8

Reisman detestaba la odiosa tarea de ir de celda en celda por aquella lóbrega y vieja prisión, empleando toda su agudeza en las conversaciones con los presos, ofreciendo su irrisoria oportunidad de esperanza. Hubiera querido que otro interpretara las escenas que él se veía obligado a hacer y le presentaran los doce hombres listos para la faena.

Aquella mañana, en el campo de instrucción, cuando aún no los conocía personalmente, se entretuvo en un juego: acoplar mentalmente a cada individuo con su delito. Estudiando los expedientes, fue conociendo sus crímenes y algo del historial sociológico, sicológico, militar y médico, pero aún no podía identificar a cada uno de aquellos hombres. Posey, por su estatura de gigante, y Napoleón White, por su color, eran fácilmente reconocibles. Bien pronto supo quién era Franko. Pero respecto a los otros no había más forma de localizarlos que su intuición.

Conforme entraban en la celda, el cabo le decía el nombre del preso. En principio no fueron más que eso, una lista de nombres y delitos; ahora podía encajar a cada fisonomía en su crimen. Sin embargo, una vez dentro de las celdas, aquellos rostros y cuerpos reposados nada mostraban que pudiera delatarlos como asesinos, violadores, ladrones. Reisman lo encontraba asombrosamente extraño, como si hubiese esperado que se descubrieran por un reflejo diabólico en la mirada, una huella de vicio en el semblante, una actitud o al igual que los leprosos de la antigüedad que pasaban haciendo sonar la campanilla de su cuello para advertir: «¡Estoy inmundo! ¡Estoy inmundo!». Pero no era así, lo mismo que él tampoco llevaba signo externo de culpabilidad alguno, pese a los hombres que había matado. Más aún, en Reisman, al igual que en los presos, no era la simple conjetura: «Tal vez he matado con mi fusil a doscientas yardas, o tal vez he matado con la bomba que dejé caer»; sino que había visto cómo la vida daba paso a la muerte entre sus propias manos. Lo recordaba sin tormento. ¿Por qué iba a notársele a aquellos hombres en la cara? ¿Por qué iban a estar atormentados si él no lo estaba?

Desde el punto de vista de Reisman, Luis Jiménez fue el que mejor lo encaró: limpiamente, sin complicaciones.

—De acuerdo, capitán. ¿Por qué no? —dijo—. No tengo nada que perder.

Era un muchacho guapo, de dentadura brillante y homogénea que contrastaba con el matiz aceitunado de su piel. Parecía siempre a punto de sonreír, pero casi nunca lo hacía. Poco comunicativo y emocional, mostró escaso interés por su vida. Sin embargo, a Reisman no le pareció un tipo pasivo.

Jiménez estaba convicto de la muerte de un teniente que por protestar le arrestó a unas horas suplementarias de guardia. Era un muchacho simpático, que trabajaba en California en la recolección y jamás se había metido con nadie ni armado jaleo hasta aquella noche en que apuntó fríamente al corazón de un hombre y lo mató. ¿Por qué? ¿Quién sabe?[27] Tal vez por tener —era su obligación— un fusil cargado en las manos; tal vez porque aquel estúpido teniente no le dejaba en paz, como declaró Jiménez más tarde.

Era precisamente este factor desconocido de Jiménez el que le hacía peligroso. Pertenecía a esa clase de personas al acecho, en apariencia dormidas y ajenas. Reisman se daba cuenta que no debía olvidar esto ni un solo minuto.

Kendall B. Sawyer era el único del grupo con experiencia de combate, y era lo que interesaba a Reisman primordialmente. Parecía haberse comportado como un buen soldado, aunque su C. I.[28] no era muy alto. Destinado al 5.º Grupo de Tanques en el frente italiano, que pasó a Inglaterra a engrosar el contingente de fuerzas para la invasión, Sawyer y Claude Bonner, un tanquista, salieron a dar una vuelta por Plymouth. El cambio fue demasiado brusco para sus mentes aún condicionadas por la tensión nerviosa del combate. Todavía acusaban el ronquido de los motores, el rugido del cañón, el zumbido de los obuses del «88», la claustrofobia de los atronadores hornos de muerte que conducían, el olor a cordita, a terror y a cadáveres. No pasaron por la readaptación sicológica ni sociológica necesaria después de una vida de rapiña en la que uno coge lo que quiere y cuando quiere, y está perfectamente bien mientras se trate de un alemán o un italiano y no haya perros guardianes al acecho. Pusieron el pie en Plymouth con el mismo espíritu que traían del frente y alguien olvidó decirles que los ingleses eran aliados.

