14
El convoy abandonó la prisión, de Marston Tyne en la mañana del domingo 5 de marzo de 1944.
Abría la marcha Víctor Franko, conduciendo un camión cargado de alambre de espino, troncos y una enorme caja. A su lado, el cabo Bowren con un grueso «45» en su mano y una automática del mismo calibre a la cintura. En la caja del camión iba otro guardián con idéntico armamento.
Bowren no dejaba de repetirle que fuera con cuidado. Pero Franko, con el acelerador bajo su pie, el volante dócil a su necesidad de movimiento, a su ansia de avanzar, de volar, de ir lejos y libre, se sentía poseído de una excitación que sólo una mujer o la libertad hubieran podido producirle.
Mujeres. Las vio por la carretera a pie o en bicicleta. Tocó el claxon, saludó y silbó hasta que Bowren le amenazó con quitarle el volante y que condujera otro.
Franko tenía una idea bastante exacta de la carga de cada vehículo. Todos, presos y guardianes, colaboraron en la tarea y él se había preocupado de hacer una especie de inventario mental por si podía serle de alguna utilidad. En el camión de atrás iba Sawyer al volante con un PM en la cabina y más alambre de espino, postes y estacas, cacerolas, bidones de combustible y alimentos en la caja. El polaco de Chicago —Joe Slaw, o Ski, o algo parecido— conducía el tercer camión, con Morgan al lado y un PM atrás con herramientas, equipos, armas y municiones.
Pinkley[33] —¡vaya nombrecito!—, aquel larguirucho de Vermont o New Hampshire, llevaba el cuarto camión con el resto de los hombres y guardianes y las mochilas. Cerrando la marcha, donde probablemente iba a permanecer la mayor parte del tiempo, iba el maldito capitán en un jeep con el negro al volante y una cisterna a remolque. Se figuraba que Reisman había cogido al negro con intención de convertirle en criado suyo y cargarle con cuantos trabajos duros surgieran.
El cabo Bowren también se sentía mejor en la carretera, lejos de la rutina de la cárcel, que jamás le gustó. Afectaba indolencia con la pistola apoyada, en las piernas, pero tenía quitado el seguro y en una fracción de segundo, si llegara el caso, podía alojar una bala en el vientre de Franko. Fue estupenda la idea del capitán de sustituir el fusil de reglamento por las enormes pistolas. El capitán estaba bien, algo extraño y quizá hueso, pero conocía su oficio y lo que se llevaba entre manos. Bowren, aun en el caso de que le estuviera permitido, no habría podido jurar a nadie que sabía el objetivo de la misión. El día anterior fueron reunidos todos los guardianes —Bowren, los seis PM y esa basura de Morgan— y el capitán les explicó todo, menos el objetivo del plan.
—Tenéis un doble cometido —les dijo—. Primero: que ningún prisionero escape del campamento y que se cumplan estrictamente mis órdenes. Segundo: ayudarme a entrenarles. Haremos una lista para que siempre haya algunos de vosotros de guardia mientras los restantes me ayudan. Pasaréis por ciertas fases de entrenamiento como si fuerais reclutas, pero después habrá trabajo duro. Paracaidismo, que podréis aprender si lo deseáis, aunque no estáis obligados a ello.
Sobre la mesa en tomo a la que estaban reunidos el capitán desplegó a continuación los mapas del terreno de entrenamiento, zonas circundantes y pueblos. También les mostró un croquis con las vallas de alambre, torres de vigilancia y un barracón de madera. En cuanto a suministros parecía tener carta blanca en Intendencia. Salvo ciertos artículos que obtendrían sólo en caso de necesitarlos, podría decirse que eran una unidad independiente, autoabastecida, con camiones, un generador eléctrico de campaña, una cocina y un termostato que se instalaría en el barracón de ducha y lavadero.
La última observación del capitán fue:
—No digáis a nadie lo que estáis haciendo. Bocas cerradas. No quiero preguntas a los prisioneros sobre lo que yo les diga y no os concierna a vosotros. Si llegáis a saber o ver algo que os pueda dar una pista sobre lo que estamos preparando, debéis venir a verme y contármelo a mí exclusivamente. Si alguno de los presos os informa de algo, me lo referiréis al momento.
