15

El claro del bosque resonaba con los gritos y los ruidos de los hombres trabajando. En el aire se mezclaba el olor de sudor y esfuerzo con el de la humedad, el vaho de la tierra y las flores que empezaban a brotar. Del suroeste, más allá del bosque y de la casa, llegaba la brisa del mar.

La empalizada quedó lista al caer la tarde. Era una doble cerca de ocho pies de altura, un polígono irregular dentro de otro, cuyo perímetro se ajustaba a los contornos del claro y al material de que disponían. La cerca exterior quedaba a unos treinta pies de los árboles y la interior a unos veinte de la primera. El barracón se alzaba a un extremo del recinto a lo ancho. Para entrar en el espacio interior, tanto guardianes como presos debían atravesar una barrera de cinco controles constantemente vigilados: un portón de alambre de espina, una puerta de madera, el barracón, otra puerta de madera y un nuevo portón de alambre de espino. A un lado, reclusión absoluta; al otro, dudosa libertad.

En el interior del barracón había una escalera que llevaba al tejado, donde hacía guardia un vigilante siempre que los presos se encontraran en el recinto. Esta escalera y las dos torres de vigilancia —estrechas plataformas de más altura que la empalizada— se habían construido principalmente con la madera del patíbulo. Las torres estaban situadas en puntos estratégicos fuera de la empalizada exterior, dominando un campo de fuego entre el recinto y el corredor que formaban las dos empalizadas. Día y noche habría vigilancia en las torres mientras los presos, permanecieran en el recinto.

Y las dos letrinas excavadas por Víctor Franko, con el cuerpo cansado, lleno de rencor y la mente repleta de inmundicias como las letrinas lo estarían pronto. La de los presos estaba dentro del recinto lo más lejos posible del barracón. Las vallas formaban un artístico cul de sac en torno a ella. La segunda, para uso de los guardianes, estaba en el bosque, a unas cincuenta yardas del campamento.

Cuando todo estuvo concluido a gusto del capitán, éste ordenó formar a tos prisioneros en el recinto. Trajeron del camión sus mochilas y todo el equipo. Caminando por el barracón, Víctor Franko, maloliente, sucio y frenético, lanzó una mirada a la construcción, grabando en su cabeza los veinte pies de largo de puerta a puerta: petates, aunque bastante separados; lavabos sobre un caballete de madera, grifos conectados al calentador de fuera; cocina de campaña colocada en un rincón sobre otro caballete y la pequeña habitación separada por una puerta entornada que dejaba ver un petate, una mesa y una silla, probablemente de Reisman.

En el interior del recinto los presos formaron en posición de descanso en fila de a uno, con sus equipos a los pies. Tres PM hacían guardia en el tejado del barracón y las torres. El sargento Morgan, el cabo Bowren y los otros centinelas estaban colocados ante la puerta. Todos parecían necesitar un baño, comida y un buen sueño. El uniforme clase A de Morgan se hallaba sucio y lleno de barro.

—Habéis hecho un buen trabajo —anunció Reisman—. Vamos a plantar las tiendas, lavarnos y a hacer una comida caliente.

Archer Maggot murmuró:

—¿Cómo demonios tiendas…? Si no hay.

Aunque no lo quiso decir tan fuerte, Reisman lo oyó.

—¿Qué te inquieta, hermano Maggot? —dijo el capitán.

—Creí que íbamos a vivir en el gallinero este que hemos construido. No veo tiendas, capitán. Y aunque las hubiera es una tontería habernos dado este palizón para nada.

—Vais a dormir en el suelo, en tiendas, exactamente donde estáis ahora —anunció Reisman a todos por primera vez. Algunos se miraron sorprendidos, otros decepcionados, otros furiosos—. El barracón es para los guardianes y para ocasiones excepcionales. Estamos en el campo y vamos a entrenarnos en condiciones de simulacro de combate. Por si lo habéis olvidado, después de vuestra estancia en la confortable prisión inglesa de la que venís, en los equipos de campaña tenéis cada uno de vosotros un poncho. Juntándolo con otro construiréis una tienda de dos plazas. Cada noche plan taremos, las tiendas y las levantaremos por la mañana. Donde quiera que vayamos y hagamos lo que hagamos, llevaremos siempre el equipo completo incluidos los ponchos. Esta noche instalad las tiendas a discreción, pero dentro de dos días lo haréis por orden de número y en un tiempo reglamentario.

