Capítulo 9

Pero no había terminado.

—Tengo que regresar —dijo Jenny.

—¿Regresar? ¿Regresar adónde?

—A ver a Kavanaugh.

—Jenny, tenemos que largarnos de aquí. No hay tiempo.

Ella se volvió y Bravo la siguió a través de la maleza crecida.

Hizo un esfuerzo por comprender lo que la joven sentía en ese momento mientras contemplaba la carnicería que habían provocado las balas en el torso y la cabeza de Ronnie Kavanaugh. Ahora no parecía en absoluto un tipo duro.

Un momento después, Bravo se removió, inquieto.

—Jenny, por favor, tenemos que marcharnos. La policía puede presentarse en cualquier momento, y si no es la policía, entonces automovilistas que pueden convertirse en testigos potenciales de nuestra implicación en dos muertes violentas.

Ella permaneció junto al cadáver de Kavanaugh un momento más mientras sus labios se movían en silencio. Luego asintió.

—Larguémonos de aquí.

Ambos regresaron corriendo al Lincoln de Kavanaugh, e instintivamente, Bravo dijo que él conduciría. Jenny no protestó. Después de cambiar de sentido, se dirigió hacia el sur tratando de no superar el límite de velocidad. La carretera de dos carriles se convirtió rápidamente en una de cuatro y, poco después, pudieron entrar en la autopista. El Lincoln era un coche muy cómodo y, lo que era aún más importante, muy sencillo de conducir. Kavanaugh había tenido la previsión de dotarlo de radio vía satélite, sensores de proximidad en la parte posterior y GPS.

Después de recorrer unos diez kilómetros, Bravo vio el cartel indicador iluminado de una gasolinera. Ambos utilizaron los mugrientos lavabos para lavarse lo mejor que pudieron y volvieron a reunirse en el Lincoln. Jenny había conseguido quitarse todas las manchas de sangre y tenía el pelo húmedo y brillante. Cuando Bravo le pidió que se diese media vuelta, le apartó el pelo y la acercó suavemente a él bajo las luces de sodio. Comprobó que la herida era sólo un rasguño y que ya había dejado de sangrar.

—¿Todo bien? —dijo ella.

Sus ojos relampaguearon, y su tono era duro y cortante.

—Dejemos las cosas claras de una vez por todas: soy yo quien te protege a ti.

Una suave brisa dejó expuesta su nuca, la carne color caramelo brillando bajo la luz, los huesos delicadamente curvos bajo la piel como esos cristales que se encuentran en la playa después de que el mar los haya pulido. Braverman la abrazó siguiendo un impulso y permaneció inmóvil durante un momento. Cuando se separó de ella, Jenny subió al coche sin mirarlo ni decir una sola palabra.

En las inmediaciones de Washington, D. C., Bravo detuvo el coche en una área de servicio que permanecía abierta las veinticuatro horas, el único lugar donde podían comer un bocado a esa hora de la noche. Eligió un reservado en la parte trasera, desde donde tenía una buena visión de la puerta y el ventanal que daba a la autopista. El instinto se había apoderado de él sin que fuese totalmente consciente de ello. Jenny estaba sentada frente a él y miraba a través de la ventana veteada por la luz y los reflejos fantasmales de los rostros. Cuando llegó la camarera, Bravo pidió por los dos: café, huevos fritos con la yema muy hecha, beicon, patatas fritas para él y tostadas.

Cuando llegó la comida, Jenny volvió a mirar fijamente la mesa.

—No me gusta el beicon —dijo.

Bravo puso todo el beicon en su plato.

—Espero que te gusten los huevos.

Ella lo miró.

—¿Quieres algo más para acompañarlos?

—Me gustan las patatas.

Bravo utilizó una cuchara para echar sus patatas fritas al plato de ella sin decir nada y le sonrió cuando ambos comenzaron a comer.