Así habló Sawyer durante el juicio y no hubo forma de comprobarlo. Merodearon por las calles arrasadas por los bombardeos cerca del gran reloj del centro de la ciudad; se quedaron sin dinero.

—¡Vamos! quitárselo a uno de estos estúpidos ingleses! —dijo Bonner, y Sawyer, entre los vapores del alcohol, se encogió de hombros en señal de asentimiento. Subieron a un taxi con intención de robar al conductor.

Según la declaración de Sawyer ante el tribunal militar:

—Paré el taxi y me alejé unas veinte yardas para orinar. Cuando regresé el conductor estaba muerto. Bonner me dijo: «¡Larguémonos de aquí!». Él no quería matar al tipo. No comprendí cómo pudo suceder. Bonner debió haberle agarrado por detrás apretando demasiado.

Pero cuando se vio la causa contra Sawyer, Bonner estaba muerto. Aquella noche no regresaron al acuartelamiento y más tarde, perseguidos de cerca por la policía, se separaron. Bonner, no se sabe de dónde, cogió una pistola, y al hacer frente a la policía recibió un balazo. Desde la cárcel Sawyer lo maldijo por morir dejándole a él cargar con todo.

—Le haré un buen trabajo, capitán —juró Sawyer a Reisman—. ¡Ayúdeme! Yo tenía una buena hoja de servicios. No me importa morir… pero no colgado. De me una oportunidad y haré lo que me pida.

Chillaba y Reisman volvió la cara con disgusto. Durante toda la entrevista el preso no le miró a los ojos ni un segundo, pero Reisman pensó que de los doce era el único a quien podía dar la espalda sin peligro.

Archer Maggot no se decidía con facilidad. Pidió detalles. Todos los peros y los porqués, los pormenores del asunto.

—No creo que mantengan los cargos contra mí, capitán, la chica que dijo que la violé mentía. ¡Qué cuernos! En mi vida he violado a nadie.

Aquella risita burlona era de un descaro y una petulancia insoportables.

—Pregunte usted por Archer Maggot en Russel County y verá.

¿Por qué iba a aceptar la propuesta sin más ni más? En silencio Reisman fue hacia la puerta. Maggot, ansioso, se levantó del petate.

—Un momento, capitán —dijo—, no se irrite, aún no he dicho que no.

—Tampoco has dicho que sí, Maggot. Dilo de una vez y cierra el pico. No puedo perder el tiempo contigo.

Maggot era un tahúr de poca monta. Tenía veintisiete años. En el mundillo de hampones que abarca desde Fort Benning en Georgia hasta Phoenix City en Alabama era un conocido matón. Pero sus aventuras fueron siempre de escasa importancia: unos cuantos troles de peniques, el whisky ilegal, escarceos sexuales en los graneros, dinero fácil; ahora, sin embargo, se creía un tahúr de altos vuelos enfrentándose con un forastero de paso hacia Phoenix City. Pero con Reisman las apuestas eran demasiado altas. Hubiera querido —no sabía cómo— regresar a las orillas del río Chattahoochee para ajustar las cuentas a los amigos y vecinos impulsaron a alistarse en el ejército. Fue un estúpido más como los que él mismo había desplumado en los primeros y lucrativos años de la guerra.

Maggot miró a Reisman a la cara y sonrió.

—Bueno, entonces mejor será que cuente conmigo, señor.

Reisman tenía dudas de que le comprendiera. Samson Posey estaba sentado en cuclillas sobre una manta sucia, con los ojos entornados, como adormecido. El capitán, de pie ante él, inclinado después, acabó por sentarse. Elegía cuidadosamente las palabras y clavaba los ojos en el indio esperando un signo de comprensión y asentimiento.

