Capítulo VII
Capítulo VII
A nadie le gusta trabajar en sábado.
Tiene algo de indecente, va contra la naturaleza humana. El sábado es el día que antecede al domingo y el más idóneo para dar una patada a las tensiones que se han ido acumulando de lunes a viernes. Con un buen día de marzo, horrible y tempestuoso, con un aire que anuncia nieve y la ciudad uniforme, estoica y solemne, como si estuviera esperando algo. Con un sábado tan encantador, qué mejor que encender un fuego en la chimenea de tu pisito, encender un cigarrillo y olvidarse del mundo. O si uno no tiene chimenea, qué mejor manera de pasar el sábado que atizarse, un buen trago de bourbon y buscar el consuelo de una rubia o de un libro, pasarse el día con La guerra y la paz o La perra voraz, e inventarse títulos; al fin y al cabo ¿no es cierto que Shakespeare hizo algunos de sus mejores chistes en sábado? Borracho, con una mujer y en la primera cama que encontraba.
El sábado es un día tranquilo. Uno puede distraerse pensando qué hará en su tiempo libre, puede quedarse pegado a las sábanas sin saber en qué emplear una libertad tan inesperada o puede deambular por el piso, en busca de alguna ocupación, viendo con tristeza que se le echa encima la noche más solitaria de la semana.
A nadie le gusta trabajar en sábado porque nadie trabaja ese día.
Sólo la policía.
Rutina, rutina y rutina; trabajo, trabajo y trabajo; conscientes de su deber, por el bien de la sociedad y de su dedicación al prójimo, los guardianes de la ley están siempre preparados para todo; suspicaces, rápidos y llenos de buenas intenciones.
Andy Parker se había quedado dormido en la silla giratoria que había detrás de su mesa.
—¿Dónde están los demás? —preguntó uno de los pintores.
—¿Qué? —exclamó Parker—. ¿Eh? —volvió a gruñir e incorporándose de golpe, lanzó una mirada feroz al pintor que se frotó la cara con la manaza y exclamó—: ¿Qué demonios le ocurre para ir asustando así a la gente?
—¡Nos vamos! —dijo el primer pintor.
—¡Ya hemos acabado! —añadió el segundo—. Hemos cargado todas nuestras cosas en el camión y queríamos despedirnos.
—¿Dónde están los demás?
—Reunidos en la oficina del teniente —respondió Parker.
—Bueno, entraremos un momento para despedirnos —dijo el primer pintor.
—Yo de ustedes no lo haría —advirtió Parker.
—¿Por qué no?
—Están hablando de un asesinato. No es muy prudente interrumpir cuando se está hablando de un asesinato.
—¿Ni siquiera para decir adiós?
—Díganme adiós a mí —dijo Parker.
—¡No es lo mismo! —exclamó el primer pintor.
—Entonces esperen a que salgan para despedirse. Deberían acabar antes de las doce. En realidad, tienen que acabar antes de las doce.
—Sí, pero nosotros ya hemos acabado —dijo el segundo pintor.
—Podrían buscar algo que no esté pintado —sugirió Parker—. Por ejemplo, no han pintado las máquinas de escribir, ni la botella del refrigerador del agua, ni nuestras pistolas. ¿Cómo han podido olvidarse de nuestras pistolas? Si en esta maldita comisaría no hay nada que no esté manchado de verde.
—Deberían darnos las gracias —dijo el primer pintor—. Hay quien no está dispuesto a trabajar en sábado, ni que le paguen el doble.
Los dos pintores se marcharon enfadadísimos, y Parker volvió a dormirse en la silla giratoria que había detrás de su mesa.
—Ya me diréis qué clase de brigada es ésta —dijo el teniente Byrnes—, cuando dos detectives con experiencia echan por tierra una vigilancia, uno por meter la pata y el otro por perderle de vista; un estupendo promedio para dos detectives veteranos.
—Me dijeron que el sospechoso no tenía coche —dijo Meyer—, y que había ido en tren la noche anterior.
—Es verdad, cogió el tren —dijo Kling.
—¿Cómo iba a saber que una mujer le estaría esperando con un coche? —dijo Meyer.
—El caso es que lo perdiste —dijo Byrnes—, lo cual me importaría un rábano si el tipo hubiera ido a su casa la noche anterior, pero O’Brien estaba de plantón ante la casa de La Bresca, en Riverhead y no apareció por allí; es decir, en este momento, no tenemos ni idea de dónde está, ¿vale? O sea, que no sabemos dónde para el principal sospechoso, el mismo día en que se supone van a matar al teniente de alcalde.
—La verdad —dijo Meyer—, no sabemos dónde está La Bresca.
—Porque perdisteis la pista.
—Me temo que sí, mi teniente.
—Bueno, ¿tienes algo que objetar a lo dicho, Meyer?
—Pues no. Le perdí la pista.
—¡Muy bien, te propondré para una medalla!
—¡Muy agradecido, mi teniente!
—Menos guasa, Meyer.
—Lo siento, mi teniente.
—No es para tomárselo a broma; no quiero que Scanlon termine con dos agujeros en la cabeza lo mismo que Cowper.
—No, mi teniente. Yo también preferiría evitarlo.
—¡Vale! Entonces, ¡por todos los demonios, a ver si aprendéis a seguir a la gente!
—Sí, mi teniente.
