Capítulo 18
A través de un pequeño bosque de sauces, Rule divisó a los dos guardianes que flanqueaban la puerta del monasterio como si de una pareja de esfinges se tratara. Uno de ellos lucía una cicatriz blanca debajo de la barbilla, mientras que el otro, más alto, tenía los ojos grises como la niebla veneciana. Parecían implacables y también un tanto inquietos. Bien, eso cambiaría pronto, pensó Rule mientras salía de entre los árboles y se dirigía decididamente hacia ellos.
En el momento en que los guardianes lo vieron acercarse supieron que había ocurrido algo. Aunque ambos sonrieron y lo saludaron en silencio, Rule advirtió que separaban ligeramente los pies, flexionaban las rodillas y sus hombros se ensanchaban al tensar los músculos. Estaba claro que habían oído algo… ¿de uno de los guardianes que había abordado el topo quizá? Esa parecía ser la única posibilidad. Rule imaginó que uno de ellos había conseguido enviar un mensaje a través de teléfono móvil antes de morir.
Con el factor sorpresa arruinado, Rule echó a correr hacia ellos; su objetivo era conseguir que se moviesen. Los dos guardianes fueron entonces hacia él, desafiándolo, como él sabía que harían. Rule les dio la espalda y regresó a la carrera hacia el bosque que había abandonado hacía unos minutos. Los dos guardianes probablemente llevasen armas de fuego pero, al igual que los hombres que habían abordado la embarcación, no las usarían por temor a alertar a los monjes franciscanos que estaban al otro lado de la isla.
Una vez en el bosque se enfrentó a ellos usando su estoque a modo de arma ofensiva, atacando y retrocediendo, utilizando los árboles para protegerse de sus puñales bizantinos cortos y ligeramente curvos. Rule conocía perfectamente esas armas, y sabía que podían lanzarse además de apuñalar con ellas. La hoja curva tenía un propósito: podía abrir una gran herida aun cuando el corte fuese desviado ligeramente. No tenía espacio para el error, y así era exactamente como a él le gustaba. Vivir al límite era la principal razón de Rule para estar en el Voire Dei. Era mejor que caminar por la cuerda floja, más embriagador que escalar montañas, más adictivo que saltar en paracaídas.
Se inclinó hacia adelante sobre una pierna flexionada y se expuso deliberadamente al guardián que tenía la cicatriz en la barbilla. El hombre, con una sonrisa feroz en los labios, hizo girar su cuchillo con un silbido siniestro. Rule se agachó entonces y sintió que la afilada hoja pasaba rozándole la coronilla y se clavaba en el tronco de un árbol. Se irguió, levantando el codo izquierdo y protegiéndose así con el hombro. Pero Cicatriz Blanca había anticipado su movimiento y, soltando el cuchillo bizantino, golpeó con ambos puños el costado de la cabeza de Rule.
Rule se tambaleó hacia atrás y sintió más que vio que el guardián de los ojos grises se acercaba a él; lo cogió de la ropa y lo hizo girar. Cicatriz Blanca había conseguido desclavar el puñal del tronco del árbol y ahora estaba describiendo con la afilada hoja curva un amplio círculo en dirección a Rule. La hoja se clavó en el pecho de Ojos Grises y Rule lo apartó de él inmediatamente y se lanzó hacia Cicatriz Blanca en un ataque frontal.
Cicatriz Blanca abrió mucho los ojos en una expresión de sorpresa al ver que había herido a su compañero. Ese era todo el tiempo que Rule necesitaba. Lanzó el estoque hacia adelante, impulsando la fina hoja desde un ángulo extremadamente bajo. Cicatriz Blanca tosió una vez y la sangre salió a borbotones de su boca. Miró hacia abajo completamente atónito y cayó de rodillas sujetándose el abdomen con las manos. Se había olvidado de Rule, quien aprovechó la oportunidad para patearlo con fuerza en la cabeza. El guardián se derrumbó inconsciente.
Rule dejó a los guardianes en el bosque sin mirar atrás y se adentró entonces en la oscuridad del monasterio, sin ser visto ni oído, como un fantasma.
