Capítulo 27
Bravo vio a Jenny en la terraza inclinada del café Sumela, con la bandeja plateada del mar Negro extendida ante ellos. Adem Khalif lo había llevado allí para disfrutar de una cena tardía. Bravo debería haber estado agotado, pero no era así. Había leído artículos acerca del llamado subidón de adrenalina que experimentaban los soldados en el fragor de la batalla, pero hasta el momento no había tenido ninguna experiencia directa con ese fenómeno.
Al ver el perfil de Jenny, desolada y bañada por la luz de la luna, recordó la expresión apenada de su rostro durante el breve encuentro que habían mantenido en el bazar. Entonces ella se volvió y su nuca quedó expuesta ante él, la larga curva pálida bajo la luna, la suave pendiente que llevaba a la base del cráneo, el pelo fino, el arco perfectamente vulnerable. Por un momento, toda su ira, su indignación y su necesidad de venganza se esfumaron, y Bravo quedó desnudo, tan vulnerable como ella, con todas sus emociones expuestas.
Khalif, de pie junto a él, preguntó entonces:
—Bravo, ¿qué ocurre? ¿Conoces a esa mujer? —Sacó una arma—. Es uno de tus enemigos.
En una mesa cercana, los Glimmer Twins, que aún estaban con ellos, levantaron las cabezas. Se dispusieron a levantarse de la mesa con los torsos ligeramente inclinados hacia adelante, como si fuesen velocistas en la línea de salida.
—Guarde eso —dijo Bravo sin mirar a Khalif, porque ahora Jenny se había movido hacia un lado y él pudo ver que estaba acompañada de otra mujer: Camille, su Camille. ¿Qué coño estaba pasando allí?
Echó a andar hacia la mesa donde las dos mujeres estaban sentadas, hablando como si fuesen amigas; había algo en su actitud que lo convenció de que la relación entre ambas se había vuelto más íntima.
—¿Bravo, crees que esto es sensato? —preguntó Khalif.
—Usted quédese aquí —contestó Bravo—. No quite la mano del arma si quiere, pero no trate de detenerme.
Khalif no lo hizo y, aunque tenía muy malos presentimientos, les indicó a los hombres de Mijaíl que se sentaran. Había oído antes ese tono de voz, en Dexter Shaw, y sabía que no debía interferir.
Camille se interrumpió en la mitad de una frase y Jenny vio que sus ojos se desviaban hacia un punto detrás y justo a la derecha de ella. Se volvió. Al ver a Bravo su corazón comenzó a latir con fuerza y el súbito flujo de sangre a su cabeza hizo que se marease. Quería levantarse y pegarle, como seguramente lo habría hecho en el bazar si la bala del asesino no hubiese alcanzado al comerciante que estaba junto a ella. Sintió el sabor de la sangre en la boca y se dio cuenta de que se había mordido el labio.
—Quiero hablar contigo —dijo Bravo cuando estuvo junto a la mesa—. Ahora.
Jenny cerró los puños con fuerza pero luego comprendió que era a Camille a quien Bravo estaba mirando, era a Camille a quien había dirigido la orden. Él no la había mirado, no había reconocido su presencia en la mesa, como si fuese un fantasma que ocupase un lugar en otro mundo.
—Por supuesto, querido —dijo Camille al tiempo que se ponía en pie.
Luego se alejó echando una mirada a Jenny por encima del hombro.
Bravo estaba con Camille en el borde de la terraza. Un manto de nubes bajas oscurecía el horizonte septentrional. En el cielo se veía un anillo pálido que rodeaba la luna. Al otro lado de la terraza, Bravo vio que Khalif bebía lentamente de su vaso de raki, observándolos, exudando preocupación como si fuese almizcle. En cuanto a los Glimmer Twins, su imagen nadaba en sus ojos oscuros y ávidos; los dos deseaban vehementemente que los necesitaran.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —le preguntó a Camille con voz airada.
—¿Tú qué crees? Vigilándote, tratando de que te mantengas a salvo.
—Es por ti por quien estoy preocupado —dijo él—. No deberías estar aquí. Y, obviamente, no con ella.
—¿Quién? ¿Jenny?
—Sí, Jenny. Ha matado ya a tres personas: a dos sacerdotes y al tío Tony. ¿Es que te has vuelto loca?
