23
El miércoles, ya anochecido, Reisman volvía al campamento con los hombres. Habían estado preparando el campo de tiro y excavando hoyos para colocar los blancos. Aparcado fuera del campamento, encontró un coche oficial. Esperó a que presos y guardianes atravesaran el barracón entrando en el recinto y se dirigió a la oficina dispuesto a encontrarse con Kinder.
—Hola, viejo bala. La puerta estaba abierta, así que entré como si estuviera en mi casa —dijo el hombre, que se había instalado cómodamente en una de las sillas.
Reisman quedó perplejo. Ya no era necesario hacerse una composición de lugar de cuándo y cómo encontraría a Osterman. Allí estaba, vestido con ropas provincianas de tweed inglés, las manos cruzadas sobre el estómago y el enorme puro colgando de los labios. Un gesto de satisfacción iluminaba su florido rostro de buey.
—La puerta estaba cerrada… igual que la valla… —dijo Reisman.
—Bueno…, efectivamente, la puerta estaba cerrada —asintió Osterman, encogiéndose de hombros—. Los mejores profesionales del oficio me enseñaron a forzar las puertas.
—¿Cómo diste conmigo? Nadie sabe dónde estoy. —Osterman se levantó de la silla extendiendo el brazo derecho.
—¿Por qué diablos crees que soy el mejor detective de Chicago? Por Cristo, muchacho, tienes tanta cara de cabreado como el comisario en sus peores días. ¿Qué has hecho de tus buenos modales? Primero saluda, luego pregunta.
Reisman le miró estupefacto, incapaz durante un momento de contestar, mientras intentaba coordinar sus sentimientos. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan poco preparado para afrontar una situación. Finalmente una amplia sonrisa cruzó su rostro fatigado. Continuaba sin saber lo que sentía por aquel fantasma impetuoso, rollizo y sanguíneo que, de repente, surgido del pasado, se materializó ante él. Pero en todo caso, ya no estaba a la defensiva.
—Hola, Sarge, cuánto tiempo sin verte —dijo, estrechándole la mano.
—Mucho, Johnny. Pero me has reconocido después de tantos años —contestó Osterman cordial. Señaló la cabeza y la tripa—. Menos peto, más panza, más gastado, más astuto, pero aún reconoces al viejo Sarge —pasó su brazo amistosamente por los hombros de Reisman—. Tu viejo te manda besos, pero no te los voy a dar yo. Si tienes novia, se los doy a ella y que ella te los dé a ti.
—¿Cómo está? —preguntó Reisman, consiguiendo zafarse de aquella especie de abrazo de oso—. Siéntate —dijo, señalándole la silla que acababa de abandonar y colocándose él mismo en el borde del catre. Se alegró de no haberse hecho acompañar por ninguno de los presos o guardianes.
—Está muy bien, muchacho, muy bien —dijo Osterman arrellanándose en su asiento—. Le vi hace unos dos meses y estaba estupendamente. Sigue con su caballo… ganándose la vida. Su única quejares que no le escribes más a menudo.
Al oír esto, Reisman rió suavemente. Aunque había preguntas más acuciantes que le cruzaban la mente, se limitó a bromear.
—Tuve carta de él hace un mes… Seguramente la primera que recibo de él en toda mi vida. Yo hago algo más que eso.
La figura de Aaron se materializó en la habitación evocada por la presencia del detective.
—Tengo que contestarle pronto —dijo Reisman, sintiéndose culpable.
—Diablos, muchacho, ya sabes cómo son los padres —dijo Osterman—, nunca están contentos por mucho que uno escriba. No son las cartas, es el hijo lo que quieren. Desean que regrese el hijo. Dios sabe cuántos padres hay en estos momentos quejándose de lo mismo…, no creas que es sólo el tuyo.
Miró por el cuarto, tiró el puro apagado en una lata que había encima de la mesa y sacó otro del bolsillo del pecho. Reisman, rechazando el que le ofrecía, encendió un cigarrillo y dio fuego a Osterman.
—Papá me dijo que estabas en el ejército y que fuiste a visitarle antes de embarcar.
—Sí, le dije que te buscaría —respondió Osterman entre espesas nubes de humo. Lo sacó de la boca, mirando pensativamente la ceniza gris—. Te echa mucho de menos, Johnny, está orgulloso de ti. Habla a toda la vecindad de ti. Me pidió que te dijera que le envíes una foto para que recuerde cómo diablos eres. Ha sido una guerra larga, ¿no es cierto, muchacho? Me dijo que te alistaste en seguida… antes de Pearl Harbor.
Reisman asintió con la cabeza, sin saber qué decir. Antes de Pearl Harbor… La frase le sonaba extraña y sin sentido. Los años que él llevaba en la guerra se remontaban mucho más atrás y eran demasiado complejos para ser definidos con la simplicidad patriótica que implicaba aquel slogan. No sabía si Osterman esperaba de él alguna explicación, ni siquiera si era capaz de darla. Antes de Pearl Harbor… Sin duda para su padre la frase escondía muchos años en blanco. Aunque siempre intuyó a lo que se dedicaba su hijo, no podía saberlo con exactitud. Osterman tampoco podía aportar nada que aclarase aquellos años…, aquellas lagunas. Reisman se encontraba en esta guerra por razones idénticas a las que le llevaron a las anteriores. La mirada de solidaridad y auténtica simpatía, teñida de una falsa perspectiva, que Osterman acababa de dirigirle, le resultaba muy embarazosa.
—Tienes muy buen aspecto, muchacho, muy bueno —continuó Osterman jubiloso. El cambio de conversación alivió a Reisman—. Claro, estás hecho un hombre… Ya no eres un muchacho, pero de todas formas te había reconocido. ¿Te va bien, no? Diablos, capitán, nada menos. Estaba seguro de no equivocarme cuando te ayudé siendo un chaval. Háblame de ti, Johnny. ¿Qué pintas aquí, en medio del campo?
—¡Sooo!, despacio —dijo Reisman—. Primero, Sarge, tienes que decírmelo tú; después, tal vez te lo diga yo. Papá te dio mi dirección de correo y en Londres me han dicho que ayer me anduviste buscando por allí. Pero sé positivamente que nadie te indicó ni te guió hasta aquí. Está rigurosamente verboten[47]. ¿Cómo te las has arreglado para encontrarme y qué haces vestido de mufti?
—Soy un turista de vacaciones, muchacho. Es una historia muy complicada. Tengo el único empleo del ejército en que te dejan vestir de paisano. ¿No es estupendo? —dijo Osterman—. Hasta los generales tienen que llevar sus elegantes uniformes, pero yo y los tipos de mi unidad nos ponemos lo que nos parece más conveniente para nuestro trabajo.
—¿Y para husmear por Devonshire buscando a Johnny Reisman pensaste que lo mejor era el tweed inglés?
—Sí, algo parecido.
—¿Con un coche oficial del ejército americano? —Sabes, es lo único que aún no he conseguido cambiar. Ambos rieron.
—Bueno, ¿y qué haces en el ejército? Segurísimo que no te alistaron con el remplazo. Me imaginé que seguirías manteniendo a raya a los muchachos en Chicago —dijo Reisman.
—Se conoce que necesitaban unos cuantos cabrones duros como yo para tenerlos a raya aquí —explicó Osterman—. Fueron por todo el país buscando voluntarios en la policía y cuando me enteré, pedí que me admitieran. Ya sabes que no tengo familia. Sigo solterón… Solían decir que estaba casado con la fuerza de policía de Chicago… Asaque no hay mucha diferencia. Seguro que influye el que yo hubiera estado en el ejército la primera vez que les zurramos a esos hijos de puta. Por eso me iba bien en el Cuerpo. Ya sabes, siendo un G. Y., sólo que entonces nos llamaban Doughboys, miembro activo de la legión americana, de los veteranos de la guerra judía y media docena de logias…, incluso de la misma sinagoga que tu viejo. Todo esto es buena política para un policía. Pero en la primera guerra no vi una sola acción, y esta vez lo estaba deseando. Es demasiado permanecer al margen; además, ahora hay algo personal. Me dan ataques cada vez que pienso en ese hijo de puta de Hitler. Me gustaría echarle yo mismo el guante y darle unas cuantas antes de que le cuelguen. No es mi tipo de trabajo, desde luego, pero al menos quisiera ayudar. Alguien tiene que acabar con él.
—¿Os ascienden por esto, no? —preguntó Reisman—. A lo mejor eres mayor o coronel y tengo que tratarte de señor en vez de llamarte Sarge.
—Nah, sigo siendo Sarge. ¿Sabes?, me ofrecieron una misión. Hubiera sido mayor, ¿qué te parece, eh? Te hubiera superado en graduación. Esto hubiera estado bueno. Mayor sargento León Osterman, o tal vez sargento mayor León Osterman. ¡Les dije que ni hablar! Toda mi vida he sido sargento… Tal vez veinte años… Así que les expliqué que no sabría a quién llamaban cuando dijeran: «¡eh, mayor!». De manera que prefería seguir siendo sargento en la policía, en el CID. Salgo cuando hay un caso igual que en Chicago y soy algo así como mi propio jefe. De todas formas, sé mucho más que algunos de ellos de mi oficio.
—Pero ¿no estás aquí por ningún caso, verdad?
—No. Como te dije, soy un turista de vacaciones. Tenía un par de días libres y me vine decidido a buscarte.
—¿No me estás tomando el pelo?
—No. ¡Cristo, muchacho!, te has vuelto terriblemente suspicaz. ¿Estás haciendo algo que pueda yo saber?
