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En una habitación del palacio de lord «no sé cuántos», en la asediada Londres, a muchas millas y años de lo que sin añoranza ni alegría podía recordar como su hogar, Reisman comenzó a leer la carta de su padre, sonriendo con nostalgia.
4 de febrero de 1944
Querido hijo Jacob:
Esta es una sorpresa que espero no sea un shock. Sí, es una carta de tu padre.
¿Cómo es que no me escribes más a menudo como hacen los otros chicos del barrio que están en el ejército? Sus madres y sus padres me enseñan cartas y fotos (el hijo de la señora Ellenstein, mi patrona, que me alquila su dormitorio hasta que el muchacho regrese de la guerra, está en la aviación en China, que me parece bastante más lejos de Chicago que tú y le escribe dos veces al mes). Todos me preguntan por qué no me escribe mi hijo y yo les digo que anda muy ocupado en el ejército, pero que está bien, porque si no el ejército me lo comunicaría. Todavía tengo tu carta de hace un año desde Inglaterra y a menudo la cojo y la leo. ¿Cuándo van a dejarte venir a casa con permiso como a los demás? Hace cinco años que no te veo. Espero que estés aún en el mismo lugar y que te llegue ésta. Ya sé que no te he escrito a menudo, puede que incluso sea la primera vez y tal vez pienses regañarme. Pero escribir me cuesta trabajo (perdóname las faltas y la mala letra). Pero yo no te escribo para regañarte, debes sólo recordar a tu viejo padre de vez en cuando como haces algunas veces. Recibí tu felicitación por mi cumpleaños y la del Año Nuevo judío. Gracias. Pero la próxima vez escribe algo más. Hazte una foto pata que pueda enseñársela a la señora Ellenstein y vea lo guapo que eres, no como el vejestorio de tu padre. ¿Sabes qué es hoy? Estuve en la sinagoga para cumplir el yahrzeit[10] por tu madre que en paz descanse. Ya sabes lo que es el yahrzeit. Tú, shagetz[11]. Estoy bromeando nada más. Es una plegaría que decimos por los muertos en el día que fallecieron para que Dios los recuerde y se apiade de ellos. Seguramente que la habrás olvidado, pero sí puedes ir a una sinagoga y pedirle al rabino que te ayude a decir una plegaria.
Tienes que recordar a tu madre, Jacob, y honrarla. Nunca he amado a una mujer tanto como a ella desde el momento en que la conocí. Para mí era como una mujer judía. No fue ella quien se emperró con los curas y la Iglesia y tu crianza, fueron esos gangsters. Ella sabía la historia bíblica de Ruth. Ruth también era una shiksah[12], aunque perdóname esa palabra, no me gusta usarla. La gente la utiliza como un insulto, pero yo no la uso así con tu madre. Ruth dijo a Noemí, su suegra judía: «Donde tú vayas yo iré; dónde tú te alojes yo me alojaré; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios». ¿Quién sabe?, tal vez yo no fuera lo bastante fuerte en mi Dios entonces. Ahora que ha pasado el tiempo y ya soy más viejo y todos van muriendo y estoy tan solo, voy con frecuencia a la sinagoga.
Hace dos días fui a un funeral. Diamond. ¿Le recuerdas? El del delicatessen donde algunas veces te llevaba yo a comer. Murió. Fui al funeral porque pertenecemos a la misma sinagoga. Ahora asisto a todos los funerales. Sólo faltaré al mío (ja, ja). Ya no soy ningún mozo, Jacob, y quiero que no lo olvides. Estoy bien, sano, con la barriga tan lisa como cuándo tú te amagabas para pegarme cuando íbamos a la playa de Oak Park, y aparte de los dolores, molestias y achaques de perro viejo, estoy bien. Pero ya tengo sesenta y un años y quiero que lo recuerdes por si sucede algo. Hay tantas cosas que nunca te dije como debiera. Eres mi hijo, y quiero que sepas que te tengo mucho afecto. No sé por qué nunca echaste raíces y cogiste un empleo y te casaste y creaste una familia. Pero quién fue a hablar. Yo pasaba de los treinta cuando me casé con tu madre y ella era un poco mayor, así es que tal vez todavía hay esperanza para ti, ¿no, muchacho?
