Capítulo IV

Capítulo IV

El detective Bert Kling estaba enamorado, pero nadie más.

El alcalde no estaba enamorado sino furioso y telefoneó encolerizado al concejal de policía con la intención de informarse sobre qué clase de ciudad era aquélla, en que un hombre de la importancia del concejal Cowper podía morir a tiros en la escalinata del Philarmonic Hall y en qué ciudad del demonio vivían, entonces.

—Bien, señor —empezó el concejal de policía, pero el alcalde le interrumpió.

—Quizá pueda explicarme por qué no proporcionaron al concejal Cowper la adecuada protección policial, más aún cuando su mujer me ha informado esta mañana de que la policía ya sabía el peligro que amenazaba su vida; ¡quizá pueda explicarme esto! —gritó el alcalde a través del teléfono.

—Bien, señor —empezó de nuevo el concejal de policía, pero el alcalde le interrumpió de nuevo.

—O quizá pueda explicarme por qué no han localizado todavía el piso del que procedían esos disparos, más aún cuando la autopsia ha revelado el ángulo de entrada y los de balística han dado ya una trayectoria como posible. ¡Quizá pueda explicarme eso!

—Bueno, señor —trató de decir el concejal, pero el alcalde exclamó:

—¡Quiero resultados! ¿O prefiere que seamos el hazmerreír de la ciudad?

Al concejal de policía no le gustó la idea de convertirse en el hazmerreír de la ciudad y contestó:

—Sí, señor; haré todo lo que pueda.

El alcalde exclamó:

—¡Más le vale! —y colgó.

Aquella mañana, ni el alcalde ni el concejal de policía suspiraban por amor. El concejal de policía llamó a su secretario; un hombre rubio, alto, de cara tristona y con apariencia de tísico, que afirmaba que su tos seca y persistente se debía a los tres paquetes de cigarrillos que fumaba al día y al trabajo que hacía, capaz de volver completamente loco a cualquiera. El concejal de policía pidió a su secretario que averiguara y le informara, tan pronto como le fuera posible, de qué había querido decir el alcalde al mencionar la amenaza de muerte del concejal Cowper. El secretario alto, rubio y de cara triste se puso a trabajar inmediatamente. Preguntó por todas partes hasta descubrir que en el distrito 87 se habían recibido varias llamadas misteriosas y extrañas, amenazando con matar al concejal de parques y jardines si no eran entregados cinco mil dólares en la mañana del día anterior. Cuando el concejal de policía tuvo esa información, exclamó:

—¿Ah, sí? —y acto seguido llamó por teléfono al Frederick 7-8024 y preguntó por el detective teniente Peter Byrnes.

El detective teniente Peter Byrnes tenía bastantes quebraderos de cabeza aquella mañana. Por un lado, Carella estaba en el hospital con quemaduras de segundo grado en el reverso de ambas manos y, por otro, los pintores acababan de trasladarse del resto de las oficinas a la suya propia, donde estaban embadurnándolo todo de pintura mientras se contaban chistes desde lo alto de las escaleras. Para empezar, a Byrnes no le era nada simpático el concejal de policía; aquel tipo lo habían traído de una ciudad vecina cuando se estableció la nueva administración y aquella ciudad, según decía Byrnes, tenía un índice de criminalidad mucho mayor que ésta. Tampoco el nuevo concejal sentía una especial atracción por el teniente Byrnes. Byrnes era uno de esos irlandeses charlatanes que hablaban más de la cuenta, aprovechando sus cargos en la Mutualidad de la policía y en la Asociación Irlandesa, sin importarle que todo el mundo supiera lo que pensaba de la elección del nuevo y prometedor alcalde. De modo que, aquella mañana, muy pocas sonrisas podían intercambiarse por teléfono entre la oficina del concejal, en la Central de High Street y la de Byrnes, un cuartucho manchado de pintura en el segundo piso de la sucia comisaría de la avenida Grover.

—¿Qué sabe usted de todo esto, Byrnes? —preguntó el concejal.

—Bueno, señor —dijo Byrnes, recordando que el anterior concejal acostumbraba llamarle Pete—; ayer recibimos varias amenazas telefónicas de un desconocido. Hablé personalmente de esas llamadas con el concejal Cowper.

—¿Qué medidas tomó, Byrnes?

—Pusimos vigilancia en el lugar indicado y detuvimos al hombre que vino a recoger la fiambrera.

—¿Y qué hicieron después?

—Le interrogamos y le soltamos.

—¿Por qué?

—Por falta de pruebas, señor. También se le interrogó ayer noche, después de que asesinaran al concejal. No había base suficiente para un arresto. Sigue en libertad, pero hemos intervenido su teléfono esta mañana y estamos preparados para actuar si oímos algo sospechoso.

—¿Por qué no dieron protección policial al concejal?

—Se la ofrecí, señor; pero la rechazó.

—¿Y por qué no vigilaron al sospechoso antes de que se cometiera el crimen?

—No podía prescindir de ningún hombre, señor; y cuando llamé a la 115 de Riverhead, la zona donde vive el sospechoso, me dijeron que allí tampoco podían prescindir de nadie. Además, como ya le he dicho, el concejal no quiso ninguna protección. Creyó que se trataba de un chiflado y debo decirle, señor, que nosotros pensábamos lo mismo, hasta que los últimos sucesos han demostrado lo contrario.

—¿Por qué aún no se ha encontrado el piso?

—¿Qué piso, señor?

—El piso de donde procedían los dos disparos que mataron al concejal Cowper.