Designó como al azar los compañeros de tienda. En realidad había estado pensando en ello concienzudamente durante todo el día. Puso juntos a Maggot y Jiménez, Franko y Posey, Odell y Smith, Sawyer y Lever, White y Wladislaw, Gilpin y Pinkley. A regañadientes comenzaron a plantar las tiendas y cavar pequeños regueros para la lluvia en torno a ellas. Mientras pudiera mantener a los revoltosos separados —incluso juntar uno bueno con uno malo— esperaba que la tarea fuera mejor.

Reisman tomó el poncho del cabo Bowren, abotonándolo con el suyo, y plantó la tienda lo más cerca posible de la entrada del barracón. En lo sucesivo iba a hacer exactamente lo mismo que los presos: dormir como ellos, comer con ellos; así le irían conociendo. Morgan, Bowren y los PM estarían aparte, él no.

En el cuartito del barracón, Reisman trabajaba sobre el programa de entrenamiento del día siguiente. Los prisioneros se habían acostado ya. Esperaba poderse ir pronto a su tienda y descansar toda la noche. En el tejado se oían las fuertes pisadas de Morgan, que hacía el primer turno de guardia. A las 02,00 le relevaría Bowren. La noche siguiente descansaría el cabo, Morgan haría el segundo turno y Reisman el primero. Los PM se turnarían igual, tomando una noche libre cada tres.

Alguien llamó a la puerta entreabierta. Reisman levantó la cabeza. En el umbral, el cabo Bowren como indeciso; traía en la mano una trompeta dorada y brillante que dejaba escapar destellos luminosos.

—¿Qué hay, cabo? —preguntó.

—Siento molestarle, señor. ¿Recuerda que le dije que tocaba este trasto?

—Desde luego, cabo.

—Estaba pensando, capitán, si podría tocar retreta y silencio. Ya sabe… les haría sentirse en el ejército de nuevo… Sería bueno… para la moral. Ya sé que a algunos les molesta su sonido, pero, personalmente, cuando oigo los toques me corre un estremecimiento por la espalda. Excepto en la diana —añadió con una sonrisa.

—Es una idea excelente, cabo. Me parece muy bien —hizo una pausa, pensativo, antes de seguir—. Si lo desea… me gustaría que diera todos los toques a partir de mañana. Diana, izar bandera… Me traje una para recordarles en qué lado están luchando… Podemos instalar un mástil en el tejado… Fajina… todos los toques hasta retiro, retreta y silencio. Ha tenido una estupenda idea, Bowren. Muchas gracias.

Flotaron en el aire de la noche las últimas notas del toque de silencio.

—¡Smith! —susurró Myron Odell. Estaba a punto de dormirse cuando el clarín lo despertó. Ahora se agitaba en su saco—. Smith, ¿estás despierto? —susurró otra vez.

—¡Qué hermoso! —dijo Calvin Ezra Smith en voz baja—. Esa melodía tiene mucho de religioso. «Dios es noche». ¿Sabías que eran las palabras finales? ¡Qué gran verdad!

—Me trae recuerdos muy lejanos —dijo Odell.

A Smith las palabras de Odell le sonaron como si estuviera a punto de romper a llorar.

—¿De cuándo? —preguntó.

—El campamento de boy-scouts. La primera vez que las oí. ¿Has sido boy-scout, Smith? En el orfelinato en que me crié témame» una escuadra —dijo apresuradamente, sin esperar la respuesta del otro—. Un año nos llevaron a un campamento de verdad, en pleno bosque, junto a un lago. Era muy bonito. Sólo fui aquel verano. Después no pude seguir siendo scout. Me expulsaron… Pero aún lo recuerdo.

—¿Qué hiciste para que te expulsaran? —preguntó Smith.

—No puedo decírtelo.

—A mí me es igual —susurró Smith—. No será peor que lo que yo hice. Cualquiera puede recuperar la gracia de Dios. Lo dice el Libro. ¿De dónde eres, Myron?, ¿te llamas así, no?