No sé por qué estás siempre de un lado para otro, tal vez tenga yo la culpa porque nunca volví a casarme y te di una madre que mantuviera el hogar; ni siquiera sé cómo te ganas la vida, si es honradamente, aunque supongo que ahora en el ejército sí, o cómo es que siempre estás de viaje en lugares que no te incumben y en guerras. Me recuerda a las películas de Errol Flynn, y si quieres ser como Errol Flynn, es cosa tuya. Ahora está bien porque comprendo lo que estáis haciendo. Es una guerra contra Hitler y los nazis y todo lo que han hecho a los judíos, y si el ejército me aceptara, yo también iría.
Pienso mucho en los buenos ratos que hemos pasado juntos, visitando a los amigos, en el parque, en la playa o en el cine, incluso en la sinagoga era divertido ir con mi hijo cuando fuimos a veces. Tal vez deberíamos haber ido más a menudo. Eras un buen muchacho, John, un buen hijo y te quiero. Lo que pudo ocurrir para que pasara lo del «accidente» no lo sé, tal vez tuviera yo la culpa, y después tú te fuiste. Que un padre no sea capaz de conocer a un hijo de dieciséis años es una cosa terrible. Lo siento.
Lo cual me recuerda que tengo que darte una noticia. ¿Te acuerdas de Osterman, el policía que te ayudó? Pues fíjate, el viejo «chucho», está en el ejército. Solía verle a veces en el barrio y siempre me preguntaba por ti. Vino a verme especialmente y me dijo que se iba a Europa y quería tus señas para buscarte. Se las di hace un par de semanas, así que no te extrañe verle si va por Inglaterra. Si fue o no, no lo sé, porque el presidente Roosevelt, Dios le bendiga, no me dice nada de los asuntos internos de dónde manda a los muchachos. Me gustaría que me informara solamente de ti, me haría feliz.
Bueno, éste es el final de mi cuento por ahora. En mi vida escribí una carta así, tan larga. Espero que no demasiado para que la leas. El barrio está cada vez peor, ya no es lo que era con los shwartzes[13] trasladándose a él. Pero debes saber que siempre que quieras tienes aquí una casa, muchacho.
Escríbeme y mándame una foto.
Todo el cariño de tu padre,
Aaron.
Reisman se recostó en el profundo sillón de cuero, entornando los ojos nostálgicamente. Sobre sus piernas quedaba la carta escrita en papel escolar rayado, lleno de una escritura dificultosa, ancha y legible. Su ansia, mayor de lo que podría haber esperado, por leer el contenido de la carta, seguía sin apaciguar.
Qué familiares le resultaban aquellas frases y aquella caligrafía. Su padre, nacido en Chicago, en cuyas escuelas pasó su infancia, cuanto más viejo se hacía más parecía haber nacido en la aldea germano-polaca de la que su abuelo emigró a fin de siglo. No era una cuestión de acento, sino de perspectiva y punto de vista étnico de la vieja y apiñada vecindad de Roosevelt Road, donde siempre había vivido.
Allí transcurrió media vida de Reisman; ahora sin importancia, ya desligado de ella y arrojado al vecindario del mundo. Lo que actualmente le definía, ejerciendo sobre él una decisiva influencia, eran otros momentos vividos en miles de lugares, entre otras gentes. A pesar de todo, su padre le escribía como si el mundo no hubiese cambiado, centrándolo aún en Roosevelt Road, como si él viviera aún allí y no hubiera abandonado el barrio para ir a la guerra.
Quizá fuera así. Tal vez su padre viera en él más profundamente, comprendiendo que permanecía aún en aquel mundo estrecho. A Reisman nunca se le hubiera ocurrido pensarlo así.
