20

Eran casi las nueve. Reisman despertó encontrándose solo en la habitación del Butcher’s Arms aquel miércoles por la mañana. Se afeitó y vistió apresuradamente y bajó las escaleras. Tess trajinaba, radiante, de la cocina a la sala en la que desayunaban algunos clientes, militares y civiles. No sabía cómo saludarla, pero ella resolvió la situación acercándose a él sonrojada y dándole la mano.

—No me atrevía a despertarte —susurró—. ¿Te importa?

—No. Aún tengo tiempo. ¿Puedes desayunar conmigo?

—Tengo trabajo —respondió ella—. ¿Qué vas a tomar?

—Para empezar, café y un teléfono.

Ella le condujo hasta el teléfono y, al quedar solos, Reisman la besó como estaba deseando. Luego, señalando la cocina, la hizo salir.

—Café… bueno y caliente… y mucho.

El enlace entre la red civil y la militar se demoró unos instantes y mientras aguardaba con impaciencia, Reisman barajó pensamientos de culpabilidad: un preso, o tal vez todos, provocando disturbios la noche pasada, intentos de fuga o aprovechándose del pobre Kinder. Al otro lado de la línea el sicólogo le aseguró que todo marchaba perfectamente y bromeó calificando su conducta de comportamiento de gallina clueca.

Tess le sirvió el desayuno y luego, inevitablemente, tuvo que charlar con el tío de la muchacha, a quien había conocido en el último permiso de fin de semana que pasó allí; y con la cocinera, la señora Culver, que cloqueaba insistiendo en que Tess era como una hija para ella. Se preguntó qué sabían acerca de sus relaciones con la muchacha.

Llegó la hora de marcharse y Tess le acompañó hasta el jeep. Hacía viento y frío, a pesar del sol dorado y reluciente. El cielo parecía prometer o amenazar cualquier clase de tiempo. Montañas de nubes acumuladas en el horizonte, escuadrones de cúmulos empujados por el viento con intervalos de cielo limpio y azul. Tess llevaba el mismo abrigo de la primera noche. Enlazada a Reisman, que la cubría protector con su mano, entrelazados los dedos a los de ella, poco dispuesto a marchar.

—¿Esta es la primavera a la que cantan vuestros poetas? —bromeó Reisman.

—¡Oh, no! Tenemos un dicho: «Sólo es primavera cuando puedes plantar el pie sobre doce margaritas».

—Entonces, cada vez que venga, saldremos a buscarlas.

—Será maravilloso, John. Y si las encuentro y tú no estás, marcaré el sitio y te llevaré a él después…, al sitio en que encontré la primavera.

La besó dulcemente, sujetándole las mejillas, dijo adiós y se alejó en el coche. Volvió la cara para contemplar la imagen de la muchacha, viéndola alejarse y diciéndole adiós con la mano.

Siempre tuvo gran facilidad para despejar su mente, para cambiar de perspectiva o asumir nuevas exigencias, reajustándose casi instantáneamente a lo que se le presentara. Sin embargo, el calor de Tess le acompañó hasta Stokes Manor y le costó trabajo concentrarse en la tarea que le aguardaba. Su llegada a la verja de la finca fue algo así como una decepción.

Las bromas de Kinder acabaron rápidamente, mientras se ponía el traje de faena. Todo se había deslizado de acuerdo con la rutina habitual y el sicólogo deseaba volver a Londres.

—Creo que he obtenido de este viaje cuanto deseaba —dijo—. Observaré el entrenamiento de esta tarde, discutiré un par de cosas contigo y me pondré en camino antes de que anochezca. Incluso he aprendido a manejar este chisme —dijo señalando la ametralladora de Reisman—. El cabo Bowren me dio esta mañana unas breves lecciones privadas en el bosque; hace mucho ruido, ¿no es cierto? Estoy de acuerdo contigo respecto a Bowren: se merece más galones. Añadiré mi recomendación a la tuya cuando esté en Londres.

—Estupendo. ¿Por qué no te la cuelgas hasta que te vayas, Stu? —sugirió Reisman devolviéndole el arma.

Kinder la tomó.