Tras el intercambio inicial de instrucciones generales, Reisman y Napoleón subieron al jeep cerrando la marcha. Reisman pensó que al destinar a Napoleón para que fuera a su lado, dándole la responsabilidad de conducir el jeep, mejorarían su actitud y su moral. Pero no parecía así. Napoleón conducía a tirones, pisando el freno y dando al acelerador alternativamente, haciendo derrapar el coche y la cisterna en las curvas y recodos como cualquier jovencito alocado con una muchacha junto a él. Después de un patinazo especialmente violento, Reisman protestó:
—¿Quiere usted que lleguemos enteros a nuestro destino, o pretende cargarse la función antes de comenzados los ensayos? Si desea matarse no cuente conmigo. Yo tengo mucho que hacer.
—¿Asustado? —inquirió Napoleón, con osadía.
—Cuando lo esté tendrá ocasión de verme —contestó Reisman—. Haga el favor de conducir este trasto como es debido.
—Naturalmente, señor capitán, naturalmente, señor.
—Bueno, ¿qué tripa se le ha roto ahora? —preguntó Reisman—, aparte de lo de siempre…
—¿Por qué me puso con usted? —siguió preguntando Napoleón, enfadado—. ¿Teme que contamine la preciosa carga que va ahí delante?
—¡Vaya, ya salió! ¿De modo que era eso? —exclamó Reisman, comprendiendo que lo que había hecho tenía resultados contrarios a los que esperaba—. ¡Mierda, White! ¿Qué pretende usted, que me baje los pantalones? Creo que la semana pasada me expliqué con bastante claridad. No puedo garantizarle que le amen o le acepten. Pero para mi todo el mundo es igual. No voy a estar acusándole. Tiene que aguantar como los demás los golpes de la vida. Se ha comprometido para una misión y yo le mantendré en ella.
Napoleón siguió conduciendo silencioso, pero el jeep iba ahora con mayor suavidad, manteniéndose a la misma distancia tras el camión que les precedía.
El cielo era gris, tormentoso y amenazador. Estaban cruzando las tierras de labor de Devonshire, recién aradas y sembradas, aunque faltasen aún más de dos semanas para la primavera.
—¿Qué le parece, teniente, hacemos una tregua? —insistió Reisman—. ¿Deja usted de luchar contra el mundo y… contra mí?
—Aún no, capitán —contestó, volviendo bruscamente la cabeza.
—Ya ha obtenido venganza. Y, además, ahora una suspensión de pena, ¿qué más quiere?
—Ahora veo las cosas en forma muy diferente, capitán. Le contaré una historia para que me entienda.
—De acuerdo, pero no descuide el volante.
—No se inquiete. Puedo hablar y conducir a un tiempo.
Empezó su relato a gritos, para que el capitán le escuchara entre el ruido del motor y las ráfagas del viento. Su voz terna la ligera acritud que Reisman había ya llegado a considerar como normal.
—Después del juicio hubo un hombre que solía visitarme; Un capellán negro, el teniente Devey Robinson. A bordo del Ile de France oyó contar lo que yo había hecho, y decidió restituir mi alma impía al camino del Señor para siempre jamás. Era un hombre culto, agudo, no uno de esos predicadores de sacristía siempre a vueltas con el infierno y la condenación eterna. Usaba una dialéctica racional y coherente en la que mezclaba en dosis apropiadas algo de escolástica. Creía de verdad en Jesucristo, no de una forma mágica o mística. Todo eso del pan, el vino, el cuerpo y la sangre le parecían, como a mí, brujerías de peor estilo que las que actualmente practican nuestros hermanos en África. Creía en Jesús de la misma forma que Gandhi, su héroe moderno. Ya sabe: presenta la otra mejilla, no violencia, y todo eso. La única forma, insistía, de que el negro americano llegue a alguna parte. Me dijo que, pese a la provocación, mi conducta fue errónea y que no estaba de acuerdo en absoluto con que me colgaran. Casi llegué a creerle. Me aconsejó contrición y pies de plomo en lo sucesivo, como si fuera un bracero de una plantación. Me aseguró que haría todo lo que estuviera en su mano para que el Tribunal de apelación, teniendo en cuenta los motivos de mi conducta, suavizara mi condena.