—La cosa es que estoy haciendo algo que no debes saber. ¿Cómo averiguaste dónde estaba?
—¿Tienes tiempo ahora, Johnny? Quiero decir, ¿podemos hablar o tienes algo importante que hacer? —preguntó Osterman.
Les llegaban las voces de mando y los ruidos del montaje de las tiendas de campaña. Osterman, de cuando en cuando, había lanzado algún vistazo por la ventana. A Reisman le pareció que eludía una respuesta directa.
—Quise darte una sorpresa, ya sabes —continuó Osterman en tono de excusa—, pero ya veo que tienes una tarea que cumplir y si te estoy mortificando no te creas obligado a ser amable ni nada. Estoy de paso, me lo dices y me largo. Podemos vernos más tarde en el pueblo, te invito a unas copas y a una buena cena. Será estupendo.
—Sí/tengo trabajo, pero estoy haciendo tiempo —dijo Reisman, intentando ocultar la creciente irritación que experimentaba. Se levantó, fue hacia la ventana, giró sobre sí mismo y permaneció a la expectativa.
—Lo que te pregunté no es por pura curiosidad, es muy importante.
—Claro, Johnny. Nada tengo que ocultarte —declaró Osterman con gesto malicioso—. De todas formas, tuvo mucha gracia.
Tal y como lo explicó le había resultado muy fácil. El único consuelo para Reisman es que a otro no le hubiera sido igualmente sencillo. Sirviéndose de su condición de agente del CID, Osterman le localizó en la oficina de correos del ejército y fue a Baker Street, al departamento del mayor Armbruster. Max comprobó sus credenciales y al ver que aparentemente no había motivo alguno de desconfianza, se dirigió a la oficina de Stuart Kinder, como la forma más rápida, aunque expresamente indirecta, de entrar en contacto con su «viejo amigo de Chicago». Kinder, a quien llamaba «ese mocoso», le metió un poco de rollo, pero Osterman ya había echado una ojeada al nombre de Reisman y a la dirección del almacén de Intendencia del sobre que Kinder estaba a punto de enviar; así que más o menos se había salido con la suya.
—¿Qué te han dicho de mí en Londres? —interrumpió Reisman—. ¿De mi trabajo y la unidad que tengo?
—Nada, porque se figuran que he preguntado todo eso para tu padre. Fueron muy reservados allá arriba… Aquel mayor con sus mostachos y el mocoso. Así que pensé que era mejor dejarlo y contentarme con averiguar dónde estabas para verte.
—Y este lugar y los hombres, ¿qué sabes dé eso?
—Nada. Jesucristo, muchacho, déjame acabar mi historia, ¿quieres?, ahora viene lo bueno.
—Sí, lo siento, continúa.
Osterman explicó cómo había aprovechado el tiempo libre. Fue con el coche hasta el almacén de Intendencia, enterándose de que allí no había ningún capitán Reisman, sólo una dirección de correo. Pero como él era un policía muy tenaz, que no se dejaba liar, utilizando su carnet del CID, contando una historia de mercado negro y con sus viejas artimañas de detective, sonsacó al soldado que aguardaba el correo y los suministros para Reisman. Cuando Bowren llegó, Osterman, que estaba aparcado y oculto, vio la señal del soldado y siguió al camión hasta Stokes Manor. Pasó de largo la verja continuando hasta el pueblo para indagar sobre la finca y pasar la noche.
—Me dijeron que pertenecía a un general inglés y que su hija loca vivía aquí sola —dijo Osterman—; nadie me contó que hubiera soldados, así que, ocultes lo que ocultes, muchacho, lo estás haciendo muy bien. Pero yo me dije: seguro que hay gato encerrado. Además de estar deseando verte porque se lo prometí a tu padre, tengo que ir allá, me dije, y ver qué se trae entre manos.
—Es una bonita manera de ganarse un tiro a veces —dijo Reisman—. Bueno, y ahora que lo has visto, ¿qué piensas?
—No sé, Johnny, tal vez tú me lo expliques. ¿Es algo honrado?
Reisman no pudo evitar una sonrisa.
—¿Siempre el buen policía, eh? —refunfuñó—. No sé si es sucio o no… En todo caso, no como tú piensas. ¿No te detuviste en la casa, verdad? —preguntó de repente.
—No. En cuanto atravesé la verja vi las huellas de los neumáticos y las seguí… y aquí me tienes. ¡Sorpresa! Empezaba a aburrirme cuando llegaste con tu tropa de boy-scouts. Vaya grupo, ¿qué diablos haces con ellos?
—Es un entrenamiento experimental —dijo Reisman—. Una especie de test de resistencia. Por eso te habrá parecido fatal el aspecto de algunos. Son el grupo de prueba. Los otros son el grupo standard que nos sirve de comparación. No puedo decirte más, es bastante secreto.
El tono de su voz era casi apologético e intentaba que pareciera inconsecuente.
—No pretendas que me trague esa bola —dijo Osterman, levantándose y dirigiéndose hacia la ventana—, huelen a presos a una milla…, su aspecto, su andar, el hedor fuera y dentro. No quieres hablar… no puedes hablar…, okay. Tal vez no deba meter la nariz. Pero no intentes contar al viejo Sarge cuentos de hadas. La mitad de esos chicos tienen aspecto de haber residido en la isla del Diablo o en Joliet.
—¿Y yo, Sarge? —dijo Reisman a la defensiva—. ¿Te parezco también un preso?
Osterman se volvió.
—Tú tienes un aspecto estupendo, ya te lo dije. Daré un buen informe a tu padre.
—Pero pude haber sido un preso, ¿eh, Sarge? ¿O tal vez debía haberlo sido?
Se arrepintió inmediatamente. Pero al decirlo advirtió que no había hablado a tontas y a locas. Era una de las cosas que había venido atormentándole todos aquellos años. Concretamente lo que más le molestó al principio, cuando le encargaron la misión.
—Tú no eres el tipo, Johnny —dijo Osterman, mirándole burlón—. Por eso me partí el pecho por ayudarte. Lo que hiciste en Chicago cuando eras un crío no fue un crimen. Si lo hubiese sido no te hubiera ayudado. Lo hiciste porque tenías agallas, fibra… llámalo como quieras… y estuvo bien hecho. Y lo que hice, lo hice porque era la mejor forma de manejar el asunto. Lo que cuenta son los años después. Como ves no hizo daño a nadie. Nadie se dio por enterado.
—Excepto tú y yo… y mi padre —dijo Reisman.
Repentinamente revivió la escena: Osterman llevándole a casa y explicándole a su padre… Y supo que una de las razones que le impulsaron a entregarse tan completamente al trabajo por la Inmunda Docena, hasta el extremo de intentar probar la inocencia de un culpable, de remediar lo irremediable, convertir abyección y deshonor en orgullo y gloria, era que trataba en cierto modo de saldar el inapreciable favor que Osterman le hiciera años atrás, expiando con ello su propia culpabilidad.
—Todavía te duele, ¿eh, muchacho? —interrumpió la voz de Osterman.
¡Sí!, quiso gritar Reisman…, pero no sólo, como probablemente pensaba Osterman, por los restos de culpabilidad de un crimen en defensa propia, cometido por un muchacho de dieciséis años. Lo que más le laceraba era la culpable cobardía que le precedió y que nunca pudo perdonarse…, culpabilidad por no asumir las consecuencias…, culpabilidad por huir, según Osterman arregló después de usar su influencia para presentar el caso como un ajuste de cuentas entre bandas rivales… y la culpabilidad de todos los crímenes justificados a partir de entonces, encaminados a conseguir su propia forma de venganza, venganza a su manera.
—¿No te duele a ti? —dijo, desafiante—. ¿No has venido por eso? ¿No es por lo que preguntas siempre a mi padre por mí, por lo que has buscado mis señas? ¿Para asegurarte una vez más que no cometiste un error?
—Sí, tal vez tengas razón, muchacho. Pero no vayas a hacer ahora, después de tantos años, un escándalo por eso. ¿Te habría gustado que te hubiera dejado de la mano, que te hubieran hecho una ficha y un juicio? De todas formas hubieras librado la piel, porque ningún tribunal ni jurado del mundo podría haberte considerado culpable por defenderte. Si te hubieras quedado en Chicago y tu nombre se hubiera visto envuelto en un escándalo, defensa propia o no, tu vida no hubiera valido un centavo y no habría podido ayudarte. La banda de aquel tipo se te habría echado encima… y encima de tu padre también. Pero, qué diablos, de todas formas es una vieja historia. Oye, ¿nos vemos más tarde en el pueblo?
—No, quisiera hablarte de este campamento y dé los hombres que acabas de ver. Me gustaría que te quedases y me ayudaras —dijo Reisman, sintiéndose tan sorprendido como Osterman.
Estaba seguro. Podía confiar en él. El policía tenía el grado justo de complicidad profesional que le hacía de fiar.
¡Eh, Pope, el jefe te llama!
Salió de la tienda. Estaba descansando un rato antes de la cena. Odiaba que le llamaran así… El Inocente Pope… y lo hacían todos, guardianes y presos. Se burlaban de él porque no era culpable. Siguió al guardián que le condujo al barracón.
—Quiero que hables con este señor, Odell —dijo el capitán, omitiendo los formalismos de la presentación—. Te preguntará sobre ti… y lo que ocurrió en Glasgow y en el juicio. Vamos a intentar ayudarte. Haremos todo lo posible para comprobar tu inocencia.
Lo inesperado de aquellas palabras hizo que el corazón de Myron latiera apresuradamente, retumbándole en los oídos.