—Conforme. Da un aspecto muy… delicado.

A los pocos minutos de su llegada, Reisman mandó formar en el recinto del campamento. Cargó a dos PM con los rifles que guardaba en el barracón, cogió un par él mismo y se reunió con los presos. Tras su breve ausencia le sorprendió, sin motivo, el aspecto que presentaban: suciedad, greñas y mal olor. Seguían sin parecer ni remotamente una unidad militar. Sin embargo, se cuadraron marcialmente cuando el sargento Morgan, ceñudo —nueva actitud adoptada en sustitución de la de terror—, los formó en dos filas, dejándoles en posición de descanso. Desde el umbral de la puerta, Stuart Kinder observaba.

Reisman, con un fusil al hombro y otro en la mano, se encaró con la formación. Se habían disipado como por encanto la ternura femenina y los recuerdos amables. La imagen de Tess Simmons. Sólo existía una realidad inmediata: él, sus hombres y las armas.

—Vais a pasar del kindergarten[43] al primer grado.

Sus ojos recorrieron las filas, se detuvieron en Vernon Pinkley: flaco, de cuello largo y nuez prominente, con una espesa pelambre cayéndole sobre los ojos y las orejas. Rara vez lo había destacado para alguna cosa. Era un sujeto taciturno por naturaleza que jamás se presentaba voluntario, limitándose a cumplir lo que se le ordenaba.

—¡Señor Pinkley!

Pinkley le miró, sorprendido.

—Sí, mi capitán —contestó, serio.

—¿Qué tengo en la mano, señor Pinkley?

—Una carabina.

—¡Un cuerno! —contestó Reisman, buscando con los ojos a otro—. Señor Sawyer, ¿qué tengo en la mano?

—Un rifle, señor. Rifle de los Estados Unidos, calibre 30, modelo 1 —dijo Sawyer. Hasta que no acabó no se dio cuenta que estaba llamando la atención y deseó que sus compañeros no pensaran que trataba de presumir o destacarse.

—Exacto. Gracias —dijo Reisman volviéndose hacia Pinkley—. Has estado en el ejército más de dos años, has recibido instrucción teórica y práctica sobre el manejo de esta arma, has hecho movimientos tácticos, maniobras y teóricamente prestaste atención a lo que expliqué las semana pasada sobre armamentos. ¿Me quieres decir, entonces, cómo demonios sigues llamando a esto una carabina?

—Lo siento, mi capitán —contestó Pinkley confuso—. No entendí lo que me dijo.

Reisman sostuvo el rifle en alto con una mano.

—No sois reclutas. Ya habéis manejado esta arma con anterioridad, y se os ha explicado cómo hay que cuidarla y conservarla para que ella cuide de vosotros. Y es cierto, creedme. Cuando os la entregue volveréis a ser soldados. ¿Entendéis? Es vuestra para que la empleéis con honor en defensa del país a las órdenes de vuestros jefes y oficiales. No es un juguete, ni un instrumento de venganza personal, ni una herramienta para el crimen.

Volvió a mirar a los hombres.

—Señor Jiménez, ¿qué más puede decirme de este rifle?

—Se pone alguien delante, se aprieta el gatillo y lo liquidaste —dijo Jiménez, lacónico.

Algunos empezaron a reírse y Reisman se dio cuenta de que perdía el control. Sólo había una manera de acabar con aquello.

—¡Ven acá, Luis, pronto![44] —ordenó.

Jiménez avanzó lentamente, sorprendido de que Reisman le hablara en su idioma.

—¡Cógelo! —ordenó Reisman entregándole el rifle.

Jiménez tomó el arma con disgusto, contemplándola en silencio.

—Ahora, vuélvete y cuenta a tus risueños amiguitos lo que hiciste la última vez que tuviste un M1 en las manos.

—No —dijo Jiménez sacudiendo la cabeza.

Reisman agarró el codo derecho de Jiménez con la mano izquierda retorciéndoselo. Mantuvo la mano derecha lista con el pulgar estirado y el borde del meñique tenso.

—¡Dígales lo que hizo, Jiménez!