Posey finalmente interrogó incrédulo:

—¿No colgar?

—No. No te colgarán —continuó Reisman despacio, mirando sin pestañear aquella tez oscura. En esta ocasión se alegró de ser portador de una verdadera esperanza—, pero debes comprender que no puedo prometerte nada después de que hayas cumplido la misión. No está en mis manos. En cierto modo depende de ti.

Reisman volvió a dudar de si le entendía realmente. Hablaba un inglés vacilante, pero ¿comprendía a fondo?

Una expresión de alivio se reflejó en el rostro de Posey ablandando sus facciones.

—Lucharé… Moriré tal vez como usted dice… —dijo poniéndose en pie. Por una fracción de segundo, Reisman no pudo evitar el temor hacia aquel gigante erguido ante él. Posey le tendió la mano.

—Gracias —dijo—. Le seguiré.

Reisman se la estrechó, y aunque habitualmente rechazaba cualquier sentimiento de orgullo, no pudo eludir la satisfacción por lo que acababa de hacer.

Roscoe K. Lever se pasó la lengua por los labios y apartó sus ojos de los de Reisman. Aparentaba tranquilidad, forzando incluso cómicamente la tensión interna que le dominaba.

La decisión a tomar era en el caso de Lever mucho más difícil. El delito del que estaba convicto no le condenaba a la horca. No obstante, Reisman lo encontró, tanto a él como a sus hazañas, más despreciable si cabe que a los restantes.

—Nadie me hizo favores y el ejército no va a ser el primero. Y menos después del paquete que me han metido —dijo.

—Eras culpable, ¿no? ¿De qué te quejas?

No contestó. Era culpable… de dejarse cazar estúpidamente, de cometer un error y no quería cometer ninguno más. Su boca estaba tan seca que le pareció tener la lengua de corcho. Una botella de cerveza fría… Ahora, tenía un deseo continuo de beber cosas frías. El capitán esperaba su respuesta y Lever se sintió acorralado, acorralado como aquel día en Birmingham…

Era un soldado de primera clase, destinado al 37 Batallón de Suministros, y trabajaba en un parque de automóviles. Un día descubrió aquella joyería. Un objetivo fácil. No era su primer golpe —nadie conocía los otros— y no sería el último. Pero sólo robaba a paisanos, nadie del servicio. Pensó que algún tipo que no estaba alistado en el ejército andaba quitándole las oportunidades, el dinero que él podía ganar. Su técnica estaba ya muy experimentada: robo a mano armada. Se escoge un lugar discreto, una gasolinera o una tienda —los robos pequeños son más rentables y menos expuestos—, se roba un coche, o si no a pie, con ropa de paisano, máscara o disfraz. En un punto de la ruta de huida se deja escondido el uniforme y cerca, un vehículo militar en servicio oficial. Las oportunidades eran limitadas, el tiempo justo, pero precisamente tales limitaciones constituían su mejor garantía. «Trabajó» todos los Estados Unidos…

—Eres culpable, ¿sí o no? —pinchó Reisman.

—No para un encierro de treinta años.

—Y tuviste suerte —añadió, cáustico, Reisman—. Los ingleses te habrían colgado. Aquí, si utilizas una pistola en un robo, te la juegas. Debiste estudiar las costumbres locales antes de meterte en líos…

Merodeó unas cuantas veces por la joyería. Tras el mostrador siempre había un hombre mayor o una chica. Nunca los dos a la vez. Poca clientela. Eligió un momento en que estuviera el viejo, calculando que sería más fácil de «trabajar», y entró en la tienda con el rostro y las manos ennegrecidas, ropas usadas de obrero, una gorra y un pañuelo cubriéndole la cara. La enorme «Luger» aterrorizó al viejo; siempre ocurría lo mismo y resultaba extraño, pero a Lever aquel miedo le excitaba tanto como el propio dinero que iba a robar. El dependiente temblaba con los ojos desorbitados, las manos sobre el mostrador tal como Lever le había ordenado, tratando de imitar el acento cockney.

—Tengo poco dinero. Es una tienda de nada —balbució el anciano.