—Señor, el crimen no se cometió en nuestro distrito. El Philarmonic Hall, señor, está en el distrito 53 y, como usted sabe, la investigación de un homicidio corre a cargo de los detectives adscritos a la comisaría del distrito en que se ha cometido.

—¡No me venga con lecciones estúpidas, Byrnes! —exclamó el concejal de policía.

—Así lo hacemos en esta ciudad, señor —dijo Byrnes.

—Ocúpese de este caso —replicó el concejal—. ¿Lo ha entendido, Byrnes?

—Si usted lo dice, señor…

—Sí, lo digo. Lleve algunos de sus hombres a la zona y encuentre ese maldito piso.

—Sí, señor.

—Y llámeme cuando sepa algo.

—Sí, señor —dijo Byrnes, y colgó.

—Se ha quedado pasmado, ¿eh? —dijo el primer pintor.

—Le han dado un rapapolvo, ¿eh? —añadió el segundo.

Desde lo alto de las escaleras, ambos sonreían y manchaban el suelo de pintura verde manzana.

—¡Fuera de esta oficina! ¡Váyanse al infierno! —gritó Byrnes.

—Aún no hemos terminado —dijo el primer pintor.

—No nos iremos sin acabar —añadió el segundo.

—Son órdenes —dijo el primer pintor.

—No trabajamos para el Servicio de policía, ¿sabe?

—Trabajamos para el Servicio de obras públicas.

—Conservación y Reformas.

—Y nunca dejamos un trabajo sin terminar.

—¡Entonces, dejen de embadurnar con pintura este maldito suelo! —gritó Byrnes saliendo de la oficina hecho una furia—. ¡Hawes! —gritó—. ¡Kling! ¡Willis! ¡Brown! ¿Dónde demonios se han metido?

Meyer salió del lavabo cerrándose la bragueta.

—¿Qué hay, jefe? —dijo.

—¿Dónde estabas?

—Vaciando el depósito. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—¡Envía a alguien a la zona! —gritó Byrnes.

—¿A qué zona?

—¡A la zona donde dispararon a ese maldito concejal!

—Sí, claro —contestó Meyer—. Pero ¿por qué? Ese caso no es nuestro.

—Ahora, sí.

—¡Vaya!

—¿Quién está de guardia?

—Yo mismo.

—¿Dónde está Kling?

—Es su día libre.

—¿Dónde está Brown?

—Con ese teléfono que hemos intervenido.

—¿Y Willis?

—Ha ido al hospital a ver a Steve.

—¿Y Hawes?

—Se fue a buscar un poco de queso danés.

—Pero ¿qué demonios es esto? ¿Una reunión de excursionistas?

—No, señor. Nosotros…

—¡Dile a Hawes que vaya! ¡Que vaya en cuanto vuelva! Llama a los de balística y averigua qué saben. Llama a la oficina del forense y consigue el informe de la autopsia. ¡Manos a la obra, Meyer!

—¡Sí, mi teniente! —chasqueó Meyer saliendo disparado hacia el teléfono.

—Este maldito asunto me está volviendo loco —murmuró Byrnes; y ya volvía, hecho una furia, a su oficina, cuando recordó que estaban allí los chistosos pintores, embadurnándolo todo; así que cambió de idea y descargó su rabia en la oficina de empleados—. ¡Pongan en orden esos archivos! —gritó—. ¿Qué demonios haces todo el día, Miscolo, además de café?

—¡Teniente! —exclamó Miscolo, porque precisamente era eso lo que estaba haciendo en aquel momento.

Bert Kling estaba enamorado.

No era la mejor época del año para estar enamorado. Siempre es mejor enamorarse cuando las flores abren sus capullos y desde el río sopla una suave brisa y curiosos animales se te acercan a lamerte la mano. Lo bueno de estar enamorado en marzo era que, como ya decía el sabio, mejor estar enamorado en marzo que no estarlo jamás.

Bert Kling estaba locamente enamorado.

Estaba locamente enamorado de una chica de veintitrés años, de busto proporcionado y caderas anchas. Tenía un cabello largo y rubio que le llegaba hasta mitad de la espalda y que a veces recogía a la altura de la nuca con una encantadora concha; sus ojos eran de un azul salvaje y a Kling le llegaba a la altura de la barbilla cuando iba con tacones. Estaba locamente enamorado de una chica muy sabia que estudiaba de noche para obtener el título de la especialidad de psicología y que, durante el día, trabajaba haciendo entrevistas para una empresa de la céntrica calle Sheperd. Una chica muy seria que esperaba conseguir el doctorado y sacar las oposiciones del estado para dedicarse a la psicología; pero era también lo bastante chiflada como para enviar a la comisaría un corazón de madera del tamaño de un hombre, pintado de rojo y con unas letras amarillas que decían: «Cynthia Forrest ama al detective de tercer grado Bertram Kling, ¿es eso un delito?», tal y como había hecho el mes pasado el día de San Valentín (asunto del que Kling aún no había oído todo lo que comentaban sus chistosos colegas); era una chica sensible, que podía deshacerse en lágrimas viendo a un ciego tocar el acordeón en el Stem para acabar dándole un billete de cinco dólares; simplemente, dejaba el billete en la taza, sin hacer ruido, sin decir una palabra; luego daba media vuelta y se volvía para llorar sobre el hombro de Kling; una chica apasionada que de noche se le abrazaba con fuerza y que, a veces, le despertaba a las seis de la mañana para decirle:

—Oye, poli, no trabajo hasta dentro de unas horas; ¿tienes ganas?

Kling siempre contestaba:

—No, no tengo ganas de sexo y esas cosas.