Una pareja mayor pagó la cuenta y se marchó, un hombre de mediana edad con un vientre prominente entró un momento después, se dirigió al mostrador, se sentó en un taburete y sus nalgas rebasaron ampliamente la superficie del asiento. Una mujer joven, con una gran cabellera y excesivamente maquillada, permanecía fuera fumando un cigarrillo. Su cadera se proyectaba provocativamente hacia adelante y la falda de cuero apenas si alcanzaba a cubrirle la parte superior de los muslos. Un coche se detuvo delante de la entrada y Bravo se puso tenso. La mujer maquillada arrojó la colilla del cigarrillo y se acercó al coche caminando sobre sus tacones de aguja. La puerta del acompañante se abrió y ella se deslizó en su interior con un movimiento largamente aprendido. El coche se alejó y Bravo dejó escapar el aire en silencio y volvió a concentrarse en la comida. En el restaurante había media docena de personas, pero ninguna parecía prestar la más mínima atención a los demás.

—Jenny, háblame —dijo Bravo minutos después.

Ella continuó comiendo con una especie de precisión mecánica, como si supiese que debía alimentar el sistema pero no saboreara la comida. Su mirada no se dirigía a él y tampoco al plato que tenía delante, sino que estaba enfocada hacia algo —o alguien— que él jamás sería capaz de ver.

Acababa de rebañar del plato los restos de huevo con un trozo de pan cuando, súbitamente, Jenny decidió hablar.

—Es sólo que, ya sabes, no lo enterramos.

—¿Crees realmente que eso hubiese sido inteligente de nuestra parte?

—¿Ahora eres un experto? —Como si acabase de descubrir la presencia de comida delante de ella, dejó caer el tenedor y apartó el plato con un gesto de disgusto—. Esto sabe a refrito.

—Jenny, ¿es necesario que estemos de malas?

Ella lo miró fijamente pero no le contestó.

—Lamento que haya muerto. No puedo siquiera imaginar lo que Kavanaugh significaba para ti, pero…

—Eres un idiota, ¿sabes? —dijo ella con vehemencia—. Crees que lo sabes todo, pero no es así. No sabes absolutamente nada.

Un silencio familiar se alzó entre ellos, erizado de las espinas defensivas que ambos exhibían. Finalmente, Bravo extendió la mano con la palma hacia arriba.

—¿Por qué no hacemos un pacto para dejar a un lado nuestra ira y nuestra tristeza personales, sean cuales sean sus causas?

Jenny permaneció en silencio durante un largo momento. Por la forma en que sus ojos estudiaban su rostro, Bravo pensó que ella estaba tratando de discernir si su oferta era sincera.

Entonces Jenny alzó la cabeza con expresión desafiante.

—Puedes olvidarte de follar conmigo.

Bravo se echó a reír, sorprendido y, muy posiblemente, decepcionado.

—Hablo en serio.

—De acuerdo —dijo él, calmándose.

Por fin, Jenny extendió la mano hasta que ésta reposó levemente sobre la suya. Luego lo miró, los ojos brillantes y agrandados por las lágrimas.

—Un pacto estaría bien.

Una vez de regreso en el Lincoln, Bravo sacó el papel donde había copiado la secuencia de números y espacios que su padre había grabado en la lente de las gafas.

—He estado pensando en esto —dijo—, y creo que sé de qué podría tratarse.

—¿Has tenido tiempo de resolver la fórmula matemática? —preguntó Jenny.

—Es una configuración errónea para una fórmula. —Alzó la hoja de papel para que ambos pudiesen ver su reflejo en el retrovisor—. Es un truco que mi padre me enseñó cuando era pequeño. Invertir toda la secuencia, aunque cada una de las letras o, en este caso, los números no estén invertidos. De ese modo, para cualquiera que no entienda la clave, la secuencia parecerá equivocada incluso vista a través de un espejo.

Buscó en la guantera un taco de notas y un bolígrafo y, mientras Jenny sostenía el papel, copió la secuencia de forma invertida. Lo que buscaba eran tres series de seis números, seguidas de una serie formada por cuatro números.

Jenny desvió la vista de la secuencia al rostro de Bravo, tratando de descifrar su expresión.

—¿Y bien?

Bravo se inclinó hacia adelante, sacó el GPS de su soporte y pulsó los números.

Jenny estaba boquiabierta.

—¿Es una posición?