Lever golpeó con la pistola las manos y el rostro del hombre, tirándole las gafas. Aumentó su terror visiblemente, se desmayó intentando un grito que sólo fue un lloriqueo inaudible…

—Bueno, Lever ¿qué dices? ¿Sí o no? —preguntó Reisman.

La voz del capitán había interrumpido los recuerdos de Lever justo en el momento en que las cosas se le empezaron a poner mal. Contestó rápida e impremeditadamente, sólo para dejar a Reisman ocupado mientras él seguía con sus recuerdos.

—Si voy con usted, capitán, tengo grandes posibilidades de que me maten, ¿no?

—Tal vez —contestó Reisman, impaciente—. Si prefieres treinta años de cárcel es cosa tuya.

—¡Vamos! —replicó Lever, burlón—. Nadie está treinta años en la cárcel. El Comité de Revisión disminuirá la condena, y cuando acabe la guerra y se amainen los ánimos, habrá más reducciones. Yo estaré cómodamente sentado y los héroes habrán muerto…

Cómodamente sentado porque hasta Birmingham las cosas le fueron bien. Fue lo suficientemente astuto como para no hacer ostentación más allá de sus posibilidades de soldado de primera cuando salía con pase, porque jamás le faltó dinero para una copa, una buena cena, invitar a alguna chica o pagarse una prostituta. No como los otros soldados, imbéciles, siempre a la cuarta pregunta. La mayor parte de su botín le estaba esperando en cuentas bancarias y valores en depósito bajo diversas identidades civiles. No encontró razón alguna para suspender sus fructíferas actividades cuando le trasladaron a Inglaterra. En su opinión, lo que estaba ocurriendo en el mundo —y la gente lo aprobaba porque se hacía según «sus» normas— le parecía un crimen. Sin embargo, le era útil creer en el ejército y la patria porque mientras tanto se estaba asegurando sus buenas ganancias. El mundo entero se hallaba envuelto en el mayor crimen de la Historia…

—Entonces tu respuesta es no —insistió Reisman.

—Yo no dije tal cosa, capitán —replicó grosero.

Tiempo, necesitaba tiempo para pensar, para acabar con las vacilaciones… las vacilaciones que en Birmingham le costaron tan caras. Fue su error. Había vacilado…

Rápidamente se dirigió a la vieja caja de seguridad de hierro. Cerrada. Se volvió al anciano semiinconsciente, intentando que la abriera. Estaba perdiendo mucho tiempo, demasiado. Tenía que marcharse. Vació el cajón de la registradora y empezó a llenar un saco con puñados de joyas. Entró la muchacha. Al verle, quiso gritar, pero el miedo no le permitió más que un chillido sofocado. Antes de que volviera a hacerlo, se echó encima de ella, tapándole la boca, arrastrándola tras el mostrador junto al maldito viejo. Al descubrirlo tendido, la muchacha empezó a mover los labios sin emitir sonido alguno, boqueando como un pez. Tenía que largarse, pero la chica… No podía apartar los ojos de ella… El terror suplicante de aquel rostro al ver al viejo inconsciente que tal vez creyó muerto… Una especie de desesperación total… Su perfume… No tenía intención… él jamás… Le rasgó el vestido, dominado por un deseo compulsivo de poseerla allí mismo, en aquel preciso instante, ¡en aquel increíble momento de poderío absoluto que él había creado! Y entonces fue cuando la muchacha empezó a gritar, a gritar… a gritar… a gritar… Él se apartó y echó a correr… cayendo en brazos de los transeúntes, los comerciantes vecinos, la policía, la vigilancia militar, el juicio». Cargos: robo a mano armada, homicidio frustrado, violación frustrada. Veredicto: culpable de todos los cargos…

—Debí suponer que no tenías arrestos para una misión como ésta —dijo Reisman con desprecio—. Tú sólo tienes arrestos para asustar con una pistola a un pobre viejo o a una muchacha, pero no para realizar una misión militar honesta como Juraste al alistarte. Dicen que los hombres se hacen cobardes en la cárcel. Lever, la piel se les va poniendo amarillenta en el encierro. A ti no se te notará la diferencia; eres un cobarde despreciable.