Después la besaba hasta marearla y sentado frente a ella en la mesa de la cocina de su piso se quedaba contemplándola, maravillado de su belleza; como en una ocasión que logró ruborizarla cuando le dijo:

—Hay una mujer que vende paraguas en la avenida Masón. Se llama Iluminada y nació en Puerto Rico. Deberías llamarte Iluminada, Cindy; tú llenas de luz la habitación.

¡Vaya si estaba enamorado!

Pero era el mes de marzo y en las calles aún se amontonaba la nieve que había caído en febrero; con el aullido del viento y los lobos que gruñían y daban caza a la gente subida en los trineos, haciendo restallar el látigo y acurrucados entre pieles de oso. Era un invierno frío y crudo que parecía haber empezado en septiembre y que no daba muestras de querer suavizarse hasta que llegara el mes de agosto y, entonces, probablemente, pero sólo probablemente, la nieve se derretiría y las flores abrirían sus capullos; ¿y qué mejor, en un invierno tan traicionero, que hablar del trabajo policial? Qué mejor que lanzarse, a toda prisa, por una calle helada cuando a Cindy le daban una hora para comer. Con su mano aferrada al codo y envueltos por el viento que apagaba la voz de Kling, éste intentaba explicarle las extrañas circunstancias en torno a la muerte del concejal Cowper.

—Sí, parece muy extraño —dijo Cindy sacando la mano del bolsillo e intentando que el viento no le arrancara el pañuelo de la cabeza—. Oye, Bert —dijo—, estoy harta del invierno, ¿tú no?

—Sí —contestó Kling—. Cindy, espero que no se trate de aquel tipo.

—¿A qué tipo te refieres?

—Al tipo que hizo las llamadas. El que asesinó al concejal. Espero que no tengamos que enfrentarnos con él.

—¿Con quién?

—Con el Sordo —dijo Kling.

—¿Quién?

—El tipo con el que nos enfrentamos hace ya algunos años, quizá siete u ocho. Hizo pedazos esta cochina ciudad tratando de robar un banco. Era el criminal más listo que hemos conocido.

—¿Quién?

—El Sordo —repitió Kling.

—Sí, ¿pero cómo se llama?

—No sabemos cómo se llama. No pudimos atraparle. Se arrojó al río y creímos que se había ahogado, pero tal vez haya vuelto; como Frankenstein.

—Como el monstruo de Frankenstein, quieres decir —exclamó Cindy.

—Sí, como él. Todos creyeron que había muerto en aquel incendio, pero no fue así.

—Lo recuerdo.

—Era una película de miedo —dijo Kling.

—Me mojé encima cuando la vi —dijo Cindy—. Fue en la televisión.

—¡Te orinaste en la televisión! —exclamó Kling—. ¡Delante de cuarenta millones de personas!

—No. Vi Frankenstein en la televisión —replicó Cindy esbozando una sonrisa burlona y dándole un codazo.

—El Sordo —murmuró Kling—. ¡Ojalá no sea él!

Era la primera vez que alguien de la comisaría pensaba en la posibilidad de que el asesino del concejal fuera el hombre que tanto les había preocupado años atrás. La idea no era nada alentadora. Bert Kling era joven y no tenía inclinaciones filosóficas precisamente, pero sabía, por intuición, que el Sordo (había firmado una vez con aquel divertido nombre, así, escrito en español) era capaz de hacer las cosas con una precisión de computadora; de sembrar el miedo y la confusión; de hacer juegos de manos de un modo calculado, para desbaratar la estricta y un poco burocrática eficacia de un distrito de policía; conseguía que los guardianes de la ley se comportaran como los ineptos polis de Keystone en una película antigua y trasnochada. Kling intuía, y con certeza, que si el asesino del concejal era el Sordo, el asunto daría que hablar. Se le puso la carne de gallina, sólo de pensar que lo que pudiera ingeniar el Sordo sería demasiado sorprendente para poder preverlo y no por causa del frío.

—¡Ojalá no sea él! —dijo, y el viento se llevó sus palabras.

—Bésame —exclamó Cindy de repente—, y ve a comprarme un chocolate caliente, ¡bandido!

El niño que entró en la sala de espera aquel miércoles por la tarde tendría cerca de doce años.

Llevaba un anorak de esquí heredado de su hermano mayor, de color azul, tres tallas más grande que la suya y llevaba puesta la capucha en la cabeza. Se había anudado los cordones de modo que le ceñían el cuello, pero la capucha resultaba demasiado grande y se le caía. Intentaba ponérsela de nuevo cuando entró en comisaría con un sobre en la mano, la misma que usaba para frotarse la nariz congestionada. Llevaba unas zapatillas altas de goma, con la autoridad de los niños pobres que las llevan en invierno, en verano y en cualquier estación del año, a pesar de las advertencias de los pediatras. Caminó hasta el escritorio que había en la sala, orgulloso de sus zapatillas y tratando de colocarse de nuevo la capucha. Después, volvió a frotarse la nariz que le goteaba, alzó la mirada hacia el sargento Murchison y preguntó:

—¿Es usted el sargento de guardia?

—Soy el sargento de guardia —contestó Murchison, sin dejar de mirar las fichas que estaba rellenando de la lista de ausencias de aquella mañana. Eran las dos y diez de la tarde y antes de una hora y treinta y cinco minutos todos los policías, de uniforme o de paisano, estarían allí y tendría que volver a pasar lista y rellenar más fichas de ausencias; la rutina de las narices; ¿por qué no se habría dedicado a bombero o a cartero?

—Me han encargado que le entregue esto —dijo el niño, alargando la mano y dando a Murchison un sobre cerrado.

—¡Gracias! —dijo Murchison, cogiendo el sobre sin molestarse en mirar al niño.