—Bueno, ¿y qué hay de ese otro tipo con quien dices que La Bresca estuvo hablando? ¿Cómo se llama?
—Calucci, mi teniente, Peter Calucci.
—¿Está fichado?
—Sí, mi teniente, anoche lo estuvimos mirando. Esto es lo que encontramos en la OIC.
Meyer dejó un sobre de papel Manila sobre la mesa de Byrnes, y retrocedió unos pasos para volver a ocupar su puesto junto a los demás detectives, alineados militarmente delante del escritorio. Nadie sonreía. El teniente estaba de un humor de perros, pues antes del mediodía alguien probablemente iba a tener que sacarse del bolsillo cincuenta mil dólares; además era muy posible que el teniente de alcalde no tardase en ir a ejercer sus funciones en el inmenso ayuntamiento celestial; así que nadie sonreía. El teniente abrió el sobre y sacó la fotocopia de una huella dactilar impresa en una tarjeta, le echó un vistazo y sacó después una fotocopia del historial de Calucci.
OFICINA DE IDENTIFICACIÓN CRIMINAL | |
---|---|
NOMBRE | Peter Vincent Calucci. |
N.º DE IDENTIFICACIÓN | P 421904. |
ALIAS | «Calooch» «Cooch» «Kook» |
RAZA | Blanca. |
DOMICILIO | Calle 91,336 South, Isola. |
FECHA DE NACIMIENTO | 2 de octubre, 1938 Edad 22 |
LUGAR DE NACIMIENTO | Isola. |
ALTURA | 5,9 pies |
PESO | 156 onzas |
PELO | Castaño |
OJOS | Castaños |
PIEL | Morena |
OFICIO | Peón de la construcción |
CICATRICES Y TATUAJES | Cicatriz por extirpación del apéndice. Sin tatuajes. |
ARRESTADO POR | Policía Henry Butler. |
N.º DE LA DIVISION | 63-R1-1605-1960 |
FECHA DE ARRESTO | 3/14/60 |
LUGAR | Calle 65,812 North, Isola |
CARGO | Robo a mano armada. |
DETALLES DEL CRIMEN | Calucci entró en la gasolinera de la calle 65, 812 North, cerca de medianoche, amenazando con disparar al empleado si no le abría la caja fuerte. El empleado dijo que no sabía la combinación. Calucci amartilló el revólver, y ya estaba a punto de disparar cuando entró el policía Butler, de la comisaría 63, y le detuvo. |
ANTECEDENTES | Ninguno. |
PROCESADO | En los Tribunales Penales, 15 de marzo de 1960. |
ACUSACION | Robo en primer grado. Código Penal 2125. |
SENTENCIA | Confesó su culpabilidad el 7/8/60. Condenado a diez años en la prisión de Castleview. |
Byrnes leyó la hoja y preguntó:
—¿Cuándo le soltaron?
—Era un tipo de cuidado. Pidió la libertad condicional después de cumplir un tercio de la condena. Se la negaron, y desde entonces la fue pidiendo año tras año. En total, estuvo siete entre rejas.
Byrnes volvió a mirar la hoja.
—¿Qué ha estado haciendo? —preguntó.
—Trabajaba en la construcción.
—¿Y cómo conoció a La Bresca?
—El oficial encargado de Calucci dice que el último sitio donde trabajó fue en la constructora Abco, y hemos comprobado que también La Bresca estuvo trabajando allí en aquella época.
—No recuerdo si el tal La Bresca está fichado.
—No, mi teniente.
—¿Sabéis si Calucci ha tenido algún problema desde que salió?
—Según el oficial encargado de su caso, no.
—Entonces, ¿quién es ese Dom que llamó a La Bresca el jueves por la noche?
—No tenemos ni idea.
—Porque La Bresca descubrió que le estabas siguiendo, ¿no es eso, Kling?
—Eso es, mi teniente.
—¿Brown está todavía a la escucha?
—Sí, mi teniente.
—¿Habéis echado mano de algún confidente?
—No, mi teniente. Todavía no.
—Y, ¿cuándo demonios os vais a decidir a hacer algo? Se supone que tenemos que entregar cincuenta mil dólares a las doce. Ahora son las diez y cuarto, ¿cuándo demonios…?
—Mi teniente, hemos intentado encontrar a Calucci. El oficial encargado de su custodia nos dio una dirección y mandamos allí a un hombre, pero su patrona dice que no le ha visto desde ayer a primera hora.
—¡Pues claro que no le ha visto! —aulló Byrnes—. Probablemente los dos están conchabados con aquella rubia, que todavía no sabemos quién demonios es, planeando asesinar a Scanlon si nosotros no entregamos el dinero. Buscadme a Danny Gimp o a Fats Donner. A ver si conocen a un tío llamado Dom que perdió mucho dinero hace dos semanas apostando en una pelea. Por cierto, ¿quién demonios peleaba hace dos semanas? ¿Era una pelea de campeonato?
—Sí, mi teniente.
—¡Muy bien! ¡Manos a la obra! ¿Alguien utiliza a Gimp, además de Carella?
—No, mi teniente.
—¿Quién utiliza a Donner?
—Yo, mi teniente.
—Pues encuéntramelo volando, Willis.
—Si no está en Florida. Porque suele pasar el invierno en el sur.