—Viene hacia aquí —anunció Alvise.
—Muy bien —dijo Paolo Zorzi—, ahora la situación ha cambiado por completo, ¿verdad?
—Tres muertos, dos heridos.
—Pagará por cada afrenta —gruñó Zorzi—, y también por el resto.
Los dos hombres se encontraban en el corredor que llevaba al refectorio. Alvise, un guardián de manos fuertes y piernas cortas, tenía dificultades para seguir las largas zancadas de su señor.
—Es vital que mantengamos a Braverman Shaw aislado en el refectorio —dijo Zorzi—, ahora más que nunca.
Alvise asintió y habló brevemente por su teléfono móvil.
—Hecho —dijo.
—Ahora debemos prepararnos para la imprevista llegada del signore Rule.
—Será un placer —declaró Alvise, pero se quedó súbitamente en silencio cuando Zorzi lo cogió del brazo y lo hizo volverse.
—Si subestimas a ese hombre, incluso por un instante, te matará.
Alvise, con el rostro serio y contraído, contestó:
—Lo mataré antes de que tenga esa oportunidad.
La boca de Paolo Zorzi se abrió en una risa silenciosa.
Algo había ocurrido en los últimos treinta segundos, Bravo estaba seguro de ello. Anzolo había recibido una llamada en su teléfono móvil y sus ojos le habían traicionado. Su mirada se había posado en Bravo y luego se había apartado rápidamente, casi de un modo furtivo, mientras daba la espalda al refectorio. Bravo se dio cuenta de que la llamada tenía que ver con él, de que Anzolo estaba recibiendo instrucciones, probablemente del propio Zorzi. Parecía evidente que este último no tenía ninguna intención de regresar con los libros de códigos, y posiblemente tampoco de regresar sin ellos. Durante la comida, Zorzi había realizado su último intento con Bravo, ofreciéndole amablemente su ayuda para descifrar el código de su padre, a fin de descubrir el lugar donde Dexter Shaw pretendía enviar a su hijo a continuación. Como su tentativa había fallado, era obvio que Zorzi había decidido tomar el camino duro, y Bravo sólo era capaz de imaginar los horrores que ese movimiento implicaba. Él le había dicho a Camille que eso no era un juego, que los caballeros buscaban sangre… su sangre.
Cuando se levantó, Anzolo se volvió con una sonrisa forzada.
—Por favor, vuelva a sentarse.
—Me gustaría hablar con el señor Zorzi.
—Lo siento, pero el signore Zorzi está ocupado con otro asunto.
Cuando Bravo no hizo ningún movimiento para sentarse, Anzolo entró en la habitación.
—Por favor, siéntese. —La expresión de su rostro se endureció—. Se le enfría el espresso.
—Ya he cubierto mi dosis de café por hoy.
Bravo se cuidó de mantener un tono de voz normal. Sin embargo, Anzolo dio otro paso dentro del refectorio.
—Debo insistir.
—De acuerdo. —Bravo sonrió mientras cogía su silla, inclinándose ligeramente hacia adelante. Luego cambió el tono de voz—. ¿Quieres una taza? Aún queda mucho.
—No, gracias.
Pero la tensión había desaparecido del cuerpo de Anzolo, lo que era precisamente el objetivo de Bravo. Acercó otra silla y apoyó los antebrazos en ella. Ahora la habitación parecía estar más oscura, los discos dorados que proyectaban las velas parecían más pequeños y tenues. Y entonces una de las velas se apagó y la oscuridad se acentuó aún más.
—Anzolo… no es un nombre muy común.
—Oh, pero sí lo es en Venecia, signore, en nuestro dialecto.
—¿De verdad? ¿Cuál es el equivalente en italiano?
Anzolo lo pensó un momento y unas arrugas se le formaron en la frente, luego su rostro se iluminó.
—Ah, sí, Angelo.
En ese instante, Bravo se incorporó y le arrojó la silla con tanta rapidez que cogió a Anzolo completamente desprevenido. La silla lo golpeó en pleno rostro y el guardián cayó al suelo prácticamente inconsciente. La sangre salpicó las tablillas de la silla en un arco similar a un abanico.
