6

Reisman enseñó su pase a la Policía Militar de la entrada, y tras devolver el saludo, atravesó en su jeep los muros de Marston Tyne. En el patio de la prisión, los lentos pelotones de presos marcaban el paso, algunos arrastrando los pies, otros cantando con algo parecido a brío militar.

Muchos le miraron con envidia y desconfianza, mientras conducía el coche despacio, buscando un lugar para aparcar junto a la Administración.

Caía una fría llovizna, pero ninguno llevaba capote. La única nota chillona eran las «pes» blancas del uniforme, que bailaban una danza desarticulada en piernas y espaldas. Sobre el terreno, y llegado el momento, le asqueaba la naturaleza del trabajo que le había conducido allí. Seguía teniendo sus dudas respecto al proyecto, pero después de varios días de consultas de archivos en Londres y Salisbury, conseguir permisos, presionar en todas partes, había logrado reunir doce posibilidades que mentalmente denominaba su legión personal de condenados.

Los franceses tienen una palabra. Siempre tienen la palabra apropiada. Ah! Le petit enfant!, cloquean ante los balbuceos de un bebé. Y cuando el enfant es mayor y tiene huevos y músculos, le dan un uniforme y un fusil, le envían a ejecutar un trabajo remoto e imposible, y entonces le llaman Lenfant perdu. ¡Y qué verdad fue eso! en los primeros días de aquella especie de guerra de opereta, cuando él les había ayudado en su lucha perdida de antemano, frente al juggernaut[15] nazi en su brutal empuje hacia París. Niños perdidos, soldados perdidos, causa perdida. Les enfants perdus!

Volvería a luchar. Cuatro de los presos que había elegido estaban ya en Marston Tyne desde hacía tiempo, uno de ellos esperando la confirmación de su pena de muerte. Los otros tres cumpliendo largas condenas que habrían acabado en Leavenworth o cualquier otra penitenciaría de los Estados Unidos. Los demás eran presos recientes o que languidecían en diversas prisiones del Reino Unido en espera de su destino. Intentó extender sus pesquisas a otros teatros de operación, incluso a la zona interior oculta y segura al otro lado del Atlántico, pero el teniente Kinder había recibido órdenes misteriosas de «arriba», indicando que aquello no formaba parte del plan.

Excedido por los cargos, su pasado y sus crímenes, Reisman no sentía más que desprecio hacia la mayoría de los presos que había escogido. Había, sin embargo, dos o tres en cuya hoja de servicios había visto que fueron personas muy distintas a lo que ahora eran. Hombres que en circunstancias normales habría tenido en cuenta para tal misión.

Sintiendo en él una especie de omnipotencia, escogió en primer lugar, sin vacilación alguna, a los condenados a muerte. Les daría una última oportunidad, y ellos tendrían que aprovecharla o, en caso contrarío, serían devueltos al verdugo.

El teniente Kinder le había aleccionado en el sentido de que lo que había que canalizar en estos hombres era precisamente su capacidad para el crimen, controlarla, embotellarla —por así decirlo— para que cuando se diera la orden, el ejército se sirviera de ella. Ambos no pudieron por menos de admitir que en este planteamiento había una cierta dosis de absurdo, ya que un hombre impulsado al crimen en una ocasión no presuponía que en circunstancias diferentes se le pudiera volver a empujar a él simplemente con poner en marcha un dispositivo previamente acondicionado. Kinder quería probar una serie de Rorschachs y tests motivacionales, en cuanto el grupo estuviera organizado, pues tenía la hipótesis que en este tipo de hombres existía una predisposición a lo que denominaba una «especie de exutorio emocional» y quería verificarla.

A punto de entrar en el edificio, Reisman volvió al jeep. Quitó el rotor del distribuidor guardándoselo en el bolsillo de la guerrera, encaminándose nuevamente hacia la Comandancia.

—¡Lástima que no llegaran antes de su primera visita! —dijo el coronel Tarbell, señalando las órdenes que Reisman acababa de entregarle.

—Lo dice por el pelirrojo… Gardiner.

—Sí.