—Nos llevará tiempo —continuó el capitán— y no debes hacerte demasiadas ilusiones…, pero créeme, Odell, si dices la verdad este señor podrá ayudarte y haremos cuanto sea posible para aclarar tu asunto. Pero si no dices la verdad, nada podremos hacer.
Odell se sentía extraño, como si le faltase aire. Se le humedecieron los «ojos.
—Digo la verdad, señor —dijo con voz ronca.
—No debes contarle a nadie esta entrevista ni lo que hablemos, ¿entendido?
—Sí, mi capitán, entendido.
León Osterman tomó la palabra. Para Reisman constituyó una revelación la forma en que trabajaba.
—Bueno, háblame de ti, Mike; ¿es tu nombre, no? Mike.
—No, señor, es Myron.
—Bueno, pues tienes cara de llamarte Mike —dijo Osterman, sonriente. Un muchacho muy duro, diría yo.
—He aprendido mucho en estas últimas semanas de entrenamiento con el capitán. Antes no era tan duro. Él me ha enseñado mucho.
Sonrió a Reisman tímidamente. El capitán dudó si hablaba en serio.
Con un buen baño y un afeitado, estoy seguro que parecerías uno de esos actores de Hollywood, ¿eh? —dijo Osterman, bromeando.
Odell se encogió de hombros, se agitó y enrojeció. Estaba inerme. Cualquier artimaña que hubiera pensado emplear fue inmediatamente disuelta por la cordialidad de Osterman. Estaba listo para el interrogatorio, sin recelo alguno.
Escucha una cosa, Myron. Yo he tratado durante muchos años a personas como tú, he ayudado a muchos de ellos. Sólo te pido una cosa: juego limpio. Como dicen en los juicios, la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Mira, meterse en follones no es ni la mitad de malo que mentir para librarse de ellos. Nunca resulta. Uno comete una falta… Muy bien, lo mejor es enfrentarse con ello como un hombre… Se cumple la condena y no se vuelve, jamás a las andadas. Ahora háblame de ti y de lo que ocurrió en Glasgow.
Apenas recordaba haber estado allí. ¿Glasgow? Otro mundo, y tal vez fuera él otro hombre. Sin embargo, habló, podía hablar con franqueza a aquel desconocido vestido de paisano que le había tratado con la firmeza, la bondad y el interés de un padre… Glasgow.
Le destinaron al cuerpo sanitario porque dijo a todos los oficiales de clasificación con los que se entrevistó por aquellos días, los de su alistamiento en Estados Unidos, que era donde mejor serviría al ejército y la patria. No mintió. Se sabía incapaz de entrar en cualquiera de los otros cuerpos. Armas, el frente, aprender a matar. Los enfermeros también iban al frente, él lo sabía, a veces en peores sitios que los soldados, que eran heridos o muertos en cumplimiento de su misión. Pero ya se las arreglaría si llegaba el caso, improbable, de ser enviado al frente. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de no verse con un arma entre las manos, apuntar y matar, enfrentarse con un enemigo dispuesto a hacer lo mismo con él. Contrariamente a todas las tradiciones militares, la junta de clasificación le creyó y fue destinado adonde quería.
Tras las prácticas médicas le hicieron ayudante de un hospital. Cumplió muy bien con su trabajo y obtuvo calificación de T-5. En realidad no tenía grandes ambiciones militares. No le importaba asistir a los enfermos y heridos. Sin embargo, sufrió, fue destinado a un hospital, cuidaba de los casos urgentes, los más graves, las heridas de combate. Le torturaba el dolor de aquellos cuerpos deshechos y el desfile de recuerdos que se contaban unos a otros con una camaradería que él no podía compartir. Tenía pesadillas, horribles pesadillas que le despertaban en medio de la noche… Se veía en la misma situación que ellos.
Pasaba solo sus horas libres, generalmente en el destacamento; a veces iba al cine, daba un paseo, merodeaba sin objetivo por clubs de tropa, economatos militares o simplemente por las calles de la ciudad. Miraba a la gente, lo observaba todo, no cara a cara, sino de reojo, con una curiosidad esquiva, rápidas ojeadas que simulaban poco interés para no provocar miradas de respuesta. Sintiendo una ira cuyo motivo no podía discernir, encerrado en sí mismo, sin meterse eh líos. No tenía amigos en el ejército, ni salía con mujeres como los demás soldados. Escuchaba, escuchaba ávidamente los episodios escabrosos que se contaban sus compañeros en el hospital y en el cuartel. Sabía que no era muy aceptado, que para muchos de ellos era un tipo raro, un tipo al que algo no le funcionaba bien en su interior. Incluso algunos ponían en duda su virilidad con observaciones desagradables que le enfurecían y casi le empujaban a pelear. Pero se contenía, no deseaba ir muy lejos, se echaba atrás para no tener que demostrarles lo contrario. Demostrar su virilidad frente a sus compañeros o ante las mujeres.
Más tarde se dijo que tal vez todo aquello lo advertían los oficiales y suboficiales, lo apuntaban minuciosamente, guardándolo en un archivo especial.
No deseaba ir al Continente. Significaba estar más cerca de la guerra, de la invasión próxima, y dudaba si resistiría la prueba, pero no pudo evitarlo. Se necesitaban enfermeros experimentados en Europa y no hubo ningún oficial ni suboficial que le apreciara lo bastante como para mantenerle en su puesto en Estados Unidos. Se resignó, al principio estaba contento. Al desembarcar en Greenock le destinaron por uno de esos locos caprichos del ejército a un pequeño dispensario venéreo en Glasgow, en lugar de mandarle a una unidad a punto de entrar en combate como él había temido.
Los soldados acudían al dispensario después de haber tenido contactos con alguna mujer. Venían tranquila y claramente, por voluntad propia o porque se lo habían ordenado, o las dos cosas. Venían recelosos, tímidos, como si hubieran pasado ante el dispensario por casualidad y se les hubiera ocurrido utilizar sus servicios ya que estaban allí. Venían borrachos y tambaleantes, obscenos, repulsivos, y también aterrorizados, apresurados, recordando los horrores de las películas dé profilaxis sexual que les pasaban en el ejército. La tarea de Odell consistía en dar el adecuado tratamiento higiénico a todos aquellos miembros del ejército americano y de las tropas aliadas, a todos aquellos tipos sexualmente ahítos, contentos, fanfarrones, a veces doloridos, a veces presa del pánico, a veces tristes! Muy sencillo, profilaxis interna: lavajes del pene con una solución de sulfamida y profilaxis externa general de los testículos, escroto y área púbica por medio de aquella excesivamente pegajosa pomada. Era un destino absurdo. No se podía habituar. Jamás dejó de sentirse asombrado, asustado, cohibido ante aquellos gallos. Se sentía ligeramente más afín con los otros, los tristes, los que llegaban a él presa de pánico.
El dispensario permanecía abierto todo el día aunque sólo contaba con un médico. Odell estaba al frente de varias secciones. Siempre había movimiento. A las tres de la mañana el dispensario estaba abarrotado: hombres que acababan de salir de extrañas camas, de tugurios, de la oscuridad, y tenían que estar de vuelta en sus unidades antes del toque de diana. Durante la mañana el trabajo decaía bastante; aquellas mujeres, pensaba Myron, se tomaban su merecido descanso. ¡Sexos! Era lo que más recordaba de Glasgow. Miles y miles de penes y testículos peludos —cortos, largos, circuncisos, incircuncisos, gruesos, delgados, morenos, pálidos—, sexos que le ofendían con su sola presencia, que le demostraban que él era un impostor, que le recordaban que jamás había hecho uso del suyo.
El trabajo había comenzado a hacérsele insoportable. Estaba cada vez más nervioso, deprimido e irritado. Intentó hacer acopio de valor para solicitar su traslado, aunque sabía que le iban a mandar al frente. Ya no aguantaba más… y aquella tonta apareció en la puerta por primera vez. Durante una de las pausas, cuando estaba completamente solo, sin nadie a quien atender, sentado en la antesala del dispensario, leyendo una revista, medio adormilado… y apareció. La primera reacción de Myron fue de asombro y turbación al ver una mujer en aquel lugar y que ella le viera allí. Luego, la extraña imagen y la voz de la mujer le penetraron en la conciencia, sobrecogiéndole, pero de una manera diferente. Advirtió que padecía un defecto, probablemente una tara mental, la compadeció. Sintió hacia ella esa ambivalencia amor-odio que experimenta un inválido hacia otro.
Sucia, el pelo largo y oscuro, cayéndole sobre el rostro y los hombros, las manos mugrientas y el vestido arrugado. Charlaba tan confusamente que al principio no podía entenderla y pensó que acababa de ocurrirle un accidente, tal vez la hubieran atacado, y venía en busca de ayuda. Era alta, de cuerpo desarrollado, pero no hubiera podido decir fácilmente su edad. Su rostro inexpresivo se estremecía. Hablaba entrecortado, como presa de una emoción o ligeramente indecisa. Mirando aquellos ojos, aquella cara, imaginó que podía tener cualquier edad entre quince y veinticinco años. Pero ¿qué sabía él de las edades o los problemas de las chicas? En el judo oyó su descripción: deficiente mental, de diecinueve años, virgen. Nadie pensó en describirle a él como virgen, sicológicamente perturbado y que no estaba seguro de tener veinticuatro o veinticinco años.
Por último, salió de su perplejidad ante la aparición de la mujer, pero al comprender lo que pretendía se sintió más confuso que nunca. Le estaba preguntando si no era aquél el sitio donde las chicas iban para buscar un amigo a quien querer y para hacer el amor con él.