—Las tres series de seis números representan la longitud y la latitud.

—Pero ¿qué hay del último grupo de cuatro cifras?

—No lo sé.

Bravo le mostró la pantalla iluminada del GPS.

—Saint Malo —dijo ella—. Francia, ¿verdad?

Él asintió.

—La Bretaña francesa, para ser exactos. —¿Es allí adonde iremos ahora?

—Exacto. —Bravo sacó el teléfono móvil—. Pero no iremos solos.

En París ya era media mañana y Jordan Muhlmann estaba en su despacho de Lusignan et Cie. Era un hombre alto y delgado con el pelo negro, los ojos hundidos del mismo color y una barbilla pronunciada. El suyo era un rostro poderoso pero, de alguna manera, perturbado. Muhlmann estaba hablando con una mujer de unos cincuenta años, de una belleza en la que el paso del tiempo no había hecho mella. Iba vestida con un elegante traje negro de Lagerfeld, debajo del cual lucía una blusa de seda de color amarillo pálido. En el cuello exhibía un collar de perlas de una sola vuelta y un anillo de oro con la cabeza de una mujer tallada en él. Estaba sentada, las manos alzadas sobre la rodilla, con una serenidad zen.

A través de la ventana se podía ver la elevada estructura de piedra blanca aséptica del Grande Arche de la Défense, que no era un arco en absoluto, sino un cubo con el centro horadado. Muy adecuado, en cierta forma, pensó Jordan, para el monumento a los negocios del París de hoy en día. Más allá se alzaba el sólido y magníficamente esculpido Arco de Triunfo, el monumento a las victorias militares de Charles de Gaulle, el último de los grandes héroes militares de Francia.

El día era claro y luminoso, con apenas un atisbo de nubes bajas en el horizonte septentrional. Las nuevas aceras estaban llenas de trajes. Aunque procedían de todos los rincones del mundo, no era posible distinguirlos. Todos ellos hablaban un idioma común, le rezaban a un dios común, expresaban sus deseos a una estrella común, y eso era el comercio. Detrás del euro, las transferencias electrónicas sin rostro, las adquisiciones corporativas que incluían a dos, tres o cuatro países, ¿quedaba algo de la belleza que había florecido allí durante siglos?

Al igual que todo lo demás en ese sector tímidamente posmoderno de París, la fachada del edificio de Lusignan et Cie., estaba en armonía con sus alrededores: contemporánea, elegante, austera, carente de todo carácter. El complejo de oficinas, sin embargo, era todo lo contrario, lleno del encanto y los adornos del Viejo Mundo, especialmente el despacho de Jordan, que exhibía todo su esplendor art nouveau. No había virtualmente ningún borde afilado: todo, curvo y esculpido en altorrelieve, mostraba una forma orgánica. En las estanterías se alojaban objetos de épocas anteriores —esculturas francesas y alemanas de la década de los años veinte, cerámicas del siglo XIX, fragmentos de antiguos rollos de pergamino religiosos, la guarnición de una espada presuntamente de la época de las cruzadas—, restos de una civilización remota. Esta fascinación por la historia, la cultura y la religión era una de las cosas que habían unido tan estrechamente a Bravo y a Jordan.

En ese momento se oyó el zumbido del interfono.

—Es monsieur Shaw —anunció la secretaria de Muhlmann—. Dice que es urgente.

Jordan pulsó el botón del altavoz y levantó el auricular.

—Bravo, he estado tratando de dar contigo… como siempre. —La ansiedad de su voz era evidente—. ¿Va todo bien?

—Ahora sí —dijo Bravo.

—¡Ah, bon, es un alivio!

—Pero viajaré a París inmediatamente. Llegaré mañana temprano con una amiga, Jenny Logan, y necesitaré un medio de transporte.

—Por supuesto. Lo tendrás. Alors, debes contarme algo más de esa Jenny Logan. Es, sin duda, una buena noticia. En medio de tu dolor has podido encontrar una compañera…, ¿cuál es la palabra que usan los norteamericanos?, una novia.

Bravo se echó a reír.

