Capítulo 5

Donatella y Rossi, los rostros cubiertos con máscaras antigás negras y plateadas que les conferían un aspecto terrorífico, irrumpieron a través de la puerta del mausoleo. Habían esperado tres minutos exactamente antes de colocarse las máscaras antigás. Luego habían empujado la pesada puerta. Con las armas preparadas, entraron rápidamente y tomaron posiciones en el interior del mausoleo, Rossi junto a la puerta, Donatella en la esquina oeste.

La atmósfera era la de un edificio después de un incendio. El gas, ahora dispersado, flotaba en filamentos brumosos como el smog industrial, oscureciendo el cielo raso. Sin embargo, no había ninguna duda de que eran las dos únicas personas vivas que ocupaban el mausoleo. Ambos se miraron. Incluso a través de los cristales de las máscaras antigás, pudieron percibir la ira y la preocupación en los ojos del otro.

—Están aquí —dijo Rossi con la voz ligeramente amortiguada.

Donatella recorrió la pared oeste del mausoleo, examinando las constelaciones de estrías del mármol falso.

—La orden es muy afecta a rutas de escape secretas. —Volvió la cabeza—. Ya sabes lo que debes hacer ahora.

Rossi, cerca de la puerta, estaba de pie bajo los últimos rayos rojizos del crepúsculo.

—Ahora que ha llegado el momento, me doy cuenta de que no quiero dejarte.

Ella alzó la pistola en su línea de visión y comenzó a golpear la pared con la culata.

—Estás perdiendo el tiempo.

Rossi gruñó levemente y desapareció a través de la puerta abierta.

—Ahora —dijo Donatella suavemente, mientras volvía a concentrarse en el problema que tenía entre manos—. ¿Dónde están mis pequeñas cucarachas?

Cuando el bote de gas chocó contra el suelo de piedra, Jenny y Bravo contuvieron la respiración. No obstante, sus ojos comenzaron a lagrimear y a escocerles, y la delicada mucosa de sus fosas nasales se inflamó dolorosamente. Jenny se volvió entonces hacia la puerta de la cripta inferior y, con los brazos completamente extendidos, apretó un par de tachones ocultos, prácticamente invisibles en el complejo dibujo de falsas vetas del mármol.

De inmediato, la pequeña puerta de bronce se abrió, revelando no el costado de caoba de un ataúd, sino un espacio de misteriosa oscuridad. En lo más profundo de sus pulmones, Bravo había comenzado a sentir un dolor punzante cuando su cuerpo exigió oxígeno. No creía que pudiesen aguantar mucho más sin respirar. Jenny, aparentemente, había llegado a la misma conclusión, porque hizo un gesto hacia la abertura. Bravo entró a través de ella tratando de no golpearse la cabeza. Había levantado la mano para palpar la superficie del techo bajo, luchando contra la claustrofobia, cuando sintió que Jenny entraba detrás de él, obligándolo a adentrarse más en el nicho. A través de una breve aureola de luz, él alcanzó a ver que los dedos de la chica tocaban algo y la pesada puerta de la cripta volvió a cerrarse. Este movimiento fue acompañado de un sonido peculiar, como el aire que escapa de un neumático pinchado y, con una renovada sensación de claustrofobia, Bravo se dio cuenta de que se había activado un mecanismo de cierre hermético destinado a preservar los restos mortales de los seres queridos allí enterrados. Acto seguido, mientras el pánico comenzaba ya a apoderarse de él, vio la cara de Jenny cuando ella encendió una pequeña linterna. Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro ovalado. Y entonces lo entendió: ese cierre hermético los protegería del gas lacrimógeno. No importaba cuán saturado estuviese el interior del mausoleo, el gas no podría llegar hasta allí.

De pronto, ambos se sobresaltaron al oír los golpes que procedían del otro lado de la puerta del ataúd. Bravo sintió que el sudor brotaba a chorros de sus poros, pero su boca estaba anormalmente seca. Y entonces recordó las palabras de su padre cuando le contó los aterradores momentos que había pasado justo antes de la desesperada retirada de la embajada en Nairobi: «Estaba completamente empapado en sudor pero, curiosamente, tenía la boca seca. El miedo hace esas cosas, Bravo. Y yo me sentía aliviado, algo que te parecerá incluso más curioso, pero la verdad es que aquellos que no tienen miedo acaban muertos».