—Escúchame, querido, tienes que dejar de pensar en mí como en una mujer indefensa. —Sacó un cigarrillo, lo encendió y observó a Bravo a través del velo de humo aromático—. Yo no estaría aquí si no fuese más que capaz de cuidar de mí misma. —Lanzó unas volutas azules al aire—. En cuanto a Jenny, ya sabes lo que escribió Sun Tzu: «Mantén a tus amigos cerca, y más cerca aún a tus enemigos». Camille miró a Jenny y le dirigió una sonrisa tranquilizadora antes de volverse hacia Bravo.
—Sun Tzu dijo también otra cosa que decir acerca del arte de la guerra —repuso Bravo—. «Todas las batallas se ganan o se pierden antes de empezar».
—¿O sea?
—Si no lo sabes, no hay duda de que éste no es lugar para ti.
—Ah, Bravo —dijo ella con una sonrisa—, siempre poniéndome a prueba.
Una ligera brisa se levantó del agua, agitando un mechón de pelo contra su mejilla. La música se insinuó en la terraza, recordándoles cuán apartados estaban del resto del mundo.
—Estaba preparada para esto desde el momento que abandoné París. —Ella lo examinó con la mirada—. ¿Crees que no?
—Creo que es jodidamente extraño que estés aquí.
—¿Ahora sospechas de mí? ¿De qué? —Arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón—. Maldita sea, Bravo, si no te quisiera tanto te abofetearía. Eres como un hijo para mí. Quiero protegerte, mientras que ella sólo fingía hacerlo.
Bravo se frotó el costado de la cabeza. Estaba exhausto, tanto física como emocionalmente. Su cabeza latía con un millón de filamentos, posibles caminos que podía tomar, debía tomar. Los espectros de lo que había al final de esos caminos lo acechaban día y noche.
—Escucha, ahora Jenny y yo somos amigas —dijo Camille con un tono más suave—. Estamos cerca la una de la otra, y nuestra relación es cada vez más estrecha. Sé cómo ganarme su confianza, de mujer a mujer. Ella me cuenta cosas.
—No lo dudo. Como que ella es inocente.
—Por supuesto, pero ¿quién va a escucharla?
—Ella es culpable como el pecado… y es peligrosa.
—Yo dejo que piense que la creo y ella baja la guardia. Quizá para mañana ya conozca parte de su plan.
—Jenny jamás te revelará lo que está planeando, Camille. Sabe que somos íntimos amigos.
—Ha estado aislada de todas sus fuentes tradicionales, Bravo, de modo que ha empezado a confiar poco a poco en mis consejos. ¿Por qué no habría de hacerlo? Me quedaré con ella, seré tu topo en el campo enemigo. —Apoyó una mano en su brazo y lo apretó—. Deja que haga esto por ti, Bravo. —Sonrió y lo besó en la mejilla—. Alors, deja ya de preocuparte. Ella no me hará daño.
—Jenny no es la única de quien debes cuidarte —dijo él, bajando la voz—. Ese hombre que contrató Jordan, Michael Berio, su verdadero nombre es Damon Cornadoro. Es un asesino profesional.
—Mon Dieu, non! —Qué deliciosa excitación recorría el cuerpo de Camile cuando le mentía a Bravo; era casi una tarea tan profunda como haberle mentido a Dexter—. ¿Estás seguro?
—Completamente. Ha sido enviado por los enemigos de mi padre para vigilarme hasta que haya encontrado lo que él me envió a buscar. Luego me matará y se lo llevará.
—Pero ¿qué es, querido? ¿Qué puede ser tan terriblemente valioso?
—Eso no importa. Lo que importa es que te mantengas lo más alejada de Cornadoro posible.
—Te lo prometo.
—Camille, por el amor de Dios, no seas imprudente. Ya tengo demasiadas cosas en la cabeza. No quiero tener que preocuparme también por ti.
—Entonces no lo hagas —dijo ella con firmeza—. Ya te he dicho que puedo cuidar de mí misma. —Se echó a reír suavemente y le acarició la mejilla—. Te aseguro, Bravo, que no me convertiré en tu dama en apuros.
Él la miró a los ojos y supo que Camille había tomado su decisión; nada de lo que él pudiera decir haría que cambiase de parecer. Asintió y sacó su teléfono móvil.
—Entonces prométeme que te mantendrás en contacto conmigo, ¿de acuerdo?
Camille sacó a su vez su móvil y asintió.
—Lo prometo. —Cuando estaba a punto de regresar a la mesa, añadió con gran preocupación en la voz—: Bravo, ¿tienes ya alguna idea de adónde irás luego?
—No —mintió.
No le importaba lo que ella dijese, no pensaba permitir que Camille se pusiera en peligro.