Jiménez sostenía el rifle con desgana y miraba al suelo.

—Levanta la cabeza y dilo como un hombre. Diles lo orgulloso que estás —escupió Reisman.

—Maté a un hombre.

Su mirada seguía fija en tierra y su voz era casi inaudible.

—Mataste a un oficial desarmado, ¿no? Disparaste contra un superior inmediato por darte órdenes en legitimo ejercicio de sus funciones. Disparaste sobre él porque te creías más listo y tenías que demostrarlo.

—No estaba desarmado —murmuró Jiménez—. Tenía una pistola.

—¿Te amenazó con ella?

—No.

—¿Dónde llevaba la pistola?

No hubo respuesta. Reisman golpeó con la palma su «45» en la cadera.

—La llevaba aquí, ¿no?

El capitán permanecía en pie junto a Jiménez, chiflándole al oído observando su reacción, su temblor silencioso.

—Amigo, si se te ocurre alguna vez apuntar con este rifle a algo o a alguien que no se te haya ordenado, te lo parto en los riñones y apretaré el gatillo antes de que te cuelguen. ¿Comprendido?

—Sí —contestó Jiménez en voz baja.

—Ahora vuelve a las filas y cierra el pico, a menos que tengas que decir algo que merezca la pena —ordenó Reisman—. Un momento. Bowren: apunte el número de su rifle y que firme el recibo.

Se repartieron las armas y fueron firmando las correspondientes hojas de entrega. Reisman preguntó:

—¿Quién recuerda bien el manejo de esta arma y se atreve a hacer una demostración?

Levantaron la mano White y Sawyer. Reisman les mandó salir y colocarse frente a tos demás. Ordenó a Bowren que hicieran un par de demostraciones. Manejaron el arma perfectamente. A continuación dividió a los hombres en dos escuadras, poniendo al frente de cada una de ellas a Napoleón y Sawyer, asegurándose de que Maggot iba en la de Napoleón.

—Tenéis media hora para ejercitaros en el manejo —explicó Reisman—. Luego celebraremos un pequeño concurso. El grupo que salga vencedor gana una noche de sueño ininterrumpido. Los que pierdan tendrán el honor de inaugurar una nueva fase de entrenamiento. Los guardianes me dicen que se sienten muy solos en las torres por la noche; a partir de hoy vosotros empezaréis a hacerles compañía, vigilándoos vosotros mismos en un puesto dentro del campamento. Imaginarias de cuatro horas, igual que nosotros, y relevos de tres hombres.

Se dirigió al barracón, encargando a Bowren y Morgan que inspeccionaran cada una de las escuadras. Los hombres habían pasado toda la noche y la mañana en su ausencia, sin ningún Jaleo, y pensaba que se portarían mejor y trabajarían con más voluntad y esfuerzo sin su presencia y la amenaza de posibles castigos.

—Menuda demostración —dijo Kinder abriéndole la puerta.

—¿Buena o mala?

—Me gustó —afirmó Kinder siguiéndole hacia la oficina—. Nada como una confesión pública para humillar a un hombre y hacer que se arrepienta de sus pecados. Y nada como un poco de responsabilidad para inculcar el deber.

—Ha sido fácil —dijo Reisman, dejándose caer en la silla—. Lo que temo es el día en que tenga que entregarles la munición.

Encendió un cigarrillo aspirando profundamente y lanzando después una nube de humo.

Kinder habló sin volverse, continuando ante la ventana.

—¿Sabes? Una de las cosas que he estado buscando es la clave de determinados mecanismos adicionales que sirvieran de motivación para cada uno por separado, pero de la misma forma y con idéntico propósito.

—¡Ridículo e imposible! —dijo Reisman sitamente—. No son máquinas.

Kinder se volvió de la ventana, ceñudo.

—De eso se trata. Te quedarías boquiabierto comprobando hasta qué punto la gente actúa en forma maquinal, mediante hábitos, acciones, reacciones y motivaciones que pueden programarse, planearse a priori, ajustarse a un ritmo determinado y manipularlas.

—¿Como herr Schiklgruber?