Donatella examinó de cerca las dos puertas donde se alojaban los ataúdes, golpeando suavemente aquí y allá, siguiendo un patrón rítmico, la cabeza alzada todo el tiempo, la oreja lo bastante cerca para evaluar los sonidos que devolvía su cuidadosa investigación.

De pronto, sus ojos se ensancharon y sacó del bolsillo un trozo de material parecido a la masilla. Sin perder un segundo, cubrió con esa pasta dúctil los goznes de la puerta inferior. Luego acercó la llama de un encendedor a un extremo del material hasta que éste comenzó a arder, despidiendo un calor devastador. Sonrió y, con una expresión de malvada satisfacción, dijo:

—Sí, ahora los tengo.

Otro sonido llegó entonces hasta ellos, un sonido inquietante como el cascabeleo de una serpiente venenosa, y luego una ráfaga de calor, como si la llama de un soplete se transmitiese a través del metal.

Bravo oyó la voz de Jenny, suave pero teñida de urgencia.

—Están fundiendo los goznes de la puerta. ¡De prisa! ¡Vamos!

Bajo la breve luz de la linterna, vio que ella señalaba hacia la derecha, y Braverman comenzó a moverse en una especie de contorsión, pero ¿adónde?, se preguntó.

Como si adivinase su pregunta, Jenny utilizó el fino haz de luz de la linterna en lugar de pronunciar palabra. Él volvió la cabeza y vio un pasadizo que se inclinaba pronunciadamente hacia abajo, por debajo de los cimientos del mausoleo. Mientras se dirigía hacía allí, lo maravilló el ingenio de la obra, ya que esa ruta de escape debía de haberse trazado en la época en que construyeron el mausoleo.

Bravo reptó en la oscuridad, con el invisible pero sonoro enemigo pisándoles los talones. El olor mineral de la piedra caliza húmeda mezclado con el hedor a descomposición evocaba en su mente imágenes de tierra recién removida, mantillo, cenizas y gusanos que se retorcían. Con Jenny pegada a su espalda, Bravo tuvo la sensación de que el espacio se estrechaba aún más delante de él hasta que sólo cupo su cuerpo, y descubrió dentro de sí el miedo irracional y abrumador a quedarse atascado dentro de ese túnel, incapaz de avanzar o retroceder.

—¿Qué ocurre? —susurró Jenny junto a su oído—. ¿Por qué te has detenido?

Bravo no le contestó y, al mismo tiempo, se sintió incapaz de moverse.

La ola de calor parecía seguirlos, aumentando su intensidad. Y entonces Bravo pensó que podía discernir el primer intersticio de luz cuando los goznes de la puerta cedieron finalmente.

Al percatarse de su parálisis, Jenny dijo:

—Túmbate de espaldas. —Se colocó encima de él—. Presiona los omóplatos contra el suelo.

Ella lo miró, sus senos aplastados contra su pecho, su aliento agitado contra su mejilla. El calor de Jenny empezó a filtrarse en su cuerpo. No había ningún lugar adonde ir. El terror lo invadió por completo, primitivo y acuciante, y luchó para mantenerlo controlado.

—¡Bravo!

Luz ahora, sin ninguna duda, una astilla como la hoja de un cuchillo. Y luego, de forma alarmante, una voz de mujer —indudablemente, Donatella— canturreó en un leve contralto.

—Sal, sal de donde estés…

Jenny le cogió con fuerza la mandíbula, taladrándolo con la mirada, obligándolo a obedecer. Como si estuviese en un sueño, Bravo hizo lo que le pedía, exhalando profundamente y, después de un momento de lentas y tortuosas maniobras, sintió que Jenny se deslizaba encima de él, las caderas primero, luego la cintura y los hombros, hacia el lado más alejado.

A continuación le cogió la mano entre las suyas y se la apretó ligeramente.

—El túnel se ensancha a partir de aquí.

Bravo lo entendió, aunque no inmediatamente. Jenny estaba delante de él, en posición de conducirlos a lo largo del túnel y, con un poco de suerte, fuera de él.

El techo del túnel, efectivamente, se elevaba aunque no mucho. Al mismo tiempo, la pendiente se hacía más pronunciada, de modo que ambos medio se deslizaron, medio cayeron en un movimiento rápido y brusco, raspándose los codos y las caderas. Bravo reconoció cierto carácter siniestro en ese vuelo. Como un animal que es acorralado, sintió la presión de la persecución, como también las terribles consecuencias en caso de que fuesen capturados.