Bravo se colocó encima de él de inmediato, pero Anzolo sólo estaba allí tendido, recobrando el equilibrio. No obstante, cuando sintió su contacto, dobló el cuerpo y su rodilla alcanzó a Bravo en el plexo solar. Bravo sintió entonces que el aire escapaba de sus pulmones.
A continuación Anzolo lo golpeó violentamente con el puño en el costado.
—No se resista —dijo.
Haciendo caso omiso de sus palabras, Bravo contraatacó dirigiendo un puñetazo a sus costillas, pero no tenía punto de apoyo y su golpe no llevaba la fuerza necesaria. El guardián lo aplastó entonces con toda la fuerza de su peso.
—Se lo advertí —dijo, y apoyó el antebrazo con fuerza contra el cuello de Bravo.
Anthony Rule avanzó ligeramente agachado a través de los corredores del monasterio. No había encontrado nada ni a nadie, lo que resultaba desconcertante y alarmante a la vez, puesto que había esperado toparse al menos con una pareja de guardianes.
Un poco más adelante, a la izquierda, vio una puerta que estaba parcialmente abierta. Se acercó con suma cautela y echó un vistazo dentro de la habitación. Un hombre estaba encorvado sobre una mesa donde había varios libros voluminosos abiertos. El hombre estaba hojeando uno de ellos. Luego se volvió para consultar otra pila de volúmenes y Rule alcanzó a ver un lado de su rostro: era Paolo Zorzi. Los músculos de los anchos hombros de Zorzi aumentaban de tamaño cuando estiraba y tensaba el torso, como si de un león o una pantera se tratara. Rule pensó en la profunda y constante hostilidad de Zorzi hacia él, y supo que era consecuencia de su amistad con Dexter Shaw. La naturaleza de los celos, pensó, atrapado momentáneamente por ese pensamiento, debía de ser como una serpiente, deslizándose a través de la espesura de otras emociones más obvias. Pero los celos lo coloreaban todo, incluso las intenciones de las personas más perspicaces.
Rule sonrió y sus labios se convirtieron en una línea fina y cruel. Todo estaba resultando demasiado fácil: no se había encontrado con ningún guardián, y ahora veía a Zorzi expuesto a través de una puerta parcialmente abierta, con la espalda vuelta hacia él, un blanco perfecto. Rule podía oler una trampa a mucha distancia, de modo que continuó su camino, dejando atrás el cebo que habían preparado para tentarlo. Él quería a Zorzi, por supuesto, pero había ido allí en busca de Bravo y no pensaba marcharse sin él. No ignoraba cuán peligroso era que Bravo estuviese con Zorzi. Sospechaba que era él quien había intentado socavar su relación con Dexter Shaw, y ahora que tenía a Bravo imaginaba que la historia volvería a repetirse y que Zorzi trataría de volver a Bravo en su contra.
La habitación en la que estaba Paolo Zorzi carecía de ventanas, un lugar donde la lógica indicaba que mantendría retenido a Bravo. Además, Rule pudo ver que Zorzi estaba examinando unos textos que versaban sobre códigos y claves para su solución; Bravo estaría trabajando en el código que Dexter había dejado para él allí en Venecia. Lo más probable, entonces, era que Bravo estuviese en esa habitación, en un lugar donde él no podía verlo. En cualquier caso, Rule sabía que no podía permitirse el lujo de ignorar esa posibilidad. Y eso significaba que necesitaba poder acceder a la habitación por otro medio que no fuese la puerta abierta que lo invitaba a entrar.
Avanzó cautelosamente por el corredor y pronto llegó a otro corredor que se abría a la izquierda y que calculó que lo llevaría a lo largo de la pared derecha de la habitación. Se asomó brevemente y vio que un guardián estaba apostado junto a una puerta cerrada que sólo podía dar acceso a la habitación.