Tarbell dejó que el silencio llenara la habitación y continuó:

—Supongo que no estará autorizado a decirme de qué se trata… No…, déjelo. No trate de darme explicaciones. Aquí dice que puede disponer de los hombres y yo estoy para ayudarle en lo que necesite. Con eso basta.

—Gracias, coronel —dijo Reisman, compartiendo el alivio de Tarbell y esperando que éste le comprendiera—. En realidad, no son aún mis hombres. Sólo estoy autorizado a lanzarles la pelota, como se me ha ordenado, a ver si la recogen. Es una especie de lo toma o…

—¿Quiere usted decir que o aceptan o se cumple la sentencia?

—Sí.

—Es absurdo —dijo pausadamente Tarbell. Se levantó y fue hacia la ventana, mirando fijamente al exterior.

Los presos estaban haciendo instrucción y hasta ellos llegaba el ruido de sus pasos.

—Para muchos de ellos —continuó— es más de lo que se merecen. No le envidio. Le han encomendado una buena tarea, sea cual fuere. En el grupo que llegó esta misma mañana ya ha habido una pelea. Un muchacho de color sacudió en la boca a un gracioso que se burló de él.

Reisman pensó que debía tratarse de Napoleón White. No le sorprendía. En realidad, le complacía. Era preferible que las tensiones internas estallaran en el primer momento; así podrían ponerse manos a la obra.

—¿Y ese indio que estaba recluido en Belfast, ha llegado ya?

—Todos los hombres de su lista están ya aquí, capitán —dijo Tarbell apartándose de la ventana y volviendo a la mesa—. Todos le tienen un poco de miedo, incluso mis hombres.

—¿Cómo es?

—¿El nooble salvaaje? —Tarbell arrastró la frase para hacerla más ridícula—. Se niega a hablar o no habla porque no sabe inglés. El caso es que hasta ahora obedece órdenes. Algo debe saber cuando ha llegado tan lejos en el ejército.

El coronel se recostó, cansado, en su sillón giratorio.

—¿Qué ayuda necesita de mí, capitán?

—Mucha —dijo Reisman—. Para empezar: una docena de policías militares y un sargento con experiencia para mantenerlos a raya. Uno o dos cabos, si tiene usted de sobra, coronel; a mí me es igual. Sólo quiero un guardián por preso. Tendrán que estar a mis órdenes donde los necesite. En cuanto se me unan, deberán permanecer conmigo hasta el fin.

Tarbell lanzó un silbido.

—No hay duda que sabe usted lo que quiere, capitán, pero son muchos hombres.

—¡Vamos, no regatee! —sonrió Reisman, intentando resistir—. A usted no le tiene que ser difícil conseguirlos. Necesito cuanto antes hombres que hayan trabajado con presos y que conozcan bien su trabajo.

Regatearon y Reisman rebajó a seis policías, un cabo y un sargento.

—¿Cuál es su mejor sargento? —preguntó.

—El sargento D’Alessio…, pero por ahí no paso —dijo Tarbell, sonriendo—, no puede usted quitármelo, capitán, es mi mano derecha. Hay otro sargento que ahora está libre y seguirá estándolo por algún tiempo», me imagino.

—Me lo quedo.

—¿Cari Morgan?

—¿El verdugo?

—Sí.

—Me lo quedo.

No se le había ocurrido antes, pero la idea tenía una cierta y extraña lógica. Reisman pensó que si no era capaz de captarse a los presos con sus dotes de mando, la presencia bestial de aquel tipo les aterrorizaría, sirviendo de acicate.

—Si es posible —continuó—, los quiero en celdas separadas para que no puedan comunicarse. En cuanto haya dado un vistazo general al grupo, me entrevistaré con ellos uno por uno.

Tarbell le explicó el horario de la cárcel: se alternaba la cultura física, los trabajos manuales y la instrucción.

—Excepto a los condenados a muerte, al resto del personal lo sacamos todos los días un rato para que haga ejercicio. A esto se limita el programa.

—¿Podría usted alterarlo hoy? —preguntó Reisman—. Quisiera formar un pelotón con mis doce presos, incluidos los condenados a muerte, para ver cómo responden a las voces de mando.