—Sí. De Cleveland, Ohio… Allí estaba el orfelinato, así que supongo que allí nací.

—Yo soy de Tennessee, Myron, ¿sabes dónde está?

—Ya lo creo, Smith. Nunca he ido, pero sé dónde está. Lo estudié en el colegio.

—Oye, puedes llamarme Cal. Si tienes algún problema vienes y me lo dices y yo veré si encuentro la respuesta en el Libro. Allí está todo. Todo lo que uno quiera saber.

—Yo soy inocente… Soy inocente —dijo Odell—. No he dejado de repetírselo, pero no me creen.

Smith advirtió, disgustado, que lloriqueaba.

—Desde luego —respondió—. Jesús también era inocente… como un cordero. Ahora compruebo qué eres devoto, Myron. En cuanto te vi me di cuenta. ¿Crees en Dios y en Jesús, verdad que sí?

—Era un orfelinato católico. Fui educado como católico. —No lo hubiera pensado. Pero te diré una cosa, Myron, y no creo que te hiera. Escucha… «El Señor es mi pastor; no me abandonará. Él me conducirá a las verdes praderas: guiará mis pasos hacia las aguas tranquilas…».

—¡Qué hijos de puta! ¿Es que no van a dejarnos dormir? —musitó Archer Maggot. Su compañero de tienda, Luis Jiménez, no respondió. Maggot prosiguió con sus maldiciones.

—¡Mierda con la musiquilla, lo que nos faltaba! Tampoco obtuvo respuesta.

—¿Cómo se te ocurrió presentarte voluntario como fregona, Luis? —lanzó Maggot.

—Me presenté a cocinero —contestó secamente Jiménez.

—¡Qué mierda, es lo mismo! ¿Es que tratas de hacerle la pelota al capitán?

—Ten cuidado con lo que dices, amigo. Me gusta cocinar, eso es todo. —¿Eras cocinero en la vida civil?

—A veces —dijo Luis—. Estaba de pinche y friegaplatos en Salinas. Malos tiempos. Me echaron y volví a trabajar al campo. Es lo que hace toda mi familia, mi padre, mi madre, mis hermanos. Yo quise entrar de cocinero en el ejército, pero no me dejaron.

—Oye, Luis… ¿Tú eres mes ¿cano?

—Mesicano no, mexicano. Nací en California, en la frontera. Soy ciudadano americano.

—Es lo que yo decía, Luis… Eres mesicano. Es mejor que ser negro, o italiano, o judío, o indio, seguro. Además, eres simpático, Luis. ¿Por qué te juzgaron?

—Maté a un jodío teniente.

—¡Diablos…!

—¿Tú qué hiciste, gringo?

—Nada. Dicen que hice… Pero yo digo que no.

—Así es la vida, «amigo»… Ahora a callar y a dormir, estoy cansado.

—Claro, claro, Luis. Eres simpático.

—¿Por qué te llamó teniente? —preguntó Joe Wladislaw.

—¡A ti qué coño te importa! —dijo Napoleón.

La trompeta acaba de recordarle otros tiempos… En Fort Huachuca y su regimiento… ¡Dios, qué puntuales eran!

Wladislaw medía cuidadosamente sus palabras. Jamás en su vida había puesto tanto cuidado en elegir las palabras.

—Mira, chico —insinuó lentamente—, no te lo tomes así. No creas que pretendo tomarte el pelo, ni nada. Sólo te pregunté amistosamente. Si no me importa… no me importa. De acuerdo. Al fin y al cabo tú no me conoces… pero vamos a compartir la tienda y pensé que podíamos charlar, ¿no? Como en mi tierra, cuando iba a tomar una cerveza… No es que quisiera una cerveza… Me podía sentar en casa y beber toda la que se me antojase… Pero la gente tiene que hablar, bromear, discutir… ya sabes, todos los chicos del barrio… lo pasábamos muy bien.

Napoleón se apoyó sobre el codo, mirando a través de la oscuridad de la tienda.

—Eres de Chicago, ¿verdad, Joe? —preguntó.

—Sí, claro, ¿cómo lo sabes? —respondió Wladislaw, alegre.