—¿Una novia? No exactamente. —Se aclaró la garganta—. Escucha, Jordan, creo que debo decirte que aquí las cosas han tomado un cariz muy desagradable.

—Mon ami, ¿a qué te refieres?

—Por teléfono, no —dijo Bravo—. Pero cualquier persona que envíes a recogerme debe ser alguien de tu absoluta confianza, ¿me entiendes?

En ese momento, la mujer se levantó del sillón y se acercó al escritorio de Jordan. Sus movimientos eran perfectos. Su rostro magnífico e impetuoso mostraba el conocimiento cabal de quién era y qué poderes poseía. Era una mujer que exudaba una autoridad innata que dejaba absolutamente claro que sería un grave error engañarla o enfrentarse a ella.

—Bravo, un moment, s’il te plaît.

Jordan pulsó el botón de llamada en espera y miró a la mujer con expresión ansiosa.

Ella abrió los labios y dijo con suavidad:

—Deja que yo me encargue de esto, querido.

Jordan negó con la cabeza.

—Es demasiado peligroso. Después de lo sucedido con Dexter…

—No te preocupes, tendré cuidado —susurró ella. Luego sonrió.

—Jordan, ¿me entiendes? —repitió Bravo en el auricular.

Muhlmann volvió a pulsar el botón de llamada en espera y declaró:

—Mon ami, puedo percibir la urgencia en tu voz, y eso hace que me preocupe aún más.

—Entonces, lo entiendes.

—Por supuesto que lo entiendo —dijo—. Yo mismo iré a recogerte.

—¿No es esta semana cuando se celebra la reunión trimestral de los directores de la compañía?

—Mañana, de hecho. Por no mencionar a los holandeses, que han llegado para cerrar el acuerdo en el que tú y yo hemos estado trabajando durante casi un año.

—¿Qué hay de los Wassersturm?

—Ese acuerdo está muerto, Bravo; tú te aseguraste de que así fuese.

—Han demostrado ser notablemente insistentes.

—Yo me encargaré de los Wassersturm, mon ami.

—Entonces no hay nada más que hablar, Jordan. Como acabas de confirmar, tienes una compañía que dirigir.

—Pero eres mi amigo… más que un amigo.

—Lo sé, y lo aprecio —dijo Bravo—. Pero envía a otra persona a recogerme, por favor.

Jordan meditó su respuesta durante un momento, luego asintió en dirección a la mujer.

—Bon, no te preocupes —respondió finalmente—, enviaré a alguien que conoces muy bien y en quien confías.

—Gracias, Jordan —dijo Bravo con evidente alivio—. No olvidaré esto.

El avión estaba a oscuras. En plena noche, en el jumbo que volaba a diez mil metros de altura sobre el Atlántico negro e inquieto, la mayoría de los pasajeros que ocupaban la clase business dormían o contemplaban las pequeñas pantallas luminosas de los aparatos DVD portátiles proporcionados por la compañía aérea. Pero, a pesar de que estaban exhaustos, Jenny y Bravo no lograban conciliar el sueño.

En cambio, iluminados escénicamente por las luces que estaban encima de sus asientos, conversaban en voz muy baja. En ambos había una necesidad inconsciente de llegar a conocerse mejor. Habían logrado sobrevivir a batallas campales, salvándose mutuamente de una muerte segura. Como soldados que luchan codo con codo en la extraña e invisible guerra que definía al Voire Dei, ellos habían forjado un vínculo más íntimo incluso que el sexo y, sin embargo, seguían siendo dos extraños.

—Los únicos que tenían fe en mí eran mi padre y el tuyo… y, por supuesto, Paolo Zorzi, mi instructor —estaba diciendo Jenny—. Los demás se oponían a que ingresara en la orden, por no hablar del hecho de convertirme en guardián. —El bronceado había regresado a su piel y, bajo el pozo vertical de luz, era posible reconocer los cortes y las magulladuras que había sufrido en los últimos días—. Pero tu padre era un hombre muy poderoso; muchos de los miembros de la Haute Cour temían oponerse a él abiertamente.