—Los confidentes se van al sur, como las palomas —refunfuñó Byrnes—, y nosotros aquí, lidiando con un atajo de maníacos que se empeñan en matar a la gente. Bueno, Willis, ¡muévete!
—Bien, mi teniente —dijo Willis, y salió del despacho.
—¿Y qué hay de esa otra posibilidad, lo del sordo? ¡Santo Dios! Espero que no sea él. Confío que sean La Bresca, Calucci y la rubia que le ayudó a esfumarse la noche pasada, Meyer…
—Sí, mi teniente.
—… y que no vuelva a ser aquel mal nacido del Sordo. He hablado de ello con el concejal, y también con el teniente de alcalde y con el alcalde, y estamos de acuerdo en que «ni hablar de pagar los cincuenta mil dólares». Vamos a ver si conseguimos detener al que recoja la fiambrera y confiemos que todo salga bien. También vamos a proteger a Scanlon. Por ahora, eso es todo. Así que quiero que vosotros dos os ocupéis de lo de la fiambrera, y de que el banco esté vigilado con mil ojos. Quiero que hoy me traigáis aquí un sospechoso, y que se le interrogue hasta que se ponga morado; y tened un abogado cerca por si empieza a reclamar la Miranda-Escobedo. ¡Quiero que me traigáis algo!, ¿está claro?
—Sí, mi teniente —contestó Meyer.
—Sí, mi teniente —repitió Kling.
—¿Estáis seguros de que os podéis ocupar de lo de la fiambrera y de la vigilancia, sin volver a meter la pata?
—Sí, mi teniente. Esta vez saldrá bien.
—Muy bien. ¡Entonces en marcha! Y traedme algo que echarse a la boca en este maldito caso.
—Sí, mi teniente —dijeron a la vez Kling y Meyer, saliendo del despacho.
—Bueno. ¿Y qué pasa con esa drogota que estuvo en la misma habitación que el asesino? —preguntó Byrnes a Hawes.
—Es verdad. Estuvieron juntos.
—¿Tú qué piensas de todo eso, Cotton?
—A mí me parece que la retuvo con él para asegurarse de que no se enteraría de nada cuando empezara a disparar; eso es lo que creo, teniente.
—Es la explicación más estúpida que he oído en toda mi vida —contestó Byrnes—. ¡Lárgate de aquí! Ve a ayudar a Meyer y a Kling. Telefonea al hospital. Pregunta cómo se encuentra Carella, Pon a alguien para cazar a los dos punks que le dieron la paliza. ¡Haz algo, por todos los demonios!
—Sí, mi teniente —respondió Hawes, y salió.
Andy Parker se despertó al oír las voces de los otros. Se pasó las manos por la cara, se sonó, y dijo:
—Los pintores querían despedirse.
—¡Que se vayan al cuerno! —exclamó Meyer.
—También ha habido una llamada para ti de la oficina del fiscal.
—¿Quién era?
—Rollie Chabrier.
—¿Cuándo llamó?
—Hace una media hora.
—¿Por qué no me lo pasaste?
—¿Cuando estabas ahí dentro con todos? ¡No, gracias!
—Estaba esperando esa llamada —insistió Meyer, e inmediatamente marcó el número de teléfono de Chabrier.
—Oficina de Mr. Chabrier —dijo una voz femenina llena de optimismo.
—Bernice, soy Meyer Meyer, de la 87. Me han dicho que Rollie me ha llamado hace un rato.
—Sí, es cierto —contestó Bernice.
—¿Me lo pasas, por favor?
—No volverá hasta mañana —dijo Bernice.
—¿No volverá hasta mañana?, pero si son poco más de las diez.
—Sí, claro —dijo Bernice—, pero a nadie le gusta trabajar en sábado.
La fiambrera negra, que contenía aproximadamente cincuenta mil recortes de periódico, fue depositada en el centro del tercer banco del parque Grover, en el sendero de Clinton Street, por el detective Cotton Hawes que llevaba una camiseta térmica, dos jerseys, un traje, un gabán y orejeras. Hawes patinaba muy bien sobre hielo y había patinado cuando la temperatura al pie de la montaña era de veinte grados bajo cero, y en la cumbre, por debajo de los treinta grados. Había patinado mucho cuando sus pies y sus manos eran otra cosa, y había bajado la montaña sin parar, no para divertirse ni para hacer deporte, sino para calentarse en el refugio antes de estallar en mil pedazos; pero nunca había tenido tanto frío. Además de tener que trabajar en sábado, encima trabajar con un tiempo que amenazaba con congelarle la sangre a cualquiera.
Otros que desafiaban los gélidos vientos y la cruda temperatura de aquel sábado:
- Un vendedor de pretzels en la entrada del sendero de la calle Clinton.
- Dos monjas rezando el rosario en el segundo banco, según se entra al parque.
- Una apasionada pareja besuqueándose dentro de un saco de dormir sobre la hierba, detrás del tercer banco.
- Un ciego sentado en el cuarto banco, acariciando un perro pastor alemán y echando miguitas de pan a las palomas.
