire libre de Council Street; aquello sí que valía la pena.

—Lo mejor que hemos hecho —añadió el segundo pintor—. Cada puesto era de un color pastel diferente. Sabe a qué puestos me refiero, ¿verdad? Bueno, pues cada uno tenía su color; eso sí que fue divertido.

—¡Pero esto no hay quien lo aguante! —exclamó el primer pintor.

—Es tan aburrido que no hay quien lo aguante —asintió el segundo.

—Es inútil. No pienso cambiar el archivo de sitio —replicó Meyer al tiempo que sonaba el teléfono—. Brigada 87. Aquí el detective Meyer —dijo por el auricular.

—¿Es Meyer Meyer en persona? —preguntó la voz desde el otro lado.

—¿Quién es? —quiso saber Meyer.

—Primero dígame si estoy hablando con Meyer Meyer en persona.

—Yo soy Meyer Meyer.

—Oh, Dios mío. Creo que me voy a desmayar.

—Oiga. Quién…

—Soy Sam Grossman.

—Hola, Sam. ¿Qué…?

—No puedes imaginarte la emoción que siento al hablar con alguien tan famoso —confesó Grossman.

—No me digas…

—Lo que oyes.

—Bien, ¿de qué se trata? No caigo.

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—No, no lo sé. ¿Qué es lo que debería saber? —preguntó Meyer.

—Seguro que acabarás por enterarte —contestó Grossman.

—Oye, si hay algo que detesto es el misterio —dijo Meyer—, así que dime de qué estás hablando y me ahorrarás un montón de problemas.

—¡Ajá! —asintió Grossman.

—¡Sólo me faltabas tú! —exclamó Meyer lanzando un suspiro.

—En realidad, te llamo por lo de la chaqueta deportiva de hombre, talla treinta y ocho, a cuadros rojos y azules, fabricada en Tom’s Town & Country; tengo el resultado del análisis que pedisteis de una mancha sospechosa en la solapa izquierda. ¿Sabes de qué estoy hablando?

—Yo pedí esa prueba —contestó Meyer.

—¿Tienes un lápiz a mano?

—¡Desembucha!

—No es sangre, ni tampoco semen. Parece una vulgar mancha de comida, grasa o aceite. ¿Quieres que la clasifiquemos?

—No, no será necesario.

—¿Pensáis en una violación?

—Esta semana hemos tenido tres docenas de presuntas violaciones. También tenemos pintores.

—¿Qué tenéis?

—Olvídalo. ¿Algo más?

—Es todo. Ha sido un placer hablar contigo, Mi Meyer Meyer. No tienes ni idea de la emoción que siento.

—Oye, ¿qué demonios…? —preguntó Meyer.

Pero Grossman ya había colgado. Meyer permaneció un momento mirando extrañado el auricular que tenía en la mano y después colgó Advirtió que había manchas de color verde manzana en el plástico negro del teléfono. «¡Pintores del diablo!», murmuró entre dientes y uno de ellos preguntó:

—¿Qué dice?

—Nada.

—Creía que había dicho algo.

—Pero vamos a ver, ¿de qué sección se han descolgado dos tipos como ustedes? —preguntó Meyer.

—De Obras Públicas —respondió el primer pintor.

—Conservación y Reformas —añadió el segundo.

—¿Y por qué no pintaron estas malditas paredes el verano pasado, en lugar de hacerlo ahora, cuando las ventanas están cerradas?

—¿Y qué? ¿Qué pasa?

—¡Que huele mal! Eso es lo que pasa —exclamó Meyer.

—Ya olía mal antes de que entrásemos nosotros —replicó el primer pintor, y que tal vez era cierto.

Meyer olfateó el aire con desdén y se volvió de espaldas a los dos hombres buscando el archivo que contenía los informes de la semana anterior, que parecía haberse esfumado como por arte de magia.