4 de febrero. Una fecha perturbadora y familiar. No la había recordado hasta mediada la lectura de la carta. Se admiró de que su padre siguiera santificando el día de la muerte de su esposa, tantos años después, llorando su muerte en un lugar sagrado para él, que sin embargo no lo había sido para su esposa.
Invierno en Chicago, vientos helados procedentes del norte del Canadá que soplan cruzando el lago Michigan, azotando las calles abarrotadas de gente. La epidemia de gripe se extiende por todo el país; su madre, silenciosa y oscura en las tareas caseras, a veces consoladora, está postrada en cama, incomprensiblemente enferma. ¿Qué podía ser sino aquel catarro que ella le había cuidado con medicinas y caldos? El silencio y la frialdad del apartamento sin comodidades, su padre rezando en un rincón con lágrimas en los ojos, el doctor que sale del dormitorio con una expresión irremediable, los Donato que invaden de repente el piso; y el cura, latines y Santos Oleos inexorables, mientras un niño de siete años contempla con espantosa curiosidad el viejo rito de la extremaunción y escucha los alaridos de su abuela:
—Pavera disgraziata tomata ad Dio! —sollozando que no había traído al mundo sólo vida sino también muerte.
Los recuerdos, un inmenso vacío, le invaden de repente. Buscaba algún recuerdo dulce, algún rastro de la imagen de Mary Donato que le librara de aquella insoportable tensión de «érase una vez».
La muerte no suavizó las relaciones entre su padre y los Donato. Ajenos a su manera de expresarse y a su religión, jamás le perdonaron que se casara con ella, considerándole instrumento y cómplice de lo que siempre tuvieron por el pecado de Mary Donato, responsabilizándole en cierto modo de su muerte. Pero el niño era de su carne, bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y a pesar de que estaba viciado por contaminación exterior que ellos no podían entender ni aceptar, John fue a su iglesia y había comenzado a instruirse para la primera comunión.
Con rápida maestría infantil aprendió su incipiente charla en italiano. Pero ellos agravaron la aflicción de Aaron con exigencias más allá de los compromisos que él había contraído con su enamorada mujer. Insistían en que muerta la madre, no podía ya vigilar la parte de crianza y educación católica del niño.
Reisman releyó el comienzo de la carta: «querido hijo Jacob», y recordó…
—¡Este es mi hijo, Jacob.
—Por favor, papi, John.
—John o Jacob, ¿qué diferencia hay? ¿Qué clase de nombre es John para un buen muchacho judío?
—También soy ca…
(No, déjalo, no le hieras. Suavemente).
—Lo pone mi partida de nacimiento.
—Me sorprendo de que a «ellos» no se les ocurriera llamarte Jesús.
Testarudez, rectitud, intransigencia, siempre haciendo frente a la inflexible realidad. Eran algunos de los rasgos que había heredado de su padre. Para Aaron los Donato siempre fueron «ellos» o «ésos», y algunas veces «esos gangsters», porque tío Pete usaba pistola y se suponía que era chófer de Al Capone. Tío Pete había sido un buen tipo, le llamaba «Johnny el Niño» y le contaba historias y aventuras de policías y ladrones, y era su pariente favorito, a pesar de que los Donato consideraban a Pete tan oveja negra como la hija casada fuera de su círculo social.
A Reisman, de niño no le había importado que se lo repartieran: una parte de él al mundo judío de su padre, otra al catolicismo italiano de ta dominante familia materna y las normas externas impuestas por el ambiente americano a las cuales todos rendían tributo mientras intentaban incorporarse al sistema. Bautizado como John, circuncidado como Jacob, sintió el regocijo infantil de ser especial, de participar de tantas cosas. Pero tenía que evitar los conflictos entre sus dos mundos. Jamás se convertiría en campo de batalla.