—Va a tener complicaciones si hace eso —dijo Tarbell—. ¿Por qué no les plantea primero la papeleta?

—De ahora en adelante, coronel, no voy a tener más que complicaciones, pero por algo hay que empezar. Creo que esto es lo mejor: Ni promesas, ni esperanzas, ni falsas ilusiones para ablandarlos. Voy a partir de cero y veremos qué ocurre.

Víctor Franko estaba excitado sin abandonar por ello su suspicacia. Un cambio en la rutina de la prisión, un cambio inexplicable, pero en cualquier caso beneficioso, pues, momentáneamente, se libraba de su terrible soledad de reo incomunicado. En otras ocasiones le habían sacado de la celda, llevándole a pasear como un perro atado a su cadena, siempre el mismo recorrido: un pequeño patio aislado donde era imposible comunicarse con nadie. Incluso las dos repugnantes comidas diarias las hacía en la soledad de su calabozo. Por ello era tan excitante sentirse rodeado de personas, ver caras nuevas. Ignoraba qué podría suceder después, pero aguardaba con impaciencia el próximo acontecimiento, la próxima emoción.

Tras la lluvia el aire era fresco y limpio. El cabo Bowren formó a los hombres en posición de descanso en cuatro filas de a tres, rodeados por lo que a Franko le pareció inusitado número de vigilantes. Paseó los ojos por todos los congregados en el patio, valorando la fuerza y capacidad de cada uno de ellos por sus actitudes y expresiones. A algunos de los presos los había visto de lejos anteriormente. Pero no conocía a ninguno de los de su fila. Ante aquellos rostros, Franko reflexionó; había en algunos de ellos fuerza ciega e indomable, como en aquel gigante que miraba al frente en actitud impasible; en otros sólo quedaban cenizas de lo que debió ser verdadera y auténtica fuerza; también astucia, pero ninguno podía ser tan astuto como él; y mediocridad de cuerpo y espíritu, aquella repugnante emanación de los pacientes rebaños de presos de todas las cárceles que había conocido; y debilidad y el hedor de la cobardía. Vio todas estas cosas. Quizá porque las reconocía en sí mismo.

Los guardianes permanecían alerta, con los fusiles montados, Franko reconoció a alguno. El cabo Bowren, que a veces le custodiaba, con un pesado «45» en la cadera: se le hizo la boca agua de envidia. De repente se llenó de terror: allí estaba, rechoncho, paseando de arriba abajo con su mirada triste y enfermiza. En una fracción de segundo el odio sustituyó al miedo; miraba al sargento primero. «¡No me pillarás, hijo de puta!», gritó en su interior.

Se concentró en el preso que tenía al lado, sin que en realidad llegara a mirarle. Había en su actitud un no sé qué asustadizo, una ansiedad en los ojos como si buscara establecer contacto con Franko.

—¿A qué viene todo este jaleo? —musitó Franko, sin volver la cara, pues les estaba prohibido hablar.

—No lo sé —respondió Odell en un susurro alborozado. ¡Qué estupendo que alguien buscara su amistad!—. Creí que tú lo sabías. Yo he llegado esta misma mañana. Supongo que vamos a hacer instrucción.

—¡Una mierda! A mí nadie me hace jugar a los soldaditos.

—¿Qué quieres decir?

Franko ignoraba lo que había querido decir, pero sabía que, en efecto, iba a decir algo. Era perro viejo y les iba a demostrar que conocía al dedillo las ordenanzas y reglamentos.

Todo estaba infectado de negros de mierda. En la otra punta de la formación, Maggot distinguió al que peleó con él aquella mañana. Se habían propuesto mantenerlos apartados, pero ponerle al lado del indio era lo mismo, peor aún, pues sabía que no iba a decir o hacer nada que pudiera provocar a aquel gigante. Le llegó su olor, haciéndole fruncir la nariz. ¿Qué huele peor que un negro? Ahora ya conocía la respuesta a aquel estribillo de sus paisanos.