Se cubrió con la capucha de su hábito y se dirigió hacia él con el estoque oculto a su espalda y la cabeza gacha. El hombre, un veneciano joven y delgado, le dijo:
—Llegas diez minutos temprano, pero puedo aprovechar el relevo.
Rule le asestó entonces un fuerte puñetazo en el plexo solar y luego, cuando el guardián se dobló en dos, repitió el golpe con el canto de la mano en el cuello expuesto del joven. Rule cogió al guardián cuando quedó inconsciente y lo arrastró hasta la esquina del corredor, donde lo dejó tendido en el suelo, en las sombras.
Al regresar a la puerta cerrada, apoyó la oreja contra ella y alcanzó a oír una voz que reconoció como la de Zorzi y alguien que le contestaba, pero la segunda voz se oía demasiado lejos como para asegurar que fuese la de Bravo.
Respiró profunda y lentamente y sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura del estoque. La otra mano cogió el pomo de la puerta y lo hizo girar poco a poco hacia la izquierda. Rule estaba en medio del proceso de apertura sigilosa de la puerta cuando sintió un ligero dolor en un costado del cuello. Se sobresaltó, volviéndose instintivamente, sus sentidos ya nebulosos como si estuviese borracho, y vio que un rostro lo mirada maliciosamente como una máscara de carnaval.
Luchando contra la droga que le habían inyectado, Rule comprendió lo ocurrido y se arrancó el diminuto dardo que tenía clavado en el cuello.
—Demasiado tarde.
El rostro malicioso se echó a reír.
Un instante después, el mundo desapareció de su vista y Rule se desplomó al suelo.
Los ojos de Bravo parecían salirse de sus órbitas y sentía que le ardían los pulmones. Sabía que si no conseguía pronto un poco de oxígeno perdería las pocas fuerzas que aún le quedaban, y una vez que eso sucediera, estaría completamente indefenso. No podía permitir que ocurriese.
Con la imaginación pudo ver a su padre y a sí mismo con once años, aprendiendo a usar su cuerpo, a estirarlo hasta superar sus supuestos límites naturales. «Relájate, Bravo —dijo Dexter—. Si lo intentas con demasiada intensidad, tu cuerpo se resistirá. Mente y cuerpo necesitan trabajar juntos, como un equipo». En lugar de seguir luchando con Anzolo, Bravo dejó que sus miembros quedaran laxos; permitió que sus párpados vacilaran y su respiración se tornó errática. Su recompensa fue la sonrisa en el rostro del guardián cuando éste se inclinó hacia adelante para ejercer más presión. Fue entonces cuando Bravo golpeó violentamente con la frente el puente de la nariz de Anzolo. De inmediato, una fuente de sangre comenzó a manar y el guardián se echó hacia atrás.
Bravo hizo girar las caderas y Anzolo perdió el equilibrio. Luego Braveman se levantó y golpeó con sus puños la oreja de su enemigo. Anzolo cayó al suelo y Bravo se le echó encima.
—¿Dónde está Zorzi? —inquirió al tiempo que golpeaba la cabeza de Anzolo contra el duro suelo de piedra—. ¡Dime adonde ha ido!
Anzolo se lo dijo.
Bravo lo soltó y comenzó a volverse. El guardián se abalanzó entonces sobre él con un movimiento desesperado, tratando de arrancarle un ojo, pero Bravo aprovechó su impulso, haciendo girar su cuerpo levemente y aplicando toda su fuerza detrás de su codo doblado. De inmediato notó cómo se rompía la clavícula de Anzolo, y luego el guardián se derrumbó en el suelo.
Un instante después, Bravo estaba de pie y corría hacia la puerta del refectorio.
—El efecto de la neurotoxina sólo durará dos o tres minutos —informó Alvise.
—Eso será suficiente —respondió Zorzi mientras observaba el rostro relajado de Anthony Rule. Éste lo miraba con la expresión asombrada que muestran las personas que han sido paralizadas.
Alvise y él habían llevado a Rule al interior de la habitación, donde lo habían sentado en un sillón a cuyas patas habían atado sus tobillos. Las manos estaban ligadas a la espalda.