Alguien tuvo que empujarla allí, pensó Odell más tarde. Una broma siniestra y cruel de algún soldado al que tal vez ella hiciera proposiciones absurdas. Jamás logró aclararlo. Su primer impulso fue echarla de allí cuanto antes. Le ordenó marchar a casa con voz autoritaria aunque algo crispada, y se sorprendió al verla salir apresuradamente. Pasados unos instantes, se asomó a la puerta para comprobar si se había marchado; la encontró agazapada en la calle, como intentando hacer acopio de fuerzas para volver a entrar. A Odell le produjo una extraña sensación, jamás había podido comprobar que su voz, más bien débil, y sus modales indecisos, tuvieran efectos tan inmediatos.
En aquel instante llegó el relevo. Al ver el extraño cuadro de Odell en el umbral del dispensario y la poco apetitosa muchacha en la calle, el hombre les lanzó una mirada cómplice y murmuró confusamente:
—Entonces, ¿es ésta tu chica, Myron? Ya les decía yo a los muchachos que no eres tan marica como creen. Odell entró en la clínica.
—¡No es mi chica! Vino buscando a alguien, ¡tal vez a ti! —dijo al otro enfermero con una rabia vergonzosa.
El hombre se instaló en la silla de Odell poniendo los pies sobre la mesa que utilizaban para el trabajo administrativo y cogió la revista que Myron había estado ojeando.
—Vamos, ¡lárgate! —dijo, riendo—. Estás relevado. Cada uno con sus gustos. Si quieres puedes usar una de las camillas. No miraré. Me quedaré quieto durante un rato. Si es demasiado trabajo para ti, me pondré en la puerta a vender tickets para repartir la tarea.
Odell se enfureció, pero el hombre continuó impasible.
—¡Vamos, aprisa, Myron, antes de que te la quiten! —dijo burlón.
—¿No ves que la pobre está enferma? —respondió Odell yendo hacia la puerta. Se sentía mal, el corazón le latía furioso. La chica continuaba en la calle.
—¡Vete a casa! —aulló Myron—. ¡Vete a casa y lávate, por Dios! ¡Y péinate! ¡Y cámbiate de ropa!
La chica permaneció en la calle desierta al amanecer, atemorizada, esforzándose por comprenderle. Por último sonrió.
—¡Vete a casa o Hamo a los PM, a la policía!
La mujer echó a andar apresuradamente con expresión decidida. Al verla marchar, Odell sintió pena por ella. Se alejó en dirección opuesta, dando un rodeo para regresar al cuartel. Pensaba en la chica, dónde vivía, quién era, qué le pasaba, si volvería al dispensario, y si alguien con menos escrúpulos abusaría de ella. Ya en el cuartel, se acostó, cayendo en un profundo sueño lleno de imágenes sexuales. Imágenes en las que se mezclaban la muchacha del dispensario y la maestra del orfelinato de Cleveland: la única mujer que Myron había visto desnuda. Se despertó sacudido por una extraña sensación. Su pijama estaba mojado. A la vez vergonzoso y atemorizado, comprobó que había tenido una eyaculación…, la primera desde hacía muchos años.
En el próximo turno de Odell, la muchacha volvió al dispensario. Además, conocía su nombre: «¡Mahh-run…! ¡Mahh-run!», decía exaltada al reconocerle. Alguien le había inducido a volver si es que no lo habían hecho la primera vez también. Probablemente alguno de los otros enfermeros, o los soldados que utilizaban sus servicios frecuentemente. Había regresado con aquella lastimosa vehemencia, y sin duda esperó horas y horas en la calle hasta que entró Myron de servicio. Allí plantada, maquinando cuándo volvería y que hacer y qué decir. Pero no le mandó salir, como debiera haber hecho. Había cumplido cuanto él le ordenara a gritos el día anterior. No era bonita ni mucho menos, pero hoy estaba limpia y su cabello castaño parecía peinado y cepillado, era muy hermoso, le caía sobre los hombros y la espalda. El vestido, que ella mostró orgullosa quitándose el abrigado abrigo, era vistoso, como de fiesta.
Estremecida de excitación, Odell le indicó que se sentara y se asomó a la puerta para ver si había alguien espiando dispuesto a reírse de la muchacha si él la volvía a echar o sorprenderles juntos y hacer insinuaciones obscenas y burlonas. La calle estaba desierta. En el dispensario tampoco había nadie. Volvió a entrar sin saber qué decir o hacer. Miró a la muchacha, que le sonrió acariciando nerviosamente el vestido, tironeándose de la falda para cubrirse las piernas y tener una apariencia decente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó nervioso, sentándose en el borde de la mesa sin mirarla francamente, con los ojos puestos en un punto en la pared detrás de la muchacha. No podía soportar la mirada de la chica, y si miraba hacia abajo, veía sus piernas desnudas, sus rodillas y un poco del muslo carnoso, ya que al inclinarse para dejar el abrigo sobre otra silla la falda se le había vuelto a levantar. La muchacha le sonreía complacida con la boca abierta.
—Ca-the-ri-ne… Ca-the-ri-ne… Cat… Cat… —dijo.
—Te llamas Catherine y eres un gatito[48] —sonrió Odell para ocultar su agitación, satisfecho de sí mismo por la agudeza de su respuesta.
La chica sacudió vigorosamente la cabeza, primero indicando que sí, luego que no, mientras se señalaba con un amplio gesto.
—Cat… Cat… —dijo.
—Tu nombre es Catherine y te llaman Cat. Ella asintió con la cabeza y murmuró:
—Sí, sí… —alegremente. Charlaron un rato y según pasaban los minutos la muchacha pareció calmarse. Sorprendido, Odell advirtió que él también se había tranquilizado. El habla de la muchacha era menos confusa. Myron le preguntó dónde vivía y ella señaló la calle con un ademán desenvuelto y murmuró el nombre de uno de los barrios de la ciudad. Le preguntó si tenía padres y hermanos o hermanas. Ella dijo que sí. Nunca tomaba iniciativas, excepto la desesperada y evidente invitación de su rostro, sus ojos y su carne, pero respondía gustosa a sus preguntas, como agradeciendo la oportunidad de hablar. No, su familia no sabía dónde estaba, aunque ya debían haber advertido su falta y tal vez anduvieran buscándola para llevarla a casa y castigarla. No la querían. Ninguno era amable con ella.
—Comprendo —dijo Odell a media voz. Se identificaba con ella, con sus recuerdos, con su abismo de soledad y falta de cariño. Pero lo que la muchacha deseaba, insistiendo una y otra vez, le puso nervioso y triste, pues desde luego no quería verse envuelto en una situación que para él era perfectamente inocente. Repitió lo del día anterior, había venido para buscar un amigo que la quisiera e hiciera el amor con ella. Pero esta vez consiguió sacarle que la idea de ir allí no era suya, aunque sí la del amor, y que fueron unos «amables soldados» quienes le indicaron dónde tenía que acudir. Myron le preguntó si no tenía ya un novio en su barrio o quizá en el ejército. Ella sacudió la cabeza negativamente y se puso muy triste.
—¿Sabes algo de los hombres, de hacer el amor? —preguntó Odell con voz temblorosa.
La chica ciñó los brazos a su propio cuerpo, abrazándose, balanceándose, cerró los ojos y juntó los labios como para besar.
Odell alargó tembloroso la mano, pero en aquel preciso instante oyó un alboroto de voces en la calle y el resonar contra el pavimento de botas claveteadas. Se precipitó hacia la puerta atemorizado. Dos soldados se dirigían al dispensario agarrados por los hombros, borrachos, haciendo eses y cantando: «… un repiquetear… ay, ay, ¿qué será…? Fofa y gordita… como una gatita…».
Odell volvió a la habitación agitado.
—¡Viene gente, tienes que irte! ¡Vete a casa! —gritó.
Cat asintió con la cabeza mientras sonreía. Myron oyó a los hombres y presa de pánico agarró a la muchacha y liento rápido, confuso, buscando dónde esconderse.
—¡Ven aquí, pronto! —le ordenó tomando su húmeda mano.
Pero era demasiado tarde. Los soldados habían entrado y les vieron.
—¡Eh, pero si tienes un plan, muchacho! —dijo uno de ellos mirando malicioso a Odell y a la chica—. ¡No es gran cosa, pero seguro que vale! ¿Dónde dan estos enchufes?
—Tú trata a éste —dijo el otro soldado señalando a Odell y su compañero—. A mí que me trate ésta.
Cat sonrió. Odell se interpuso entre ella y los soldados. Señaló la puerta abierta de uno de los cuartos, donde había paquetes con equipo esterilizado y un servicio de lavabo, retrete y ducha.
—¡Vosotros dos entrad ahí y preparaos! —ordenó con más energía y decisión de lo habitual—. ¡Y cerrad la puerta!
Con gran sorpresa suya, uno de los soldados murmuró:
—Sí, sí, cabo, no se sulfure. Sólo estábamos bromeando.
Entraron en el cuarto, cerrando la puerta, y pudieron escuchar sus risotadas y bromas conforme se desnudaban.
Odell agarró a la chica y la condujo a otro cuarto. Ella se aferró a su mano con fuerza y le siguió sin rechistar. Era una habitación cualquiera de un hospital, iluminada por un globo blanco, con una cama metálica, un par de sillas y una mesa, bandejas con equipo profiláctico y algunos instrumentos quirúrgicos, tijeras, bisturíes…
—Espera aquí y estáte quieta —le susurró.
Y de repente se dio cuenta: ¿qué estaba haciendo?, en pleno trabajo, ¿por qué no la echaba…?
—Si dices una palabra o sales antes dé que yo te lo ordene, llamo a la policía, ¿comprendes?, a los PM.