El vendedor de pretzel, un detective llamado Stanley Faulk que procedía de la 88, al otro lado del parque. Era un hombre de cincuenta y ocho años con un bigote gris de guías erizadas como distintivo profesional. El bigote le hacía fácilmente identificable cuando trabajaba en su propia zona, pero disminuía su eficacia en las misiones de vigilancia. También le servía para sembrar el terror en el corazón de los malhechores, incluso a considerable distancia, de la misma manera que se dice que los colores gris y blanco de un coche patrulla asustan a los delincuentes y les disuaden de sus propósitos. A Faulk no le gustaba demasiado que en la 87 hubieran reclamado sus servicios un día como aquél. Iba bien abrigado con varios jerseys, sobre los cuales llevaba uno de color negro como los que suelen usar los vendedores de bombones, y encima de todo un delantal blanco. Estaba de pie detrás del carrito en el que se exhibían pretzels ensartados en largas barras redondas. En la parte superior del carrito había un transmisor.
Las dos monjas rezando el rosario eran los detectives Meyer Meyer y Bert Kling, y en realidad, lo que estaban diciendo en voz baja era que Byrnes había sido un hijo de mala madre haciéndoles disfrazarse de aquella manera delante de Hawes y Willis; estaban profundamente avergonzados y se sentían ridículos.
—Tengo la impresión de estar haciendo el idiota —se quejó Meyer.
—¿Qué dices? —murmuró Kling.
—¡Que esto es una lata! —contestó Meyer.
La misión de la pareja de enamorados había sido la más codiciada y Hawes y Willis lo habían echado a suertes. El motivo de que fuese una misión tan codiciada era que la otra mitad de la pareja de enamorados también era muy codiciada. Se trataba de una mujer policía llamada Eileen Burke, con la que Willis había trabajado en un caso de atraco muchos años atrás. Eileen era pelirroja y tenía los ojos verdes; Eileen tenía las piernas largas, esbeltas, blancas, bien torneadas y los tobillos finos; Eileen tenía unos pechos magníficos, y aunque era mucho más alta que Willis (que a duras penas alcanzaba la estatura mínima reglamentaria de cinco pies y ocho pulgadas) no le importaba, porque las chicas altas siempre parecían sentirse atraídas por él y viceversa.
—Tenemos que besuquearnos —le dijo a Eileen, abrazándola en el interior del saco de dormir.
—Tengo los labios cortados —respondió ella.
—Tus labios son muy bonitos —aseguró Willis.
—No olvides que estamos de servicio.
—Mmm.
—Quítame las manos del trasero —advirtió ella.
—¡Ah, es tu trasero!
—¿No oyes? —preguntó Eileen.
—Sí —contestó él—, alguien se acerca. Lo mejor es que me beses.
Ella le besó. Willis no perdía de vista el banco. Pasó una niñera empujando un cochecito. ¡Dios sabe quién sacaría a la calle a un niño en un día como aquél, de temperaturas polares! La mujer y el cochecito se alejaron. Willis continuó besando a la detective de segunda Eileen Burke.
—Mmmeece aío —murmuró Eileen.
—¿Mmm? —preguntó Willis.
Eillen apartó los labios y tomó aliento.
—Decía que me parece que se han ido.
—¿Qué es eso? —preguntó Willis muy alarmado.
—No te asustes, guapo, es mi pistola —respondió Eileen, y se echó a reír.
—Quiero decir en el sendero. ¡Escucha!
Prestaron atención.
Alguien se acercaba al banco.
El policía Richard Genero estaba sentado en el cuarto banco, vestido con ropa de calle y con gafas oscuras, y mientras acariciaba la cabeza de un pastor alemán que tenía a sus pies, echando migas a las palomas y suspirando por la llegada del verano, pudo ver con claridad al joven que se acercó apresuradamente hasta el tercer banco y cogió la fiambrera, y echando un vistazo por encima del hombro, empezó a caminar, pero no para salir del parque, sino para adentrarse en él.
Genero al principio no supo cómo reaccionar.
Le habían puesto de servicio porque no disponían de suficientes hombres aquella tarde (evitar un crimen es un trabajo arduo y difícil, sea el día que sea, pero lo es mucho más en sábado), y su posición, en teoría, era la menos arriesgada; se suponía que el que cogiera la fiambrera daría media vuelta y rápidamente se dirigiría a la salida del parque, hacia la avenida Grover, donde Faulk, el hombre que vendía pretzel, y Hawes, que estaba esperando dentro de un coche, junto a la acera, le echarían mano en el acto. Pero el sospechoso que había entrado en el parque se dirigía al banco de Genero, y Genero era un tipo muy poco aficionado a la violencia, y en ese momento soñaba que estaba en su casa, en cama, y que su madre le servía una sopa caliente y le cantaba viejas canciones italianas.
El perro que estaba a sus pies había sido adiestrado para trabajos policiales, y Genero antes de ir a montar aquella guardia en el cuarto banco había aprendido, en la comisaría, unas cuantas señales y gritos de alarma, pero resultaba que también tenía miedo a los perros, sobre todo a los grandes, y la idea de dar a aquel animal una orden de matar que pudiese ser equivocada hacía que Genero sintiese miedo y temblase. ¿Y si él daba la orden y el perro le saltaba a la yugular, en vez de hincar los dientes en la garganta del joven que ahora se encontraba a unos tres pies de distancia, andando deprisa y mirando de vez en cuando por encima del hombro? Y si lo hacía y aquella bestia feroz le destrozaba, ¿qué iba a decir su madre? ¡Che bella cosa! Querías ser policía, ¿no?