Debía tener once o doce años; un domingo fue con su padre a visitar a los Donato, al sitio donde el numeroso clan siempre a la deriva, dependiendo de la misa a la que querían ir, se reunía. Una prima, sin advertir la presencia de Aaron y su hijo, o tal vez precisamente por ello, hablaba sobre los judíos que tenían todo el dinero, que eran unos ladrones: «Nunca dan ninguna oportunidad en los negocios, y cuando te descuidas te roban por las buenas». El muchacho se levantó gritando: «¡Imbécil! ¡Imbécil, mi padre es judío, yo soy judío! ¿Tenemos pinta de tener todo el dinero del mundo?». La rabia le inundaba de lágrimas los ojos, temblaba de ira. Un gélido silencio llenó la habitación. Él se sorprendió al advertir que un niño tenía dominio sobre todas las personas mayores allí reunidas. Echó a correr saliendo de la casa, captando de pasada la sonrisa de tío Pete y so guiño de complicidad, que le hicieron sentirse mejor. Su padre se le unió tomándole de la mano y anduvieron silenciosos uno al lado del otro por unos momentos.
—No deberías haber hablado así, John —le dijo.
Aaron tampoco puso mucho de su parte por zanjar la rivalidad familiar. Jamás comió en casa de un Donato. «No, gracias, acabo de comer». No es que siguiera al pie de la letra las antiguas leyes hebreas sobre los alimentos, pero ¡demonio!, si siempre pensaban de él con sospecha, considerándole un extranjero, él les iba a enseñar lo testarudo, inflexible y diferente que podía ser. Comería con ellos el día en que sirvieran pescado relleno, sopa matzoball y carnes de un establecimiento autorizado por las leyes hebreas, en platos debidamente purificados y aparte. Reisman recordaba con humor a su matriarcal abuela enfadándose con su padre:
—¿Qué pasa, crees que te enveneno? ¿No es lo suficientemente bueno para ti?
Finalmente Aaron decidió limitar sus visitas a los Donato a una al año, pero permitió a John que hiera cuando quisiera. Después remedaba los tópicos de su conversación dominguera que le enloquecían: «¿Has ido a misa?, ¿te has confesado?, ¿vas a comulgar?, me suena a chino. Parecen parientes del cardenal Mundelein o del Papa. Por la forma que hablaban, uno los creería los mayores santos de la tierra. Quieren que vaya a la iglesia, ¿por qué no vienen conmigo a la sinagoga? Incluso tu madre, que en gloria esté, no venía con nosotros. Decía “que era contrario a su religión”».
Entonces, ¿cómo se conocieron? Tan distintos en sus orígenes y tan semejantes en su soledad. Cuántas veces oyó Reisman a su padre la romántica historia. Incluso se acordaba de las correcciones que hacía su madre riendo y los detalles que añadía de su propia versión. La última vez que la oyó fue el verano antes de la guerra, cuando se embarcó desde Europa hacia los Estados Unidos, pensando que la feria de Nueva York valía la pena, y pasó en Chicago unos días, sintiéndose un extranjero.
Encontró a su padre en una habitación alquilada. Más bajo y flaco que él, el pelo encaneciendo y raleando, y unas gafas de montura marrón (sólo para leer, le dijo), aunque Reisman no pudo encontrar prueba alguna de ello, si exceptuamos los periódicos que había en la habitación.
Hacía tiempo que dejó el viejo piso. «¿Para qué quiero yo un sitio tan grande para mí solo?». No era grande, en absoluto. Era solitario. Prefería, antes que tener un lugar propio, meterse y complicarse como parte menor en la vida de los demás.
—¿Por qué no te casas de nuevo, papá? —le preguntó Reisman como por casualidad.
—¿Casarme? —murmuró—. ¿Tú también? Toda la familia me lo dice, ¿por qué no te casas de nuevo, Aaron? Incluso en sueños veo a los muertos, como tu tío Bernie y tu tía Rosa y otros tíos y tías e incluso primos que murieron hace diez años, diciéndome: «¿Cuándo te casas? ¿Tienes novia, Aaron?». «La bizca Jennie», les contesto. Que se metan en sus asuntos. No quiero volver a casarme. Lo haré cuando se case mi hijo.