De pronto, levantó la cabeza y exclamó:

—¡Un momento! ¡No te vayas todavía!

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Nada, pero espera un momento —dijo Murchison, abriendo el sobre.

El sargento sacó del sobre la hoja de papel blanco que estaba doblada en tres partes iguales y después de leer su contenido, mirando de nuevo al niño, preguntó:

—¿De dónde has sacado esto?

—Ahí afuera.

—¿Dónde?

—Me lo ha dado un tipo.

—¿Qué tipo?

—Un tipo muy alto; ahí afuera.

—¿Dónde es ahí afuera?

—Cerca del parque. Al otro lado de la calle.

—¿Y te ha dado esto?

—Sí.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que lo traiga aquí y se lo entregue al sargento de guardia.

—¿Conoces a ese tipo?

—No, pero me ha dado cinco pavos por el encargo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Era un tipo muy alto y rubio. Llevaba una cosa en la oreja.

—¿Qué cosa?

—Esa cosa que llevan los sordos —dijo el niño, volviendo a frotarse la nariz con la mano.

Eso era lo que decía la nota.

Examinaron el papel cuidadosamente para no dejar más huellas que las que el sargento Murchison ya había dejado. Después, rodearon al niño de doce años, que tenía la nariz roja y llevaba un anorak azul tres tallas más grande que la suya y le atosigaron a preguntas, como si hubieran capturado a Jack el Destripador llegado de Londres para pasar el fin de semana.

Lo único que lograron obtener del niño fue, quizá, su resfriado.

Repitió sin demasiadas variaciones lo que le había contado al sargento Murchison; que un tipo rubio y alto, con una cosa en la oreja («quieres decir un audífono, ¿verdad, niño?») «si, con una cosa en la oreja», le había parado en la misma calle donde estaba la comisaría y le había ofrecido cinco pavos por llevar un sobre al sargento de guardia. El niño pensó que no había nada de malo en llevar un sobre a la comisaría, de modo que lo hizo; y eso era todo; ni siquiera conocía a ese tipo con la cosa en la oreja («era un audífono, ¿verdad, niño?»), «sí, con una cosa en la oreja»; no sabía quién era, ni le había visto nunca por el barrio, ni nada de nada, así que ¿por qué no le dejaban volver a casa?; tenía que ir a la boutique de Linda y recoger unos vestidos para su hermana, que cosía en casa de Mrs. Montana. («Llevaba un audífono, ¿verdad, niño?»).

—Sí, una cosa en la oreja —dijo el niño.

Soltaron al niño a las dos y media, sin darle siquiera un helado o un caramelo, y de nuevo se sentaron dejando sujeta con unas pinzas la nota sospechosa. Después, decidieron enviársela al teniente Sam Grossman, del laboratorio de policía, con la esperanza de que encontrara alguna huella que no fuera del sargento Murchison.

Nadie mencionó al Sordo.

A nadie le gusta hablar de fantasmas.

Ni siquiera pensar en ellos.

—Hola, Berenice —dijo Meyer por el auricular—; ¿está tu jefe por ahí? Sí, claro, esperaré.

Dio un golpecito en la mesa con el lápiz y esperó pacientemente. Poco después, oyó una voz alegre y animada.

—Aquí Raoul Chabrier, ayudante del fiscal del distrito, ¡dígame! —exclamó la voz.

—Hola, Rollie, soy Meyer Meyer, de la 87. ¿Cómo va todo en Chelsea Street?

—¡Ah! Muy bien, muy bien —dijo Chabrier—. ¿Hay algo para nosotros? ¿Otro homicidio?

—No, Rollie, nada de eso —contestó Meyer.

—¿Han descuartizado a alguien, quizás? —dijo Chabrier.

—No. En realidad, se trata de un asunto personal —respondió Meyer.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Chabrier.

—Sí. Oye, Rollie, ¿qué se puede hacer cuando alguien utiliza tu nombre?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Chabrier.

—En un libro.

—¡Vaya, vaya! —dijo Chabrier—. ¿Es que alguien ha utilizado tu nombre en un libro?

—Sí.

—¿Y habla del trabajo de la policía?

—No.

—¿Hace mención expresa de tu nombre?

—No. Bueno; sí y no. No te entiendo.

—¿Hace mención expresa al detective de tercer grado Meyer…?

—Detective de segunda —corrigió Meyer.

—¿Se menciona expresamente al detective de segundo grado Meyer Meyer, de la…?

—No.

—Entonces, ¿no te menciona?

—No. No de esa manera.

—¿Pero no dices que un escritor ha utilizado tu nombre?

—Bueno, más o menos; es una escritora.

—Meyer, soy un hombre muy ocupado —dijo Chabrier—. Tengo un caso de los gordos, de los que no entran muchos en una docena; y, ahora, dime, por favor, ¿qué demonios te pasa?

—Es una novela —respondió Meyer—. Una novela que se titula Meyer Meyer.

—¿Ese es el título de la novela? —preguntó Chabrier.

—Sí. ¿Puedo demandarla?

—Soy criminalista —contestó Chabrier.

—Sí, pero…

—No estoy muy al tanto de las leyes sobre la propiedad literaria.

—Sí, pero…

—¿Es un buen libro?

—No lo sé —dijo Meyer—. ¿Te das cuenta? Soy una persona real y ese libro trata de un profesor de universidad o algo parecido; y además es un tipo bajo y rechoncho…

—Tendré que leerlo —dijo Chabrier.

—¿Me llamarás después de leerlo?

—¿Para qué?

—Para aconsejarme.

—¿Sobre qué?

—Sobre si puedo demandarla o no.