Entre tanto, Willis había deslizado su transmisor por entre los pechos de Eileen Burke y había comunicado las novedades a Hawes, que estaba estacionado en su coche en la avenida Grover; un lugar ideal para encontrarse con el hombre al que se está siguiendo si va en dirección contraria. Ahora, Willis hacía intentos desesperados para bajar la cremallera del saco de dormir, que parecía haberse atascado. A Willis no le importaba quedar aprisionado en un saco de dormir con alguien como Eileen Burke que se removía y se debatía pegada a él intentando salir de allí; pero de repente se imaginó al teniente pegándole una bronca como la que les había pegado a Kling y a Meyer aquella mañana, y redobló sus esfuerzos para bajar aquella maldita cremallera mientras alimentaba la fantasía de que Eileen Burke estaba empezando a disfrutar con aquellos escarceos de adolescentes. Desde luego, Genero no sabía que Hawes había sido avisado, pero sabía que el sospechoso estaba pasando por delante y en ese momento dejaba atrás su banco y seguía andando a paso ligero; así que se levantó, y después de quitarse las gafas ahumadas, se desabrochó el tercer botón del abrigo del mismo modo que había visto hacerlo a los detectives en la televisión, introdujo después la mano buscando el revólver, y finalmente se disparó un tiro en su propia pierna.
El sospechoso echó a correr.
Genero cayó al suelo y el perro le lamió la cara.
Willis salía del saco de dormir y Eileen Burke se abrochaba la blusa y el abrigo y se arreglaba las ligas, cuando Hawes entró corriendo en el parque y resbaló en una placa de hielo que había cerca del tercer banco y estuvo a punto de romperse la crisma.
—¡Alto, policía! —gritó Willis.
Y ¡oh milagro!, el sospechoso se paró en seco y esperó a que Willis con la cara llena de carmín se le acercara empuñando una pistola.
El nombre del sospechoso era Alan Parry.
Le recordaron sus derechos, pero él aceptó declarar sin la presencia de un abogado, a pesar de que había uno esperando en la habitación de al lado por si se reclamaban sus servicios.
—¿Dónde vives, Alan? —preguntó Willis.
—A la vuelta de la esquina. Os conozco a todos, chicos. Os he visto por el barrio muchas veces. ¿Vosotros no me conocéis? Vivo a la vuelta de la esquina.
—¿Le conocéis? —preguntó Willis a los demás detectives.
Todos negaron con la cabeza. Estaban a su alrededor formando un círculo: el vendedor de pretzel, las dos monjas, la pareja de enamorados y el pelirrojo grandullón de la franja canosa en el cabello y de tobillos sólidos, enfundado en una camiseta térmica.
—¿Por qué corrías, Alan? —preguntó Willis.
—Oí un tiro. En este barrio cuando se oye un tiro hay que echar a correr.
—¿Quién es tu socio?
—¿Qué socio?
—El tipo que está contigo en este asunto.
—¿El que está conmigo en qué?
—En el complot.
—¿En qué?
—¡Va, Alan! Estás jugando con nosotros, y a lo mejor nosotros nos decidimos a jugar contigo.
—Oye, tú, os habéis equivocado de cliente —afirmó Parry.
—¿Cómo os ibais a repartir el botín, Alan?
—¿Qué botín?
—El que hay en esa fiambrera.
—Oye, tú, que esa fiambrera no la había visto en mi vida.
—Pues dentro hay treinta mil dólares —dijo Willis—; va, Alan, que lo sabes. Ya está bien de hacerte el loco.
Una de dos, o era muy listo, o no sabía que en aquella fiambrera negra que había cogido del banco tenía que haber cincuenta mil dólares. Parry negó con la cabeza y contestó:
—No sé nada de ningún botín. Me pidieron que cogiera la fiambrera y la cogí.
—¿Quién te lo pidió?
—Un tipo rubio, muy alto, que llevaba un audífono.
—No pensarás que nos vamos a tragar eso —le desafió Willis.
Los detectives de la 87 solían alternarse para interrogar a los sospechosos, e inmediatamente fue Meyer quien intervino para decir: «¡Tranquilo, Hal!», lo que daba a entender a Willis que una vez más iban a interpretar papeles antagónicos. En la comedia que representarían a continuación, Willis iba a ser el tipo odioso, dispuesto a acusar de una falsa violación al pobre Alan Parry, mientras Meyer encarnaría la figura del simpático padre. Los demás detectives (incluyendo a Faulk, de la 88, que estaba acostumbrado a aquellas maniobras tácticas y que las había usado a menudo en su comisaría) serían como una especie de coro de tragedia griega, imparcial y objetivo.
Sin mirar siquiera a Meyer, Willis contestó:
—¿Qué significa eso de tranquilo? Ese punk ha estado mintiendo desde que le trajimos aquí.
—A lo mejor sí existe un tipo alto y rubio con un audífono —dijo Meyer—, ¿te importa que le demos la oportunidad de explicárnoslo?
—¡Ya! Seguro que también había un elefante a rayas con lunares rosas —dijo Willis—. ¿Quién es tu socio, tío?
—No tengo ningún socio —contestó Parry. Y volviéndose a Meyer añadió quejumbrosamente—: ¡Por favor!, dile a tu compañero que no tengo ningún socio.
—¡Calma, Hal! —dijo Meyer—; a ver, Alan, ¡cuéntanoslo todo!