—Porque tengo oídos, ojos y cerebro —contestó Napoleón—. Y estoy acostumbrado a utilizarlos. Dime una cosa, Joe, después de tomaros las cervezas, ¿cuántas veces tú y tus amigos habéis ido al barrio sur para pegar a uno o dos negros?

—Jamás —replicó Joe Wladislaw, indignado—. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo trabajaba con un par de muchachos de color en el camión y eran muy simpáticos. Claro que cuando me enfurecía les… Incluso me pegué una o dos veces. Pero jamás hice nada como lo que tú me dices. ¿Por qué demonios iba a hacerlo?

—Diversión, Joe. Pura diversión…

—¡Vete al cuento, muchacho! —dijo Wladislaw revolviéndose en la oscuridad—. Lo único que te he preguntado es si eres teniente. ¿Es una ofensa acaso? ¿Te rebaja?

—Me preguntaste por qué el capitán me llamó teniente… No si era o no teniente —dijo Napoleón sonriendo en la sombra, y después continuó hablando claro y despacio como si se dirigiera a un niño—; luego hay una diferencia, ¿no, Joe? Wladislaw se volvió.

—Sí, supongo que la hay. ¿Entonces eras o no teniente?

—Sí.

—¡Debió ser estupendo! —dijo Wladislaw con admiración—. ¡Algo magnífico! ¿Quieres que te llame teniente? ¿No te importa que se lo diga a los muchachos?

—Llámame Nappy —contestó Napoleón, sintiendo una punzada de cálido recuerdo—. Así me llamaban en el colegio.

El corazón de Samson Posey latía al ritmo de una melodía muy diferente. Una mano suave y cariñosa en la dulce voz de Eva Pavisook: «Apuikwai, apuikwai», «duérmete, duérmete, cuando seas mayor cazarás hijo mío, cazarás conejitos…». Habló despacio:

—¿Estás casado, chico?

Víctor Franko se acurrucó en el otro extremo de la tienda, alejándose de su compañero en espera de un sueño plácido y sin pesadillas.

—¿Estás casado, chico?

—¡No, coño! —replicó Franko—. ¡Lo que me faltaba, una mujer todo el día colgada de mi cuello, como mi padre y mi madre, y siete crios en una chabola! Ya tengo bastantes problemas.

—Yo tengo una esposa, un bebé, el pequeño Charlie, un abuelo, el viejo Charlie, madre Ana y padre Yucca.

—Entonces, ¿por qué no estás en casa cuidándolos, qué cojones haces es el ejército? Lárgate y que te eximan por familia numerosa.

—Entré voluntario. Fui a Cortez y me alisté como soldado. Bueno para mi familia. Bueno para mi pueblo. El Gobierno manda dinero, cuida a ellos.

—Alistarte voluntario, ¡estás loco!

Samson se agitó, enfadado.

—¿Loco? ¡No! No me digas eso. Tú estás loco.

Franko se arrepintió en cuanto lo dijo. Veía al indio dispuesto a levantarse amenazador de su saco.

—Bueno, bueno. No te excites, lo siento. Perdona. Yo también estoy loco.

Es la hora de la noche en que las cosas del día han huido de la memoria y sólo reina la oscuridad. En Las tiendas de Sawyer y Lever, Gilpin y Pinkley, hay un silencio de armisticio. Cada uno oye, en silencio, la respiración del vecino, tratando de adivinar sus pensamientos.

El capitán Reisman salió del barracón y traspasó el perímetro del claro abriéndose paso lentamente entre los árboles y los matorrales. Una última comprobación, se excusaba a sí mismo. Una última comprobación antes de irse a dormir… Inquieto pensando en Tessie Simmons… Necesitándola a ella o alguien como ella… Vagaba por el bosque, más lejos de lo que pretendiera, cuando distinguió la silueta de la mansión recortada en el luminoso cielo nocturno. Volvió sobre sus pasos por el bosque hacia el barracón y el recinto de los presos.

A las 06.00 el cabo Bowren despertó a Reisman.

—¿Les doy un toque, señor? —dijo Bowren, mostrando por entre los faldones de la tienda su trompeta.