—¡Y puede que lo hayan hecho! —interrumpió Reisman—. ¡Cuernos! No se crea que para ellos es un placer colgar a la gente. No hace precisamente bonito en los archivos ni en los periódicos. Prefieren utilizar al máximo el material humano de que disponen. En realidad esta misión lo demuestra.
—Me parece que hay gato encerrado, capitán —dijo Napoleón, apartando la vista de la carretera para mirar a Reisman—. Creo que necesitan carne de cañón y han pensado dejar la matanza en manos de los alemanes.
—Todo soldado corre ese riesgo, White —dijo Reisman, inclinándose hacia él y hablando a grandes voces para asegurarse de que sus palabras no eran ahogadas por el viento y el ruido del motor—. Si se queda conmigo, va a luchar como jamás lo hizo. Ese odio suyo era muy cómodo para un hombre que está a punto de morir, pero ¿qué habría hecho si tras el juicio le hubieran libertado?
Napoleón calló un instante, pensativo.
—Déjeme acabar mi historia —dijo, finalmente.
—Adelante.
—¿Conoce usted la famosa cuestión de las ciudades vedadas a las tropas negras en los Shires, No? Ya sabe, unas ciudades son nuestras y otras de ellos.
—Es la primera noticia que tengo —dijo Reisman—. He estado en combate casi continuamente. No sé nada de ese asunto.
—Es posible. Yo también hasta que me lo contó Robinson. En forma oficiosa. Por lo visto hicieron una división por las buenas. Las tropas negras estaban confraternizando demasiado con la gente del lugar. Les invitaban a comer en sus casas el domingo y salían con las chicas. Los gallitos blancos echaban las muelas. Cuando una unidad regresaba de visita a una ciudad que había sido declarada zona de recreo para las tropas blancas, surgían peleas. Alborotos en los que salían a relucir pistolas y navajas. Cómo sería el revuelo que debió llegar a oídos del alto mando, porque decidieron que en lo sucesivo no se volverían a dividir las ciudades y que antes de salir del cuartel cachearían a la tropa para impedir que sacaran armas.
—No creo que Robinson le ayudara demasiado contándole esas cosas —dijo Reisman—. ¿Qué intentaba demostrar?
—Bueno, en realidad, por aquel entonces era él quién necesitaba ayuda —contestó Napoleón—. Tiene gracia que acudiera precisamente a mí, a mí que estaba con la soga al cuello. Ya se imagina usted, los muchachos negros eran minuciosamente cacheados, ya que se supone que somos especialistas en el manejo del cuchillo. En cambio, con los blancos se hacía la vista gorda. En consecuencia, atacaban en pandilla a los negros cuando les molestaba su presencia en ciertos sitios. Robinson les predicaba que presentaran la otra mejilla, pero puede usted creerme, en la última visita me dio la sensación de que su filosofía se le estaba tambaleando. De todas formas, insistía en sondearme para descubrir todos los motivos de mi acto de violencia. Un día no pudo más y dijo a sus fieles que se defendieran. Sí, que olvidaran las ordenanzas, que pasaran armas ocultas si era preciso. Pero que le prometieran usarlas exclusivamente en su propia defensa. Alguien dio el chivatazo y tuvo que comparecer ante un tribunal militar. Imagínese, los cabrones llevando a juicio militar a un hombre como aquél. Por instigar a la rebelión, dijeron. En resumen: veinte años de trabajos forzados, magnánimamente reducidos a quince por el comandante supremo. Ahí lo tiene, capitán. Por eso yo no ando con pies de plomo, yo piso fuerte.
Reisman alargó el brazo cerrando la llave de contacto.
—¡Frene! —ordenó?
El jeep se detuvo al borde de la carretera; Napoleón, aferrado al volante, miraba hosco al frente.
—White, ¡míreme! —ordenó Reisman.
Napoleón se volvió y Reisman clavó sus ojos en los del preso.