—Yo volvía a casa…
—Desde dónde —le interrumpió Willis.
—¿Cómo?
—¡Que de dónde salías para volver a tu casa!
—De casa de mi novia.
—¿Dónde está eso?
—A la vuelta de la esquina. Justo enfrente de mi casa.
—¿Y qué hacías allí?
—Bueno, ya puedes suponerlo —dijo Parry.
—No, nosotros no suponemos nada —afirmó Willis.
—¡Por el amor de Dios, Hal! —intervino Meyer—, deja que el chico tenga un poco de vida privada, ¿no te parece?
—¡Gracias! —exclamó Parry.
—Fuiste a ver a tu novia —continuó Meyer—, ¿a qué hora fue eso, Alan?
—Subí a su casa alrededor de las nueve y media. Su madre se va a trabajar a las nueve. Por eso subí alrededor de las nueve y media.
—¿Estás parado? —quiso saber Willis.
—Sí.
—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste?
—Bueno, verás…
—¡Contesta!
—No le atosigues, Hal.
—¡Está dando rodeos!
—No, hombre, contesta lo mejor que sabe —y Meyer preguntó con mucha suavidad—: ¿Qué pasó, Alan?
—Tenía un trabajo, pero rompí los huevos.
—¿Qué quieres decir?
—En la tienda de comestibles de la dieciocho. Estaba trabajando en la trastienda, y un día recibimos muchas cajas de huevos que había que meter en el refrigerador. Se me cayeron dos cajas. Por eso me echaron.
—¿Cuánto tiempo trabajaste allí?
—Desde que salí de la High School.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Willis.
—El pasado mes de junio.
—¿Llegaste a graduarte?
—¡Oh, sí! ¡Tengo un diploma! —exclamó Parry.
—¿Y qué has estado haciendo desde que perdiste aquel trabajo?
—Nada —dijo Parry encogiéndose de hombros.
—¿Qué edad tienes? —preguntó Willis.
—Cumpliré diecinueve… ¿Qué día es hoy?
—Hoy es nueve.
—Cumpliré diecinueve la semana que viene. El quince de marzo.
—Pues es muy posible que celebres tu cumpleaños en la cárcel —aseguró Willis.
—Bueno, ya está bien —intervino Meyer—, no voy a permitir que le amenaces. ¿Qué pasó cuando saliste de casa de tu novia, Alan?
—Que me encontré con aquel tipo.
—¿Dónde?
—Enfrente de La Corona.
—¿De qué?
—La Corona. Ese cine que tiene una empalizada alrededor, a unas tres manzanas de aquí, ¿sabéis cuál es?
—Lo sabemos —dijo Willis.
—Bueno, pues allí.
—Y él, ¿qué estaba haciendo?
—Nada, parecía que esperaba a alguien.
—¿Y qué pasó?
—Me paró y me preguntó si tenía algo que hacer. Yo le contesté que dependía. Entonces me dijo que si me gustaría ganarme cinco pavos. Yo le pregunté qué tenía que hacer. Entonces me dijo que había una fiambrera en el parque y que si la recogía me daría cinco pavos. Yo le pregunté que por qué no iba él a buscarla, y me contestó que estaba esperando a alguien y que no quería moverse de allí por si llegaba justo en ese momento. Entonces yo le dije que iría a buscar la fiambrera y se la traería allí, delante del cine, donde estaba esperando a su amigo, porque me había dicho que tenían que encontrarse enfrente de La Corona. Conocéis el lugar, ¿no? Allí mataron a un poli, una vez.
—Ya te he dicho que sabemos dónde está —afirmó Willis.
—Yo le pregunté qué había en la fiambrera, y me contestó que comida, pero que también había otras cosas además de los emparedados. Entonces le pregunté qué cosas eran y me contestó que si quería ganarme los cinco pavos o no. De modo que cogí el dinero y fui a buscar la fiambrera.
—¿Te dio los cinco dólares?
—¡Claro!
—¿Antes de que le entregaras la fiambrera?
—¡Claro!
—¿Qué más?
—¡Está mintiendo! —intervino Willis.
—¡Es la verdad! ¡Lo juro por Dios!
—¿Y tú qué crees que había en la fiambrera?
Parry se encogió de hombros y después respondió:
—Comida. Y alguna otra cosa. Lo que él me dijo.
—¡Venga, hombre! —dijo Willis—, ¿te crees que nos vamos a tragar eso?
—Dime, chico, ¿tú qué crees que había realmente en la fiambrera? —preguntó Meyer amablemente.
—Bueno… pues… No podéis hacerme nada por lo que yo pensaba que había en la fiambrera, ¿no?
—Tienes razón —admitió Meyer—, si fuera posible encerrar a la gente por lo que piensa estaríamos todos entre rejas, ¿no te parece?
—¡Claro! —exclamó Parry riendo.
Meyer se rio también y el coro de tragedia griega les acompañó en sus risas… Todo el mundo se reía, excepto Willis, que seguía mirando fijamente a Parry con cara muy seria.
—Anda, dilo, ¿qué crees que había en la fiambrera? —dijo Meyer.
—Droga —dijo Parry.
—¿Tú tomas? —preguntó Willis.
—¡Oh no, eso sí que no! ¡Nunca!
—Arremángate el brazo.
—¡Yo no me «pico»!