Si había algo que Meyer no podía soportar (y había muchas cosas), era el caos. El estado de la comisaría era de caos total y absoluto. Escaleras, sábanas, periódicos, botes de pintura abiertos, botes cerrados, pinceles sucios, pinceles limpios, latas de trementina y demás objetos hediondos. Astillas de madera para hacer las mezclas, muestras de colores (con las más variadas y encantadoras gamas del verde manzana), rodillos, cubetas, cintas adhesivas y guardapolvos. Todo sembrado de sábanas sucias tiradas, extendidas o, colgadas aquí y allá, en peligroso equilibrio sobre escritorios, archivos, suelos, paredes, ventanas, refrigeradores de agua o cualquier objeto inanimado. (Ayer, los pintores por poco cubren con una sábana el cuerpo inerte del detective Andy Parker que dormía, como siempre, en una silla giratoria, detrás de su escritorio, con los pies apoyados sobre un cajón abierto). Meyer permanecía en medio de aquel desorden como un monumento erigido a la paciencia que parecía personificar. Era un hombre robusto y calvo, de ojos azules, a quien acababan de embadurnar (y aunque ni siquiera se había percatado) con pintura verde manzana. Había una mueca de disgusto en su cara; con los hombros hundidos a causa de la fatiga, parecía desorientado y confuso. ¡Y sin saber dónde demonios estaba cada cosa! «¡Es el Caos!», pensaba, cuando el teléfono sonó de nuevo.

El escritorio más próximo a Meyer era el de Carella, así que trató de encontrar el teléfono a tientas bajo la sábana. Al fin, salió con una gran mancha de color verde manzana en una manga, atravesó la habitación llevando el teléfono hasta su escritorio y levantó el auricular entre juramentos.

—Brigada 87. Aquí el detective Meyer —dijo.

—El concejal Cowper, de parques y jardines, será asesinado mañana por la noche si no recibo cinco mil dólares antes de mediodía —anunció una voz masculina—. ¡Volveré a llamar!

—¿Qué? —exclamó Meyer.

Habían colgado.

Consultó su reloj. Eran las 4.15 de la tarde.

A las cuatro y media de la tarde, cuando el detective Steve Carella acababa de entrar en comisaría, el teniente Byrnes le pidió que pasase un momento por su despacho. Allí estaba, sentado detrás de su escritorio, en una habitación con dos ventanas, fumándose un cigarro y dándoselas de jefe (que por algo lo era). Vestía un traje gris a rayas, de un tono más oscuro que su pelo, cortado al rape, y una corbata que combinaba el negro y el oro, sobre una camisa blanca (con un puño de color verde manzana). En su mano derecha brillaba un anillo con la insignia de una universidad, tocado con una piedra color teja; el de la izquierda, evidenciaba que era casado. Preguntó a Carella si quería una taza de café, que el otro aceptó. Después, Byrnes pulsó el botón de la oficina de empleados para que Miscolo trajera otra taza y pidió a Meyer que informara al recién llegado, sobre la llamada telefónica. Meyer tardó diez segundos en repetir el contenido de la conversación.

—¿Es todo? —preguntó Carella.

—No hay nada más.

—Mmmm.

—¿Qué piensas, Steve? —preguntó Byrnes.

Carella se había sentado en el borde del escritorio rayado de Byrnes. Era un hombre alto y delgado que en ese momento vestía como un vagabundo, pues tan pronto como anocheciera se lanzaría, oliendo a vino, en busca de un callejón o de un portal donde sentarse a esperar que alguien intentase carbonizarle. Dos semanas atrás unos jóvenes quisieron divertirse quemando a un vagabundo de verdad, y la semana anterior, otro pobre infeliz había alimentado una segunda hoguera, esta vez con resultado funesto. De modo que Carella se pasaba las noches sentado en portales de toda clase, simulando estar borracho, a la espera de pirómanos. Hacía tres días que no se afeitaba. La barba incipiente de su mandíbula era del mismo tono castaño que su pelo pero muy desigual y poco poblada, lo que daba a su cara el aspecto de algo inacabado, como trazada por un artista atolondrado e inexperto. También sus ojos eran castaños (y él aseguraba que penetrantes), aunque ahora parecían envejecidos y apagados para no desentonar con la barba crecida y con las capas de suciedad que había dejado acumular en su frente y sus mejillas. El caballete de su nariz estaba surcado por un falso corte en el que el colodión y el tinte vegetal, hábilmente aplicados, simulaban sangre coagulada, pus e infección. Daba la impresión de albergar algún que otro piojo. Byrnes se rascó un poco y esto provocó que todos los que estaban en la habitación se rascaran también. Carella se sonó la nariz antes de responder a la pregunta del teniente. Y el pañuelo que sacó del bolsillo de sus mugrientos pantalones daba la impresión de haber sido pescado en una alcantarilla de los alrededores. Volvió a sonarse la nariz («Esto sucede por llevar una imitación demasiado lejos», pensó Meyer), guardó de nuevo el pañuelo en el bolsillo y entonces preguntó:

—¿Quería hablar con alguien en particular?