Puso un dedo en sus labios para dar más énfasis a lo secreto de aquel juego y ella le imitó. Era tan dócil, tan necesitada. Estaba enferma, como él. Pero ¿podría verla desnuda, revivir las imágenes de la época en que todo empezó a ponérsele mal?
—¿Quieres uno de esos soldados? —le preguntó de repente.
Desaparecería su temor… si podía ver cómo era, quizá… la iniciación que necesitaba.
La chica negó vigorosamente con la cabeza, sacudiendo su cabello contra el rostro y los hombros.
—A ti… ¡Mahh-run…! ¡Mahh-run! —dijo, excitada.
Extendió el brazo intentando acariciarle. Era tan alta como él y fuerte. Tuvo que hacer un esfuerzo para librarse de su abrazo, no sin que antes ella le diera un beso en la mejilla con sus labios húmedos, y el contacto de la mujer, su calor y su aliento viscoso le hicieron estremecerse.
—Muy bien… pero debes estarte callada —farfulló en voz baja tapándole la boca con la mano. Ella le mordió la palma con un fulgor salvaje en sus pupilas.
—¡Estáte quieta, por Dios! O tendremos jaleo —dijo retirando la mano—. Volveré en cuanto termine con esos dos.
Salió cerrando la puerta tras él. El corazón parecía que iba a estallarle, veía turbio, se creyó a punto de desvanecerse. Respiró profundamente para calmarse. La puerta del cuarto de los dos soldados estaba abierta.
—¡Oiga, cabo!, no es que quiera meterle prisa, pero tenemos que volver —dijo uno de elfos.
—Sí, lo siento —respondió Odell—. Tuve que echar a esa chica. Es la segunda vez que viene a buscar líos.
—¡Ande, cabo! ¿Si quiere un polvo por qué no la complace? ¡Puedo echárselo yo, si lo desea! No tengo inconveniente.
Los dos hombres estaban de pie, desnudos, junto a la puerta del cuarto, apoyándose el uno en el otro. A pesar de su agitación, de la repentina turbiedad de sus ojos, Odell consiguió ayudarles a que se administraran el tratamiento por sí mismos. Pero esta vez se sintió asqueado de todo el proceso y estuvo a punto de vomitar.
Después se marcharon… Quedó solo en el dispensario… Y tras la puerta, aquella extraña muchacha, aguardándole. Presa de gran excitación, se encaminó al cuarto, aunque ahora más tranquilo, intentando pensar y razonar. Fue a la puerta principal y echó la llave: «¡Al diablo con los soldados, que se vayan a otro sitio o que se les pudran los huevos y se les caigan!». Entró en el cuarto… Tuvo que contenerse para no gritar. La palpitación dolorosa del bajo vientre se agudizó violentamente. ¡Se había desnudado y estaba sentada en la cama con la espalda apoyada en la pared, sujetando sus enormes senos con las manos y los carnosos muslos entreabiertos mostrando ante el terror de Odell un espeso vértice de pelo oscuro —no sabía que las mujeres tenían tanto pelo ahí— surcado por los llamativos, extraños y húmedos labios que daban entrada a Dios sabe qué! Lo abarcó todo en una sola mirada, rápida, absorbente:
—¡Vístete, vístete y lárgate! —estalló. Se sentía enfermo y asqueado. Era repugnante. La carne blanca y fofa llena de marcas, de cardenales y manchas, sin duda resultado de palizas y malos tratos.
La chica se movió, pero no parecía dispuesta a vestirse y marcharse. Un movimiento incitante de seducción y súplica. Odell agarró una silla, la corrió contra la puerta y se dejó caer pesadamente en ella.
—¿Te gusto, Mahh-run…? —murmuró ella acariciándose—. ¡Ven aquí… ama a Cat…!
Su sonrisa le resultaba ahora horrorosa.
—Lo siento… Mejor será que te vayas… Vete a casa —chilló, apretando las piernas para contener la angustia de su vientre.
Cat se levantó de la cama y avanzó hacia él quitando una mano de su pecho y haciéndole un gesto de invitación.
—Mahh-run tiene miedo —dijo riendo—. Cat no tiene miedo… Hacer el amor a Cat… Por favor, ama a Cat… Nadie nunca, Mahh-run.
Balbuceaba extrañas palabras: amor, hacer el amor, que estaba seguro ni ella misma entendía.
—Por favor, vete, no puedo ayudarte.
Se acercó a él con la respiración agitada, un reflejo animal en sus pupilas y el rostro contraído. Odell se levantó para protegerse derribando la silla, aplastándose contra la puerta, y cuando ella extendió la mano y agarró su sexo con fuerza diciendo burlona: «Entonces eres un mariquita», el terror y la furia de su dolorosa infancia estallaron de nuevo en su cerebro y volvió a sentir el latigazo, el agudo mordisco en su bajo vientre, y volvió a contemplar la mirada salvaje y rebosante de felicidad de una mujer que le pegaba, y… golpeó apartando la mano de Catherine —¡déjame!—, la carne blanda donde su puño golpea y rebota… Y a partir de aquel instante, cuanto sucediera en el dispensario de Glasgow explotó en su cerebro, rojo y negro, y no lo recordaba.
Le encontraron en el cuartel acurrucado en su cama. No pudo contar lo que había ocurrido…
—Y… Y… esos… humm… «fundidos»… esos lapsus, Myron, ¿ocurrían a menudo? —preguntó Osterman inclinándose hacia delante. Sabía que tales cosas suceden, que pueden ser ciertas, pero en sus años de investigador casi nunca había creído en ellas. Eran una excusa demasiado fácil; un turbio truco médico-legal para alegar inocencia.
Odell, aún ausente, agitado por los recuerdos y las cosas terribles que se había visto casi obligado a contar, miraba fijamente al hombre vestido de paisano y por último pareció entender la pregunta.
—¿Hay algún informe en que conste que hayan sucedido anteriormente? ¿Alguna ficha médica…? ¿Algún informe policíaco? —insistió Osterman.
Odell le miró indignado.
—Yo no estoy fichado.
—De acuerdo, Myron, cálmate. No quise decir nada malo con eso, muchacho. Si quieres que te ayude, tengo que hacerte tales preguntas. ¿De acuerdo?
—Lo siento, señor —dijo Odell, relajándose.
—¿Antes de Glasgow, te sucedió alguna vez?
—Aquí, hace dos semanas, durante el entrenamiento. El capitán Reisman lo sabe —miró hacia Reisman para que corrobara su afirmación—, me dijo que me volví loco y ciego por unos instantes. Estaba luchando con Archer Maggot, uno de los muchachos… Practicábamos el judo, como el capitán nos enseña. Maggot se puso duro cuando no debía y creo que se lo devolví… sólo que no sabía lo que estaba haciendo, hasta que el capitán me volvió a la realidad.
Osterman miró a Reisman para que lo confirmara y el capitán asintió con la cabeza. Apenas había intervenido desde que comenzó el interrogatorio. No era preciso. Se mantenía al margen para evitar que su voz o su presencia entorpecieran el estilo comprensivo de Osterman y el fluir de los recuerdos de Odell.
—¿Y cuando eras un niño… en casa, con tus padres, en el colegio? —preguntó Osterman.
—No he tenido padres. Me crié en un orfelinato, nunca supe quiénes fueron. Nadie lo pudo saber. Dijeron que me habían encontrado en la escalinata de la institución, metido en una caja de cartón, una noche. Era un bebé, pero no pudieron precisar mi edad.
—¿Y de dónde tomaste el nombre?
—No sé, me lo pusieron allí. Creo que era el de un anciano sacerdote que murió poco antes de que yo llegara. Por eso me lo pusieron, creo. Supongo que esperaban que yo también fuese cura. Tal vez debí serlo.
—¿Te gustaba aquel sitio?
—Sí, supongo, estaba bien.
Lo odiaba; ¿por qué mentía, entonces? De repente se decidió: «¡Al diablo…!, diré a este hombre toda la verdad, ¿por qué no?». De todas formas ya no iba a hacerle daño.
—Lo odiaba. Nadie me quería. Siempre estaban metiéndose conmigo. Fui muy delgado y me pegaban por cualquier cosa, era débil. Me pegaban los profesores y los otros chicos. Las monjas y los curas no eran mejores. Solían ser muy severos. Creo que jamás tuve un amigo en aquel maldito lugar, ni siquiera en la iglesia… ni siquiera Dios…
Envuelto en sus recuerdos, el relato fluía veloz. No le interrumpieron.
—¿Sabe lo que solían decirme aquellos chicos? No todos eran huérfanos de verdad, como yo —dijo con un cierto tono de ridículo orgullo—, algunos tenían padres que eran demasiado pobres o no querían tomarse la molestia de preocuparse por ellos. Otros procedían de lo que se llamaban hogares rotos. Algunos sólo contaban con el padre o la madre, pero no podían mantenerlos. Incluso los huérfanos tenían algún pariente, o al menos sabían quiénes eran, de dónde procedían, y su nombre. Yo en cambio no tuve nada, ni nadie. Era el único chico de aquel maldito lugar que ni siquiera sabía dónde nació. Tal vez no era católico, no lo sé. ¿Sabe lo que solían decirme…? Para que vea qué clase de chicos eran… me perseguían y se burlaban, gritando que yo era marica y que llegué allí porque un vagabundo que pasó ante la Reina de los Ángeles… así se llamaba el sitio… se masturbó frente a la puerta y que minutos más tarde, decían, aparecí yo arrastrándome por los peldaños de la escalinata. ¿Sabe cuánto tiempo creí esa historia? —exclamó Odell levantando bruscamente el tono de voz, cediendo a la angustia, martirizado por sus recuerdos—, la creí durante años, aun sin saber Jo que significaba la palabra masturbarse, ¿puede usted creerme, señor? —preguntó a Osterman.