Alvise había sacado un cuchillo y su brillante punta estaba apoyada contra el cuello de Rule.
—¿Te gusta el contacto de esta hoja, Rule? —preguntó—. ¿Cómo crees que te sentirás cuando la empuje centímetro a centímetro?
—Cuidado —dijo Zorzi suavemente, como si no hablase en serio.
—Quiero que pague por todos y cada uno de los pecados que ha cometido.
—Me temo que eso nos llevaría varias vidas. —Zorzi cogió un mechón de pelo de Rule entre los dedos—. ¿No es verdad, Anthony?
—Te han hecho una pregunta. —Alvise hincó la punta del cuchillo haciéndola girar, de modo que una espesa gota de sangre cayó sobre la hoja de acero inoxidable—. Es una descortesía de tu parte no responder a las preguntas.
—Tu tiempo se ha agotado. —Zorzi se inclinó sobre él, mirando sus feroces ojos vidriosos—. Ya no tienes a Dexter Shaw para que te proteja. Estás solo y desnudo delante de tu juez. —Tiró del pelo de Rule—. Ahora dictaré la sentencia y Alvise actuará como verdugo, una tarea que está ansioso por cumplir.
Los labios de Zorzi dejaron los dientes al descubierto.
—Eres culpable, Rule, culpable en todos los sentidos. Y ahora tengo la satisfacción de informarte de que la sentencia de muerte se hará efectiva en este mismo instante.
De pronto Zorzi percibió un ligero movimiento; luego Alvise cayó al suelo y la sangre lo salpicó como si fuese lluvia. Se irguió y miró a Bravo, que estaba apuntándolo con la SIG Sauer.
—¿Qué cree que está haciendo?
—Desátelo —dijo Bravo, señalando a Rule.
—Eso sería una imprudencia. No tiene idea de lo que hace, del grave error que…
—¡Cierre la boca y hágalo! —ordenó Bravo. Se mantenía a distancia de Zorzi para que éste no tuviese ninguna posibilidad de abalanzarse sobre él.
—No lo haré. —Zorzi se encogió de hombros—. Adelante, dispare mientras tenga una oportunidad. ¿No? Ya veo, no tiene ni el temple ni la fortaleza para hacerlo. ¡Cobarde! ¿Para qué le sirve a la orden?
En ese instante, Zorzi se abalanzó sobre Bravo, que apretó el gatillo de la pistola. Pero no sucedió nada: el gatillo estaba fijo en su lugar. Zorzi cayó sobre él y lo empujó contra la pared. Sonreía de un modo grotesco, como un ogro malvado salido de un cuento de los hermanos Grimm.
—La pistola está inutilizada, no puede disparar. ¿Dónde supone que se encuentra usted ahora?
Bravo golpeó entonces a Zorzi detrás de la oreja con la culata del arma. Zorzi se derrumbó igual que había hecho Alvise, y quedó allí tendido.
Bravo desató rápidamente a Rule.
—Tío Tony, ¿puedes oírme?
Rule movió ligeramente los labios pero ningún sonido salió de ellos. Sus ojos estaban ahora más claros y mejor enfocados.
—¿Qué te han hecho?
—Neurotoxina. —La voz de Rule era débil y aguda, como si no la hubiese usado durante algún tiempo—. Inyectada con un dardo.
—¿Puedes levantarte? Ven, deja que te ayude.
Bravo rodeó a Rule con el brazo y lo levantó; gruñó al alzarlo como un peso muerto. Todos los cortes y las contusiones que había sufrido en su combate cuerpo a cuerpo con Anzolo le ardían como si fuesen tatuajes.
Luego Rule comenzó a recuperar cierto control motriz y se hizo cargo poco a poco de su propio peso en piernas y caderas.
—¿Cómo me has encontrado?
—Vine en busca de Zorzi.
Rule asintió, todavía mareado. Se volvió hacia Zorzi.
—Mátalo, Bravo —dijo—. Es el momento perfecto.
—Tío Tony, debemos largarnos de aquí ahora mismo.
Pero Rule se resistía.