Reisman no quería encolerizarse. Era poco útil complicarse emotivamente en lo que sólo debía ser una labor fría, de serenidad. Lo estaba estropeando, no tenía por qué recurrir a insultos.

Lever oyó la voz del capitán gritándole con absoluto desprecio: «¡Cobarde!». El abuso de autoridad completamente inesperado y extemporáneo del capitán le sorprendió. Concretamente aquella palabra, «cobarde», hizo impacto en él. «Tienes más graduación que yo —pensó—, por eso me callo. No soy un cobarde. Un ratero es cobarde, un descuidero es cobarde, pero Roscoe K. Lever, no». Él planificaba su trabajo, un trabajo cara a cara, un enfrentamiento real con un elemento básico de riesgo que hacía más atractivos sus logros. Apuesta contra el destino, llámese como se quiera. Claro que utilizaba pistola y escogía las víctimas y el momento favorable, pero la gente siempre está dispuesta a impedir como sea que se apoderen de lo que les pertenece. En realidad no hacía más que equilibrar la balanza.

—¿Por qué demonios pierde usted los estribos? —soltó Lever sin reflexionar—. Estaba pensando, nada más.

Hizo una pausa, vacilando, pero ya no podía dudar.

—Acepto, ¡qué diablos!

La tensión interior de Reisman cedió. Sin embargo, aumentó la apuesta:

—Entonces, ¡empieza ahora mismo! —ordenó—. ¿Cómo te diriges a un oficial?

Lever se cuadró grotescamente.

—¡Señor —dijo—, me ofrezco voluntario para su misión!

Tanto el «voluntario» como el «señor» tenían un soniquete burlesco que no escapó a Reisman.

Al abandonar la celda de Myron Odell, experimentó una sensación extraña en todo el cuerpo como si tuviera la ropa infectada de piojos. Odell se le arrodilló abrazándole las piernas, balbuciendo, en una mezcla de agradecimiento y súplica cuando comprendió lo que había ido a ofrecerle. Sin embargo, sus primeras palabras fueron sorprendentes: «¡Soy inocente!». Ningún otro había dicho semejante cosa a Reisman, aunque todos ellos en los juicios militares alegaron no culpabilidad. A juzgar por su expediente, se trataba de un hombre extraño. La única muchacha con la que se pudo probar que Odell había tenido cierta amistad —una retrasada mental— fue encontrada muerta, violada y mutilada en la enfermería que Odell tenía a su cargo en Glasgow.

Su inocencia o culpabilidad no concernían a Reisman y desechó cualquier averiguación en este sentido. Pero ¿cómo convertir a semejante desdichado, no ya en hombre, sino en militar? Lo seleccionó sobre el papel, en la impersonalidad de los ficheros, como a los restantes, pero ahora se preguntaba si de haberlo conocido a priori hubiera hecho lo mismo. Quizá; aunque sólo fuera para salvar a aquel infeliz de su suerte. Al concederle aquel poder de vida y muerte para escoger a un condenado desechando a otros, le cargaron con un insoportable sentimiento de culpabilidad. Odell tenía tanto derecho como los demás, tal vez mayor, y desde luego era un enfant perdu[29].

Calvin Ezra Smith. Vernon Pinkley, Joseph Wladislaw, Glenn Gilpin… Para ellos el dilema era tan agudo como para Roscoe K. Lever. Convictas según el artículo 96 del Código de Justicia Militar de diversos delitos de violencia, no les esperaba la horca como a los otros siete. De sus vidas poco conocía Reisman, casi exclusivamente el crimen por el que fueron juzgados y condenados; nada de lo que habían hecho o habían sido anteriormente.