Medianoche. Irema tranquilamente en su cama, los labios y los pechos deliciosamente magullados, drogada con sexo y amor, soñando profundamente con Michael. Pero el padre de Irema estaba lejos de casa, lejos de la cama calentada por el cuerpo sensual de su esposa. En cambio, recorría las calles de Trabzon como un fantasma. La música, que llegaba a sus oídos aguzados, no lograba moverlo, las parejas borrachas pasaban tambaleándose a su lado sin verlo. Un ciclista solitario cruzó por su camino como un gato negro. Fumando nerviosamente, Kartli dejó atrás dos iglesias que habían sido convertidas en mezquitas hacía ya muchos años. Sus magníficas fachadas bizantinas eran oscuras como el hollín, desvaídas ahora, como casi todo lo demás en Trabzon. Por todas partes se veían grietas y escombros. Si aguzaba el oído podía oír que los edificios gemían como los veteranos inválidos de lejanas guerras.
En ese momento sonó su teléfono móvil y contestó. La voz de Adem Khalif apareció en su oído como un ser sobrenatural, hablando de un plan para capturar a Damon Cornadoro. Estaba impresionado por el plan de Braverman Shaw, que, visto objetivamente, tenía cierto mérito. Con la mente girando en varias direcciones a la vez, escuchó a Khalif hasta el final y luego accedió.
—¿Qué ruta tienes pensado utilizar? De acuerdo, mi gente estará desplegada antes del amanecer.
Cortó la comunicación, llamó a su hijo mayor y le dijo lo que se necesitaba. Luego guardó el móvil porque se estaba acercando a su destino.
A mitad de camino de una calle lateral, pequeña y desordenada, se alzaba un edificio viejo pero con una buena estructura que había comprado hacía muchos años. No era muy diferente de sus edificios vecinos; en su frente descascarado no había ningún cartel, y cualquiera lo habría confundido con una residencia particular. El interior, sin embargo, albergaba la iglesia de los Nueve Hijos Martirizados.
Kartli había llamado así a ese diminuto puesto de avanzada de su religión ortodoxa georgiana por los niños paganos de Kola, que, por su libre voluntad, habían abrazado a Jesucristo. Fueron bautizados por el sacerdote local y abandonaron sus hogares para ser criados por familias cristianas, según las enseñanzas del Salvador. Sus padres fueron a buscarlos y los llevaron de regreso a sus casas, pero cuando sus hijos se negaron a comer alimentos impuros o a beber bebidas paganas, cuando en cambio repetían las palabras de Jesús, sus padres se enfurecieron de tal modo que golpearon brutalmente al sacerdote del pueblo y lo expulsaron de Kola. Luego pidieron por última vez a sus hijos, muchos de ellos no mayores de siete años, que volviesen a adoptar sus costumbres paganas. Cuando los niños se negaron a obedecer, sus padres cogieron piedras y los golpearon hasta matarlos, como una lección para los demás niños de Kola.
Mijaíl Kartli se detuvo a contemplar el recinto sagrado. Estaba inmensamente orgulloso de esa iglesia, feliz del nombre que había escogido para ella, porque era un recordatorio de cómo funcionaba realmente el mundo, de los terribles prejuicios que corrían como el veneno a través de los cimientos de la humanidad. No era que él necesitase ese recordatorio siquiera allí, en Trabzon, tan lejos de su hogar, pero sí todos los demás, incluidos sus hijos, especialmente Irema.
Nada era igual que durante el día. Las sombras distorsionaban todas las formas. La iluminación procedía de dos fuentes: una lámpara de aceite bizantina y una bombilla desnuda. Como todo lo demás en la ciudad, la luz era una incómoda yuxtaposición de lo nuevo y lo viejo, unos elementos que deberían haber sido aliados pero que en realidad parecían ser enemigos. El interior de la pequeña iglesia estaba escasamente amueblado, apropiadamente austero salvo por el gran retrato de la Virgen María, el iconostasio, el púlpito, un grupo de bancos de madera muy usados y, por supuesto, el confesonario. Era a esa estructura de madera oscura a la que Mijaíl Kartli acudía dos veces por semana como un reloj a confesarse. Los sacerdotes de la iglesia de los Nueve Hijos Martirizados se alojaban allí a expensas de Kartli, por lo que se mostraban más que felices de complacer su hábito, especialmente si se tenía en cuenta que ese hábito expresaba su devoción con tanta elocuencia.