Le contó de nuevo la historia. Un cuatro de julio que había ido a dar un paseo en barca por el Benton Harbor y vio a una mujer, apoyada contra la barandilla, que parecía a punto de llorar.
—La creí judía, por su piel morena y el pelo negro y espeso peinado en un moño. Muchas veces metes en el mismo grupo a judíos e italianos y ni Dios mismo los puede diferenciar.
Le dijo que se llamaba Mary y que estaba a punto de llorar de despecho porque se había mareado. Nunca hacía nada emocionante y había estado tanto tiempo esperando aquel paseo en barco. Todos habían venido en grupos, grupos religiosos, políticos, el círculo de los trabajadores al que yo pertenecía; lodos reunidos amistosamente para celebrar la fiesta americana. Matrimonios con sus hijos, parejas de novios, y algunos solos, como Aaron Reisman y Mary Donato, esperando encontrar a alguien. Ella le dijo que había venido con un grupo religioso. Él, en un momento de increíble e inspirado braggadocio, le dijo que se llamaba Tony.
Pasaron la tarde juntos, él le compró una limonada, hablaron y se le pasó el mareo. Paseando juntos por el Benton Harbor, se divirtieron mucho y en seguida se tomaron de las manos.
—Entonces comprendí que debía decirle que no me llamaba Tony, porque me estaba preguntando dónde vivía, a qué iglesia iba, en qué trabajaba, cuál era mi apellido y tenía que ir inventando una historia muy complicada. Pero parecía tan contenta, que a lo mejor, si le decía que yo no me llamaba Tony, tal vez se enfadara o llorara, estropeándole el día; así es que por el resto de la tarde me decidí a ser un gran shagetz llamado Tony, ¿y quién iba a notar la diferencia?
»Aquella noche, regresando en el barco… ya eres mayor para saber lo que pasa cuando vas en un barco a la luz de la luna con una chica que te gusta, comprendí que era demasiado. Tu madre me hablaba como si me conociera de toda la vida, contándome todo lo que había en su corazón y en su alma, y yo sentía la necesidad de coger a esa pobre muchacha en mis brazos para reconfortarla.
Le preguntó cómo era posible que una chica tan guapa no estuviera casada y ni siquiera tuviera novio, y ella le dijo que tenía uno en Italia.
—Y ¿sabes una cosa? No lo había vuelto a ver desde que era una niña, solamente se escribían en italiano. Había nacido en aquel viejo país y la trajeron aquí siendo una niña, y ya sabes lo que son las cosas por allí: los padres dicen al vecino o al amigo que sus hijos se casarán y es un compromiso formal. De cualquier forma, eso es lo que le sucedió, y durante años estuvo esperando a que el muchacho viniera y se casara con ella. Pero no apareció y, sin embargo, sus padres le decían que aguardara. Les temía tanto como una niña chic a. Por fin se enteró de que el muchacho se había casado allá en Italia y que nunca vendría, y fue como si hubiera sabido que su marido había muerto, sólo que murió antes de que ella pudiera conocer qué era tener un marido. Entonces dijo que se iba a meter a monja y su madre se puso a gritar como si la estuviera matando, y su padre dijo que no lo consentiría. Teñía que quedarse en casa para cuidarlos: ése era el destino que Dios le había deparado. Ella deseaba casarse, pero todos los hombres que conocía estaban ya casados. Bromeé un poco, le dije que me casaría con ella si me daba una oportunidad.
Reisman evocó la seriedad de su padre al continuar hablando. Estaban en la habitación de Aaron, el viejo sentado en la cama, fumando, inclinado hacia delante, totalmente entregado a sus recuerdos; Reisman, en un cómodo sillón con el «Tribune» en las rodillas comentando las últimas exigencias nazis y la posibilidad de una guerra en Europa.