—El ejemplo que pones es adecuado. Tú mismo lo has hecho con tu actitud contemporizadora en el asunto de las barbas y el lavado. Estoy de acuerdo contigo, el estar barbudos y sucios les da una sensación de propiedad, de orgullo; debes dejarlos por ahora. Pero tiene que haber algo mejor. Con semejante grupito no nos va a servir de nada apelar a mamá, Dios y la patria, desde luego. Ahora bien, si hay algo en común en todas sus personalidades, es que cada uno de ellos sabe que es un desecho. Y eso puede utilizarse como resorte motivacional. No podemos ir contra ello.

Reisman pensó maravillado qué es lo que quedaba del diabólico e inteligente teniente Kinder que conoció en Londres hacía menos de tres semanas.

—¿E individualmente? —preguntó—. ¿No sería mejor técnica de acercamiento con este grupo? Profundizar en el hombre, descubrir lo que le atrae, poner en marcha de nuevo su nervio y su orgullo, permitirles ciertas iniciativas. Dejar el mando en determinadas ocasiones a los más capaces, hacer que se sientan hombres orgullosos de su trabajo, dedicándoles a cosas en las que sean competentes y destaquen.

—Sí, pero ahí es donde precisamente radica el mal: el egoísmo… Como todos nosotros. El exceso de egoísmo es lo que les empujó a meterse en líos. Ninguno de ellos posee ese algo, quizá desinteresado, que les conduzca, les guíe y les sostenga. Todos fueron egoístas y vivieron encerrados en sí, y es precisamente el egoísmo lo que destruye.-

—En ese caso soy tan culpable como ellos… Y no estoy destruido.

—Supongo que sí —dijo Kinder con una mezcla de desconfianza y tacto que dejó a Reisman perplejo.

—Entonces, ¿qué sugieres? ¿Religión? ¿Patria? ¿El orgullo de ver la bandera en suelo enemigo, que hace llorar a los hombres más rudos?

—No puedes cambiar su temperamento, ¿sabes? —dijo Kinder en una reflexión inesperada que le molestó y le desorientó un poco—. No puedes.

—¿Por qué no?

—En primer lugar, sería imposible en tan breve espacio de tiempo. En segundo, puede que no sea una buena idea. No era eso precisamente lo que deseábamos al principio.

—Ya lo sé. Queríais a los peores. Déjame que cite: «Su probada capacidad para el crimen será cultivada bajo rígido control». Estoy seguro de que esto encierra una parte de paradoja y de sofisma.

—Pero puedes cambiar un rasgo o dos en cada uno de ellos —interrumpió Kinder—. Las cualidades dinámicas que respondan ante determinados incentivos. Y tienes que cambiar las habilidades. En esto no hay duda. Y tal vez su actitud… o gran parte de ella, de forma que se porten, aprendan sus lecciones y tengan una idea correcta del bando en que luchan en esta guerra. Es lo que estás haciendo, ¿no?

—¡Ya estoy harto de empujarlos y estimularlos! —resopló Reisman—. No estoy acostumbrado a ello. Me siento capaz de encargarme de cualquier misión desagradable yo solo; puedo, si es necesario, mandarlos, pero no me gusta empujar a nadie.

—Tal vez algún premio nos prestaría cierta ayuda —lanzó Kinder—. ¿Qué les gustaría hacer si tuvieran tiempo libre? Ya sé que no tienen… Bien, pues tal vez debieran tenerlo. Hay un sector amplio y complejísimo de la experiencia humana del que han vivido aislados durante su etapa militar y, naturalmente, desde que fueron apresados. Devolviéndosela en pequeñas dosis les haría menos resentidos, más dispuestos al trabajo duro, menos inclinados a estallar.

—Ganarían su tiempo libre y sus premios —afirmó Reisman—. Por lo que respecta a la conducta, me acabas de recordar algo importantísimo.

—¿De qué se trata?

—¿Qué diablos piensan de los alemanes? Al fin y al cabo se están entrenando contra ellos. Es algo que podemos explotar perfectamente. Después de todo no están aquí jugando a los soldaditos por complacernos a ti o a mi o servir de cobayas a cualquier pez gordo.