—Sí, pero no se ponga usted tan contento, hombre —dijo Reisman, sonriendo—. Espere dos minutos que salga de aquí y luego toque.

Se vistió rápidamente mientras hablaba sobre los planes para aquel día.

—Voy a salir para explorar un poco el terreno, pero estaré de vuelta a las 07.30. Le daré al sargento Morgan el programa y la lista de servicios de hoy antes de salir.

—Muy bien, señor —dijo Bowren, sacando la cabeza de la tienda.

—¡Cabo…!

—Sí, mi capitán —dijo Bowren, introduciendo la cabeza de nuevo.

Reisman, atándose las botas, trataba de encontrar las palabras y el tono apropiados.

—Quería decirle que me doy cuenta de su trabajo… y lo aprecio… Hace usted más de lo que exigen sus dos galones.

—Gracias, señor. No tiene importancia.

—A partir de hoy tendrá incluso más trabajo. Vamos a hacer maniobras y el sargento Morgan tiene que ir aprendiendo sobre la marcha. Carece de experiencia en esto, así que intervenga usted cuando sea necesario, diplomáticamente. ¿Me entiende?

—Sí, mi capitán, le comprendo.

El cabo sacó la cabeza de la tienda. Reisman salió después. La mañana era gris y húmeda. Se lavó rápidamente en el barracón, dejando el afeitado y el desayuno para después, y atravesó el bosque con paso rápido, dirigiéndose hacia el terreno en declive que se extendía antes del acantilado. Sonaron tras él las primeras notas del toque de diana.

Franko se encogió en su saco de dormir; plegando las piernas contra el vientre y la cabeza contra el pecho. La trompeta dejó de sonar, pero él continuó encogido. Durante unos instantes trató de localizar dónde se encontraba. Luego una manaza le agarró por la espalda —más suave de lo que él hubiera sospechado— y le sacudió para despertarle. Durante la noche el indio se había agitado murmurando palabras incomprensibles y dejó caer el peso muerto de su brazo sobre Franko, que horrorizado no se atrevió a moverse. Pasó una mala noche.

—Levántate ya —dijo Posey—. El sargento va a venir y tal vez haya lío contigo. Ya lo hubo bastante ayer.

Franko salió de su saco y comenzó a vestirse. El maldito indio ocupaba tanto sitio, que su cabeza daba en el travesaño. Franko casi no podía moverse. Apenas se había puesto los calcetines cuando el cabo Bowren pasó gritando:

—¡A pasar lista, rápido! ¡Levantaos de una vez!

Cinco minutos después del toque de diana, Franko salió tropezando, andando torpemente con sus botas húmedas y sin atar. Bowren los puso firmes y comenzó a pasar lista.

—¡Presente! —gritó Franko.

¿Para qué tantas tonterías? ¿No sabía de sobra que nadie había pasado la noche fuera? Vio a los dos PM en las torretas con las pistolas ametralladoras apuntándoles y sabía que a sus espaldas, en el tejado del barracón, estaba un tercero. ¡Diablos!, tenían bien vigilado aquel maldito campamento. El día anterior en la carretera hubo un instante de libertad y pensó en escapar, escapar, escapar. Pero ahora era peor que en Marston Tyne. Dormir en el suelo con el indio, las carreras con el maldito capitán, cavar letrinas, y siempre con el sentimiento de que a pesar de todos sus esfuerzos, la cuerda continuaba aguardándole. El capitán, el jodío capitán, ¿por dónde demonios andaría?

Franko observaba a Morgan, de pie, recibiendo la novedad del cabo Bowren como cualquier general barrigudo. Por lo visto el muy cabrón no era capaz de contar hasta doce por sí mismo, y además, ¿por qué no llevaba el traje de faena como los otros?

El verdugo recorrió la formación pasando revista. Su mirada iba desde los gorros hasta las botas de campaña. Tras él, el cabo con la lista.

—Botas sin atar —dijo Morgan mirando a Fránko a los ojos—. Apúntale para el primer trabajo duro que salga hoy.

Franko se estremeció por el frío de la mañana y su rabia impotente.

Morgan y un PM los llevaron a las letrinas de cuatro en cuatro mientras los demás desmontaban las tiendas y rellenaban las zanjas.