Cuando pasaban varios minutos de la medianoche, Kartli abrió la puerta del confesonario y se sentó en el pequeño banco. A través de la celosía de madera tallada podía verse el perfil del sacerdote. El georgiano reconoció al padre Shota, uno de sus preferidos, lo que lo alegró. El padre Shota y él habían pasado muchas horas hablando acerca de la historia de su religión.
El apóstol Andrés, el hermano de san Pedro, había viajado a Georgia a predicar el Evangelio, llevando consigo el Icono Increado de la Madre Santa, no creado por manos humanas, sino un icono de origen divino. Desde aquel momento, María se convirtió en la protectora de Georgia. Durante los siglos siguientes, la religión ortodoxa georgiana se había visto fuertemente influida por los cristianos del Imperio bizantino, de modo que era coherente que Mijaíl Kartli, un ferviente estudioso de la historia, hubiese llevado la religión de regreso a casa, completando así el círculo, el final devuelto al principio.
—Perdóneme, padre, porque he pecado —comenzó a decir.
Y el padre Sotha contestó:
—Mira, hijo mío, Cristo está aquí para escuchar tu confesión. No te avergüences y tampoco temas, y no me ocultes nada; sin dudas, cuenta todo lo que has hecho y recibe el perdón de Jesucristo Nuestro Señor. ¡He aquí! Su sagrada imagen está ante nosotros…
Sin aviso previo, la celosía de madera se hizo pedazos. Kartli, alcanzado en la cara por las astillas, alzó los brazos en un gesto defensivo, y así recibió al sacerdote en las manos cuando el hombre atravesó violentamente la abertura.
—¡Padre Shota! —gritó.
Con los párpados moviéndose espasmódicamente, el sacerdote trató de contestar, pero de su boca abierta sólo salieron unas burbujas rosadas. Kartli sintió el lento flujo de sangre, caliente y viscoso, pudo percibir el nauseabundo olor dulce y cobrizo. Acunando la cabeza y los hombros del sacerdote, buscando con desesperación la fuerza de los signos vitales, no estaba preparado cuando la puerta del confesonario se abrió de par en par.
Con apenas oportunidad para volver la cabeza, Kartli tuvo la impresión momentánea, borrosa e imprecisa, de ver un rostro sonriente. Con un tirón rápido y violento, su tullida mano derecha fue fijada a la pared posterior del confesonario con un clavo que le atravesó la palma. Ignorando el dolor, Kartli trató de usar la mano izquierda para repeler a su atacante, pero con el peso del padre Shota encima de él, estaba completamente indefenso.
Damon Cornadoro sacó su cuchillo de remate y agarró el pelo del padre Shota.
—¡No! —gritó Kartli—. ¡Por el amor de Dios, compadézcase de él!
—¿Compadecerme de él? ¿Por qué? Fue él quien lo traicionó. Me dijo dónde estaría usted esta noche.
Con la repugnante precisión de un cirujano, Cornadoro deslizó el filo del cuchillo de remate a través del cuello del sacerdote. Luego apoyó la rodilla en la zona lumbar del cadáver y usó a Shota para inmovilizar al georgiano firmemente en su lugar. La cabeza del sacerdote colgaba en un ángulo anormal y su rostro mostraba una expresión de asombro aterrado.
—Qué fácil le resulta mentir, georgiano. —Cornadoro se inclinó sobre Kartli—. ¿Acaso pensó que no lo descubriría?
Kartli lo miró impasible, en absoluto silencio. La conmoción inicial había pasado: la barbarie no podía afectarlo —había visto cosas peores en su época—, pero la pérdida, lo sabía, permanecería con él durante mucho tiempo.
—¿No quiere saber cómo lo descubrí?
Kartli escupió al rostro detestable. Sabía cómo tratar a los amantes de la muerte, Dios sabía que tenía una amplia experiencia en ese terreno. Muéstrales que tienes miedo y lo lamerán como si fuese crema. La boca de Cornadoro se torció en una parodia de una sonrisa.
Había algo peculiarmente ofensivo en esa mueca; con una sensación repelente, Kartli reconoció el matiz de la lujuria.
—Fue Irema. Sí, sí. Su encantadora hija, su joya. —La cabeza de Cornadoro estaba a escasos centímetros del rostro de Kartli; su tono íntimo transmitió el horror absoluto de sus palabras como ninguna otra cosa podría hacerlo—. Sus pechos pequeños y firmes, los pezones oscuros…
Kartli se revolvió, luchando contra la presión ejercida contra él.
—¡Está mintiendo, pedazo de mierda!