—No, pero sólo habló cuando yo le dije quién era.

—Podría ser un chiflado —sugirió Carella.

—Podría ser.

—¿Y por qué nosotros? —preguntó Byrnes.

Era una buena pregunta. Suponiendo que no fuera un chiflado y que de verdad quisiera matar al concejal si no le daban cinco mil dólares al mediodía siguiente, ¿por qué habría llamado a la Ochenta y Siete? Había muchas comisarías en aquella cochina ciudad y ninguna (de eso podía estar seguro) a medio pintar en la primera semana de marzo, y todas disponían de detectives no menos infatigables y decididos que aquel puñado de valientes, reunidos para tomar sus cafés de la tarde mientras las horas pasaban. Cualquiera conocía tanto al concejal de parques y jardines como aquellos guardianes del orden… ¿Por qué llamar, entonces, a la Ochenta y Siete?

Una buena pregunta que como todas las buenas preguntas no fue contestada inmediatamente. Miscolo entró con una taza de café, preguntó a Carella cuándo pensaba bañarse y volvió a sus deberes de oficina. Carella cogió la taza con sus manos mugrientas, se la acercó a los labios llenos de grietas y despellejados, sorbió el café y preguntó:

—¿Alguna vez hemos tenido que ver con Cowper?

—¿Qué quieres decir?

—No sé. Una misión especial o algo parecido…

—No, que yo sepa —contestó Byrnes—. Sólo recuerdo aquella ocasión en que habló para lo de la PBA, pero allí estábamos todos los polis de la ciudad.

—Entonces, será un chiflado —dijo Carella.

—Podría ser —repitió Meyer.

—¿Era la voz de un chico? —preguntó Carella.

—No. Parecía un hombre hecho y derecho.

—¿Dijo cuándo volvería a llamar?

—«Volveré a llamar», eso fue todo lo que dijo.

—¿Dijo dónde o cuándo había que entregar el dinero?

—No.

—¿Ni siquiera cómo podríamos conseguirlo?

—Tampoco.

—A lo mejor espera que hagamos una colecta —exclamó Carella.

—Cinco de los grandes son sólo quinientos cincuenta dólares menos de lo que gano en un año —dijo Meyer.

—Claro, pero seguro que está enterado de lo generosos que somos las fieras de la Ochenta y Siete.

—Confieso que parece un chiflado —apuntó Meyer—. Pero dijo algo que no me gustó.

—¿Qué fue?

—Asesinado. No me gusta, Steve. Esa palabra me asusta.

—Bueno —exclamó Carella—. ¿Por qué no esperamos que vuelva a llamar? ¿De acuerdo? ¿Quién hace el relevo?

—Kling y Hawes empiezan a las cinco.

—¿Contáis con alguien más? —preguntó Byrnes.

—Con Willis y Brown; esperan su relevo.

—¿De qué caso?

—El de aquellos ladrones de coches. Están escondidos entre Culver y Second.

—¿Crees que es un chiflado, Meyer?

—Podría serlo. Ya veremos.

—¿Llamamos a Cowper?

—¿Para qué? —replicó Carella—. Puede que no sea nada. No hay por qué alarmarle.

—Muy bien —asintió Byrnes. Consultó la hora, se incorporó y avanzó hacia el perchero que había en el rincón de la habitación para ponerse el abrigo—. Le prometí a Harriet que iríamos de compras. Las tiendas, esta noche, cierran tarde. Si alguien me necesita, estaré en casa a eso de las nueve. ¿Quién habrá al teléfono?

—Kling.

—Dile que volveré a casa a eso de las nueve.

—De acuerdo.

—Espero que no sea un chiflado —comentó Byrnes cuando salían del despacho.

Carella sorbía su café sentado en el borde del escritorio. Parecía muy cansado.

—Oye, ¿qué se siente cuando se es famoso? —preguntó a Meyer.

—¿Qué dices?

Carella alzó los ojos.

—No me digas que aún no te has enterado.

—¿De qué no me he enterado?

—De lo del libro.

—¿Qué libro?

—Alguien ha escrito un libro.