—Hazlo, Bravo.
—No, tío Tony, a sangre fría no.
—Te arrepentirás. Este hijo de puta irá a por ti.
—No soy un asesino.
—Esto no es un asesinato; es una ejecución. —Rule extendió la mano—. Dame esa pistola.
—Tío Tony, no.
Pero Rule había conseguido coger la SIG Sauer, apuntó a Zorzi y apretó el gatillo. Sin embargo, no pasó nada. Aprovechando la sorpresa de Rule, Bravo le golpeó la mano y la pistola salió volando. Ambos se quedaron mirándose fijamente durante un momento.
Un segundo después oyeron un ruido en el corredor justo al otro lado de la puerta, y los dos hombres permanecieron inmóviles. Rule se llevó el índice a los labios, cruzó silenciosamente la estancia en dirección a la puerta y, sin dudarlo, la abrió de par en par.
Un guardián, con la mano aún en el pomo, trastabilló hacia el interior de la habitación y Rule le asestó un violento rodillazo que le rompió varias costillas.
—¡Vamos! —susurró Bravo, aprovechando la oportunidad para sacar a Rule de la habitación, lejos de Paolo Zorzi.
A pesar del odio que sentía por ese traidor, no podía ser cómplice de su asesinato a sangre fría. ¿Acaso eso lo convertía en alguien débil, en un cobarde? ¿Acaso su padre habría hecho otra elección? Después de todo, eso era el Voire Dei… él estaba lejos de las leyes civiles y penales que regían para el resto de los mortales. Pero ¿qué pasaba con las leyes de la moral? ¿Acaso el hecho de pertenecer al Voire Dei le otorgaba el derecho de anularlas? Y aun cuando lo hiciera, seguía teniendo la posibilidad de elegir en ese asunto y, para bien o para mal, había tomado esa decisión.
El corredor se extendía silencioso y desierto ante ellos. Rule le enseñó el camino y ambos volvieron sobre sus pasos hasta la puerta lateral. Para cuando la hubieron atravesado, Rule había recuperado gran parte de su fuerza y toda su astucia animal.
—Los guardianes que aún quedan estarán peinando la isla para dar con nosotros —dijo.
Y tenía razón, porque cuando se estaban acercando a las rocas donde Rule había dejado el topo, comprobaron que había dos de ellos vigilando la pequeña embarcación.
—¿Cómo vamos a salir de esta isla? —susurró Bravo.
—Tengo un plan —dijo Rule.
Él siempre tenía un plan. Hasta donde Bravo era capaz de recordar, el tío Tony tenía un plan para cada contingencia. Si necesitabas llegar del punto A al punto B, él conocía la ruta más rápida, la más sinuosa, la más tortuosa, además de la más razonable.
Continuaron avanzando con Rule al frente. El largo crepúsculo del verano había terminado y ahora estaba oscuro, pero sobre las aguas de la laguna unos hilos de débil luz amarilla marcaban los perímetros del profundo canal. Una gaviota pasó volando a baja altura, chillando con su voz quejumbrosa, y luego se lanzó en picado, rozando el agua, que se agitó con diminutas luces fosforescentes como esclavas brillantes en el doble brazalete del canal.
Cuando atravesaron los negros perfiles de los pinos, Bravo pudo ver más luces que salían de una sección del monasterio franciscano. El aire olía a resina, y luego percibieron una vaharada procedente de la laguna: piedra blanqueada y almejas, algas saladas que se entretejían en las profundidades.
Cuando se acercaron pudieron oír el sonido confuso de muchas voces.
—Los franciscanos han convertido la isla en un destino turístico —explicó Rule—. Una vez por semana tienen una visita guiada nocturna. Podemos mezclarnos con la multitud y regresar en el transbordador.
Pero cuando llegaron a las sombras que cubrían los alrededores del muelle vieron que la alternativa del transbordador sería imposible. La zona estaba patrullada por tres guardianes, sin duda después de que les hubieron contado a los franciscanos alguna historia plausible en cuanto a su necesidad de estar allí.