Una azafata se acercó para ofrecerles agua, café, té y zumo, pero declinaron amablemente el ofrecimiento. Muchas de las luces individuales estaban apagadas, y el interior del avión estaba aún más oscuro. Según sus cálculos, estaban más cerca de París que de Washington.

—¿Tu iniciación en la orden fue como la mía? —preguntó Bravo.

Una sonrisa irónica se dibujó en los generosos labios de Jenny.

—Soy una mujer. No fue nada parecida a la tuya.

—Pero acabas de decir que mi padre, el tuyo y ese tal Paolo Zorzi creían en ti.

Ella asintió.

—Sí, pero existen algunas tradiciones que incluso a ellos les resultó imposible ignorar. Me dieron una simple bata negra y luego me condujeron a una pequeña cámara oscura sin ventanas. Excepto por unas velas largas colocadas en pesados candelabros de latón, la habitación estaba vacía y se parecía más a la celda de una prisión o a una cámara de tortura. Hacía mucho frío. El suelo era de bloques de piedra muy antiguos. Me cubrieron con una especie de sudario negro, una tela lo bastante transparente como para ver las velas que colocaban encima de mi cabeza y a mis pies. Mientras juraba entregar mi corazón, mi mente y mi espíritu a la orden, tu padre y Paolo Zorzi entonaban una antigua plegaria en una lengua que no pude reconocer.

—¿Recuerdas algunas de las palabras?

Jenny cerró los ojos y la frente se le arrugó. Luego pronunció tres palabras, que resultaron ser incorrectas. No obstante, Bravo reconoció la lengua.

—Es seljuk —dijo—. Los selyúcidas fueron la tribu dominante en Turquía en el siglo XIII, y en dos ocasiones invadieron con éxito la importante ciudad mercantil de Trebisonda, que los griegos habían fundado sobre la costa meridional del mar Negro para proveer a Europa de sedas, especias y, quizá lo más importante de todo, alumbre, la sustancia que se emplea para que las tinturas se fijen a la tela.

Jenny le pidió que repitiese las palabras hasta que pudo pronunciarlas correctamente.

—Gracias —dijo.

—De nada. Ahora háblame del resto de tu ceremonia de iniciación.

Jenny suspiró.

—Zorzi hundió sus nudillos en la región lumbar hasta que el dolor fue tan intenso que comencé a jadear y los ojos se me llenaron de lágrimas. «Por tanto, al igual que tus hermanas, recitó entonces tu padre en latín, llegas a la orden en medio del dolor y el sufrimiento».

—Eso suena sospechosamente parecido a una parte del voto medieval para tomar los hábitos —dijo Bravo.

—¡Bingo! —exclamó Jenny—. La iniciación fue tomada directamente de una que se administraba a las mujeres venecianas en el siglo XVI cuando se convertían en monjas. En efecto, se hacía que presenciaran su propio funeral.

—De modo que, aparentemente, a través de su historia, la orden acabó aceptando a las mujeres —dijo Bravo.

—Eso parece, aunque tú y yo sabemos que la historia lo registra de otra manera.

Bravo pensó por un momento en la injusticia de esa situación. Finalmente, se inclinó hacia ella y le dijo:

—Hay algo que me preocupa. —Le gustaba su olor; hacía que se sintiera agradablemente aturdido, y estaba más que feliz de rendirse ante esa voluptuosa sensación—. No has tratado de contactar en ningún momento con nadie de la orden, y te mostraste evasiva cuando te pregunté acerca de sus recursos. ¿Por qué?

Jenny permaneció callada unos minutos, pero sus ojos estaban ocupados, como si estuviese tratando de resolver un problema particularmente difícil. Por fin, se volvió hacia él y dijo muy suavemente:

—Tu padre pensaba, y el mío también, que hay un traidor dentro de la Haute Cour, alguien que ha estado allí durante algún tiempo, alguien de confianza, un agente secreto dormido, si quieres.

—Es evidente que tú también lo crees.

—Yo creía que nuestra gente era intocable, que estaba completamente a salvo. Un traidor es la explicación lógica de por qué, de pronto, los caballeros de San Clemente han tenido tanto éxito al conseguir asesinar a cinco miembros de la Haute Cour, incluido tu padre.