—¡No intentes pisarme a mí, amigo! ¡Te lo aviso! —dijo—. Prueba a hacerlo y te apagaré como a esa llave de contacto. ¿Está claro?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí, señor.
—Y ahora sigue. Tenemos muchas cosas que hacer.
A media mañana el convoy llegó a las puertas de Stokes Manor. Lloviznaba. El cabo Bowren se dirigió al jeep de Reisman. Los guardianes se habían apeado colocándose a uno y otro lado de los camiones.
—Bien, capitán. Llegamos —dijo mostrando el mapa—. Pero parece que no nos dan la bienvenida.
—¿Qué quiere usted decir?
—No hay nadie y la puerta está cerrada con un candado y una cadena.
—¡Maldita arpía! —murmuró Reisman.
—¿Cómo dice, señor?
—Nada. Reúnete con los demás —dijo a Napoleón.
Salió del jeep dirigiéndose al sargento:
—Morgan, fórmeme a los presos y a los guardianes en semicírculo frente a la puerta. Los guardianes por fuera. Que todo el mundo se ponga las chaquetillas.
Se dirigió a la verja, comprobando que habían instalado una cadena y un candado nuevos. Sacó su «45».
—Muchachos, empieza el entrenamiento. Tal vez lo hayáis oído anteriormente y todos lo sepáis, pero vamos a repasarlo. Esto es una automática del «45» modelo 1911 Al. Alcance máximo, unas mil seiscientas yardas. Pero si alguna vez os veis obligados a emplearla a esa distancia, estáis apañados. Su alcance efectivo es de setenta y cinco. A menos distancia su impacto es terrible y más vale que no os encontréis nunca frente a ella. Además de las otras armas, cada vigilante lleva constantemente un calibre «45» cargado y con el seguro puesto. Quitar el seguro cuesta una fracción de segundo.
Hizo retroceder a los hombres, deteniéndolos a unos veinte pies. Después, enjugándose la lluvia de la cara, apuntó cuidadosamente e hizo dos disparos que destrozaron el candado. Algunos hombres abrieron las puertas de par en par.
—Voy a por el jeep y me colocaré en cabeza, Bowren —dijo Reisman—. Avise a los conductores que usen la tracción trasera y metan la cuarta. Vamos a ir campo a través.
Estaba aún parado junto al último camión vigilando la subida de los hombres cuando oyó a Bowren gritar:
—¡Capitán, mire! Mire lo que viene por ahí.
A todo correr por el camino, el perro de lady Margot Strathallan, con el pelo reluciente por la lluvia, avanzaba con ánimo de comerse el convoy entero.
—¡Se acabó! —dijo Reisman, desenfundado su «45»—. ¡Todos atrás!
El perro debió oírle u olerle, porque virando repentinamente se dirigió hacia él. El doberman inició el salto a diez pies del capitán, que alzó la pistola apuntándole. Pero alguien le golpeó en el brazo por detrás gritando.
—¡No! No matar —y se arrojó sobre el perro.
Samson Posey rodó por el suelo húmedo junto al animal, que gruñía enseñando los dientes. Poco después se puso en pie, manteniendo al perro, que se debatía sólidamente sujeto contra su pecho como un muñeco. Su enorme puño se hallaba encajado en las fauces del doberman.
Reisman sintió dolor en el brazo en que Samson le golpeara. Guardianes y presos contemplaban la escena a la expectativa. El indio permanecía impasible, esperando el castigo del capitán, aunque en su mirada había un cierto orgullo, como diciendo a Reisman: «Lo he hecho por ti. Te he librado del peligro y de cometer una acción vergonzosa».
—Bowren, coja a Posey y al perro y llévelos a la casa en el jeep —dijo Reisman—. Llame hasta que contesten. Cuando regrese por el camino, no le costará encontrarnos siguiendo el rastro de los neumáticos. Vamos media milla en esa dirección —dijo, señalando al bosque.