Lo que más le fastidiaba a Maggot de cuanto hasta ahora le sucediera, era andar mezclado con indios, mexicanos y tipos extranjeros. Y si allí no había judíos era porque no tenían huevos para meterse en jaleos. Por supuesto, la sentencia de muerte le inquietó, pero aquel ladino abogado judío le dijo que tenía muchas posibilidades de que le fuera conmutada, y si las cosas se ponían mal, había tiempo para preocuparse. ¡Vete a una cárcel y tan seguro como el infierno que encontrarás un piojoso negro! También oyó hablar de lugares, lejos de su tierra, donde se ponían juntos a blancos y negros. Pensar en ello le producía siempre miedo y repulsión.

Cuando les asignaron celdas, Maggot prestó atención al habla de los celadores y captó en uno de ellos el suave acento que esperaba. Habló aparte con aquel guardián.

—¿Eres de Georgia, muchacho? —le preguntó.

—De Shaw, Savannah. ¿Qué pasa?

—Oye, que no me pongan con ningún negro, ¿comprendes?

—¿Qué coño crees que es esto, el Peachtree de Savannah? —respondió burlón el guardián—. Iréis adónde os digamos.

Pero le dieron una celda para él solo en la tercera galería. Ya era algo.

Frente a aquel pelotón, Reisman se sentía como un pobre entrenador ante un puñado de jugadores novatos. El cabo Bowren le dio la novedad, mientras el sargento Morgan, inseguro de su papel allí/permanecía a un lado observando.

—Muy bien, muchachos. Vamos a hacer un poco de marcha. Le miraron fríamente, con curiosidad.

—Rehagan las filas por estaturas, de izquierda a derecha. ¡Rápido! El capitán advirtió que Morgan te había reconocido de la noche en la posada, y que estaba incómodo por no saber a ciencia cierta qué es lo que Reisman se traía entre manos, ni por qué razón le pusieron bajo sus órdenes. Además, resultaba evidente que el coronel Tarbell, al comunicarle su nuevo destino, le informó de que sus servicios técnicos iban a ser innecesarios por una temporada. En consecuencia, Morgan presentaba el lamentable aspecto del niño perverso al que han arrebatado una rana que estaba a punto de destripar.

Al verle, Reisman recordó a Tess. ¿Cómo pudo haberla olvidado tan completamente como si jamás la hubiera conocido? Se prometió ir a verla más tarde.

Tras una cierta confusión, los hombres quedaron formados por estatura tal y como ordenó. En la fila de delante, dominados por la mole de Samson Posey, estaban sus doce. Era la primera vez que los veía. Le produjo un extraño sentimiento pensar que conocía, sin que aquellos hombres lo supieran, todos los detalles de sus vidas. En apariencia, nada les diferenciaba de los restantes presos, y, sin embargo, se sorprendió a sí mismo mirándoles casi con desafío.

La voz de Reisman, profunda y articulada, resonó en el patio:

—A la voz de mando, numérense de izquierda a derecha y de adelante atrás.

Gozaba con la sensación de mandar.

—Me dirigiré a ustedes por el número. Si tienen que decirme alguna cosa, llámenme capitán o señor. ¿Enterados? ¡Numérense!

Las voces sonaban desganadas. Al saltar de una fila a otra surgían las confusiones de costumbre, pero Reisman jamás vio un pelotón recién formado que fuera capaz de numerarse a la primera. Cuando terminaron, Reisman se volvió hacia Morgan.

—Sargento, tome el mando para la instrucción.

Morgan se cuadró ame él:

—¿Puedo hablarle, capitán?

—Naturalmente.

Se separaron del pelotón. Morgan se acercó tanto a Reisman que éste percibió su respiración y apartó la cara con disgusto.

—¿Qué ocurre sargento?

Avergonzado, Morgan susurró algunas palabras. Reisman, que en principio estuvo a punto de estallar en carcajadas, comprendió que se enfrentaba con un nuevo problema.

—Bueno, entonces más vale que observe atentamente y aprenda pronto —dijo severo—, pues de ahora en adelante formará parte de su trabajo.

Volvieron. El sargento iba tras él en actitud abatida: nunca había mandado un pelotón.

—Cabo Bowren —dijo Reisman. Bowren se cuadró ante él.