Archer Maggot en cuclillas levantó los ojos hacia Franko, que se abrochaba la bragueta.

—Hombre, pero si es el coronel encargado de esta letrina —dijo, burlón—. ¿Qué pasa, mi coronel, está usted estreñido?

—¡Cierra el pico, sureño! —replicó Franko—. ¿Te crees gracioso?

Quería hacer algo, pero la presencia de Morgan le inhibía totalmente. Los intestinos y la vejiga le dolían de necesidad.

—El capitán dice que vamos a comer fuera, porque no es sano quedarnos en casa —continuó Maggot, bromeando—. Que no cuente conmigo. Has hecho un buen trabajo aquí, muchacho. ¡Qué confort! Nos sentimos orgullosos de ti, ¿verdad que si?

Los presos y los PM empezaron a reír. El sargento Morgan los miraba con una sonrisa sardónica.

—Por mí puedes quedarte con este empleo para siempre —siguió Maggot burlándose.

Franko inició un movimiento hacia él.

—¡Tú! —gritó Morgan.

Franko se detuvo. El dedo de Morgan señaló a Maggot, a quien dijo sonriendo:

—Eres un bocazas y un puerco. Cuando todos terminen, te quedas aquí, echas la lejía y tapas las porquerías. Una pulgada, ni más ni menos. Te metes en la zanja y lo mides.

Franko casi no podía aguantar la risa.

Bowren desmontó la tienda del capitán y mostró cómo había que enrollar los ponchos para guardarlos en las mochilas durante las marchas. Las bolsas de aseo y las cacerolas se dejaron fuera en espera de afeitarse, lavarse y desayunar. La ropa extra y equipo no autorizado para el entrenamiento del día habrían de dejarlo en el barracón.

Un PM llegó trayendo una lata de cinco galones de agua.

—¡Venid aquí! —ordenó Bowren a los presos—, y traed los cascos.

—¿Para qué es eso? —preguntó Roscoe Lever, suspicaz.

—Para lavarse, afeitarse y limpiarse los dientes… Incluso para tomar un baño si se quiere —explicó Bowren—, o calentar la comida y hervir agua. El casco: una de las partes más útiles del equipo militar.

—¿Por qué no podemos utilizar el agua caliente de los lavabos? El capitán anoche nos dejó —dijo Lever señalando el barracón—. Todavía no somos cadáveres.

—¿Quieres agua, Lever? —preguntó Bowren empezando a inclinar la lata—. ¿O prefieres afeitarte en seco?

Lever tuvo que acercar su casco para recoger el chorro de agua. Los demás presos se apelotonaron en torno a Bowren con sus casos boca arriba, pero no parecían muy contentos y el cabo olió que iba a tener problemas. Pero él se limitaba a cumplir órdenes. Las órdenes que el capitán diera a Morgan y éste le transmitiera. El capitán lo había decidido. No pensaba mimarlos y era una buena medida.

Archer Maggot llegó de las letrinas. Tras él Morgan, reposado y satisfecho.

—Necesito mucha agua caliente para quitarme este maldito olor, cabo —dijo quejándose.

—Recibirás lo mismo que los otros, muchacho. Trae tu casco —dijo Bowren.

—¡Vaya! Parece que conoces tu oficio, ¿no amiguito? —estalló Maggot, furioso—. Pues me voy a quedar como estoy a ver si el olor os gusta tanto como a mí.

El sargento Morgan se dirigió a Maggot rápido, apuntándole amenazador con el dedo. Empezó a decir algo, pero no le dio tiempo. Maggot le apartó el dedo de un manotazo.

—¡Quíteme ese maldito dedo de la cara!, ¿me oye? —gritó. De repente todo el recinto pareció quedar inmóvil por la sorpresa. Bowren, a la expectativa, observando cómo iba Morgan a dominar la situación. Si se hubiera tratado de otro, Bowren habría intervenido para ayudarle enfrentándose con Maggot, pero el sargento Morgan se extralimitaba, no tenía derecho para hacer algunas de las cosas que hacía. Parecía disfrutar agobiándolos inútilmente, estúpidamente, gozando con el temor que infundía a algunos y con el placer que le producía alardear de sus malditos galones.