El acceso al sitio elegido fue fácil. La llovizna continuaba y el suelo estaba húmedo, pero no embarrado. Tuvieron que dar algunos rodeos, evitando árboles y arrancando algunos arbustos, pero, finalmente, Reisman reunió todos los camiones en torno al claro del bosque, listos para la descarga. Llamó a Morgan.
—El campamento tiene que construirse en un día, sargento —dijo Reisman—. Descansaremos a mediodía para comer. Después seguiremos trabajando hasta que esté todo terminado. Que los hombres cojan sus mochilas del cuarto camión y se pongan los trajes de faena y las gabardinas. Después, que se cambien de uno en uno todos los guardianes. Incluidos usted y yo, e inmediatamente a trabajar. ¿Estamos?
—No tengo traje de faena, mi capitán.
—¿Pensó que no iba a volver a usarlo?
—Sí, capitán. No quisiera ofenderle, pero cuando me presenté voluntario para aquel destino especial en la cárcel, me dijeron que no tendría otra cosa que hacer y me desprendí de cuanto me sobraba.
—Pues va a tener que ensuciarse, Morgan. Somos una unidad reducida, todos tenemos que trabajar. Lleva usted seis galones y va a trabajar para conservarlos.
—Sí, señor —murmuró Morgan.
—Ahora, vaya con los hombres.
—Sí, señor —volvió a responder Morgan, retirándose.
El cabo Bowren y Posey llegaron en el jeep a través de los campos cuando los hombres se estaban poniendo el traje de faena. Reisman los había aguardado algo impaciente —no porque temiera que el indio intentara algo, estaba seguro de que no lo haría—, sino porque pensó que tal vez debiera haber ido él personalmente a la casa, ya que era el responsable y no tenía por qué eludir sus obligaciones.
—¿Qué tal le fue? —preguntó Reisman.
—Misión cumplida, señor —contestó Bowren, radiante. Miró alrededor del claro y comentó—: No es gran cosa, pero me parece que va a ser nuestro hogar por una temporada, señor. Es una lástima que no pudiera sacar un par de habitaciones para nosotros en la mansión.
—¡Nadie debe acercarse por allí, cabo! ¿Entendido? —cortó Reisman. Su voz sonó algo más irritada de lo que pretendiera—. Ni usted ni nadie del grupo. ¡Está terminantemente prohibido! Es zona vedada.
—Claro, capitán. Soñaba en voz alta nada más.
—Estará muy cómodo en cuanto levantemos la alambrada y el barracón. —Reisman vaciló un instante antes de continuar—. ¿Qué dijo? —preguntó.
—Nada, señor. Se limitó a coger al perro y cerrarnos la puerta en las narices echando la llave. Es una mujer muy rara.
—Sí, ya lo sé. La conozco.
Reisman dividió a los presos en dos grupos de trabajo de seis hombres, uno para levantar la valla y el otro para las torres de vigilancia y el barracón. Llamó a Glenn Gilpin, recordando haber leído en su historial civil que había desempeñado toda clase de trabajos por el suroeste: construcción, petróleo, bracero. Finalmente, aquel culo de mal asiento acabó en el ejército al estallar la guerra. Tenía veintiocho años y era un hombre ágil, flaco, de cara ceñuda y mejillas oscuras, que nunca daban la impresión de estar afeitadas.
—Tú debes saber de esto —dijo Reisman señalando con el pie un rollo de alambre que habían descargado del camión.
—Sí, sé hacer cercas para las vacas, capitán —dijo Gilpin—. Pero no creo que pueda instalarlo yo solo.
Reisman ignoró la última observación.
—Trabajarás a la orden del cabo Bowren. Él te enseñará lo que no sepas y tú se lo enseñarás a los demás. Y a ver cómo lo hacen. Tenemos postes, alambre y herramientas. ¡Manos a la obra!
Para el trabajo en la cerca designó junto a Gilpin a Posey, Maggot, Jiménez, Sawyer y Pinkley, con tres PM vigilándolos. Morgan con Franko, Smith, White, Odell, Lever y Wladislaw, se encargaron de limpiar de matojos el lugar en que se alzarían los barracones. Los vigilaban otros tres PM con las armas dispuestas.