—¡A la orden, señor!

—¿Qué tal se le da mandar la instrucción?

—¡A la orden, señor!

—Entonces, tome el mando y a ver si se lucen.

Surgieron problemas desde el primer ¡de frente!, ¡marchen! Las filas, de atrás iban bien, pero uno de los de la fila de delante no se movió del sitio, deshaciendo la formación.

—¡Pelotón! ¡Alto! —ordenó Bowren, mirando, burlón, a Reisman.

—Fórmelos e inténtelo de nuevo, cabo.

Volvió a suceder lo mismo, y esta vez hubo un conato de pelea. Bowren se acercó para separar a los hombres.

—Este hijo de puta no anda —dijo Sawyer.

Reisman se encaró con el hombre de piel atezada que había permanecido inmóvil en su sitio mirando despectivamente.

—¿Pasa algo contigo, número siete? —preguntó Reisman.

—Sí que pasa —contestó Franko, arrogante.

—Sí que pasa, ¿«qué»?…

—Sí que pasa.

—Sí que pasa, «señor» —puntualizó Reisman.

—No tengo por qué llamar señor ni a usted ni a nadie. No tengo por qué hacer instrucción si no me da la gana. Usted sabe lo que dice el Reglamento.

—¿Por qué no tienes que desfilar, número siete? El resto del pelotón les contemplaba, pasmados ante la disputa. En los labios de Morgan empezó a dibujarse una sonrisa de suficiencia. El cabo Bowren parecía querer dar una patada en los dientes amarillos de Franko. Sabía de sobra que aquel tipo era un camorrista, pero ahora daba la sensación de que el capitán le estaba provocando.

—Los condenados no estamos obligados a hacer instrucción —dijo Franko.

Muchos de la primera fila que lo oyeron se quedaron pensativos. Reisman advirtió cómo la conmoción se extendía silenciosamente a todos los hombres del grupo. Acababa de abrirse una brecha de protesta y si se convencían, de que era verdad que aún tenían derechos, se solidarizarían en el acto.

—¿Tú por qué estás aquí, por atropellar al perro del coronel? —preguntó Reisman en tono mordaz.

Franko quiso gritar, escupirle a la cara su crimen. La ira le hizo imaginar que hundía sus dedos temblorosos en la garganta del capitán que tenía enfrente. Pero gritar que había cometido un asesinato era una confesión y una forma de aceptar el castigo, y eso no lo haría jamás.

—Eso es, capitán —contestó.

—¿Te niegas a hacer instrucción?

—Exactamente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Reisman.

—Número siete.

—Se llama Franko, capitán —intervino Bowren.

—Ven acá un momento. Franko, quiero hablar contigo —la voz de Reisman sonó conciliadora.

El preso hizo un gesto de indiferencia y salió de la fila, dirigiéndose hacia Reisman. El capitán, sonriendo, le pasó la mano por el hombro y empezaron a andar. Eran de la misma estatura y corpulencia. Se inclinó al oído de Franko:

—Mira, «spaghetti»[16] cabrón, si te niegas a desfilar te voy a romper la cara —le dijo con tono tajante. Después bajó el brazo y dio media vuelta dirigiéndose hacia las filas.

A sus espaldas percibió como un remolino de aire: Franko se le echaba encima. Encogiendo la cabeza, se dejó caer sobre una rodilla incorporándose a continuación rápidamente. El hombre cayó sobre el duro suelo de cemento con la cabeza junto a los pies de Reisman. Alargando la mano como para ayudarle, el capitán le golpeó en la mandíbula con saña. Lo dejó inconsciente. El cabo Bowren se inclinó sobre él; los celadores habían apretado su círculo envolviendo al pelotón.

—¿Qué ha visto usted, cabo? —preguntó Reisman.

—He visto al capitán obligado a defenderse ante el ataque de un preso —respondió Bowren.

—Gracias, cabo —dijo Reisman. Llamó a Morgan—: Devuelva a este hombre a su celda, sargento. Que le acompañe un guardián.

Si esperaba aquiescencia de los restantes presos, se equivocó. En las filas se oían murmullos de desaprobación.