De todas maneras, aquellos hombres le eran familiares. Uno se puede encontrar con ellos en los moteles, los cafés de los pueblos o las tabernas de todo el país. Habitan las ciudades puritanas en las que se rechaza el National Repeal, y el consumo de licores es tan perseguido que tienen que llevarse al bar sus propias bebidas y siempre hay una atmósfera tensa. Habitan en las estrechas y arboladas carreteras de Nueva Inglaterra, criándose perpetuamente coléricos en ciudades en las que no hay nada que hacer el sábado por la tarde, salvo recorrer con los viejos automóviles las granjas, buscando chicas y atemorizando a los turistas. O viven en los arrabales de Chicago, donde cruzar la calle es marchar a otro país, y los juke-box y el habla son diferentes y Dios te guarde de entrar en un local cuando los asiduos están de mal genio. O en las vastas praderas del sudoeste que alimentan y dan combustible a un imperio que les sobrepasa, donde no hay con quien compartir la soledad y la frustración y sólo queda marcharse, ir de un lado para otro.

De allí venían Smith, Pinkley, Wladislaw, Gilpin. Y allí se hubieran quedado a no ser por la guerra. Todos aceptaron la oferta de Reisman, porque se había metido en buenos líos y tal vez aquello fuera una escapatoria, la más fácil, o quizá el tan ansiado sendero hacia la fama.

Smith esgrime su Biblia: «Capitán, he orado al Señor para que me mostrara su camino y Él me ha escuchado».

Pinkley: «¿Podremos salir alguna vez? Ya sabe usted… ir a la ciudad o alguna cosa parecida».

Wladislaw, al mencionar Reisman su lugar de nacimiento: «¡Es usted de Chicago! Oiga, ¿conoce a…?».

Como si no hubiera más de un millón de personas en la ciudad.

Gilpin: «No hay mucha diferencia entre un cuerpo del ejército y el otro, ¡qué demonio!». Aún no había comprendido que no estaba en el ejército sino en la cárcel.

A Reisman le hubiera sido difícil precisar por qué escogió a estos hombres y no a otros. Una intuición, una palabra, una frase en sus expedientes… Su viejo instinto que le indicaba que eran los mejores dentro de lo malo. Hombres que forman ese gran interrogante que llamamos América. Siempre a la busca de algo que no encontrarán. Siempre dispuestos a discutir y pelear o inventar un truco para ganar dinero fácilmente. Podemos encontrarlos a todas horas, de día y de noche, mano sobre mano, en los bares, charlando, fanfarroneando, buscando pelea. No son borrachos, sino hombres que parecen habitar los bares indefinidamente, y sin embargo, han de tener algún empleo fijo, algún medio que les permita mantenerse, pagarse la bebida y las horas que consumen sin hacer nada.

Leñadores, barrenderos, hombres pequeños de ciudades pequeñas a los que el demonio de los tiempos modernos —los medios de comunicación de masas—, tirano de nuestra época, ha incrustado en los poros de la piel el ansia de riqueza, fama y emociones. Detestan su trabajo e inesperadamente sufren un estallido de salvajismo que es sólo una protesta por el papel que les ha tocado jugar en la vida. Tienen novias o viudas, mujeres buenas que llorarán por ellos o mujerzuelas que les sacan hasta el último céntimo. Niños a quienes acarician o golpean según su temperamento. Sin embargo, ésta es una auténtica vida: estar sentados, aguardando algo excitante, algo que entusiasme, alguien más fuerte que ellos que les llame para la próxima pelea.

Terminada la ronda por las celdas, Reisman comprendió la insistencia del teniente Kinder en que ofreciera personalmente a cada preso la oportunidad de participar en la operación. En el momento de hacer la propuesta se había forjado con cada uno de ellos un inesperado lazo emocional. Odell y Posey —según distintas medidas de competencia y hombría— le habían convencido de la ventaja sicológica de efectuar personalmente la tarea. Tal vez con los otros hubiera ocurrido igual, aunque no lo manifestaran en forma alguna y llegado el caso lo negarían rotundamente. Su lealtad iba a ser como su odio. Sólo un enigma: White, a quien iba a visitar ahora en busca de una respuesta definitiva.

Recordó las palabras de Kinder: «En cierto modo son como niños recién nacidos y usted tendrá que ser para ellos padre y madre, darles la vida, alimentarles, guiarles en sus primeros pasos». Era una tremenda responsabilidad. Al margen de su posible complicación emocional, ¿qué clase de fuerza podría tejer con hilos tan frágiles?