—De modo que, en síntesis, estamos aislados de nuestros mejores recursos.

—Hemos llegado a ese punto.

—Pero hay algo más, ¿verdad?

—Sí. Dexter estaba tan seguro de que había un traidor en la orden que trasladó el escondite de los secretos sin decírselo a los otros miembros de la Haute Cour.

—Eso habría sido muy propio de mi padre. —Bravo apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y, por un instante, sus ojos se perdieron en la distancia—. Lo echo de menos. —Meneó la cabeza—. Pero es algo extraño: al volver la vista atrás, mi padre y yo teníamos lo que podríamos llamar una relación difícil.

—¿Por qué?

—Me exigía mucho y yo no entendía sus motivaciones.

Pero Bravo había dudado una fracción de segundo demasiado larga antes de contestar. ¿Había algo más que él no le estaba contando? Jenny no se habría sorprendido en absoluto. Había partes de su vida que ella no podía contarle.

—Ahora ya sé algo acerca de tu padre —dijo Bravo—, pero ¿qué me dices de tu madre? No vi ni rastro de ella en la casa.

Jenny apartó la mirada por un momento, como tenía la costumbre de hacer cuando la pregunta era particularmente delicada.

—Mi madre se marchó hace algún tiempo. Ahora vive en Taos. Es ceramista, tiene un maestro navajo que creo que también es su amante, aunque ella no lo haya dicho. No es que vaya a decirlo alguna vez, ella no es así. —Hizo una pausa y luego añadió—: Está aprendiendo a hablar su lengua, eso me ha contado.

—Quiere hablarle a su amante en su propia lengua.

—Qué romántico ha quedado eso —exclamó Jenny con una leve sonrisa—. Pero, lamentablemente, no es así. Lo más probable es que se deba al hecho de que se trata de una lengua extremadamente difícil de aprender. Mi madre tiende a definirse a través de los desafíos.

—¿A tu padre le afectó mucho que ella se marchara?

—Sí, pero a decir verdad no estoy segura de la razón. ¿Mi padre la amaba o simplemente dependía de ella? Ya sabes cómo son los hombres. Pueden conseguir cualquier cosa en el mundo de los negocios, pero en casa son tan indefensos como corderitos. Mi padre era absolutamente incapaz de prepararse una taza de té, y en cuanto a utilizar el lavavajillas… bueno, una semana después de que mi madre se marchó tuve que quitar una tonelada de espuma de la cocina cuando se equivocó de producto. —Jenny se movió en su asiento para estar más cómoda. Se había quitado los zapatos y estaba ligeramente encogida, con las rodillas dobladas y los pies debajo del cuerpo—. Por supuesto, poco tiempo después encontró a otra mujer, como era su costumbre. No podía vivir solo y yo no podía seguir cuidándolo, hasta él lo sabía.

—¿Sentían afecto el uno por el otro… tus padres? —preguntó Bravo.

—¿Quién sabe? Mi padre vivía en su propio mundo, y mi madre… te contaré una historia acerca de mi madre. Cuando yo tenía dieciséis años me enamoré de un tío. En esa época vivíamos en San Diego. Él estaba en primer año en la universidad, era dos años mayor que yo, un chico dulce y amable, e hispano. Mi madre se enteró de esa relación y acabó con ella rápidamente.

—¿Cómo lo hizo?

—Me envió al otro lado del país, a un internado en New Hampshire, donde estuve dos años. Allí aprendí a esquiar y a odiar a los chicos. Después regresé a casa, pero ya era demasiado tarde. Él se había marchado.

—¿No le escribiste o…?

Ella sonrió amargamente.

—No conoces a mi madre.

La luz que indicaba que debían abrocharse los cinturones se encendió con un leve tañido, y la misma azafata se acercó a ellos y le pidió a Jenny que se sentase erguida y se abrochase el cinturón.

—¿Confías en ese hombre al que has llamado? —preguntó Jenny cuando la azafata se marchó.

—¿Jordan? Le confiaría mi propia vida. Estamos unidos como hermanos; más unidos aún, ya que entre nosotros no existe ese rollo de la rivalidad entre hermanos.