—¿Y qué?

—Se titula Meyer Meyer.

—¿Cómo?

—Sí, Meyer Meyer. Hay una reseña en el periódico de hoy.

—¿Quién? ¿Qué dices? ¿Seguro que es Meyer Meyer?

—La reseña es muy elogiosa.

—¿Meyer Meyer? —exclamó Meyer—. Pero ése es mi nombre.

—Claro.

—¡Un escritor no puede hacer eso!

—Escritora. Es una mujer.

—¿Quién?

—Se llama Helen Hudson.

—¡No puede hacer eso!

—Pues lo ha hecho.

—Bien, pero no tiene ningún derecho. Soy una persona; no se puede poner el nombre de una persona en un libro, así; sin más.

Frunció el ceño y miró a Carella con desconfianza.

—¿Me estás tomando el pelo?

—No. Es la pura verdad.

—No será un poli ese tipo, ¿verdad?

—No. Creo que es un profesor.

—¡Dios mío! ¡Un profesor!

—De universidad.

—¡No puede hacer eso! —repitió Meyer—. ¿Es calvo?

—No lo sé. La reseña dice que es bajo y rechoncho.

—¡Bajo y rechoncho! ¡No puede poner mi nombre a un tipo bajo y rechoncho! ¡La demandaré!

—Haz lo que quieras —dijo Carella.

—Crees que no lo haré, ¿eh? ¿Quién ha publicado ese maldito libro?

—Dutton.

—Muy bien —exclamó Meyer sacando un bloc de la chaqueta. Escribió con rapidez en una hoja en blanco y lo cerró de golpe; pero se le cayó al suelo mientras lo metía en el bolsillo, así que se agachó y lo recogió entre juramentos. Luego, lanzando una mirada lastimera a Carella, dijo—: Después de todo, yo nací primero.

A las once menos diez de aquella noche llamaron, por segunda vez. Antes de abandonar la comisaría, Meyer había informado de la llamada anterior a Bert Kling, el detective que por estar de guardia respondió al teléfono.

—Brigada 87 —dijo—, Kling al habla.

—Sin duda, habrán decidido que soy un chiflado —dijo la voz masculina—. Se equivocan.

—¿Quién es? —preguntó Kling, mientras indicaba a Hawes, con gestos, que localizara la línea.

—Les advierto que no se trata de una broma —afirmó el hombre—. El concejal Cowper, de parques y jardines, será asesinado, mañana por la noche, si no recibo cinco mil dólares antes de mediodía. ¿Tiene un lápiz a mano? Así es cómo quiero que se haga.

—Oiga, ¿por qué nos lo dice a nosotros? —preguntó Kling.

—Por razones sentimentales —contestó el hombre.

Kling habría jurado que alguien estaba sonriendo al otro lado del teléfono.

—¿Está preparado? —preguntó el hombre.

—¿Y de dónde espera que saquemos los cinco mil dólares?

—Eso es asunto suyo —dijo el hombre—. El mío es matar a Cowper si ustedes fallan. ¿Le interesan los detalles?

—¡Adelante! —exclamó Kling mirando en dirección a Hawes, que estaba encorvado sobre el otro teléfono.

Hawes asintió con la cabeza.

—Quiero el dinero en billetes pequeños. ¿Debo advertirles también que no los marquen?

—Oiga, ¿sabe lo que es la extorsión? —preguntó Kling a bocajarro.

—Lo sé muy bien —contestó el hombre—; pero no intente alargar esta conversión. Voy a colgar mucho antes de que puedan localizarme.

—¿Sabe cómo se castiga la extorsión? —preguntó Kling.

Pero el hombre había colgado.

—¡Hijo de perra! —exclamó Kling.

—Volverá a llamar y entonces estaremos preparados —dijo Hawes.

—¿Y si le localizáramos con el equipo automático?

—Podemos intentarlo.

—¿Qué demonios ha dicho?

—Ha dicho «por razones sentimentales».

—Eso me ha parecido. ¿Y qué debe querer decir?

—¡Yo qué sé! —exclamó Hawes y volvió a su escritorio sobre el que había extendido una servilleta de papel encima de la sábana y donde había estado tomando el té en un vaso de cartón y comiendo queso danés hasta que le interrumpió la llamada.