Reisman estaba sentado en la cabina del camión estudiando los croquis del campamento cuando oyó a Morgan discutir con alguien. Sacó la cabeza por la ventanilla y preguntó:
—¿Qué pasa, sargento?
Morgan conducía por un brazo a un hombre empujándolo hacia el camión. Era Calvin Ezra Smith.
—Dice que no trabaja porque es domingo —explicó Morgan.
—Efectivamente, capitán —contestó Smith, levantando la cabeza para mirar a Reisman.
La lluvia le corría en regueros por las mejillas y los salientes pómulos:
—Dice el Libro: «No olvides santificar las fiestas».
Reisman abrió la portezuela, saltando del camión.
—Dice otras muchas cosas, Smith. Intentaste matar a un oficial ¿no? Por eso estás aquí. Me parece que tu repentina efervescencia religiosa es un pretexto para no dar golpe.
—No, señor —protestó Smith—. Por aquel entonces yo había perdido la gracia de Dios, pero ahora la he recobrado y viviré según su palabra.
—Vas a vivir según mi palabra, muchacho —dijo Reisman—, y según la promesa que me hiciste en Marston Tyne.
Si permitía cualquier libertad, cualquier pereza y no las aplastaba a tiempo, después vendría otra y luego otra. Pero de repente se le ocurrió una solución mejor. Hizo parar el trabajo y convocó a los hombres en el claro. Smith y Morgan, en pie a su lado.
—Muchachos, habéis empezado a trabajar, hay mucha faena y debemos acabarla hoy. El señor Smith, aquí presente, dice que él no trabaja porque es domingo. Yo no quiero dudar de su devoción. Puede que muchos de vosotros seáis creyentes. No lo sé. En cualquier caso lo dejo a vuestra elección. Si estáis de acuerdo,'.Smith puede sentarse o pasearse leyendo en voz alta versículos de la Biblia, si eso os inspira para compensar su ausencia en el trabajo. Pero si votáis que trabaje, ¡trabajará!
—¡Que apenque! —chilló Lever—. ¿Quién cono cree que es?
—¡Al trabajo! —gritaron algunos.
—¿Y si esperamos a que acabe de llover, capitán? —preguntó Archer Maggot—. En mi tierra ni siquiera las «hormigas» trabajan en los campos cuando llueve, y menos aún los blancos.
Reisman vio a White en tensión, y por unos instantes creyó que iba a lanzarse sobre Maggot, pero lo que hizo fue dirigirse lentamente hacia él, preguntándole en voz alta, para que todos le oyeran:
—¿Has oído hablar de los romanos, cracker[34]?
—Sí, he oído hablar de los romanos, chico —dijo Maggot—. ¿Y qué?
—¿Por casualidad has oído mencionar al historiador romano Tácito, cracker?
—Tal vez sí, tal vez no. ¿A ti qué te importa?
Intentaba eludir el tema, pero tenía una mirada perpleja e iracunda.
—Pues bien —continuó Napoleón—, el mencionado historiador Tácito escribió, allá por el año cien después de Cristo, que el clima de Bretaña, si bien es molesto por las frecuentes lluvias y nieblas, no liega a ser crudo por el frío. Métete esto bien en la cabeza, cracker, y te servirá de alivio.
Reisman soltó una carcajada y los demás le imitaron, aunque muchos de ellos no sabían de qué ni por quién iba el chiste. Incluso Maggot rió falsamente. Napoleón también reía. Era la primera vez que Reisman le veía hacerlo.
—Todos han votado en contra, Smith —dijo Reisman para acabar de una vez—. O trabajas o no comes cuando llegue el momento.
Algo enfadado y arrastrando los pies, Smith se reintegró a la faena. Reisman detuvo a Napoleón poniéndole la mano en el hombro.
—Si sigues tratando a ese tipo como lo has hecho ahora, te harás, y le harás a él, más bien que si le pegas con un martillo.
—Tal vez, capitán, tal vez —contestó Napoleón, aburrido—. ¿Pero sabe? Creo que ese hijo de puta ni siquiera entiende de qué le hablo.
—Por eso mismo —dijo Reisman.