Jenny asintió.

—Sé a lo que te refieres. Mi hermana Rebecca y yo siempre estábamos a la greña. Somos gemelas dicigóticas, pero nos parecemos mucho físicamente. No puedo decirte cuántas veces nos robamos mutuamente los novios, pero cuando se trataba de hacer frente a nuestros padres (especialmente a mi madre, que siempre trataba de enfrentarnos), nunca había ninguna duda acerca de dónde estaba nuestra lealtad. —Suspiró—. La echo mucho de menos. La echaba de menos cuando estaba en el internado en New Hampshire. Separarnos fue otra muestra de la crueldad de mi madre. Odiaba que nos uniésemos contra ella. —Volvió a suspirar—. Ahora Becca vive en Seattle con su compañero y tiene dos hijos. No nos vemos tanto como nos gustaría. —Se volvió hacia él—. ¿Cómo es Emma? Ella resultó herida en la explosión que mató a tu padre, ¿verdad?

—Emma está ciega —dijo Bravo—. Parece estar bien, pero ¿quién puede saberlo realmente?

—¿Muertos? ¿Los dos? —preguntó Jordan con un leve gruñido—. «Sorprendido» no es la palabra exacta. Ya lo sospechaba. —Con el auricular pegado a la oreja, contempló una pequeña pintura medieval de la Virgen y el Niño. Era un trabajo realizado con una evidente devoción, algo que, en su opinión, le confería un poder sobrenatural—. Lo que no alcanzo a comprender es por qué has esperado tanto para informarme.

Un discreto pitido electrónico acompañó a una luz que había comenzado a titilar en la consola de Jordan. Se volvió inmediatamente y vio que la llamada llegaba a través de la línea codificada. Sólo una persona estaba autorizada a llamarlo a través de esa línea confidencial y, en ese momento, era la última persona con la que deseaba hablar. Sin embargo, sabía que no tenía otra opción.

—¿La limpieza? —dijo, consciente de que debía terminar la conversación—. Sí, sí, por supuesto. Como siempre, se sobreentiende que la intervención de la policía debe evitarse a toda costa. Pero quiero que te marches de Washington de inmediato. Que regreses aquí, sí. —No dejaba de mirar la luz que parpadeaba en el teléfono. No debía hacerlo esperar, pensó—. Habrá más trabajo para ti, sospecho. Ahora me llaman por otra línea, ponte en contacto conmigo cuando llegues.

Colgó el auricular sin decir nada más y respondió a la llamada de la línea codificada.

—Cardenal Canesi, le ruego que me perdone. —Félix Canesi era la mano derecha del papa—. Estaba atendiendo una llamada de negocios de Pekín. Ya conoce a los chinos: sus formalidades son interminables.

—Soy un hombre de mundo, Jordan, entiendo los embrollos de la diplomacia —dijo el cardenal Canesi con su voz profunda y estentórea—, aunque detesto que me hagan esperar; no hablemos más del tema.

Jordan absorbió este duro reproche con su estoicismo habitual.

—No he tenido noticias suyas en tres días. ¿Cómo se encuentra Su Santidad?

—Ahora sí hemos llegado al propósito de esta llamada. —Ya fuese porque había pasado varias décadas dentro de los muros enclaustrados del Vaticano, o bien porque exhibía una vena pomposa, el discurso del cardenal Canesi era artificialmente formal, como si estuviese encarnando a un religioso del siglo XIX—. Como ha sido puntualmente informado, su eminencia ha estado muy delicado durante los últimos diez días, pero esa situación está a punto de cambiar.

—Ruego porque sean buenas noticias.

—Me temo que no —dijo el cardenal Canesi en tono fúnebre—. Su salud se ha deteriorado de un modo alarmante. Francamente (e insisto en que esta información debe permanecer entre nosotros), el pontífice se está muriendo. Ni las plegarias ni los conocimientos médicos parecen dar resultado. —Con el astuto dominio escénico de un actor veterano, el cardenal hizo una pausa para enfatizar las palabras que pronunció a continuación—. Sin el…

—Por favor —lo interrumpió Jordan bruscamente.