Ambos se dirigieron hacia la izquierda describiendo una especie de semicírculo, y al poco divisaron un motoscafo amarrado en el lado opuesto del gran transbordador. Moviéndose de una sombra a otra, Rule y Bravo se acercaron a la embarcación. Un monje franciscano estaba descargando los últimos barriles pequeños de una pila que había en la cubierta posterior del motoscafo. La gente seguía subiendo al transbordador, que hizo sonar dos veces la sirena para avisar de su inminente partida.
Mientras Rule y Bravo observaban la escena, otro monje se acercó hacia la embarcación para ayudar a su compañero a llevar los barriles al monasterio. Cuando los monjes estuvieron fuera de la vista, ambos echaron a correr hacia la embarcación y saltaron a bordo. Los dos monjes regresaron y cogieron otros tantos barriles. El último turista había subido al transbordador y el enorme barco hizo sonar nuevamente la sirena mientras los motores se ponían en marcha.
Rule se colocó detrás del timón y pulsó el botón del encendido, al tiempo que Bravo soltaba los cabos que mantenían sujeto el motoscafo al muelle. Los monjes acababan de desaparecer dentro del monasterio y Rule aprovechó el momento para alejarse del muelle. Su oportunidad era escasa, ya que los monjes podían volver a aparecer en cualquier instante, pero resistió la urgencia de lanzarse hacia adelante y mantuvo la velocidad del motoscafo a la misma que llevaba el transbordador. Ambas embarcaciones se movían en tándem, el motoscafo oculto de la mirada de los guardianes por la enorme mole del transbordador. Una garza nocturna se cruzó en su camino, silenciosa como la muerte, y mientras la tierra se alejaba a través del agua negra y susurrante, les llegó un último soplo fragante de los pinos de San Francesco del Deserto.
Luego las luces amarillas estuvieron sobre ellos y se encontraron en medio del canal, libres.
Después de muchas horas, la celebración de los nuevos caballeros —los caballeros de Muhlmann, como los llamaba Jordan en privado— seguía en pleno festejo. Los invitados habían consumido una cena de doce platos servida por Ostaria dell’Orso, uno de los mejores restaurantes de Roma, acompañados de cinco cajas de Brunello di Montalcino añejo. Los presentes habían disfrutado de habanos Montecristo, copas de coñac y trufas de chocolate negro, cada una de ellas impresa con una miniatura del escudo de Muhlmann, transportadas por avión desde Bélgica ese mismo día.
Jordan, con el estómago lleno y la cabeza encendida por su victoria, estaba acabando su segunda copa del delicioso Hiñe cosecha de 1960 cuando Osman Spagna le dio unos discretos golpecitos en el hombro. Una mirada a su expresión fue suficiente para que Jordan se levantase y siguiera al hombre bajo a la habitación donde había firmado el contrato de venta de la villa. Nada más entrar, Spagna cerró la doble puerta tras de sí. Jordan vio delante de él a cuatro de los caballeros más ricos e influyentes de la orden: un comerciante en diamantes del cártel de los Países Bajos, un miembro del Parlamento inglés, un gestor financiero norteamericano y el presidente de un conglomerado de empresas metalúrgicas australianas y sudafricanas.
—Caballeros —dijo Jordan, acercándose a ellos—. ¿Qué es todo esto? —Se echó a reír—. ¿Una reunión de cerebros?
—Eso esperamos fervientemente, gran maestre.
Dejaron que el miembro del Parlamento fuese el portavoz, lo que constituyó una pequeña sorpresa para Jordan, que esperaba que fuera el norteamericano quien se encargase de ese papel. Pero habían decidido escoger la vía menos agresiva, una acción propia de un caballero.
—Nos gustaría mantener una breve conversación con usted —dijo el parlamentario inglés con su tono más suave y afectado—. En teoría, no tenemos ningún problema con la acción que usted ha llevado a cabo…
—El coup —dijo el norteamericano, balanceándose sobre los talones.
—Aquí hay algo que apesta. —Jordan miró duramente al norteamericano—. ¿Es un motín lo que huelo en el aire?