Era un hombre corpulento, de casi dos metros de altura y noventa kilos de peso; cinco más de lo adecuado para él. Tenía los ojos azules y sus mandíbulas formaban un ángulo recto con la barbilla hendida. Era pelirrojo, pero en una zona de la sien izquierda donde había recibido un navajazo, una vez cicatrizada la herida, curiosamente, le habían crecido canas. Tenía una nariz recta y afilada, y una boca grande de labio inferior muy ancho. Tomando el té y engullendo queso parecía un fornido Capitán Ahab capturado, sin saber cómo, en una oficina del servicio civil. La culata de una pistola se perfilaba bajo la chaqueta cada vez que se inclinaba sobre la servilleta para dejar caer las migas del queso danés. La pistola, a la medida de su dueño, era de las grandes; una Smith & Wesson 357 Magnum de un kilo y medio de peso, capaz de abrir un agujero del tamaño de una pelota de béisbol en la cabeza de cualquiera que tuviese la ocurrencia de molestar a Cotton Hawes en una noche de luna llena.

Estaba hincando el diente al queso danés cuando el teléfono sonó de nuevo.

—Brigada 87. Kling al habla.

—La pena por extorsión —dijo la voz— es un período de cárcel no superior a quince años. ¿Algo más?

—Escuche… —empezó Kling.

—¡Escúcheme usted! —interrumpió el hombre—. Quiero cinco mil dólares en billetes pequeños y sin marcar; los quiero dentro de una fiambrera y quiero que dejen la fiambrera en el parque Grover, en el tercer banco del sendero de Clinton Street. Volveré a llamar —dijo, y colgó.

—Me parece que éste habla a rachas —comentó Kling a Hawes.

—¡Qué le vamos hacer! ¿Llamamos a Pete?

—No. Mejor esperar a que nos cuente el final de la película —suspiró Kling, volviendo al informe que le aguardaba en la máquina de escribir.

El teléfono no volvió a sonar hasta las once y veinte. Kling reconoció la voz del hombre cuando levantó el auricular.

—Repito —dijo la voz—. Quiero que dejen la fiambrera en el parque Grover, en el tercer banco del sendero de Clinton Street. Si veo que vigilan el banco o que su hombre no está solo, no recogeré la fiambrera y mataré al concejal.

—¿Y quiere que dejemos cinco de los grandes en un banco del parque? —preguntó Kling.

—Eso es —dijo el hombre; y colgó.

—¿Crees que ya lo ha dicho todo? —preguntó Kling a Hawes—. Démosle de plazo hasta medianoche —dijo mirando el reloj de la pared—. Si no vuelve a llamar avisaremos a Pete.

—De acuerdo —asintió Kling.

Volvió de nuevo a teclear en la máquina. Escribía encorvado y utilizando seis dedos, con un método único e inconfundible. Su velocidad estaba en relación con el número de errores que cometía y que él borraba o tachaba a su antojo. Detestaba todo el papeleo del oficio y se preguntaba cómo alguien podía querer que dejasen una fiambrera en un banco de un parque, donde cualquiera podía llevársela. Maldecía la máquina decrépita que le habían proporcionado y se preguntaba si era posible mayor descaro que pedir cinco mil dólares por no cometer un asesinato. Trabajaba con el ceño fruncido y, como era el detective más joven de la brigada, aún lucía una cara relativamente a salvo de las tensiones del oficio; sólo tenía una profunda arruga en la frente y se debía a una mueca de disgusto. Era rubio y medía un metro ochenta de estatura. Tenía los ojos color avellana y una mirada afable. Llevaba un jersey amarillo, sin mangas y una chaqueta deportiva, también color avellana, que ahora cubría el respaldo de su silla. El Colt 38 «Guardián del Detective», que normalmente llevaba sujeto al cinturón, estaba enfundado en el primer cajón de su escritorio.

Recibió siete llamadas en la media hora siguiente pero ninguna del hombre que había amenazado con asesinar a Cowper. Estaba, acabando el informe, una lista rutinaria de interrogatorios sobre el asalto de Ainsley Avenue, cuando el teléfono volvió a sonar. Alargó la mano mecánicamente hacia el auricular. Automáticamente Hawes intentó localizar la llamada.