—Sí, sí, de acuerdo —dijo el cardenal Canesi con un atisbo de irascibilidad. No le importaba que le recordasen las consideraciones relacionadas con la seguridad—. En cualquier caso, sin aquello que nos ha prometido no hay ninguna esperanza para él. Simplemente debemos tenerlo esta semana.

—No se preocupe, Félix —contestó Jordan serenamente—. Lo tendrá; el papa no morirá.

—Ha dado su palabra, Jordan. Se trata de un asunto de la máxima gravedad. A lo largo de los siglos, el Vaticano se ha mostrado ansioso por conseguir que el más precioso de sus objetos regresara al seno de la Iglesia de donde surgió. A lo largo de los siglos, muchos papas han convertido en el trabajo de su vida su recuperación de los gnósticos apóstatas que lo robaron, aunque en vano. Y así ha pasado a convertirse en una leyenda. Debo advertirle que dentro del consejo del papa hay quienes dudan de que… esa sustancia exista.

—La sustancia existe, excelencia, no debe tener ningún temor acerca de eso.

—No soy yo quien experimentará temor si usted nos falla —dijo el cardenal Canesi en tono sombrío—. En este momento nos encontramos en una peligrosa encrucijada, nada podría estar más claro. Es por esta razón por lo que hemos ejercido todo nuestro poder e influencia para ayudarlo en su sagrada misión. Pero no olvide esto: nos hemos arriesgado por usted.

»Su eminencia nunca ha declarado sus deseos en cuanto a su sucesor. El colegio de cardenales es un lugar conflictivo, lleno de individuos excesivamente ansiosos y ambiciosos, cada uno con su propia idea de la dirección que debe tomar la Iglesia.

»Vuelvo a decirle esto en la más estricta confidencialidad: o Su Santidad se recupera o la jerarquía de la Iglesia se verá sumida en un estado de anarquía del cual ni siquiera yo puedo decir con algún grado de certeza que no saldrá profundamente cambiada.

Jordan sabía a lo que se refería: la probabilidad de que no hubiese ningún otro Canesi, ninguna otra camarilla, ningún otro apoyo para él.

—No nos falle, Jordan. Recuerde: una semana, ni un minuto más.

Mientras colgaba el auricular, la mente de Jordan ya trabajaba furiosamente, analizando cada palabra, cada entonación que el cardenal había utilizado. Conocía a Canesi mejor de lo que él sospechaba. Su excelencia era el jefe de una camarilla de altos funcionarios del Vaticano que atendían al papa y dependían de sus favores para poder llevar a cabo su política. Canesi tenía tanto que temer como Jordan si el papa moría, quizá más. La camarilla necesitaba que ese papa continuase apoyándolos porque, a lo largo de los siglos, se habían investido de un velo de poder secreto que el pontífice ignoraba por completo; apoyar a Jordan había sido sólo una de sus actividades. El plan de Jordan, que llevaba años elaborándose, se había activado a causa del pánico de Canesi.

Jordan se frotó la barbilla con expresión grave. Cogió su teléfono móvil, marcó un número y habló con voz queda:

—Me ha llamado el cardenal. Me temo que se nos ha acabado el tiempo antes de lo que habíamos previsto. Una semana, ni un minuto más, eso fue lo que me dijo. Afortunadamente, Bravo tiene la llave; exactamente como lo habíamos planeado. Pero ahora estaremos obligados a correr más riegos.

—El riesgo forma parte del juego, mi amor —dijo la voz en el otro extremo de la línea.

—Riesgo es lo que corrieron Ivo y Donatella —repuso él sombríamente—, y mira cómo acabaron.

—Pero tengo un plan. Llevar a Braverman Shaw y a su ángel de la guarda por donde queramos, separarlos, hacer que se desesperen.

Jordan se irguió en su sillón y sintió un nudo en la garganta.

—¿Y después?

—Ella no tiene ninguna importancia —dijo la voz—, pero cuando él nos haya conducido hasta el secreto, morirá.

Jordan miró a través de la ventana, pero su mirada se había vuelto hacia su interior.

—Tal como lo planeamos —dijo—, desde el principio.