—¡Déjanos ver el brazo!
Parry se arremangó.
—De acuerdo —aceptó Willis.
—Ya os lo he dicho.
—De acuerdo, ya nos lo dijiste. ¿Qué pensabas hacer con la comida de la fiambrera?
—No entiendo.
—La Corona está a tres manzanas de aquí en dirección este. Tú cogiste la fiambrera y echaste a andar hacia el oeste. ¿Qué te proponías hacer?
—Nada.
—¿Entonces por qué te alejabas de donde te estaba esperando el Sordo?
—Yo no me alejaba de ningún sitio.
—Ibas hacia el oeste.
—No, seguramente me equivoqué.
—Te equivocaste tanto que llegaste a olvidar por dónde entraste al parque. Te olvidaste de que la entrada estaba detrás de ti, ¿no?
—No, no me olvidé de dónde estaba la entrada.
—Entonces, ¿por qué ibas hacia el centro del parque?
—Ya os lo he dicho. Debí equivocarme.
—¡Es un embustero de mierda! —bramó Willis—. ¡Le voy a empapelar, Meyer! ¡Me importa un rábano lo que digas!
—Escucha, muchacho —continuó Meyer—, ¿sabes que te vas a ver en un buen lío si hay droga en esa fiambrera? ¡Eh, Alan!
—¿Por qué? Aunque haya «mierda» no es mía.
—Bueno, ya lo sé, Alan, y yo te creo, pero la ley es muy clara con respecto a la posesión de drogas. Puedes imaginar que todos los «camellos» que detenemos nos cuentan que se la han metido en los bolsillos, que no saben cómo ha ido a parar allí, que no es suya, etcétera; todos dan las mismas excusas, aunque les hayamos pillado in fraganti.
—Claro, supongo que todos dicen eso —admitió Parry.
—Pues mira, no voy a poder ayudarte si de verdad hay droga en la fiambrera.
—Lo comprendo.
—Sabe que no hay droga en la fiambrera. Su cómplice le envió a recoger el dinero —aseguró Willis.
—No, no —dijo Parry negando con la cabeza.
—¿Verdad que tú no sabes nada de los treinta mil dólares? —preguntó Meyer con suavidad.
—Nada —contestó Parry sacudiendo la cabeza—. Ya os lo he dicho, encontré a aquel tipo delante de La Corona y me dio cinco pavos para recoger la fiambrera.
—Y tú decidiste robarla —continuó Willis.
—¿Cómo?
—¿O es que pensabas entregarle la fiambrera?
—Bueno —Parry vacilaba. Miró a Meyer y Meyer le animó con un movimiento de cabeza—. Bueno, pues la verdad es que no —confesó Parry—: supuse que había «mierda» en la fiambrera y que podía sacar una «pasta». Hay mucha gente en el barrio que pagaría por ella.
—Por lo que hay en la fiambrera.
—¡Ábrela, muchacho! —dijo Willis.
—No —Parry, sacudía la cabeza—. No quiero.
—¿Por qué no?
—Si hay droga no quiero saber nada de eso. Y si hay treinta de los grandes no tengo nada que ver con el asunto. Yo no sé nada. No quiero contestar más preguntas, ¿vale?
—¡Vale!
—Vale, Hal —dijo Meyer.
—Anda, vete a casa —dijo Willis.
—¿Puedo irme?
—Claro, puedes irte —repitió cansadamente Willis.
Parry se puso en pie como un rayo y sin volver la vista atrás se dirigió rápidamente a la portezuela que separaba la habitación del pasillo exterior. En un abrir y cerrar de ojos estuvo fuera. Sus pisadas resonaron estrepitosamente en los escalones de hierro que conducían a la planta baja.
—¿Tú qué piensas? —preguntó Willis.
—Que lo hemos hecho fatal —dijo Hawes—. Deberíamos haberle seguido por el parque en vez de detenerle allí. De este modo nos hubiera conducido al Sordo.
El teniente no opinaba lo mismo. Estaba seguro de que nadie estaba tan loco como para mandar a un desconocido a recoger cincuenta mil dólares. Según el teniente, quien recogiese la fiambrera tenía que ser miembro de la banda.
—Bueno, pues el teniente se equivocaba —afirmó Hawes.
—¿Sabéis lo que pienso? —preguntó Kling.
—¿Qué?
—Pues a mí me parece que el Sordo sabía que no había nada en la fiambrera. Por eso se arriesgó a mandar a un desconocido a recogerla. Sabía que el dinero no iba a estar allí, y sabía que echaríamos el guante a la persona que enviase.
—En ese caso… —empezó a decir Willis.
—Quiere matar a Scanlon.
Los detectives se miraron unos a otros. Faulk se rascó la cabeza y dijo:
—Bueno, lo mejor será que vuelva al otro lado del parque, si no me necesitáis para nada más.
—¡Muchas gracias, Stan! —dijo Meyer.
—¡De nada! —contestó Faulk, y salió.
—Lo he pasado muy bien en el puesto de vigilancia —comentó Eileen Burke arqueando las cejas y mirando a Willis. Después, dando media vuelta se dirigió hacia la barandilla y desapareció.
—Debe de ser la brisa… —cantó Meyer.
—Que los árboles agita… —continuó Kling.