—Te lo digo de verdad, Jacob —dijo—, no lo tomes a broma. Aunque nunca te haya hablado de ello, son cosas muy importantes. Me preguntó si lo decía en serio, lo del matrimonio. Nunca vi tanto amor y esperanza en los ojos de una mujer, y también lágrimas. Pensé que debía estar loco, pues ni siquiera conocía a aquella chica italiana, una shiksah. Dios la bendiga, y le pedí que se casara conmigo y me dijo que sí. Anteriormente, siempre que propuse matrimonio a alguna muchacha me rechazó, porque pensaban en la posición, el trabajo, el porvenir; conmigo sabían en seguida que no había perspectivas ni ambiciones, y ni siquiera era un tipo grandote y guapo capaz de hacerlas felices. Mary Donato, que en gloria esté, en un solo día era feliz, estaba enamorada de un shlump como yo y quería casarse conmigo. Pero seguía llamándome Tony y no había más remedio que decirle la verdad, que me llamaba Aaron Reisman y que pertenecía a una raza y a una religión diferentes. Ella se quedó confusa, incluso un poco asustada, pero dijo: «¿Sabes una cosa?, me di cuenta en seguida que no eras italiano». Entonces le contesté: «Ahora tal vez quieras volverte atrás». Y ella, mirándome a los ojos, me replicó: «No, lo dije en serio. Jamás me divertí tanto con nadie, Aaron. Nunca conté las cosas que a ti te he dicho, es como si te conociera hace mucho y estuviéramos ya casados». Repentinamente sentí con toda serenidad lo que antes le había dicho medio en broma. Me daba tanta pena. Me sentía verdaderamente bueno, grande. Un hombre por primera vez. ¿Sabes una cosa, Johnny? —raramente le llamaba así, en sus labios sonaba extraño—: Es lo mismo que cuando tú hablas de aventuras, de escapar y hacer cosas, porque el mundo no es sólo el lugar donde has nacido y vivido y el grupo de gente que te rodea. Tal vez mi aventura fuera casarme con tu madre.
Mary Donato no regresó a su casa aquella noche. Tenía miedo de cambiar de idea, que sus padres no la dejaran salir o Aaron se arrepintiera. A la mañana siguiente, fueron los primeros clientes ante el ayuntamiento para casarse.
—Las dos familias podían, si les daba la gana, Roner en el grito en el cielo. Pero ya estábamos casados y felices, y no había nada que hacer. Por entonces trabajaba para mi hermano Bennie en el almacén de Maxwell, y se pasó todo el tiempo sermoneándome que si le apuñalaba por la espalda, que si era un insulto a mamá y a papá. Tenía que darme un aumento de sueldo, Pero no le dio la gana, así es que me fui del almacén. Tú no lo recuerdas, eras demasiado pequeño, pero anduve de un trabajo a otro y no ganaba el dinero suficiente para vivir como yo había supuesto, aunque por lo menos comíamos todos los días y teníamos un techo. Y esos gangsters entristecían a tu madre diciéndole que no estaba casada de verdad hasta que no fuéramos a un cura. Me odiaban como si se la hubiese robado; una mujer de más de treinta años, siempre en casa, azacanada de un lado para otro, cuidando a sus padres y hermanos y hermanas. Ya sabes que no soy ningún ortodoxo, pero ni aun por amor a tu madre estaba dispuesto a ir a la iglesia.
Fue divertido oírle en el verano de 1939 hablar de «esos gangsters»; los Donato ya estaban en su gloria, e incluso tío Pete había muerto, herido en un ajuste de cuentas entre gangs. Reisman sintió su muerte más que ninguna, pues le hubiera gustado verle y contarle ahora sus propias historias emocionantes, y tal vez hacer que se sintiera orgulloso de su sobrino.