—Esa marca de nacimiento ovalada que tiene justo encima de la cadera izquierda (como un tatuaje, mejor aún) es muy sexy.
Kartli estalló, sus ojos salidos de las órbitas, el rostro encarnado.
—¡Lo mataré!
—Y la mejor parte, georgiano, es cómo folla.
Cornadoro hablaba para regodearse del momento. Kartli, mareado, podía sentir la lujuria del hombre, la inequívoca afirmación, el poder letal de sus palabras.
—Como un animal, envolviéndome con sus piernas, implorando más una y otra vez. Juro que podría ordeñar a un veterano.
Kartli gritó como seguramente habían gritado sus antepasados en los campos de batalla bañados de sangre. Con la mano izquierda cogió el extremo del clavo que sobresalía de la palma de su mano derecha y lo arrancó. De él brotó un chorro de sangre, pero no le importó, estaba más allá de sentir nada. Estaba invadido por una furia ciega. En alguna parte en el fondo de su mente, una voz de advertencia, de prudencia, sonó como un eco de otro tiempo, pero fue rápidamente ahogado por el latido marcial de su sangre.
—Eso es —medio canturreó Cornadoro como contrapunto a la amenaza del clavo—. Eso es, vamos.
La punta del clavo penetró en el músculo del hombro de Cornadoro. El georgiano era un hombre poderoso, más fuerte de lo que Cornadoro había previsto. Kartli trató de hacer girar el clavo, de hundirlo más profundamente, de abrir la carne del hombro de su atacante. Pero Cornadoro golpeó el oído del georgiano con tanta fuerza que la cabeza rebotó. Incluso en los hombres de constitución física más fuerte, un golpe así frenaba en seco el pensamiento y la acción. Cornadoro trató de arrebatarle el clavo mientras los ojos de Kartli se ponían en blanco y luchaba por no perder el conocimiento.
Guiado por el instinto, por la necesidad de sobrevivir, el georgiano levantó la rodilla entre las piernas del cadáver del padre Shota y la hundió en la ingle de Cornadoro. Luego el georgiano tiró del clavo hacia abajo. Cornadoro recibió en el bíceps la mayor parte del impacto y, con el canto de la mano, pesado y calloso, asestó un violento golpe en el costado del cuello de Kartli, justo en la arteria carótida. Aplicó una fuerte presión que llegaba directamente desde sus pies, arrebató el clavo de la mano del georgiano y, haciéndolo girar, lo introdujo en su pecho, justo debajo del esternón. Los ojos de Kartli se abrieron como platos. No profirió ningún sonido, aunque Cornadoro sabía que debía de estar sufriendo un terrible dolor. Su voluntad de vivir era, incluso según la experiencia de Cornadoro, realmente extraordinaria. Aún faltaba un último regalo, la revelación de un misterio.
—Sé lo que está pensando, georgiano —dijo Cornadoro—. Pero no es la religión, la política o el nacionalismo lo que me impulsa.
—Usted no es nada, es menos que nada porque no tiene ninguna creencia, no tiene fe, no tiene alma. —La voz de Mijaíl Kartli era un susurro ronco—. Con usted todo es comercio.
Cornadoro se echó a reír, súbitamente encantado.
—Al contrario, como le dije cuando nos conocimos, todo es información. Secretos, revelar lo desconocido; todo el mundo se vuelve vulnerable.
Los dedos de Kartli apretaron el cuello de Cornadoro en un último y desesperado esfuerzo, la lucha terminal por la supervivencia, y con un último y casi sobrehumano arranque casi consiguió dejarlo inconsciente. Pero la presión en su carótida lo había debilitado más allá de un umbral vital, interrumpiendo el flujo de sangre y oxígeno hacia el cerebro el tiempo suficiente para afectar su tiempo de reacción. Con un gruñido, Cornadoro recuperó el control, un control que para Mijaíl Kartli nunca terminaría.
—Lo he convertido en un hombre vulnerable, georgiano. —Cornadoro sujetó el cuello de Kartli con la otra mano—. He deshonrado a su hija. Hace dos horas ya estaba usted muerto.
Con su habitual precisión de cirujano, deslizó el cuchillo de remate en un breve arco que abrió el cuello del georgiano. Cornadoro estudió el rostro de Kartli como si, de alguna manera, pudiese absorber la chispa de vida a medida que ésta abandonaba sus ojos. Luego limpió el pequeño cuchillo en los pantalones de Kartli y se volvió. Para cuando hubo abandonado el confesonario, ya se había olvidado de sus dos víctimas.