—Clara, muchacho. A veces hay cosas muy duras para un niño. Pero no puedes pasarte el resto de tu vida atormentado por una cosa así o permitir que te arruine. ¿Esos lapsus te ocurrieron cuando eras niño?
—No.
—Y de mayor, ¿cuando saliste del colegio, antes de ingresar en el ejército?
—Sí… quizá dos o tres veces, cuando me enfurecía por algo o con alguien en el orfelinato. Era como si hubiera estado lejos o inconsciente, pero volvía en seguida en mí… jamás pegué a nadie… no sé, tal vez me pegaran y por eso no puedo recordar.
—¿Qué edad tenías entonces?
—Quince, dieciséis, diecisiete, no se Ni siquiera ahora sé la edad que tengo, ni cuándo es mi cumpleaños. Por la forma en que me encontraron en la escalinata, ya sabe, jamás estuvieron seguros.
—¿Tuviste anteriormente algún problema?
—No.
—¿Seguro? Cosas de críos, ¿eh, Myron…? Sabes a lo que me refiero. No creo que exista ningún muchacho que no se haya metido en un lío un par de veces en su vida. ¿Y con chicas…? Ya es bastante lío, ¿verdad, capitán? —preguntó Osterman haciendo un guiño a Reisman.
—Jamás salí con chicas —contestó Odell con gran sinceridad—. No conozco a ninguna.
—Debías ser un muchacho muy bueno por entonces, ¿eh? ¿Cuál fue tu peor castigo? Me refiero a antes de entrar en el ejército.
Odell quería decirlo, pero se sentía avergonzado.
—No pude ser boy-scout —dijo eludiendo la verdadera pregunta de Osterman.
—Eso es serio, ¿eh? —bromeó el policía. Odell se encogió de hombros y sonrió pensando que se había zafado de la pregunta.
—¿Por qué, por qué no pudiste seguir siendo boy-scout, Myron? —insistió Osterman.
Odell miró lleno de pánico por unos instantes y se agitó molesto en su silla. ¿Qué tenía aquello que ver con Glasgow y su problema actual? Tal vez mucho… En todo caso, él no lo sabía.
—Me cogieron espiando a una de las inspectoras cuando se desdijo de repente y continuó inmediatamente como queriendo disculparse. Todos lo hacían… especialmente con aquélla. Era la más joven y la más guapa. Yo me atreví una noche. Los chicos, decían que ella se daba cuenta de que la observaban por la ventanilla o por el ojo de la cerradura y que le gustaba.
Conforme hablaba empezó a sentir de nuevo el dolor en el bajo vientre y apretaba los muslos con violencia. Su voz se alzó frenética.
—¡Seguro que le gustaba! Me pilló en la puerta. ¿Sabe lo que me hizo aquella loca? ¿Sabe lo que me hizo aquella maldita loca? Me metió en su cuarto y me hizo quitarme los pantalones y los calzoncillos. Y se quedó allí de pie ante mí, desnuda… y cogió mi cinturón y me desmayé de dolor. Por eso me echaron de los boy-scouts. Ese fue el castigo. Dijeron que yo era un sucio. Estuve en el hospital casi dos semanas. Y todavía tengo las cicatrices… ahí… ya sabe —dijo señalando avergonzado su bajo vientre y su trasero—. Cuando hablo de esto me duele.
—¡Caramba!, eso es muy duro, muchacho —dijo Osterman con calculada simpatía—. Lo que hiciste estaba mal, ahora lo sabes, pero no debió pegarte de esa forma. Eso no está bien. Hay que suponer que a ella tampoco le funcionaba la cabeza.
—Eso digo yo —asintió Odell amargamente—. Cuando volví del hospital, ya no estaba. La habían echado. Pero aún me castigaron después de lo que me hizo. Todos se enteraron. Las vigilantas, los curas, las monjas, los chicos… Y nadie me ayudó a olvidarlo jamás. ¡Ni hablar! ¡Nunca volví a acercarme a una mujer! Hasta que aquella chica vino al preventorio de Glasgow…
—¿La mataste, Myron? —preguntó Osterman.
Odell le miró espantado e incrédulo. Sus ojos fueron del policía a Reisman una y otra vez.
—¡Me están engañando!, eso es, ¡intenta engañarme! —gritó de repente al borde de la histeria.
—¡Nadie intenta engañarte, Odell! —le cortó Reisman, irritado—. ¡Déjate de tonterías, ya eres un hombre, no un crío! Contesta a la pregunta.
—Soy inocente —susurró Odell sin mirarlos.
Reisman intervino en la conversación sin advertir las señas frenéticas de que se callara que le hacia Osterman.
—¡La muchacha fue encontrada desnuda y con un bisturí clavado en el sexo y cortes en la garganta, los pechos y el vientre! ¡Tus huellas dactilares y las de la chica eran las únicas visibles, Odell! ¿Cómo diablos puedes explicarlo?
—¡Igual que lo expliqué en el estúpido juicio militar! ¡Yo usaba aquellos instrumentos! Era» mi trabajo, a veces dábamos los primeros auxilios cuando había un accidente o un caso de urgencia. ¡Claro que estaban mis huellas, tenían que estar…! ¡Pero las de la chica, no!
—¡Si luchó contigo por el bisturí, tenían que estar! —dijo Reisman incapaz de contener un nuevo tono de desdén en su voz. Escuchar a Odell… discutir con Odell… preocuparse por Odell… le hacía sentirse más sucio que la más abyecta basura… y en momentos tales le odiaba—. ¡Si murió intentando sacarse el bisturí, tenían que estar!
En la habitación se hizo un gran silencio.
—¿Es así como sucedió, Myron? —preguntó Osterman, amable.
Odell miró a los dos hombres.
—¡Dios mío, ayúdame, no sé… no me acuerdo… no puede ser… no puede ser… es horrible! —su mirada era sincera, suplicante—. ¿Puedo marcharme, mi capitán? No me encuentro bien.
—De acuerdo, Odell. Puedes irte —dijo Reisman, resignándose—. Preséntate al sargento Morgan y dile que pueden empezar a comer sin mí. Que no me molesten a menos que se trate de algo urgente. Y recuerda lo que te dije: Tienes que cerrar la boca. Haremos lo posible por ayudarte como te habíamos prometido.
También Odell parecía resignado, resignado con su destino.
—Claro, mi capitán. Comprendo —dijo en voz baja. Se volvió hacia Osterman—. Gracias, señor… por hablar conmigo.
Cuando estuvieron a solas, Reisman se sentó en el borde del catre.
—¿Qué piensas?
—Creo que él mismo se ha confesado al insistir tantas veces en que no lo hizo —replicó Osterman, cogiendo una gruesa carpeta de encima de la mesa—. Lo mismo que me enseñaste aquí… el sumario del juicio… la confesión que hizo después.
—Entonces, ¿crees que no vale la pena investigarlo?
—He trabajado en casos de violadores. Casos típicos… suicidios que parecen asesinatos… estupros grotescos en los que la chica o sus familiares merecían ir a la cárcel en lugar del chico. En la investigación salen a relucir muchas cosas que tratamos de poner en claro. Algunas veces es imposible, naturalmente. ¿Tienes mucho interés por el muchacho? De acuerdo. A veces por carambola se consiguen aclarar muchas cosas…
Reisman le interrumpió.
—No es que crea necesariamente en su inocencia. Puede ser inocente. Y si lo es, quiero que lo saquen de aquí rápido, antes de que sea demasiado tarde. Si es culpable… quiero que lo sepa, mejor dicho, que lo recuerde. Que se enfrente a ello cara a cara como un hombre.
—Me parece que lo que pides es un médico de la cabeza, Johnny, no un policía —sugirió Osterman—. Uno de esos sicólogos o siquiatras o como se llamen.
—Tal vez —dijo Reisman—. Pero ahora lo que tengo es un buen policía.
Se sentía reacio a decirle que aquel «mocoso» de Londres era precisamente un sicólogo y había estado ahondando en el problema, de la misma forma que tampoco estaba dispuesto a revelar a Stuart Kinder que se había sincerado con León Osterman.
El policía se levantó de la silla y fue hacia la ventana. Permaneció de pie mirando hacia el exterior, mascando su cigarro apagado.
—Te acuerdas de lo que es tener miedo, ¿eh». Johnny? ¿Verte metido en un gran jaleo como cuando eras muchacho en Chicago? Eso es lo que sientes por éstos, ¿no?
—Jamás me han faltado complicaciones, Sarge. Han sido mi vida desde la última vez que me viste. Y el miedo lo he sentido más veces de las que soy capaz de acordarme.
Osterman se volvió de la ventana parar mirarle a la cara.
—Lo dices como en broma, Johnny, pero en realidad hablas en serio, ¿no?
Reisman le miró fríamente. ¿Por qué era tan difícil decir simplemente si y luego explicar? Se encogió de hombros.
—Sí, lo recuerdo —respondió. Y el mero hecho de decirlo pareció disminuir la enorme presión que le agobiaba, dando paso a una riada de recuerdos—. ¿Y tú? ¿Lo recuerdas todo?
—Naturalmente, como si fuera ayer —asintió Osterman moviendo la cabeza—. Fue en el verano de 1930. ¿Qué edad tenías, diecisiete, dieciocho…?
—Dieciséis.