—Si alguien quiere decir algo, adelante, le escucho —dijo.

—Si lo que ha dicho éste es cierto, yo tampoco hago instrucción —aventuró Maggot con audacia— ¿por qué demonios iba a hacerla? De todos modos, dicen que me van a colgar.

—Muy bien, «Johnny El Rebelde»[17]. Sal de la formación —ordenó Reisman.

Maggot avanzó desconfiado.

—Conmigo no intente nada, capitán —dijo, señalando a Franko, que se alejaba tambaleándose entre dos guardianes—. Si nos busca las pulgas, se verá usted en un aprieto. Se expone a un juicio militar.

Desde el primer momento percibió Reisman el sentimiento de solidaridad entre los presos. Aunque estuviera quedando en evidencia, en cierta forma lo prefería así.

—A ver. Si queda algún otro leguleyo que piense que no hay que hacer instrucción que dé un paso al frente —dijo, desafiante.

Odell vacilaba: ¿si era cierto lo del reglamento, por qué no atreverse? Tal vez debiera secundar a Franko, que le había hablado y parecía simpático. Sawyer se mantuvo a la expectativa: deseaba hacer instrucción. Volver a ponerse un uniforme flamante y desfilar, desfilar, desfilar. Napoleón White dio un paso al frente: no era una protesta, pero no quería tener nada que agradecerles. Jiménez dio un paso al frente; sólo marcharía al patíbulo, nada más. Odell se decidió sintiendo una nueva emoción, dio un paso al frente.

De la primera fila habían salido seis hombres, los restantes siguieron en sus puestos. Reisman, que conocía el historial de aquellos seis condenados, pensó que la formación se había dividido en dos grupos, el de la vida y el de la muerte.

—Cabo Bowren —ordenó—. Designe un guardián para que conduzca a estos hombres a sus celdas y luego me da usted treinta minutos de instrucción a los restantes.

A las tres, quejándose de la monotonía de la col, los presos concluyeron la última comida del día. Reisman comenzó su ronda por la tercera galería; le escoltaban el cabo Bowren y un policía militar, con órdenes de mantenerse a diez pasos y no intervenir a menos que él les llamase. Morgan se ejercitaba en las órdenes de mando con D’Alessio.

Cuando Víctor Franko, tendido en su catre, vio quién entraba, se incorporó, tenso, dispuesto a saltar.

—¡Hola, Franko! —dijo Reisman, recorriendo con la mirada la celda buscando un sitio para sentarse. Al no encontrarlo permaneció de pie, paseando distraídamente la vista por todos los objetos de la habitación—. Quiero hablarte de algo muy importante.

—Yo sí que voy a hablar con el coronel —replicó Franko, rabioso.

Ya lo creo que lo haría, no tenía nada que perder, se iban a enterar. Si la apelación le era desfavorable, alegaría malos tratos e intentaría un juicio militar contra el capitán. Un oficial no puede pegar a un soldado y quedarse tan fresco, ni el general Patton podría. El mismo Ike le daría a la lengua para obligarle a pedir excusas. Al formularse los cargos contra el capitán le necesitarían como testigo. Un ahorcado no puede declarar. Ganaría tiempo, tiempo para vivir y encontrar una nueva escapatoria.

—Está bien, olvidemos por ahora lo de esta mañana —dijo Reisman—. ¿Te gustaría salir de aquí?

—¿Quiere usted dejar de tomarme el pelo?

—Al me dijo que aras un tipo duro.

—Al ¿qué? —preguntó Franko con actitud perpleja.

—Tu primo Al Capone, tu primo Al. ¿No dijiste a los guardianes que eras primo de Al Capone?

—¡Ah! ¿Es eso? Son unos palurdos, ¡qué pueden entender!

—¿Qué harías si te digo que Al arregló las cosas para que pudieras largarte de aquí?

—Le diría que es usted un gilipollas.