—Esta es la última llamada de hoy —afirmó la voz—. Quiero el dinero antes de mañana al mediodía. No estoy solo, así que no traten de detener al hombre que la recoja o el concejal será asesinado. Si la fiambrera está vacía o contiene pedazos de papel, billetes falsos o marcados o si por cualquier otra razón o circunstancia el dinero no está en el banco antes del mediodía de mañana, el plan de matar al concejal se hará efectivo. Si quiere hacer alguna pregunta, hágalo ahora.

—¿De verdad espera que le entreguemos cinco mil dólares en una bandeja de plata?

—No, en una fiambrera —contestó el hombre, y Kling volvió a tener la sensación de que sonreía.

—Tendré que hablarlo con el teniente —dijo Kling.

—Claro, y él tendrá que hablarlo con el concejal —contestó el hombre.

—¿Hay algún modo de que podamos comunicarnos? —preguntó Kling arriesgando la jugada, pensando que quizá revelase, automáticamente y sin pensarlo, su número de teléfono o su dirección.

—Tendrá que hablar más alto —exclamó el hombre—; soy un poco duro de oído.

—Le digo si hay algún modo de…

Pero el hombre colgó.

Esta cochina ciudad puede intimidarte sólo por su tamaño, pero cuando se alía con el mal tiempo, puede hacer que uno prefiera estar muerto. Cotton Hawes hubiera deseado estar muerto aquel martes cinco de marzo. La temperatura registrada en la avenida del parque Grover a las siete de la mañana era de doce grados bajo cero y, a las nueve, cuando empezó a caminar por el sendero de Clinton Street, había subido sólo dos grados y marcaba un gélido diez bajo cero. Soplaba un recio ventarrón de River Harb en dirección norte, sin que nada pudiera pararlo, y se adentraba por el callejón norte-sur que conducía directamente al sendero. Tenía la cabeza descubierta, de modo que cada golpe de viento agitaba sus cabellos pelirrojos; sentía cómo se le pegaban los faldones del abrigo detrás de las piernas. Llevaba guantes y una fiambrera de color negro en la mano izquierda. El tercer botón del abrigo lo llevaba desabrochado a la altura del pecho, detrás de la solapa, donde la culata de la Magnum esperaba el gesto rápido de la mano derecha, ayudada por un resorte.

La fiambrera estaba vacía.

La noche anterior habían despertado al teniente Byrnes a las doce menos cinco para infórmale de las sucesivas conversaciones con el hombre al que ahora llamaba «el Chalado». El teniente dejó oír unos cuantos gruñidos por el teléfono y contestó rápidamente:

—Voy ahora mismo.

Preguntó la hora y, cuando le respondieron que era casi medianoche, gruñó de nuevo y colgó.

Cuando llegó a comisaría le dieron todos los detalles, así que decidió llamar al concejal de parques y jardines para advertirle del peligro que corría su vida y para tratar las medidas necesarias. Cuando sonó el teléfono, el concejal miró la hora en el despertador. Inmediatamente hizo saber al teniente Byrnes que era ya las doce y media de la noche y le sugirió esperar hasta la mañana siguiente. Byrnes carraspeó y dijo:

—Bueno, alguien dice que quiere matarle.

El concejal a su vez se aclaró la garganta y respondió:

—Bueno, ¿y por qué no me lo ha dicho antes?

Era una idea ridícula.

El concejal nunca había oído nada tan ridículo; aquel individuo debía de estar loco de remate si pensaba que le darían cinco mil dólares por unas llamadas telefónicas. Byrnes estuvo de acuerdo en que la idea era ridícula, pero, a pesar de todo, la mayoría de los crímenes de la ciudad eran cometidos a diario por personas lunáticas y sin escrúpulos, algunas de las cuales estaban locas de remate; pero la salud mental no era condición indispensable para el éxito de un crimen.

La idea era absurda.

El concejal nunca había oído nada más absurdo, ni siquiera podía entender por qué le molestaban a causa de las fanfarronadas de un chiflado, ni por qué no se olvidaban del asunto.

—Bueno —replicó Byrnes—; no quisiera parecer un poli de la televisión, señor, y también desearía olvidarme del asunto, como usted aconseja, pero existe la posibilidad de que quieran asesinarle realmente, y yo no puedo ignorar, en conciencia, esa posibilidad sin tratarlo antes con usted.

—¡Bien! ¡Ya lo hemos tratado! —exclamó el concejal— y le pido que lo olvide.