—Tendré que consultar la ley —contestó Chabrier—. ¿Te debo algún favor, Meyer?

—¡Seis, por lo menos! —exclamó Meyer casi indignado—. Por ejemplo, las veces que podría haberte sacado de la cama a las tres de la mañana, cuando teníamos algo muy gordo en la comisaría y con gran riesgo para mí retrasaba la investigación hasta la mañana siguiente para que pudieras dormir como un angelito las noches que tenías guardia. Escucha, Rollie, te pido que me hagas un favor insignificante; no quiero gastarme el dinero en un abogado sabelotodo, por mucho que sepa de la propiedad literaria o de lo que sea. Sólo quiero saber si puedo demandar a la persona que utiliza un nombre inscrito en un certificado de nacimiento de la Seguridad Social. Quiero saber si puedo demandar a esa persona por haber puesto mi nombre en el título de una novela y por haberme utilizado como personaje de esa novela, ¡por el amor de Dios!

—Bueno, no te pongas nervioso —dijo Chabrier.

—¿Quién se pone nervioso? —replicó Meyer.

—Consultaré lo que dice la ley y te lo diré.

—¿Cuándo?

—Un día de estos.

—Un día de estos a lo mejor tenemos a alguien en la comisaría y te necesitamos después de tu guardia; volveré a enviar la Miranda-Escobedo al infierno y esperaré hasta el día siguiente, para que puedas roncar a gusto y en paz…

—Está bien, está bien; te llamaré mañana. —Chabrier hizo una pausa—. ¿No quieres saber a qué hora te llamaré mañana?

—¿A qué hora? —preguntó Meyer.

La patrona padecía de artritis, odiaba el invierno y, además, no sentía demasiada simpatía por la policía. Le dijo inmediatamente a Cotton Hawes que ya habían estado otros policías husmeando por allí después de que dispararan contra esa rata inmunda la noche anterior y que por qué no podían dejar en paz a una dama. Hawes, que había tenido discusiones parecidas con todos los inspectores y patronas de la calle, le explicó pacientemente que estaba haciendo su trabajo y que estaba seguro de que querría cooperar para meter a un asesino entre rejas. La patrona le dijo que la ciudad estaba podrida y corrompida y que podían matar a todas aquellas ratas de cloaca, que ella seguiría durmiendo tranquila igualmente.

Por el momento, Hawes había visitado cuatro edificios de viviendas en línea, todas igualmente pobres, situadas frente al nuevo Philarmonic Hall de la ciudad, de cristal reluciente y estructura de hormigón. El edificio era de un diseño muy acertado (la acústica no era tan buena, pero ¿qué más daba?) y se podía contemplar desde todas las casas; la amplia escalinata de mármol hacía un blanco perfecto de cualquiera que la utilizase tanto si estaba parado como si subía o bajaba. El hombre que metió dos balas de plomo en la cabeza de Cowper pudo hacerlo desde cualquiera de esos edificios y si el servicio de policía tenía tanto interés en averiguar la procedencia exacta de los disparos, era porque el asesino podía haberse dejado allí algo que le delatara. Una prueba delatora es un tesoro en un caso de asesinato.

Lo primero que Hawes preguntó a la propietaria fue si recientemente había alquilado algún piso o habitación a un hombre alto y rubio que llevaba un audífono.

—Sí —contestó la patrona.

Eso se llamaba empezar bien. Hawes era un detective con experiencia y supo, enseguida, que la respuesta afirmativa de la patrona era un punto de partida formidable.

—¿A quién? —se apresuró a preguntar—. ¿Podría decirme su nombre?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba?

—Orecchio. Mort Orecchio.

Hawes sacó una libreta y empezó a escribir.

—Orecchio —dijo—, Mort. ¿Podría decirme si era Morton, Mortimer o qué?

—Sólo Mort —contestó la propietaria—. Mort Orecchio. Era italiano.

—¿Cómo lo sabe?

—Todos los nombres que acaban en O son italianos.

—¿Usted cree? ¿Y qué pasa con Shapiro? —preguntó Hawes.

—Oiga, amigo, ¿se quiere hacer el listo? —contestó la patrona.

—¿Qué piso le alquiló al tal Orecchio?

—Una habitación, no un piso —dijo ella—. En el tercero, una que da a la fachada.

—¿Frente al Philarmonic?

—Sí.

—¿Puedo ver la habitación?

—Claro, ¿por qué no? No tengo nada mejor que hacer que enseñar habitaciones a la policía.

Empezaron a subir hasta llegar a un corredor donde hacía frío y los conductos de la ventilación estaban cubiertos de escarcha. La escalera despedía olor de basura mezclado con el de orina. Era una señora fina y limpia esta patrona. No hacía más que quejarse de su artritis mientras subían hasta el tercer piso y explicó a Hawes que la cortisona no le hacía ningún efecto y que las promesas de esos médicos del demonio no le aliviaban el dolor. Por fin, se detuvo frente a una puerta que ostentaba el número 31 en latón y hurgó en el bolsillo de su delantal buscando la llave. En el corredor, una puerta se entreabrió y se volvió a cerrar.

—¿Quién es? —preguntó Hawes.

—¿Quién es quién? —preguntó a su vez la patrona.

—Allí, en el corredor. Alguien ha abierto una puerta y la ha vuelto a cerrar.

—Habrá sido Polly —contestó la patrona abriendo la puerta de la 31.