—Por supuesto que no —contestó Kinder casi indignado—. No es más que un aspecto secundario, aunque en cierta forma la considero como la segunda fase de mi trabajo… Por supuesto, no es la primordial. Y es algo a lo que podrán irse amoldando más tarde. Pero si quieres prepararé un cuestionario para mi próxima visita.

Reisman recordó entonces la inminencia de la marcha de Kinder, sorprendiéndose al darse cuenta de que tal vez echara de menos su presencia.

En el recinto del campamento, Napoleón White daba enérgicas órdenes a su patrulla para que ejecutaran con el arma las diversas posiciones y movimientos que indica el manual. Empezó despacio; progresivamente les hizo coger un buen paso y ahora habían logrado un ritmo aceptable, no tan bueno como el de su compañía en Fort Huachuca, pero qué sabían estos desgraciados de ritmo… El placer de golpear con las palmas contra la culata, el ruido sordo del acero que vibra, el tamborileo discordante de los cerrojos, la suave bofetada del cuero de las bandoleras. Sus muchachos sí que eran estupendos. Porque, como dijeron ciertos blancos, equivocadamente, pero con intención de ser amables: «Hombre, si un negro tiene algo, es ritmo».

Entonces Archer Maggot empezó a sabotearle de una forma que él creía sutil: retrasándose, llevándose el arma al hombro izquierdo cuando Napoleón había ordenado claramente al hombro derecho y llegando incluso a dejar caer su arma al suelo, lo que en otra unidad le habría supuesto comer, dormir y cagar con ella encima durante una semana.

El pelotón estaba formado por Joe Wladislaw, Samson Posey, Víctor Franko, Luis Jiménez y Archer Maggot. El único que no estaba siguiendo sus órdenes como era debido era Maggot. Napoleón pensó si no estaría cometiendo un error, ya que por mucho que pusiera él de su parte, siempre surgiría algún cabrón como Maggot para echarlo todo a rodar. Tal vez debió negarse a admitir toda responsabilidad, limitándose a cumplir automáticamente las órdenes que le dieran. No meterse en líos…, fingir el papel de criminal arrepentido y soldado regenerado. Aquel maldito capitán —aquellos dos malditos capitanes— le estaban envolviendo, manejándole para algo muy concreto que él aún ignoraba. Sin embargo, deseaba volver a vivir, abandonar el estado vegetativo en el que se sumió voluntariamente. Le gustaba demostrar su capacidad, dar órdenes, y tal vez, sentirse libre del odio y la tristeza que durante mucho tiempo habían sido sus únicos sentimientos.

—¡A-a-ten-tos! ¡A-a-a-l-to! —ordenó—. ¡Des cansen! ¡Ar!

Napoleón estaba dispuesto a hacer la vista gorda como ya había hecho con las anteriores provocaciones de Maggot, ya que sabía que sólo acarrearían problemas, quizá una pelea y después castigo de letrinas para los dos… No merecía la pena. Pero en aquel momento vio a los dos oficiales que salían del barracón. Deseaba ganar con su pelotón aquel campeonato y se decidió a llamar la atención a Maggot.

—Masa Ahcha, ¿cómo puede ze tan ez tupido? Dije descanso, no a discreción.

Maggot no vio a Reisman y Kinder que se acercaban.

—¡Corta con ese lenguaje de zulú, negro!

Napoleón se dirigió lentamente hacia él con el rifle en la mano dispuesto a cubrirse o a golpear. Vio cómo los dos oficiales se detenían a la expectativa a unos pasos de la formación.

—Masa Ahcha —dijo Napoleón—, lo que no ez habla de negro, ez inmunda habla blanca. No me oirás hablar de otro modo con nadie excepto contigo, ¿eh?