El capitán conocía la soberbia, sabía cómo encarar el orgullo, pero Franko era insolente como una comadreja. Estaba acostumbrado a los Frankos de este mundo. Hubo un tiempo, muy lejano, en que las fanfarronadas de Franko le habrían asustado. Entonces era muy joven, y a pesar de ello supo aprender, se endureció, se hizo el más fuerte. Sí, los conocía muy bien: sudaban, gritaban, se acobardaban y morían. Con éste iba a ser divertido, podría disfrutar como por la mañana de su superioridad física y mental. Estaba deseando agarrarle por el cuello y darle contra la pared hasta que destrozado y lloriqueante le pidiera perdón, pero era una actitud infantil y completamente inútil.

—Como soldado eres una mierda, Franko —dijo marcando las palabras—. Lo he leído en tu hoja de servicios y me lo has demostrado esta mañana. Debiste quedarte en Leavenworth. ¿Por qué te alistaste? Cuando elegiste el ejército no pensabas lo que hacías.

—Oiga, ¿a qué viene toda esa historia? —dijo Franko receloso—. ¿Se cree usted abogado o qué? —Inesperadamente suavizó la voz—. ¿No se habrá recibido el veredicto del tribunal de casación, eh, capitán? ¡Van a soltarme!

—No soy abogado, ni he recibido veredicto alguno —afirmó Réisman, tajante.

¿Cómo se dice? ¿Cómo demonios se le dice a un hombre, aunque sea un tipejo como éste, que le traes una oportunidad de vivir? ¿Se le dice sin rodeos, a quemarropa, o lo saborea uno un rato interiormente buscando un efecto teatral?

—¿Qué dirías —continuó— si el ejército te ofreciera otra oportunidad?

—¡Por Cristo bendito! ¡Expliqúese, capitán, por favor! —exclamó Franko.

«Explícate, capitán cabrón, el más débil rayo de esperanza. Pero ¡mírale, Dios! ¡Mírale! ¡Es un liante! ¡Vamos, suelta lo que tengas que decir!».

—Sí, ¡dígalo, por Dios, capitán!

Fue un grito desmayado, incrédulo.

—Pero esta vez es algo especial. Sales de aquí como si ya hubieras muerto para el mundo, e inmediatamente a trabajar. A trabajar como en tu vida: marchas, cuerpo a cuerpo, tiro, dinamita, saltos en paracaídas… Luego vas a donde te diga el ejército y a lo mejor duras menos que si te hubieras quedando esperando la soga y tal vez te meten más suciamente. Si sales bien, no ganas nada… sólo una promesa. La cuerda continúa esperando.

—Acepto, señor.

«Señor —repitió Reisman—. Ya me imagino que sí, por ahora, hasta que veas de dónde sopla el viento. Pero lo dices igual que en Leavenworth».

—Esto no tiene nada que ver con tu revisión, Franko. Haz este trabajo y la revisión se aplaza.

—Sí, sí, sí, señor capitán, señor. ¿Qué quiere usted? ¿Que diga que no? Lo haré, señor, deme la oportunidad.

—Muy bien, Franko —dijo Reisman, pausadamente—, ya está todo dicho. —Y sacando un paquete de cigarrillos de la guerrera le ofreció—: ¿Fumas?

—Va contra el reglamento.

—Bueno, cógelo, te hace falta. De ahora en adelante vamos a burlar el reglamento más de una vez, pero sólo en lo que yo te diga. Anda con cuidado, no te metas en líos y todo irá bien.

Oyéndose a sí mismo, Reisman advirtió lo pronto que había empezado a emplear un lenguaje convencional y detestable. Pero ¿había otra forma de plantear las cosas? «Son gajes del oficio, y esto no es nada, no he hecho más que empezar», se dijo.

Franko, con el cigarrillo en los labios, se acercó al encendedor que Reisman le ofrecía.

«¡Por Cristo! Lo voy a hacer, voy a entrar en faena de nuevo. Pero te conozco bien, cabrón, tú quieres algo de mí. No vendrías a buscar a Víctor Franko a menos que lo necesitaseis, y sea por lo que sea, tú me necesitas a «mí». Señor capitán, a partir de ahora estamos en paz».

Reisman salió de la celda. Se comprendieron sin necesidad de palabras. Cada uno de ellos había estudiado al otro, calibrado al contrario, con el que bien pronto iba a enfrentarse.