El parlamentario inglés se movió al instante para alisar las plumas que el imprudente comentario del norteamericano había agitado.
—Nada de eso, se lo aseguro. Todos lo reconocemos como gran maestre, todos creemos que es usted el hombre indicado para el cargo.
Jordan, esperando lo peor, no dijo nada. Era muy bueno esperando, mejor que ellos cuatro juntos, se atrevería a apostar.
El parlamentario, delgado como un raíl y muy pálido, se aclaró la garganta.
—No obstante, prevemos un problema potencial.
—Un gran problema —interrumpió el norteamericano. Era un hombre grande, grueso, con acento del Medio Oeste y la pose agresiva de un matón.
Jordan se percató de que nadie quería contener al norteamericano, y eso significaba que era el perro de ataque que habían designado. Un movimiento inteligente de su parte.
—¿Y cuál sería ese problema? —dijo Jordan.
—Su madre —respondió el parlamentario suavemente—. No es ningún secreto que ha querido hacerse con el control de los caballeros. Todos nosotros hemos tolerado sus maquinaciones por respeto a usted, gran maestre, pero ahora… ahora ella se ha metido en el campo de acción en compañía de Damon Cornadoro, y nos preguntamos… bueno, nos preguntamos si desempeñaría un papel tan activo en esta empresa si no fuese su madre.
Un silencio sofocante descendió ahora sobre los seis hombres. El parlamentario inglés volvió a aclararse la garganta y alguien —el holandés, quizá— tosió nerviosamente.
—Yo planeé que así fuese —dijo Jordan con voz neutra—. ¿Acaso están cuestionando mi decisión?
—No, en absoluto —respondió inmediatamente el inglés—. No obstante, nos han llegado algunos informes acerca de las actividades de su madre y creemos que se debe hacer algo para contenerla.
—Ustedes no conocen a mi madre —repuso Jordan.
—Al contrario, creo que la conocemos muy bien.
El sudafricano se adelantó entonces y apoyó sobre la mesa un voluminoso dossier. Observó a Jordan cuando éste lo abrió. En su interior había una serie de fotografías de Camille y Cornadoro fundidos en un abrazo amoroso.
Después de un momento, el parlamentario inglés dijo:
—Éste es un cóctel muy peligroso, gran maestre. Estoy seguro de que entiende nuestra preocupación.
No había ninguna duda que Jordan la entendía, mucho mejor que cualquiera de ellos. ¡Maldita sea! Con una mano que apenas si sentía fue examinando las fotos, cada una más explícita que la siguiente. Cuidando de mantener su expresión absolutamente neutra, dijo:
—Aprecio su diligencia en este asunto, caballeros, pero ya conozco la indiscreción de mi madre.
Era mentira, pero una mentira necesaria al fin y al cabo. Esos hombres no debían saber que tenían más datos que él acerca de su familia.
—Seguramente puede ver que se trata de algo más que de una indiscreción —dijo el parlamentario inglés.
El norteamericano avanzó unos pasos.
—Creo que lo que huele, gran maestre, es una conspiración entre ellos dos.
—Tengo la situación perfectamente controlada —dijo Jordan—, se lo aseguro.
—Excelente —asintió el parlamentario. Ahora estaba radiante—. Eso es todo lo que necesitábamos saber, gran maestre. Dejamos el resto en sus manos. —Señaló entonces el dossier—. Puede estar seguro de que todas las copias han sido destruidas.
Spagna abrió la doble puerta, el murmullo y el humo aromático de los puros llegaron desde el gran salón, y los cuatro hombres, con su tarea cumplida, se dirigieron rápidamente hacia la salida. El último miembro del grupo era el norteamericano. Mientras los demás se marchaban, él se volvió como si lo hubiese pensado mejor y, dirigiéndose hacia donde estaba Jordan, susurró algo de modo que sólo él pudo oírlo.
—Ya sabe lo que tiene que hacer, ¿verdad? ¿Cómo es ese dicho inglés? —Sonrió—. Oh, sí: «¡Que le corten la cabeza[*]!»