Era un cuarto pequeño y sombrío. Había una cama, de tamaño un poco mayor que las individuales, pegada a la pared opuesta a la entrada y cubierta con una colcha de felpa. Sobre la cama colgaba un grabado con marco, en el que se veía una serrería, un río y un perro pastor mirando el cielo, en actitud de buscar algo. A la derecha de la cama había una lámpara de pie con una pantalla sucia y amarillenta. Se veía una mancha de whisky o de vómito en el extremo de la colcha que cubría las almohadas. Frente a la cama había una cómoda con espejo, cuya superficie estaba llena de quemaduras de cigarros; el espejo estaba manchado y el azogue se estaba cayendo. Junto a la cómoda, había retrete con un gran cerco de orín a la altura del agujero de desagüe.

—¿Cuánto tiempo ha vivido aquí? —preguntó Hawes.

—Hace tres días que alquiló la habitación.

—¿Pagó con cheque o al contado?

—Al contado y por adelantado. Pagó toda la semana. Yo alquilo por semanas; no me gustan los que se quedan una sola noche.

—Lógico —dijo Hawes.

—Ya sé lo que está pensando. Está pensando que este sitio no es nada del otro mundo para que yo sea tan exigente. Bueno, puede que no sea nada del otro mundo —dijo la patrona—, pero está limpio.

—Sí, ya me doy cuenta.

—Aquí no encontrará un solo bicho.

Hawes asintió y se dirigió hacia la ventana. La persiana estaba bajada y le faltaba el cordón para levantarla así, que agarró el extremo inferior con la mano enguantada, alzó la persiana y se asomó a la calle.

—Anoche, ¿oyó algún disparo?

—No.

Dirigió la mirada al suelo pero no pudo ver ningún cartucho usado.

—¿Quién más vive en este piso?

—Polly, al final del corredor. Nadie más.

—¿Polly qué?

—Malloy.

—¿Le importa si echo un vistazo a la cómoda y al armario?

—Siga, siga. Tengo todo el tiempo del mundo. Me paso el día guiando visitas turísticas por el edificio.

Hawes fue hasta la cómoda y abrió los cajones. Podía decirse que estaban vacíos a no ser por una cucaracha que estaba medio escondida en un rincón del último cajón.

—Se ha dejado usted una —exclamó Hawes, y cerró el cajón.

—¿Eh? —masculló la patrona.

Hawes fue hasta el armario y lo abrió. Había siete perchas en la barra del ropero, pero el armario estaba vacío. Se disponía a cerrar la puerta cuando se dio cuenta de que había algo en el suelo. Se inclinó para verlo mejor, sacó una linterna del bolsillo y la encendió. Era una moneda de diez centavos.

—Si es dinero —dijo la patrona— me pertenece.

—Aquí tiene —dijo Hawes, entregándole la moneda.

Era consciente de que aunque la moneda hubiera pertenecido al inquilino del cuarto, era tan inútil intentar obtener alguna huella en ella como esperar cobrar la gasolina que gastaba en su coche trabajando para la policía.

—¿Hay algún retrete por aquí? —preguntó.

—Al final del corredor. Cierre la puerta cuando salga.

—Sólo quería saber si había otra habitación aquí; nada más.

—Está limpio, si es lo que le preocupa.

—Como una tacita de plata; estoy seguro —dijo Hawes, dando una última ojeada—. No hay nada más, ¿verdad?

—Nada más.

—Enviaré a alguien para que limpie esta ventana —dijo Hawes.

—¿Por qué? —exclamó la patrona—. Está limpia.

—Me refiero a las huellas.

—¡Ah! —la patrona le miró con sorpresa—. ¿Cree que a esa rata inmunda la mataron desde esta habitación?

—Es posible —contestó Hawes.

—¿Eso va a traerme algún problema?

—No, si no es usted el asesino —dijo Hawes, sonriendo.

—Tiene usted sentido del humor, ¿sabe? —exclamó la propietaria.

Salieron de la habitación y, una vez fuera, la patrona cerró la puerta con llave.

—¿Lo ha visto todo —preguntó ella— o quiere ver algo más?

—Quisiera hablar con la mujer que vive al final del corredor —dijo Hawes—, pero para eso no la necesito. Muchas gracias. Ha sido usted una gran ayuda.

—Rompe la monotonía —dijo la patrona, y él estuvo seguro de ello.

—Gracias de nuevo —dijo Hawes, mirándola mientras bajaba las escaleras.

Después fue hasta la puerta número 32 y llamó. No hubo respuesta, pero volvió a llamar y preguntó:

—¿Señorita Malloy?

La puerta se entreabrió.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Agente de policía. ¿Puedo hablar con usted?

—¿Sobre qué? —Sobre Mr. Orecchio.

—No conozco a ningún Mr. Orecchio.

—Señorita Malloy…

—Señora, si no le importa. No conozco a ningún Mr. Orecchio.

—¿Puede abrirme la puerta, señora?

—¡No quiero líos!

—Yo no…

—Ya sé que anoche dispararon contra un hombre; no quiero ningún lío.

—¿Oyó los disparos, señorita?

—Señora Malloy, si no le importa.

—¿Los oyó?

—No.

—¿Sabe si Mr. Orecchio estuvo aquí anoche?

—No conozco a ese Mr. Orecchio.

—Es el hombre de la 31.

—No sé quién es.

—Señora, ¿puede abrirme la puerta, por favor?

—¡No quiero!

—Puedo volver con una autorización, señora, pero sería mucho más fácil si…

—¡No me meta en líos! —exclamó ella—. Abriré la puerta, pero, por favor, ¡no me meta en líos!