Morgan retrocedió sorprendido, frotándose la mano. Luego se cruzó de brazos con las manos en las axilas tal vez para impedirles cualquier otro movimiento, o porque le permitía sentirse relajado y seguro.

—Estarás en las letrinas el resto del día —dijo Morgan con voz inesperadamente tranquila—. La de aquí y la de fuera. Cuando volvamos del entrenamiento te ocuparás de ellas si quieres comer.

Luego se dirigió al barracón con los músculos de la cara crispados.

—Coge tu casco, Maggot —ordenó Bowren—, y empieza a lavarte y afeitarte.

—Me quedaré como estoy y ya veremos —respondió Maggot.

—Entonces ponte ahí firme con tus cosas —ordenó Bowren. Sentía la tensión que espesaba la atmósfera. Se había encendido la chispa de la ira, el miedo y el resentimiento para todo el día. Quizá pudiera apagarla o tal vez la atizaría aún más, pero había que hacer algo, prevenirse para la explosión, tener a los guardianes alerta.

Franko observó que el cabo estaba repartiendo hojillas de afeitar y cogió una. Se agachó junto a su casco, colocando en la rodilla el espejo para afeitarse. Observó también a los guardianes, que les vigilaban como si se les acabaran de entregar granadas de mano. Levantó la vista tropezando con el estúpido sureño y le odió, le odió a pesar de que, o precisamente porque acababa de hacer algo de lo que él no era capaz: hacer frente al verdugo. ¿Pero lo habría hecho si supiera quién era en realidad el sargento?

Franko hizo un gesto al ver sus ojos inyectados en sangre en el espejo. Trataba de extender la crema de afeitar con el agua helada que les habían dado, pero la sentía viscosa como pasta de dientes. Se fijó en Napoleón y le odió. Había intentado hacerse su amigo, ayudarle, pero ahora le odiaba por su intervención del día anterior, le odiaba porque no había cavado letrinas. La raspadura de la cuchilla le sobresaltó: ¡qué asco!, ¡no corta!, ¡otra vez!, ¡mierda! Los odiaba a todos. A los «perros» y al capitán. Le estallaba el cerebro al pensar en cómo volvería a llegar a ser un hombre, un hombre nuevo. Tiró la maquinilla al suelo y estalló:

—¡Al diablo!

—¿Qué pasa, Franko? —preguntó Bowren.

—Que no me afeito más. Ya está, no me afeito.

—Te vas a afeitar, Franko —ordenó Bowren acercándole la cara y percibiendo cómo la tensión aumentaba, lleno de ira porque la disciplina se estaba desmoronando, lo que le irritaba aún más, aunque intentaba contenerse…

—Te vas a afeitar quieras o no.

Y vio a los demás a la expectativa, observando a Franko en espera de intervenir.

—¡No! —chilló Franko, triunfante—. ¡Ninguno de nosotros se va a afeitar!

Acababa de ocurrírsele. Miró a los demás —caras llenas de crema, húmedas, a medio afeitar, maquinillas en el aire— inmóviles. Hasta los guardianes. Y se lanzó rápido como un loco de preso en preso, gritando:

—¡Dejadlo todos, a la mierda! No pueden obligamos a que nos afeitemos o nos lavemos… Ellos no pueden si estamos unidos. ¡No nos van a colgar por eso!

Casi sin saber lo que hacía fue arrebatándoles las maquinillas y tirándolas al suelo, medio creyendo que le secundarían, medio temiendo que no, pegando patadas a los cascos, eludiendo al cabo Bowren y galvanizando a los guardianes. Los hombres, atónitos al principio por su estallido, incrédulos, se le unieron finalmente. Napoleón White, comprendiendo y aceptando la rebelión; Lever, Gilpin, Wladislaw, Jiménez, Smith, Pinkley y Odell, con placer, seguros de que quedarían inmunes, creyéndose de repente en su perfecto derecho, el único que les quedaba, recién descubierto, y que podían utilizar… Posey, despreocupado; sin tomar partido, sin saber siquiera lo que sucedía, hasta que comprendiéndolo, decidió participar. Sawyer, que deseaba cumplir las órdenes y a quien importaba un rábano el agua fría, los cascos y las hojas romas porque conocía el combate y no podía compartir los temores absurdos de los otros, sin embargo, se solidarizó por no ir contra el grupo… Tiraron las bolsas de aseo, el jabón de afeitar, las toallas llenas de crema, las maquinillas… Lo tiraron todo al suelo… Y Archer Maggot reía mirando a los guardianes que estrechaban el cerco en tomo a ellos porque compartían algo.