Reisman encendió un nuevo cigarrillo y comenzó a pasear… Era su último año en la escuela. Después, tal vez la Universidad, si se decidía por alguna carrera y encontraba el medio de pagársela. Su padre le consiguió un trabajo por horas durante el verano como lavacoches y ayudante de mecánico en un garaje. «Siempre es bueno conocer un oficio, incluso si vas a ser estudiante», había dicho Aaron mirándole con orgullo.
—Te observé desde que entraste en la comisaria —dijo Osterman. Seguía en pie junto a la ventana, con los brazos cruzados y el cigarro en la boca—. Conocía a tu padre un poco y te había visto algunas veces con él. En seguida comprendí que estabas en un aprieto. Te noté rígido y asustado, parecías no haber pegado ojo en toda la noche, tal vez habías llorado.
—Si, estaba asustado. Pero la rabia era más fuerte que el miedo… Fue lo que me impulsó a ir, creo —dijo Reisman despacio—. También hubo lágrimas, lágrimas de vergüenza y de rabia de mí mismo, lágrimas de dolor por la muerte del viejo Tanner…
… En el barrio todos le conocían. Un viejo amable y bonachón que tenía una pastelería en Kedzie Avenue. No era exactamente lo que se llama un tugurio para apuestas; sin embargo, se podía jugar a los «números»[49]: un nickel, un dime, los quarters[50] eran ya apuestas de altura. Johnny Reisman jamás comprendió cómo funcionaba aquello, cómo se ganaba, por qué confiar a un tipo los pocos centavos ganados con tanta dificultad; ¿cómo se ganaba? ¿Por los resultados de las carreras de caballos? ¿Por la bolsa? ¿Por la lotería…? Jamás lo supo, o si Tanner o cualquier otro sacaban un número por las buenas y decían que ése era el premiado. En ocasiones, aunque raras, su padre jugaba; solía decir que alguna vez les llegaría la buena racha.
«Jacob, hijo mío, hazme un favor, ¿quieres? Ve a la tienda de Tanner y apuéstame un nickel a un número. Tengo una corazonada. Si quieres tentar la suerte, que sea un dime. Apuesta tú también, un nickel, quién sabe, a lo mejor entre tú y tu viejo logramos sacar lo suficiente para mandarte a la Universidad», le dijo en aquella ocasión, cuando salía del trabajo.
—No pienses que te lo estoy reprochando, muchacho, nada de eso —dijo Osterman, quitándose el puro de la boca—. Tenías razones suficientes para estar asustado. Era preciso tener riñones para ir allí y contármelo todo, como tú hiciste.
—¿Riñones?, ¡mierda! —arguyó Reisman, irritado—. Si los hubiera tenido en el momento preciso, el viejo Tanner estaría vivo.
—¿Sigues reprochándotelo, después de tantos años? ¡Es una tontería! —exclamó Osterman, al comprender repentinamente—. Te repito que hacían falta muchos huevos para hacer lo que hiciste: ir a la poli y denunciar por el asesinato del viejo a aquellos tres gangsters…
Estaba sentado en la barra bebiendo una soda y charlando con el viejo… No había nadie más en la tienda. Los tres hampones entraron. El rostro de Tanner se llenó de terror. Uno de ellos cerró la puerta y corrió las cortinillas. Los otros dos se acercaron, lentos, al mostrador. Johnny no los conocía, pero identificó los trajes llamativos, los ademanes agresivos: gangsters. Pensó que se trataba de un atraco, hasta que uno de ellos alargó el brazo por encima del mostrador cogiendo a Tanner por la garganta: «Te dijimos que nadie organiza los números aquí más que nosotros». Le abofeteaba. El muchacho reaccionó instintivamente gracias a la dureza adquirida en cientos de peleas entre muchachos, peleas callejeras, en la escuela, en el barrio, en la enorme y superpoblada ciudad… Yid, Wop, Kike, Guinea, Yewboy, Gingo, Polack, Heinie, Spic, Nigger…![51] y también a la dureza emocional que la ambivalencia de su mundo familiar le proporcionara:
—¡Eh, dejadle en paz! —gritó.
Agarró el brazo del matón para que soltara al viejo. Un golpe le alcanzó por detrás haciéndole caer del taburete. Le dolía el rostro. Otro se le echó encima levantándole por el pelo:
—Fuera, largo, crío —dijo, burlón—, te conviene. ¡No estuviste aquí!, ¿comprendido? No nos conoces, no te conocemos, ¿entendido?
Tras el mostrador estaban aporreando al viejo metódicamente. Tanner suplicaba y gritaba:
—¡Corre, Johnny, llama a la policía, llama a la policía! Golpeó a ciegas la mano que le atenazaba por los cabellos. El hampón le soltó y le dio con el revés de la mano. Cayó hacia atrás y oyó una voz burlona:
—Conque gallito, ¿eh? ¿Quieres pelea? A ver si luchas contra esto. —Iba a lanzarse contra el tipo, pero se quedó paralizado. La pistola automática apuntaba a su corazón. El terror le heló la sangre en las venas—. ¡No, no dispares! —suplicó una voz, la suya, una voz de adolescente. Con una risotada el hombre apoyó el cañón de la pistola en el vientre del muchacho haciéndole retroceder hasta la puerta. Tanner seguía chillando, le llevaban a la trastienda.
—¡Corre, Johnny, corre. Llama a la policía, llama a la policía! El tipo cambió la pistola apoyándola ahora en la cabeza del muchacho. El contacto helado sobre la piel le produjo un nuevo espanto, tuvo náuseas.
—Ocúpate de tus asuntos, ¿entiendes, chico? —vociferó el gangster—, una palabra a la poli y muerto. Ahora largo de aquí y cierra el pico. Ni una palabra a nadie, ni ahora ni nunca. Ni a tu padre, ni a tu madre, ni a tus amigos, ni a la poli. En cuanto abras la boca te encuentras esto.
La pistola se agitó ante sus ojos desorbitados, amenazadora. Abrieron la puerta, le retorcieron brutalmente el brazo hacia atrás y salió impulsado por una patada justo en la rabadilla. Aún oyó los gritos del viejo mientras corría, corría, corría…
—Hui, Sarge, y le mataron —susurró Reisman, cesando en sus angustiosos paseos y deteniéndose ante Osterman. Le miró fijamente, casi suplicante, contraído el rostro por el tormento de los recuerdos recién evocados—. No fui a pedir ayuda y golpearon al viejo hasta matarle. Mi padre estaba e el funeral mientras yo hablaba contigo en la comisaría. Yo tenía que haber ido, pero no pude, la vergüenza…
—¿Vergüenza de qué? —interrumpió Osterman—. Si hubieras hecho otra cosa tu padre en lugar de asistir al funeral de Tanner habría ido al tuyo.
—Desde entonces he asistido miles de veces a mi propio funeral, sargento —dijo Reisman, ácidamente—. Sólo que estoy vivo. Es el castigo de los cobardes.
—¿Qué dices de cobardía, Johnny? ¿Fuiste un cobarde cuando viniste a contármelo todo a la comisaría? ¡Qué bobada! —gritó Osterman, dando con el dedo en el pecho de Reisman para acentuar sus apalabras.
—Pero ya era tarde. El viejo había muerto —concluyó Reisman, iniciando de nuevo sus paseos por la habitación.
—No pudiste hacer nada, Johnny, créeme —insistió Osterman—. Cuando aquellos matones te arrojaron de la tienda ya era demasiado tarde. Lo que le hicieron a Tanner en los primeros minutos fue lo que le mató. No habrías podido hacer nada por él, aunque hubieras llevado allí a toda la policía de Chicago. Cuando poco después le encontró su esposa y nos llamó ya estaba agonizando. Tardó un poco más en morir, eso es todo.
Pero Johnny Reisman no había sabido que agonizaba. Corrió aterrado… no dijo nada a su padre al llegar a casa, incluso mintió diciendo que Tanner tenía la tienda cerrada… mintió diciendo que no le pasaba nada, no, cuando Aaron le preguntó si se sentía malo le sucedía algo… pensando en ir a su tío Pete en busca de ayuda… Pete era un duro, él sabría que hacer…, Luego recordó la amenaza: si lo decía a alguien… y tuvo miedo por sí mismo, y secundariamente por tío Pete e incluso pensó que tal vez su tío hiciera cosas como aquéllas. Descartó la idea por absurda. Su tío no era como aquellos hampones. A la mañana siguiente Aaron le mostró la noticia en el periódico, ilustrándola con los insultos de rigor en inglés y en yiddish hacia los responsables. Para ocultar la agitación que se apoderó de él, Johnny añadió unos, cuantos insultos en italiano. Tanner había sido encontrado en estado comatoso en su tienda… Estaba en el hospital, no podía hablar, gravísimo.
—¿Cómo no iba a estar la tienda cerrada? —dijo Aaron inocentemente sin relacionar en absoluto a su hijo con el suceso que estaba leyendo.
A Johnny le costó gran esfuerzo disimular su turbación y más tarde, cuando su padre se hubo marchado, rompió a llorar y se sintió muy mal. Durante todo el día estuvo agonizando Tanner, y cada minuto fue una agonía también para Johnny Reisman, deseando que el Viejo viviera, se recobrara, declarara él mismo a la policía lo que sucedió, si quería, y librándole a él de responsabilidades…, pero una parte de su yo, recóndita, cruel y siniestra, era consciente en aquello. Al día siguiente los titulares anunciaban la muerte del anciano. Aaron al salir de casa dijo que iba a pedir permiso en el trabajo para asistir al sepelio. Acosado por el terror, el pesar y la rabia, Johnny Reisman fue a la comisaría…
—Si Tanner hubiera vivido, tal vez no me hubiera presentado jamás en la comisaría —dijo Reisman.