Polly Malloy llevaba una camisa de algodón verde claro de manga corta. Hawes vio señales de pinchazos en sus brazos cuando le abrió la puerta y esos pinchazos hablaban por sí solos sobre la clase de mujer que era Polly Malloy. Tendría alrededor de veintiséis años, un cuerpo esbelto y juvenil y una cara que hubiera sido bonita de no ser por las huellas dejadas por sus experiencias. Tenía los ojos verdes, despiertos e inteligentes y una expresión de persona vulnerable. Se mordía el labio y con las manos mantenía cerrada la camisa sobre su cuerpo desnudo; sus dedos eran largos y delgados y los pinchazos de los brazos pedían a gritos lo que había que pedir.

—No tengo un solo gramo —dijo ella.

—No he dicho nada.

—Puede registrar si quiere.

—No busco eso —contestó Hawes.

—Pase —accedió la joven.

Cuando Hawes entró en el cuarto, ella cerró la puerta con llave y dijo:

—¡No quiero líos! ¡Ya he tenido bastantes!

—No vengo a molestarla. Sólo quiero saber algo del hombre que vive en el otro extremo del corredor.

—Sé que han matado a alguien, pero, por favor, ¡no me meta en eso!

Se sentaron el uno frente al otro, ella en la cama y él en una silla con respaldo. Algo vibraba en el aire, algo casi tan palpable como el olor de la basura y la orina que les envolvía. Se sentaron sin hacer cumplidos, tranquilos y conscientes del papel que a cada cual le tocaba representar: Cotton Hawes, detective; Polly Malloy, yonkie. Quizá se conocían mejor de lo que mucha gente se llega a conocer. Quizá, Hawes había visto demasiados yonkies en las cárceles para no comprender lo que le estaba pasando a esta chica; quizá, había detenido a demasiados por hacer todo lo posible para conseguir el par de pavos que necesitaba para una dosis de mierda; quizá había visto demasiadas veces cómo se retorcían de dolor los que intentaban dejarlo; quizá sabía tanto de este o de otro yonkie como cualquier traficante de drogas; quizá había visto demasiado y sabía demasiado. Tal vez la chica había pasado demasiadas veces por el arresto y habría afirmado demasiadas veces que estaba limpia y había tirado demasiadas dosis de heroína en los lavabos de los bares o en las alcantarillas al ver un policía; quizá había estado en demasiadas comisarías y la habrían tratado con violencia demasiadas veces; quizá demasiados jueces le habían ofrecido la alternativa Lexington y sabía tanto acerca de cómo se aplicaba la ley a un yonkie como cualquier ayudante del fiscal del distrito; quizá también había visto demasiado y también sabía demasiado. Se reconocieron como por una descarga eléctrica y la chispa se encendió por sí sola, poniendo de manifiesto la curiosa simbiosis que existe entre el que infringe la ley y el que la hace cumplir, mostrando la sutil línea que separa el crimen del castigo. Existía un círculo secreto en aquella habitación, una afinidad, casi una empatía. Se podían hablar sin necesidad de formalismos estúpidos, eran como amantes exhaustos que murmuran sobre la misma almohada.

—¿Conoció a Orecchio? —preguntó Hawes.

—¿Me dejarán tranquila?

—Sí, a menos que tenga algo que ver con él.

—Nada.

—Entonces le doy mi palabra.

—¿Un poli? —preguntó ella, esbozando una sonrisa triste.

—Le doy mi palabra; tómela si quiere.

—Me parece que no tengo otra alternativa.

—Te parece bien, muñeca.

—Sí, le conocí.

—¿Cómo?

—La noche que vino a vivir aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace dos o tres noches.

—¿Dónde le conociste?

—Estaba muy ansiosa porque necesitaba un pico. Hacía una semana que acababa de salir de la cárcel. ¡Buen sitio! Aún no me he acostumbrado a vivir fuera.

—¿Por qué te encerraron?

—¡Ah! Prostitución…

—¿Qué edad tienes, Polly?

—Diecinueve, pero parezco mayor, ¿eh?

—Sí, pareces mayor.

—Me casé a los dieciséis, con otro yonkie como yo. ¡Menuda pareja!

—¿Y qué hace ahora?

—Está pasando unas vacaciones en chirona.

—¿Por qué?

Polly se encogió de hombros.

—Se hizo camello.

—Bueno, ¿y qué sabes de tu vecino Orecchio?

—Le pedí un préstamo.

—¿Cuándo fue eso?

—Anteayer.

—¿Te lo dio?

—Bueno, no era exactamente un préstamo. Le ofrecí un intercambio de favores. Estaba en la puerta de al lado, ¿sabe? y yo estaba muy mal; le juro que no hubiera sido capaz de echarme a la calle para ganarlo.

—¿Y aceptó?

—Me dio diez pavos, pero no me pidió nada a cambio.

—Parece una buena persona.

Polly se encogió de hombros.

—¿No es una buena persona? —preguntó Hawes.

—Digamos que no es mi tipo —contestó Polly.

—Ya.

—¡Un hijo de perra! ¡Eso es! —dijo Polly.

—¿Qué pasó?

—Vino aquí anoche.

—¿Cuándo? ¿A qué hora?

—Debían ser las nueve o las nueve y media.

—Cuando la sinfonía ya había empezado —dijo Hawes.

—¿Qué?

—Nada, pensaba en voz alta. ¿Qué más?

—Dijo que tenía algo que me gustaría; que si iba a su cuarto me daría algo que me gustaría.

—¿Y fuiste?

—Primero le pregunté de qué se trataba. Me dijo que era lo que yo quería más en el mundo.

—¿Pero fuiste a su cuarto?

—Sí.

—¿Y no viste nada extraño?

—¿Como qué?

—Como un fusil de gran potencia, con mira telescópica.

—No, nada de eso.

—¿Qué era lo que tenía que gustarte tanto?

—Caballo.