Poco antes de las 07.30, Reisman atravesó la valia exterior penetrando en el barracón. En el plano traía marcado a lápiz la ruta a seguir y los lugares en que harían alto para ejercicios de combate, clases teóricas y gimnasia. El barracón estaba desierto, y lo primero que sintió fue el inhabitual silencio del campamento, una inactividad que no esperaba. Atravesó a grandes zancadas la habitación, abriendo la puerta que daba al recinto interior. Allí estaban todos, algo había sucedido. Los presos, de pie rígidos; Morgan, Bowren y los guardianes, rodeándoles con las armas dispuestas.

—¡Cabo Bowren! —gritó.

El cabo le miró, se sobresaltó, dirigiéndose hacia él a todo correr. Reisman volvió al barracón y abrió el grifo del agua caliente para afeitarse. Bowren al entrar cerró cuidadosamente la puerta. Parecía preocupado.

—Me alegro de que haya vuelto, capitán. Me temo que se ha armado un buen jaleo. Se niegan a lavarse y a afeitarse. —¿Todos?

—Empezó con Franko y Maggot y los otros les secundaron, hasta los que usted se figuraba que tenían mayor sentido de la responsabilidad. No nos ha quedado más remedio que mantenerlos así hasta que usted regresara.

—¿Cuánto rato llevan así?

—Casi una hora.

—Una gran pérdida de tiempo.

—Lo siento, señor.

No lo decía por usted —dijo Reisman. Mientras hablaba se quedó en camiseta y empezó a enjabonarse la barba—. No tiene usted la culpa. ¿Han desayunado sus hombres? —Nadie, mi capitán. No hemos podido.

Reisman se afeitaba con ademanes enérgicos. Se volvió, mirando a Bowren de frente.

—No se apure, Clyde. Se ha hecho usted dueño de la situación. Ocúpese ahora del café. Tomaré el mando en cuanto termine de asearme.

A los pocos minutos Reisman salió. En el recinto interior había un gran silencio. Hizo una inclinación a Morgan, que parecía bastante nervioso —preocupado sin duda por sus galones—, pero no dijo una palabra. Reisman recorrió la fila de presos mirándoles a la cara. Ellos evitaban mirarle. Acabó su inspección, anduvo unos pasos y se encaró con el grupo.

—Si queréis pudriros, ¡pudriros! —su voz sonó como un estampido—. Si queréis criar sarna, ¡por mí podéis hacerlo!

Se esforzaba en dar a su voz un matiz de enfado que en realidad no sentía. Acababan de cometer una violación flagrante de la disciplina que, sin embargo, suponía un primer acto como grupo, la primera señal de esprit de corps que aparecía en la banda de criminales. Quedaba por ver si aquella unión y aquellas fachas de asesinos eran reales o no. En todo caso, se vería bien pronto.

—Si estuvierais en el frente, apestaríais y criaríais sarna —dijo—. Preguntadle a Sawyer. Él sabe lo que es eso. Él ha estado allí y ha vuelto.

Ken Sawyer parecía incómodo y bajó la vista.

—Después de lo ocurrido no volveréis a comer caliente. Sólo raciones K…

No había planeado alimentarlos de otra manera, reservaba el rancho para cuando lo merecieran como premio a su conducta.

—Si a alguno no le interesa, que lo diga. Ya sabéis lo que os espera en Marston Tyne.

Víctor Franko lo sabía perfectamente. Pese a que encabezó la rebelión, y estaba orgulloso de ello, un estremecimiento de pánico le sacudió de arriba abajo. Sus ojos se alzaron hacia las torres vacías, recorrieron las plataformas y las vigas, las escaleras y los travesaños de madera… y se sintió sobrecogido por la presencia de Morgan y el recuerdo de su siniestro trabajo nocturno en Marston Tyne.