—Señor —dijo Byrnes—, quisiéramos detener al hombre que recoja la fiambrera y proporcionarle a usted protección oficial mañana por la noche. ¿Tenía pensado salir de casa mañana por la noche?

El concejal de parques y jardines le contestó que hiciera lo posible por detener al hombre de la fiambrera y que, a la noche siguiente, estaba invitado por el alcalde al concierto de La Heroica de Beethoven a cargo de la Filarmónica, en una sala de música y teatro abierta recientemente cerca de Remington Circle y que no quería ni necesitaba protección alguna.

—Muy bien, señor —contestó Byrnes—. Veremos qué sucede con la fiambrera. Volveremos a llamarle.

—Sí, vuelva a llamarme —exclamó el concejal—, pero no a medianoche, claro —y colgó.

Eran las cinco de la mañana del martes y aún era de noche cuando los detectives Hal Willis y Arthur Brown tomaban un café cargado en la silenciosa comisaría. Ambos se pusieron el equipo de mal tiempo que habían cogido de una furgoneta de emergencia, se ajustaron las pistoleras y partieron hacia la tundra del ártico para iniciar su solitaria vigilancia en el tercer banco del parque Gover, en el sendero de Clinton Street. Como la mayoría de los senderos del parque serpenteaban de norte a sur y tenían una entrada en cada uno de los extremos, pensaron, por un momento, que podría haber alguna confusión con Clinton Street. Pero bastó mirar un mapa del distrito para ver que aquel sendero sólo tenía una entrada y que empezaba en la avenida Grover, adyacente al parque, y de allí seguía para acabar en el quiosco de música cercano al lago. Willis y Brown escogieron un promontorio de piedra para vigilar el banco en cuestión escondidos tras un grupo de olmos sin hojas que había al margen del sendero. Hacía mucho frío. Desde luego no esperaban acción hasta que Hawes dejara la fiambrera en el lugar preciso. Como no hubieran podido ocupar sus puestos después de ese momento, Byrnes tuvo la brillante idea de enviarles antes, a fin de que pudieran pasar inadvertidos para cualquiera que pudiese estar vigilando el banco. Hacían gimnasia con los brazos, daban patadas en el suelo y con las palmas de las manos se frotaban las caras, insensibles a causa del frío. Estaban preocupados por la aparición repentina de los primeros síntomas de congelación en las horas crudas de la madrugada. No habían pasado tanto frío en su vida.

Aunque no estaba congelado, Cotton Hawes sintió casi el mismo frío cuando entró en el parque a las nueve de aquella mañana. Se cruzó con dos personas antes de llegar al banco: la primera, un anciano con gabán negro que se dirigía apresuradamente hacia la entrada del metro en Grover Avenue. La segunda, una joven con abrigo de visón, debajo del cual asomaba un largo camisón de nylon que se agitaba violentamente a la altura de los tobillos. Caminaba junto a un caniche blanco, abrigado con chaleco de lana roja y cuando Hawes pasó con la fiambrera sonrió.

No había nadie en el tercer banco.

Hawes dio una rápida ojeada a su alrededor; después recorrió con los ojos el parque de un lado a otro hasta ver la hilera de edificios de Grover Avenue. Miles de cristaleras reflejaban el primer sol de la mañana. Detrás de cualquier ventana podía haber un hombre que con unos prismáticos lograra una buena perspectiva del banco. Colocó la fiambrera al borde del mismo, después la puso en el lado contrario y finalmente se encogió de hombros y decidió ponerla en el centro. Volvió a mirar a su alrededor con la sensación de estar haciendo el imbécil y minutos después salió del parque camino de la oficina.

El detective Bert Kling estaba sentado ante su escritorio, controlando la escucha del transmisor que Hal Willis tenía en el parque.

—¿Qué tal va por ahí? —preguntó Kling.

—¡Tenemos el culo congelado! —respondió Willis.

—¿Alguna novedad?

—¿De verdad crees que hay alguien tan loco como para salir a la calle con este frío?

—¡Animo! —exclamó Kling—. He oído que el jefe os enviará de vacaciones a Jamaica cuando acabe esto.

—Sí, o al cementerio —dijo Willis—. ¡Un momento!

En la comisaría se hizo el silencio. Hawes y Kling esperaron. Por fin, la voz de Willis irrumpió en el altavoz de Kling.