—¿Iba a darte heroína?

—Sí.

—¿Y por eso te pidió que fueras a su cuarto? ¿Por la heroína?

—Eso me dijo.

—Pero no intentó vendértela, ¿verdad?

—No. Pero…

—¿Sí?

—Se hizo rogar.

—¿Qué quieres decir?

—Me la enseño y dejó que la probara para demostrarme que era de la buena; luego dijo que no me la daría si yo no… se lo rogaba.

—Ya entiendo.

—La… broma duró… creo que duró… duró casi dos horas. No dejaba de mirar la hora y de obligarme a… hacer cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—Tonterías. Me pidió que cantara. Me hizo cantar Navidades Blancas. Debía parecerle muy divertido, ¿sabe?, porque la mierda es blanca y él sabía cuánta falta me hacía ese pinchazo; así que me hizo cantar Navidades Blancas varias veces; creo que se la canté seis o siete veces. Durante todo ese rato no hacía más que mirar la hora.

—¿Qué más?

—Luego… luego me pidió que me desnudara pero… no que me quitara la ropa solamente, sino que… ya sabe. Me pidió que le hiciera un striptease. Y lo hice. Y empezó… empezó a burlarse de mí, de mi aspecto, de mi cuerpo. Yo… me obligó a permanecer desnuda ante él, sólo para decirme, una y otra vez, lo estúpida y patética que parecía. Luego me preguntó si de verdad quería la heroína y volvió a mirar la hora de su reloj; ya debían de ser las once. Yo le dije que sí, que la quería y que por favor me la diera. Entonces me pidió que bailara, que bailara un vals y, luego, que imitara el grito de un cormorán; yo no sabía de qué demonios me estaba hablando; no tengo ni idea de lo que es un cormorán, ¿usted sí?

—Sí, algo he oído —contestó Hawes.

—Hice todo lo que me pidió y hubiera hecho cualquier cosa. Finalmente, me dijo que me pusiera de rodillas y que le explicara por qué creía que necesitaba tanto ese sobre de heroína. Dijo que esperaba oírme hablar durante cinco minutos sobre la dependencia de las drogas en el adicto y miró el reloj para cronometrarme. Yo empecé a hablar y ya sentía los temblores y los escalofríos; necesitaba ese pico más que…

Polly cerró los ojos.

—Entonces empecé a llorar. Yo hablaba y gritaba, hasta que, al fin, miró el reloj y dijo: «Los cinco minutos han pasado. Aquí tienes tu veneno. Y ahora, ¡lárgate de aquí!», y me tiró la bolsa.

—¿A qué hora fue eso?

—Debían de ser las once y diez. No tengo reloj, lo empeñé hace tiempo, pero desde mi habitación se pueden ver los grandes números luminosos que hay en lo alto del edificio de la Mutua. Eran las once y cuarto cuando me estaba picando, así que todo eso debió de ocurrir a las once y diez, más o menos.

—Y durante todo ese tiempo no dejó de mirar la hora, ¿verdad?

—Sí. Como si tuviera una cita o algo así.

—La tenía —dijo Hawes.

—¿Qué?

—Para matar a un hombre desde la ventana de su cuarto. Sólo quería divertirse un poco hasta que el concierto acabara. Un buen tipo, ese Mr. Orecchio.

—Debo decir algo en su favor —afirmó Polly.

—¿Qué?

—Era de la buena. —Un aire de melancolía invadió su cara y sus ojos—. Hacía años que no probaba algo tan bueno. No habría oído ni una bala de cañón que atravesara la puerta de enfrente.

Hawes hizo una comprobación de rutina en todas las guías telefónicas de la ciudad y no encontró a nadie llamado Orecchio, Mort, Morton o Mortimer; así que a las cuatro de la tarde llamó a la Oficina de Identificación Criminal. La OIC, completamente automatizada, contestó a los diez minutos informando de que no tenía ningún dato sobre el sospechoso. Luego, Hawes envió un teletipo a Washington, al FBI, pidiéndole que buscara en sus nutridos archivos a un criminal llamado Orecchio, Mort, Mortimer o Morton. Estaba sentado ante su escritorio, en medio del olor a pintura de la comisaría, cuando el policía Richard Genero se acercó para preguntarle si tenía que ir al tribunal con Kling a causa de la detención que habían hecho entre los dos la semana anterior. Genero volvía de su ronda de la tarde y estaba helado; así que se quedó un rato con Hawes, después de que éste hubiera contestado a su pregunta, con la esperanza de que le ofreciera una taza de café y, cuando sus ojos tropezaron con el nombre que Hawes había garabateado en su libreta, tras llamar a la OIC, a Genero se le ocurrió hacer un chiste al respecto.

—Veo que tenéis otro italiano sospechoso —dijo Genero.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hawes.

—Todos los nombres que acaban en O son italianos —contestó Genero.

—¿Y qué me dices de Munro? —exclamó Hawes.

—¿Te quieres hacer el listo o qué? —dijo Genero, sonriendo burlonamente y al ver de nuevo el garabato, afirmó—: He de admitir que, para ser un italiano, este tipo tiene un nombre muy divertido.

—¿Y qué tiene de divertido? —preguntó Hawes.

—Oreja —contestó Genero.

—¿Qué?

—Oreja. Eso es lo que significa Orecchio en italiano: Oreja.

Lo que unido a Mort significaba, ni más ni menos: Oreja Muerta.

Hawes arrancó la hoja de la libreta, hizo con ella una pelota y la tiró a la papelera sin lograr meterla.

—¿Qué he dicho? —preguntó Genero, sabiendo que, ahora, ya no le invitaría a una taza de café.