—¡Iros al infierno! —dijo Willis, y luego, haciendo una genuflexión, añadió piadosamente—: Hermanas.
Si no hay nadie a quien le guste trabajar en sábado, aún hay menos gente a quienes les guste trabajar el sábado por la noche.
Muchacho, la noche del sábado es para pasárselo bomba. La noche del sábado es para salir y organizar una buena. El sábado por la noche uno se calza lo mejor que tiene, saca su traje de Pucci, se pone una camisa con las iniciales en el puño, se echa colonia en el ombligo y ríe a carcajadas.
Esta cochina ciudad es diferente la noche del sábado; más elegante su negrura, más perfumada y más empolvada, pero no se sabe por qué, también menos asequible, estremecida por la belleza y el brillo de las luces parpadeantes. Rojos y anaranjados, azules eléctricos y verdes vibrantes asaltan los ojos incesantemente, y la emoción que produce es tan dulce como una cita improvisada en la cama de un ático; un líquido fresco que evoca sueños de elevadas agujas de hielo y acaramelados minaretes. Hay excitación en esta ciudad el sábado por la noche, pero está atemperada por expectativas románticas. Esta ciudad no es tan sucia. Al menos el sábado por la noche.
No, si uno quiere amarla.
A nadie le gusta trabajar el sábado por la noche, y por eso los detectives de la brigada 87 hubieran tenido que alegrarse cuando el concejal de policía llamó a Byrnes para decirle que había pedido a la brigada del fiscal del distrito que se encargara de proteger al teniente de alcalde Scanlon. De haber tenido un mínimo de sentido común, los detectives de la 87 se hubieran considerado muy afortunados.
Pero el desaire del concejal no les gustó nada, ni a Byrnes ni a los hombres de la brigada cuando éste les comunicó la noticia. Aquel sábado por la noche cada cual se fue por su lado. Unos a la calle a trabajar, otros a descansar en su casa, pero todos con una sensación colectiva de fracaso. Ninguno de ellos era consciente de la suerte que había tenido.
Los dos detectives de la brigada del fiscal del distrito eran unos veteranos que habían realizado misiones especiales con anterioridad. Estaban esperando en la acera del edificio del tribunal penal, a un paso de la oficina del fiscal del distrito, cuando llegó el chófer oficial del teniente de alcalde para recogerlos. Eran las ocho en punto de la noche. El chófer del teniente de alcalde había ido a buscar el Cadillac sedán al garaje municipal una hora antes. Barrió la tapicería del coche con una escobilla, pasó un trapo por el capó, limpió las ventanillas con una gamuza y vació los ceniceros. Luego se dispuso para salir, y le gustó comprobar que los detectives eran puntuales; no soportaba a quienes llegaban tarde.
Se dirigieron a Smoke Rise, donde vivía el teniente de alcalde y uno de los detectives bajó del coche, se encaminó hacia la puerta principal y llamó al timbre. Una criada de uniforme negro le hizo entrar en la enorme casa de ladrillo. El teniente de alcalde bajó por la larga escalinata blanca que conducía al salón, estrechó la mano del detective y se disculpó por robarle el tiempo de aquella manera un sábado por la noche; hizo algún comentario sobre «aquella maldita broma» y llamó a su mujer para decirle que el coche estaba esperándoles. La señora bajó, y el teniente de alcalde se la presentó al detective de la oficina del fiscal del distrito. Después se dirigieron a la puerta principal.
El detective salió primero, examinó los arbustos que estaban alineados en la calzada y acompañó hasta el coche al teniente de alcalde y a su esposa, les abrió la puerta y les cedió el paso. Otro detective estaba esperando de pie al otro lado del coche, y tan pronto como el teniente de alcalde y su mujer se sentaron, entraron los dos en el coche y se acomodaron de cara a ellos, en los asientos frontales.
El reloj del tablero de mandos señalaba las 8.30.
El chófer puso el coche en marcha y el teniente de alcalde hizo algunas bromas con los detectives mientras recorrían el laberinto de las apacibles calles privadas de Smoke Rise, al extremo de la parte norte de la ciudad. Luego tomaron la carretera que debía llevarles a River Highway. La semana anterior se había anunciado en los periódicos que el teniente de alcalde pronunciaría un discurso para el B’nai Brith, en la sinagoga más grande de la ciudad, a las nueve en punto de aquella noche. La casa del teniente de alcalde en Smoke Rise estaba a quince minutos de la sinagoga, por eso el chófer conducía despacio y con prudencia, mientras los dos detectives de la oficina del fiscal del distrito vigilaban los coches que pasaban a uno y otro lado del Cadillac.
Cuando el reloj señalaba las 8.45 el Cadillac se hizo pedazos.
Era una bomba de gran potencia.
El estallido se produjo bajo el capó, llenando el coche de metralla y arrancando la baca como si fuera de papel; las puertas salieron despedidas a la carretera. El coche, ya sin control, empezó a hacer «eses», cruzó dos calles dando tumbos, volcó sobre un lateral como una bestia de metal herida y, de repente, se vio envuelto en llamas.
Un descapotable que avanzaba en dirección contraria trató de esquivar al Cadillac. Hubo un segundo estallido. El descapotable giró violentamente y fue a estrellarse contra las barreras del río.
Cuando llegó la policía, sólo quedaba viva una chica de diecisiete años que había salido despedida a través del parabrisas del descapotable.