Una terrible ira inundó repentinamente el rostro de Maggot. Levantó el rifle, dio unos pasos atrás y descargó el arma como una maza sobre la cabeza de Napoleón. Pero White la esquivó y con la culata del suyo golpeó junto al gatillo de Maggot haciendo que la soltara. Y se quedó con el arma levantada, dispuesta a machacar la cabeza de Maggot, fríamente, sin ira, a sólo unas pulgadas del cráneo del sureño. Maggot, sin pestañear, aguantó el tipo con su habitual aire fanfarrón. Y White comprendió que aquel hombre no se arrepentía de su conducta. Sería inútil golpearle una y otra vez, machacarle hasta convertir su cabeza en una pulpa sanguinolenta. Con cada fibra de su ser, Maggot reafirmaba su conducta, sus sentimientos. Creía con la ingenua pureza de una religión santa, y nunca, nunca podría cambiar.

Reisman se interpuso entre ellos.

—¿Alguna complicación, señor White?

—Ninguna, señor. Enseñaba a Maggot una de las muchas ventajas de ser diestro en el manejo de un rifle descargado.

—¡Recógelo, Maggot! —ordenó Reisman señalando el arma en el suelo—. Después de nuestro campeonato te lo quedas, le quitas hasta la última mota de polvo, lo engrasas como es debido y me lo traes para que lo inspeccione, ¿entendido?

—Sí, mi capitán, sí —musitó Maggot recogiendo el M 1.

Se concedió a cada grupo tres minutos para que exhibiera ante los ojos críticos de los oficiales y los PM su destreza. El grupo de Napoleón iba ganando. Pero en medio de un movimiento, Archer Maggot se llevó el fusil al hombro derecho en lugar de al izquierdo, empujando con el codo a Joe Wladislaw. Las armas de ambos cayeron al suelo.

—¡Imbécil, estúpido, gilipollas! —escupió Wladislaw cuando se agacharon a recoger las armas—. ¡Ya lo has conseguido!

Maggot puso mala cara, pero no respondió. No lo había hecho intencionadamente, pero quién iba a creerle. Una equivocación, ya que en vez de atender a la voz de Napoleón, estaba pensando en que el negro, un maldito negro, le estaba dando órdenes.

El pelotón de Sawyer no era tan rápido de movimientos. Sin embargo, ganaron el campeonato, ya que nadie dejó caer el fusil y permanecieron rígidos en sus posiciones.

Reisman se aproximó al grupo de Napoleón.

—Seguirás como instructor todo el día, White. Prepárame una lista de guardia para la noche y luego dispón a tus hombres con mochila y fusil para una marcha.

Al ver alejarse al capitán, Napoleón tuvo el deseo de mandar firmes y saluden. «¡Basta! —pensó—, dejémonos de tonterías, no quiero seguir jugando a los soldaditos». Así es que se volvió hacia el grupo:

—Lo siento, muchachos, ¿quién quiere el primer turno?

No quiso decir lo siento. No quería decirlo a nadie, nunca más. Pero se le escapó.

—Lo hiciste muy bien, Nappy —dijo Wladislaw—. No fue culpa tuya.

—Aquí mi amigo, no tan buen soldado —dijo Jiménez señalando a Maggot—. Tú en cambio eres muy bueno, Nappy.

—Claro que lo es —declaró Wladislaw, que se creía con cierto derecho de propiedad sobre su compañero de tienda—. Antes era teniente.

Todos deseaban el primer turno de guardia para que no les despertaran a mitad del sueño y dormir de un tirón hasta el toque de diana.

—Yo cojo el segundo —dijo Napoleón—. ¿Quién más? A ver: dos voluntarios.

—O.K., yo —dijo Samson.

—Tú eres el tercero, Maggot —dijo Napoleón al ver que nadie se decidía.

Maggot avanzó amenazador hacia él.

—¡Qué mierda dices, negro!

Samson puso su mano sobre el hombro de Maggot haciéndole retroceder. Wladislaw y Jiménez le contuvieron.

—A votos —propuso Franko. Él estaba fuera de todo aquello, le importaba un pito, pero veía los sentimientos de los demás; ya que no podía ser el número uno, se pondría al lado del número uno. Odiaba a Maggot como a ningún otro de sus compañeros—. Voto porque Maggot haga el segundo turno, ya que hemos perdido por su culpa.

Fueron cinco contra uno. Archer Maggot empezó a saber lo que era ser un paria, aunque jamás oyera esta palabra.