—Tal vez. A lo mejor tampoco hubiera hablado Tanner por temor, Pero tú lo hiciste, Johnny, y eso es lo que cuenta —dijo Osterman. Pasó por delante de él hacia la silla y volvió a encender el cigarro—. Siempre me he alegrado de que hablaras conmigo, y no con ninguno de los sangre de horchata de la comisaría. Salí inmediatamente, en cuanto me dijiste de qué se trataba, ¿recuerdas? Y fuimos directos a la tienda de Tanner para comprobar si me decías la verdad. No es que creyera que me estabas mintiendo, pero ya sabes que a veces gente histérica o enferma cree tener alguna información importante, incluso algunos intentan tapar lo que ellos mismos han hecho, y tú estabas bastante nervioso y asustado y por eso quise comprobar tu historia cuidadosamente. No dije nada a nadie, ni siquiera al policía que estaba de guardia ante la tienda. Fue una magnifica idea tal y como se desarrollaron los acontecimientos. No sé, quizás estuviera tratando de protegerte o buscaba hacerme el héroe solucionando yo solo todo el asunto. Ni siquiera después redacté un parte, a Dios gracias, porque así no hubo nada que pudiera relacionarte con el caso Tanner ni con lo que sucedió más tarde.
Osterman hizo una pausa y dio una profunda chupada al cigarro, esperando hasta que Reisman dio la vuelta y fue hacia él en su paseo.
—Supongo que ahora vas a decirme que también al día siguiente fuiste un cobarde, cuando manejaste aquel «cañón», ¿eh? —preguntó suavemente.
Reisman se inclinó sobre la mesa y apagó la colilla en el bote.
—Todo fue parte de lo mismo. Me cagaba de miedo —murmuró chamuscándose los dedos al aplastar el cigarrillo…
El miedo había sido su eterno compañero. Sintiéndolo, casi palpándolo en torno suyo desde el momento en que tomó una decisión… Miedo en la comisaría, y cuando acompañó al detective al lugar del crimen para hacer una reconstrucción y mientras describía a los agresores, y al volver a la comisaría nervioso, lanzando miradas furtivas a las caras de los peatones, a la gente que holgazaneaba en los portales y en los callejones, respondiendo a las muecas de Osterman que señalaba a los que se parecían a los asesinos… y después él solo, completamente solo…
—Ten cuidado, muchacho —había dicho el policía—. Si ves a esos tipos por ahí dímelo. Estaré a la espera.
Y Johnny se encontró de nuevo en la calle, solo con sus temores. Y eso era lo peor. No fue a trabajar. Se marchó al cine para perderse, para olvidar, metiéndose en las emociones de aquellos seres de la pantalla. Al salir era ya de noche y no había conseguido olvidar. El miedo volvió a invadirle en la puerta del cine y le acompañó hasta casa manteniéndole cauteloso, a la expectativa, dispuesto a saltar, extraordinariamente sensible a las miradas, los ruidos y los movimientos. El pistolero le cerró el paso en un cruce que conducía al terraplén del elevado, entre edificios. Era el mismo que le agrediera en la tienda de Tanner. Si hubiera disparado entonces, Johnny habría dejado de existir. Pero su pistola siguió enfundada. El tipo quería darle unas cuantas antes de disparar, quería jugar con él, enseñar al muchacho Con quién se las había gastado, lo que iba a hacerle y por qué. Al principio sintió un terror absoluto —no lo negaba— que le arrebató todo rastro de fuerza. El matón le arrastró hasta el pasadizo tapándole la boca con la mano, insultándole por haber ido a la policía. Pero Johnny comprendió la inutilidad del terror y conforme el hombre le pegaba con saña, el dolor creciente de los golpes, el fantasma acusador de Tanner, el punzante recuerdo de su cobardía… le fueron infundiendo serenidad junto con sus más primitivos impulsos de supervivencia. Se revolvió contra el gángster hecho una furia. El otro, sorprendido, cayó hacia atrás mientras tanteaba bajo la chaqueta para sacar la pistola, con la cara y el cuerpo al descubierto ante aquel inesperado ataque de rabia histérica. Chocó contra el muro de una casa y resbaló hasta el suelo, la pistola se deslizó de sus manos… Johnny, como el rayo, se apoderó de ella tembloroso y apuntó… Escuchó un grito, un grito terrible: ¡Nooo…! al tiempo que el estrecho callejón se inundaba de fragor y luces: un metro que pasaba al otro lado del terraplén sobre sus cabezas. El contacto del arma en su mano era emocionante. Supremo e increíble poder reflejado en el pánico cerval de la cara del gángster. Ya no sentía temor, pena, simpatía ni antipatía por aquel hombre. Sólo una imperiosa necesidad de venganza, venganza de Tanner, y el sereno convencimiento, casi tranquilo, de que tenía que destruir a su atacante. Ahogada por el fragor del tren apenas oyó la detonación. Disparó, disparó una y otra vez, más y más, consciente de lo que hacía, exaltado. Sólo cesó al advertir que el arma estaba vacía y que sobre el lugar planeaba ahora un pavoroso silencio… Lentamente se acercó al cuerpo acribillado y sangrante. Lo miró con detenimiento en la oscuridad, para que su imagen le quedara grabada en el cerebro. Tiró la pistola y huyó… con un sollozo agónico y horrible de conciencia…
—Así que tenías miedo, ¿y qué? Vaya cosa —dijo Osterman—. ¡Cómo no ibas a estar asustado! No se mata a un hombre todos los días. Yo nunca me he visto obligado a hacerlo, a Dios gracias, pero hasta un policía se pone nervioso.
—No me refiero a eso —dijo Reisman como distante… Desde entonces ya había aprendido… ya no le ponía nervioso… luchó y mató de todas las formas, con todos los estilos, en todas las partes de la tierra… cada vez era más fácil—. No entiendes, sargento. No me vi obligado a matarlo, ¡quise hacerlo!
—No, Johnny. Tuviste que hacerlo. Tampoco puedes reprocharte eso —insistió Osterman—. Se trataba de ti o de él… un accidente, como dijo tu padre cuando me llamó para que fuera corriendo a vuestra casa.
—Es algo que jamás comprendí bien —dijo Reisman sentándose de nuevo en el catre—. ¿Por qué me encubriste haciendo que mi padre se quedara en casa y te jurara no decir ni una palabra? Arrastrándome a aquel maldito callejón donde eché las triplas mientras tú huroneabas por allí con la pistola y el cadáver. Luego me llevaste a los muelles y a la mañana siguiente estaba cargando carbón en un barco de mineral del lago Michigan. No es que me queje, Sarge —dijo Reisman sarcástico levantando la mano—. Después de todo son las clásicas experiencias por las que uno tiene que pasar para ir madurando y haciéndose hombre y…
—Te lo debía —interrumpió Osterman encogiéndose de hombros y contemplando la ceniza del puro sin levantar la vista—. Además no fue para tanto: un hijo de puta muerto, que es lo que se merecía… Hasta ahorraste a los contribuyentes el gasto de ejecutarlo. A los otros dos los pillamos por casualidad. Fuiste un buen muchacho. Hiciste algo estupendo y pudiste verte en un lío de dos maneras: lío menor con la policía, la ley, las investigaciones y todo eso… y lío mayor con la banda aquella. Como te dije antes… no se hizo mal a nadie procediendo como yo hice.
—Pero corriste un riesgo. Pudiste verte en un jaleo serio.
—Supongo que sí —dijo Osterman levantándose pesadamente y yendo hacia la ventana de nuevo.
—¿Por qué me lo debías? —insistió Reisman.
—Culpabilidad —murmuró Osterman mirando hacia el recinto del campamento—, igual que esos muchachos, igual que tú —se volvió para mirar a Reisman a la cara—. Pero la mía fue culpabilidad de la estupidez. Lo que te ocurrió fue por mi culpa… aquel hampón pudo matarte. Sólo tus riñones… tal vez algo de suerte, quizá también… algo de Dios, ¿quién sabe?, fue lo que hizo que te lo cargaras y vivieras para contarlo. No debí dejarte marchar solo cuando viniste y me contaste lo de los asesinos de Tanner. Debí ponerte en un hotel bajo, custodia, o haberte puesto día y noche un vigilante que te protegiera. Debí prevenir que en cuanto empezase a buscar a aquellos tipos, les darían la alarma y te buscarían. A lo mejor nos vieron juntos por la calle. ¿Quién sabe? Así que tú diste la cara… y yo di la mía. Por lo que tu padre me dice… por lo que veo aquí… no has cambiado mucho. Sigues dándola, ¿eh, Johnny?
—¿Tú no?
—Claro, ¿por qué no? Es la alegría de la vida —dijo Osterman sonriente—. Bueno, ¿qué tienes de comer en este antro? Tengo hambre.
—Como raciones K con los presos.
—¡Coño! ¿Y si vienes al pueblo conmigo?
—No puedo. Tengo una guardia después.
—Bueno, nos diremos adiós ahora. ¿De acuerdo, muchacho? —dijo Osterman dándole la mano—. Haré lo que pueda por Odell y estaré a la escucha. Me agrada ayudar… pero será por cuenta propia, estrictamente personal. Nada oficial.
Reisman le estrechó la mano calurosamente. Le gustaba León Osterman. Ahora, al fin, podía decir que lo conocía, y que era un gran tipo.
—Así lo espero, Sarge —dijo—. No puede ser oficial; si no, ya haría rato que te hubiera echado de aquí.