Pero su padre eludió el asunto y Reisman pensó que algunos hombres se ablandan con la vejez, mientras que otros se hacen más amargos.
—Ya sé que solías ir a la iglesia con ella cuando eras niño y no me parecía mal. Le dije que estaba dispuesto a permitirlo. Si querían podían llevarte a la iglesia, pero también ibas a la sinagoga, ¿te acuerdas? Tienes que saber el jaleo que armaron al enterarse que había hecho de ti un bris[14], allí, en nuestra propia casa, con mis familiares judíos, y lo que tuvo que aguantar tu madre por haber dicho que le parecía bien, aunque el mismo doctor aseguró que era cosa muy saludable. ¿Organicé yo algún follón cuando te llevaron a bautizar? Lo único, que no debían haberte metido en aquella pila de agua bendita. De todas formas, me figuro que no es mala cosa estar sacramentado dos veces.
Al principio fue así. Reisman, en su alegría juvenil y su asombro ante las bellezas y misterios de sus dos mundos compartidos, también había pensado que era bueno estar sacramentado por partida doble. Pero con el tiempo, llegaron a disgustarle por igual los ritos de la iglesia y la sinagoga, no sólo con la frustración del niño que descubre cosas más interesantes y se agita por tener que estarse sentado en silencio y recién lavado, sino también con el repentino despertar a los conflictos y contradicciones de las grandes lagunas de los razonamientos y la hipocresía que constituyen los dogmas.
Cuando llegó el momento de su confirmación en la iglesia y del bar mitzvah en la sinagoga, se negó, pues se sentía incapaz de entregarse por completo a ninguna de las dos ceremonias con el corazón puro. Cuando pasó aquel período se sintió más fuerte en sus convicciones internas, pues todavía conservaba algo de su terror infantil ante la ira de Dios omnipotente y admitía la posibilidad de verse inmediatamente castigado por sus pecados de omisión.
Más tarde, cuando le obligaron a que se definiera, no su padre ni los Donato, sino determinados prejuicios incomprensibles para él, se dio cuenta de la imposibilidad de ser íntegramente honesto en sus dos mundos simultáneos y que tenía que decidirse por uno u otro, o incluso por algo totalmente diferente. Empezó a perder su fe en Dios cuando le atacaron por no ser una cosa u otra, y desde entonces había ido forjándose sus propias creencias.
Aprisionado en los recuerdos que la carta había despertado, Reisman trató de imaginarse a su padre en el momento de escribirla. Seguramente, estaría sentado ante el pequeño escritorio de su cuarto alquilado, con una lámpara de porcelana o de madera colonial que daba una luz insuficiente. Probablemente llevaría su muda de felpa. «Paso mucho frío, arreando a ese penco por las calles, aunque el coche lleve calefacción interior», sus pantalones, calcetines y zapatillas y un batín bien ceñido a su flaco pecho. Seguramente habría en la habitación una especie de calor húmedo, un pequeño aparato de radio sonando suavemente y el gorgoteo de las tuberías del radiador distrayéndole en su trabajo.
«¡Papá! —pensó—, qué viejo tan maravilloso. Me alegro de que Mary Donato no se casara con un católico, pues aunque he conocido a muchos, amado a algunos y odiado a otros, no te hubiera tenido entonces por padre y hubiera sido una pérdida. Tú ordenaste en tu interior todo el tesón inerme de las tribus dispersas de Judá e Israel, y dijiste ¡creo! Tienes razón: no fue un «accidente», tú sabes que no fue un accidente, por eso lo subrayas, como haces con tus maravillosas palabras yiddish, indicándome en secreto que son especiales, con un valor y un sentimiento extraordinario. Con ciega y justa furia maté a un hombre, impulsado por el recuerdo de mi cobardía anterior, porque la primera vez que me provocaron, como le ha sucedido alguna vez en su vida a todo hombre o muchacho, volví la espalda y eché a correr; pero juré que nunca volvería a correr. Y lo he cumplido».