—Nada. Era un niño —anunció Willis—. Se ha parado en el banco para ver qué había en la fiambrera, pero la ha dejado tal y como estaba.

—Quedaos donde estáis.

—¡Que remedio! —interrumpió la voz de Brown—; estamos pegados al hielo de esta maldita piedra.

Ahora había gente en el parque.

Se aventuraban por las cochinas calles después de pensárselo dos veces, prevenidos por la radio y la televisión, pero advertidos, sobre todo, por los termómetros a la intemperie, por el silbido del viento que se agitaba en los aleros de las casas viejas y, por el impacto helado de las ráfagas que mordían cualquier mano exploradora en el tiempo que se tarda en volver a cerrar la ventana de golpe. La gente se vestía ignorando los dictados de la moda; los hombres llevaban orejeras y gruesas bufandas; las mujeres se escondían bajo varias capas de suéteres, botas de piel y bufandas de lana para proteger cabezas y orejas; se adentraban por el parque a paso ligero, sin fijarse apenas en el banco y en la negra fiambrera que había en el centro. La proverbial indiferencia de la ciudad aumentaba, ya que los ciudadanos se mostraban más distantes que nunca. Se cruzaban sin levantar siquiera la vista y, aislados, desafiaban al frío como si cada uno protegiese una flor de su propiedad. Hablar les podía hacer más vulnerables; abrir la boca podía significar la pérdida de todo el calor que habían logrado acumular. La compasión mutua tampoco habría contribuido a disminuir el viento que trataba de hacerles caer al suelo con el mismo latigazo que venía del río y que hacía que los periódicos volaran por los aires y los sombreros rodaran hasta llegar a los desagües. Aquella mañana de marzo, nadie podía permitirse el lujo de hablar.

En el parque, Willis y Brown vigilaban el banco en silencio.

Los pintores estaban de lo más charlatanes.

—¿Qué se traen entre manos? ¿Es algo muy arriesgado? —preguntó el primer pintor.

—¿Para eso utilizan el transmisor? —quiso saber el segundo.

—¿Es que van a atracar un banco?

—¿Por eso escuchan esa cosa?

—¿Por qué no se callan? —preguntó Kling en tono halagüeño.

Los pintores seguían en lo alto de sus escaleras sin otra preocupación aparente que la de embadurnarlo todo con color verde manzana.

—Una vez pintamos la oficina del fiscal del distrito —dijo el primer pintor.

—Estaban interrogando al niño que apuñaló cuarenta y siete veces a su madre.

—¡Cuarenta y siete veces!

—En el ombligo, en la cabeza, en los pechos, en todas partes.

—Con un punzón para el hielo.

—¡Ese sí que era culpable!

—Dijo que lo había hecho para salvarla de los marcianos.

—¡Menudo bicho!

—¡Cuarenta y siete puñaladas!

—¿De este modo pensaba salvarla de los marcianos? —preguntó súbitamente el segundo pintor.

—Quizá no le gustan las mujeres con tantos agujeros —respondió el primero soltando una carcajada. El segundo pintor se le unió con otra risotada. Allí estaban los dos, haciendo equilibrios en sus escaleras, muertos de risa. En sus manos bailaban las brochas que goteaban pintura sobre los periódicos esparcidos en el suelo de la comisaría.

El hombre entró en el parque a las diez de la mañana.

Tendría alrededor de veintisiete años y una cara pequeña aterida de frío. Mantenía los labios herméticamente cerrados a causa del viento y le lloraban los ojos. Llevaba una chaqueta de conductor, color beige, con las solapas levantadas hasta el cuello y abotonada en torno a una bufanda verde de lana. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y llevaba unos pantalones de pana cruzada y unas botas altas de color tierra. Llegó al sendero de Clinton Street de un salto y sin mirar a derecha ni izquierda, avanzó con decisión hasta el tercer banco del sendero. Cogió la fiambrera, se la puso bajo el brazo y volvió a meter la mano en el bolsillo. De pronto, hizo un giro brusco y estaba a punto de salir del parque, cuando oyó una voz a su espalda:

—¡Quédate donde estás, chico!

Se dio la vuelta y vio un negrazo vestido con lo que parecía un mono azul de astronauta. El negro sostenía una pistola enorme con la mano derecha y en la izquierda mantenía abierta una cartera con un escudo dorado y azul.

—¡Policía! —exclamó el negro—. Queremos hablar contigo.