Finalmente, el espacio se ensanchó lo suficiente como para que ambos pudiesen avanzar a gatas, si bien, por momentos, el techo le raspaba la espalda, desgarrándole aún más la ropa. Sentía un creciente deseo de mirar hacia atrás, de calcular el progreso de su perseguidor, pero eso habría significado detenerse. En cualquier caso, no había siquiera espacio para mirar por encima del hombro.

Por fin llegaron al final del túnel, donde se toparon con una pared de cemento en cuya superficie se filtraba el agua. Directamente frente a ella había una escalera de hierro que ascendía en vertical y desaparecía en lo que, en la limitada luz que proyectaba la pequeña linterna, parecía ser una inmensidad nebulosa.

Sin dudarlo un instante, Jenny se cogió de los peldaños y se alzó del suelo del túnel. Bravo gateó tras ella. Justo antes de levantarse alcanzó a ver un penetrante haz de luz que se aproximaba a sus espaldas.

Jenny, subiendo de prisa y con seguridad, llegó muy pronto a los tramos superiores de su ruta de escape, una sección circular de piedras; un pozo, según pudo confirmar Bravo poco después. Segundos más tarde emergieron del pozo en un pequeño claro rodeado de unos densos matorrales, y unos metros más allá de un par de enormes sauces llorones que proporcionaban una protección natural y una suerte de enramado que, elevándose y cayendo en una profusión de cascadas, bloqueaban el sol y el cielo.

Allí, el terreno era desigual. A la izquierda se extendía en una pronunciada pendiente; a la derecha, ascendía hacia una meseta llana sobre la cual podían distinguirse las lápidas más antiguas a través de los árboles.

Jenny le sonrió brevemente para darle confianza y comenzó a avanzar en dirección a las sepulturas. En ese momento se oyó un crujido de hojas a su izquierda y Rossi apareció de detrás del tronco de uno de los sauces. Llevaba un arma y tenía el brazo extendido, apuntándolos y sosteniendo la culata con la mano izquierda para que el arma no se moviera.

Bravo gritó, su voz teñida de alarma. Jenny se estaba volviendo hacia él cuando Rossi disparó. Ella completó el giro violentamente con los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Luego sus rodillas se doblaron y cayó sobre la hierba.

Rossi se volvió hacia Bravo, quien giró sobre sus talones y echó a correr en zigzag por la pendiente en dirección al santuario del otro sauce. Algo pasó zumbando junto a su oreja y Braverman se desvió hacia un lado, tropezó con una gruesa raíz y cayó rodando por la pendiente.

Detrás de él oyó un furioso crujido de hojas, como una bestia que destruye todo lo que encuentra a su paso. Era Rossi, que se había lanzado en su persecución con la cabeza y el torso echados hacia atrás para mantener el equilibrio sobre el terreno inclinado. Pero a esa velocidad era imposible que efectuara un segundo disparo.

Bravo, con la atención dividida entre el frente y la retaguardia, dio un traspié cuando la suela del zapato resbaló sobre la superficie mohosa de una piedra. Extendió un brazo instintivamente y sintió una punzada de dolor en la mano al chocar contra el suelo pedregoso. Ahora estaba en la orilla del lago, el terreno profundamente escarpado, pero su caída había frenado su impulso, de modo que al cabo de pocos segundos Rossi le dio alcance.

En parte por instinto, en parte como un movimiento de autodefensa, Bravo estiró la pierna, y Rossi, en el proceso de tratar de frenar su impulso, no pudo evitar tropezar con ella. Un momento después, Bravo estaba encima de él. Atrapado en el impulso de su enemigo, se encontró rodando por la pendiente al tiempo que luchaba para no soltar la muñeca de Rossi e impedir que pudiese utilizar su arma. Ambos rodaron cada vez más rápidamente, cogidos en un férreo abrazo. Los matorrales pasaban velozmente junto a ellos y los terrones de tierra saltaban por el aire cuando ambos se golpeaban con puños y pies, las bocas abiertas, los corazones golpeando con fuerza en sus pechos. Podrían haber sido muy bien dos animales que luchaban por su territorio, por una hembra, por un terreno de cría. Los puños martilleaban contra músculos y huesos, ambos luchaban por conseguir una posición ventajosa y también el golpe definitivo. La inteligencia había quedado desplazada por la oscura corriente del instinto primitivo. Preocupados por la supervivencia, ambos cayeron a las aguas del lago y desaparecieron inmediatamente bajo la superficie. El agua se convirtió entonces en el enemigo de ambos, ralentizando sus movimientos, enredándolos, arrastrándolos hacia el fondo en su sofocante abrazo.