Hacia mediodía cesó la lluvia. La abrumadora bóveda gris comenzó a mostrar claros aquí y allá a través de los cuales asomaba el azul del cielo. Algunos de los presos parecían gozar con el trabajo. Samson Posey se reveló como un magnífico colocador de postes una vez que Gilpin le enseñó la técnica. Sus grandes brazos subían y bajaban, su enorme tórax y sus espaldas presionaban en la tierra hincando las estacas. Se negó a ceder las herramientas y no cesó de trabajar ni un solo instante.
Comieron sentados en el suelo, donde se alzaría el barracón: raciones K y café instantáneo, calentado en un hornillo de petróleo. Después volvieron a la tarea.
Para descargar la enorme caja que venía en el camión de Franko fueron necesarios los seis hombres de Morgan a los que se unieron el sargento y Reisman.
—¿Qué diablos hay aquí dentro? —refunfuñó Franko cuando la caja tocó el suelo.
—¡Ábrela! —dijo Morgan, dándole un martillo y un formón.
—Vayan con cuidado —añadió Reisman—. Necesitamos esas tablas. Franko hundió el formón en uno de los bordes presionando hacia arriba. Los otros miraban con curiosidad, esperando seguir el trabajo con lo que saliera de la caja. Los clavos chirriaron y algunos de los presos se sobresaltaron. Reisman advirtió en Morgan la misma mirada ansiosa y voraz con que aguardaba la comida en el Butcher’s Arms. Franko levantó una tabla tras otra.
—Tú —dijo Morgan a Myron Odell—. Coge otro martillo y ve sacando los clavos y enderezándolos.
—Sí, mi sargento —contestó Odell.
Al coger la primera tabla, se pinchó un dedo, dio un respingo y se chupó la sangre delicadamente.
Por fin, arrancadas todas las tablas, apareció un bulto envuelto en oscuro papel embreado. Encima, sujeto al envoltorio, se destacaba un sobre blanco que parecía lleno de papeles. Franko, curioso, lo cogió, desdoblándolo una, dos, tres veces. Resultó ser un plano. Lívido de terror, empezó a gritar:
—¡Hijos de puta! ¡Jodíos hijos de puta! ¡Mirad! ¡Mirad! —gritaba para que todos le oyeran. Mostró el plano al preso más próximo, Joseph Wladislaw, a quien estuvo a punto de tirar al suelo. Después se volvió hacia el envoltorio comenzando a desgarrar, frenético, el papel impermeable a jirones.
Debajo se veía la madera: anchos y gruesos listones de Vermont y una soga de cáñamo de Manila, tensa, enroscada arriba y abajo, arriba y abajo, en los travesaños, los, montantes, los listones, lina soga que destacaba siniestramente.
—¡Miradlo, muchachos! —aullaba Franko, enloquecido—. ¡Está ahí! ¡Está ahí, entero! ¡Un cadalso! ¡Una horca infernal!
Hay en los ojos de Franko un primer plano aterrador del sargento Morgan.
Silencio en el claro. La brigada que construía la valla abandonó las herramientas aproximándose a la caja. Los guardianes no intentaron detenerlos. Mantuvieron sus armas apuntándoles y fueron tras ellos con una especie de fascinación morbosa.
Archer Maggot arrancó el maldito plano de las manos temblorosas de Joe Wladislaw, quien, pese a no estar condenado a la horca, parecía horrorizado. Maggot lo cedió sin protestar a Roscoe Lever, quien se limitó a encogerse de hombros y con una sonrisa fatua lo pasó a Kendal Sawyer, cuya sentencia estaba todavía en el aire. La fatuidad de Lever se debía a que se había librado de una sentencia de muerte por los pelos. Franko andaba como un autómata, parecía en trance; distinguió a Reisman. Entonces, se agachó y empuñó el martillo que antes había dejado caer. Se dirigió al capitán.
—¡Nos has mentido, maldito traidor! —escupió.
Morgan era el más cercano a Franko, pudo haberle detenido, haber saltado, haber hecho algo, pero no se movió. Se limitó a mirarle expectante.
—¡Ibamos a librarnos! ¿Verdad? —gruñó Franko, levantando el martillo—. Hicimos un trato, ¿no es cierto?