Un momento después ambos salieron a la superficie, jadeando, aferrados con fuerza. Resbalaron y se deslizaron sobre el fondo cubierto de un lodo viscoso. Mientras se tambaleaban, Rossi golpeó violentamente con la frente la nariz de Bravo. Y éste tuvo la sensación de que había sido alcanzado por un rayo. Debió de perder el conocimiento por un instante, porque lo siguiente que supo fue que estaba nuevamente bajo el agua. Jadeó, tragando agua, asfixiado.

Tenía la garganta obstruida: las manos de Rossi aferraban su tráquea. Rossi estaba presionándolo hacia abajo, las rodillas levantadas como armas, todo su cuerpo apoyado encima de su pecho. Bravo luchó desesperadamente, pero no veía nada a través del agua revuelta. Trató de apartar las manos de Rossi de su garganta, pero los dedos parecían de hierro y, en su posición, no podía hacer palanca.

Comenzó a ver puntos delante de los ojos, primero blancos, luego negros; la conciencia iba y venía, y sintió que sus miembros se volvían progresivamente laxos. Y entonces, desde ese lugar indoloro, en su cabeza surgió un pensamiento como si de una serpiente se tratara: ¿por qué no dejarse ir? ¿Por qué no cerrar los ojos simplemente y abandonarse?

Con los brazos extendidos, Bravo supo que se estaba muriendo. Y aun así, como si actuasen con voluntad propia, sus manos se movieron como cangrejos, los dedos medio doblados escarbando en el lodo donde Rossi estaba enterrándolo. Le llevó un momento reconocer la sensación transmitida a través de las puntas de los dedos de la mano izquierda hasta su cerebro embotado. Entonces cerró los dedos, cogiendo el objeto duro, haciendo girar el brazo hacia arriba y hacia un costado, golpeando con ese objeto duro y todas sus fuerzas contra el hueso orbital justo por encima del ojo izquierdo de Rossi.

El italiano, sacudido por el dolor, aflojó la presión sobre la garganta de Bravo. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Braverman se levantó del lecho del lago, saliendo a la superficie para llenarse los pulmones de aire en una gran bocanada al tiempo que propinaba otro golpe. En ese instante vio lo que sostenía en la mano —la pistola de Rossi, abandonada en el calor del combate cuerpo a cuerpo—, y volvió a descargarla con fuerza contra el punto vulnerable situado justo encima de la oreja de Rossi.

Éste se desplomó, pero una de sus manos se aferró a la pechera de la camisa empapada de Bravo, haciendo que perdiese el equilibrio y cayera nuevamente al agua. Rossi lanzaba golpes a ciegas, alcanzando a Bravo con sus puños en la mejilla y el costado del cuello. Bravo se tambaleó y sintió una oleada de vértigo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento. Rossi se estaba dando media vuelta, tratando de invertir las posiciones para quedar nuevamente encima de él. Si lo conseguía, Bravo sabía que ése sería su fin. Tan ciegamente como Rossi, extendió una mano. Sus uñas arañaron el cuero cabelludo de su enemigo, aferraron el grueso pelo y sostuvieron la cabeza mientras lo golpeaba una y otra vez con la culata de la pistola. Finalmente, Rossi dejó de moverse.

Ahora, lo que Bravo necesitaba más que ninguna otra cosa era aire. Intentó levantarse pero, incluso muerto, Rossi seguía aferrado a la pechera de su camisa. Trató de aflojar la presión de los dedos pero no lo consiguió. Comenzó a desgarrarse entonces frenéticamente la camisa, pero el oxígeno de sus pulmones se agotaba, el fondo viscoso del lago estaba succionándolo, y sabía que no lo conseguiría.

Y de pronto, en el último instante posible, unas manos se hundieron en el agua turbulenta, lo cogieron con fuerza y tiraron de él hacia la superficie. Con las burbujas saliendo a través de los dientes apretados, Bravo se aferró a los antebrazos lampiños, antebrazos femeninos, fuertes y poderosos, y supo que Donatella lo había encontrado, y ahora que había matado a su novio, nada ni nadie podía salvarlo.