Reisman vio que algunos PM apuntaban con sus armas al preso.
—¡Quietos, no disparéis! —gritó, encarándose después con Franko.
Napoleón se lanzó en plancha, con el hombro izquierdo como ariete —«a las espinillas, y las leyes de la Naturaleza hacen el resto…, el culo en la tetera», como decía el entrenador— y golpeó a Franko por debajo de las rodillas, haciéndole perder el equilibrio. La bota de Reisman se estrelló contra la muñeca en la que sostenía el martillo. Bowren, surgiendo entre el grupo, hincó las rodillas en la espalda de Franko inmovilizándole el brazo con una llave de judo.
Napoleón rodó por el suelo y se levantó de un salto, sofocado y en actitud de hacer frente a quien fuera.
—Gracias, teniente —dijo Reisman sin mirarle—, le debo un favor.
—Entonces, páguelo ahora, capitán —contestó Napoleón. Las palabras le salieron a borbotones—. No quiero favores de usted. Sólo que conteste a una cosa. —Saltó sobre la caja y tiró la odiosa cuerda mostrándola—. ¿Qué demonios es esto? ¿Qué se trae entre manos?
Silencio. En el claro del bosque, rodeado por la valla de alambre, todos permanecían inmóviles; los presos por el terror, los guardianes por curiosidad, atentos a cualquier incidente y no obstante sobrecogidos por el clima de tensión que se había creado.
—No es más que una soga —dijo Reisman, lentamente—. Eso es todo. Y en la caja madera… Madera pura y simple. —Se dirigió a Napoleón y le arrebató la soga—. Estamos en Inglaterra y llevamos en guerra cinco años. Los suministros no son fáciles de obtener.
Los ojos grises de Reisman recorrieron el grupo.
—Necesitamos madera para construir el campamento.
Las miradas de terror comenzaron a desaparecer, incrédulas.
—¡Morgan! —llamó.
En aquel momento dudaba de si todos los hombres del grupo sabían, como Franko, que Morgan era el verdugo… Deseó que lo supieran para no tener que decirlo directamente. La amenaza de Morgan sería más efectiva en forma de rumor que corre de hombre a hombre, de guardián a preso, sin ser jamás confirmado, salvo por nuevos rumores y el normal acontecer de los hechos.
El sargento primero Morgan avanzó despacio. De su cara había desaparecido la sonrisa estúpida y morbosa.
—Sí, mi capitán —dijo.
A los pies de Kendall Sawyer había quedado el plano del cadalso. Líneas y flechas. Escalas y cifras de una siniestra exactitud.
—Cójalo y quémelo —ordenó Reisman. Los que sabían que era el verdugo comprenderían. Los que no, ya se irían enterando y jamás podrían olvidar la escena.
Morgan tomó el papel que Reisman le indicaba.
—No llevo cerillas, señor.
Reisman sacó el mechero de uno de los bolsillos de su traje de faena. Morgan lo hizo funcionar varias veces, y después saltó hacia atrás, dejando caer de entre sus dedos el plano envuelto en llamas.
Reisman se encaró con Franko, consciente de que todos aguardaban el castigo que iba a imponerle y que si no lo hacía al instante daría lugar a una grieta en la disciplina del grupo.
—Suéltelo, cabo —ordenó.
Bowren puso a Franko en pie, sujetándole fuertemente de un brazo. La chaquetilla entreabierta del preso mostraba su sucia y espesa pelambrera sudorosa. Mantenía la cabeza agachada.
—Harás las zanjas de las letrinas —dijo Reisman—. Y si vuelves a intentar otra aventura como ésta no lo cuentas. Póngale a trabajar en las zanjas, cabo, y si pone mala cara métale una bala en la cabeza.
Reisman se agachó, recogió el martillo y se lo entregó a Morgan.
—¡Todo el mundo a sus puestos! —ordenó.
Volvieron al trabajo de mala gana, empujados por Morgan y los PM. Reisman llevó la soga a uno de los camiones, arrojándola violentamente en la caja, sintiendo un contacto viscoso en sus manos.