Capítulo 21

Desde la Fondamenta della Pietà, y dirigiéndose hacia el sur, Bravo y Rule encontraron sin dificultad la iglesia de San Giorgio dei Greci. Antes de llegar allí, sin embargo, se detuvieron o cogieron pequeños desvíos para asegurarse de que nadie les seguía. Aunque aún era muy temprano, el día ya era caluroso y bochornoso. Las nubes blancas permanecían colgadas e inmóviles en el cielo como si alguien las hubiese clavado allí.

La iglesia exhibía una elegante fachada hacia la calle por donde ellos caminaban, una construcción notablemente sencilla, al menos en términos de la hiperventilada arquitectura que imperaba en Venecia. San Giorgio dei Greci, la única iglesia ortodoxa griega que había en la ciudad, fue construida en 1539, cuando en Venecia existía una pujante población griega, muchos de cuyos miembros habían viajado con los navegantes venecianos a Levante y establecido importantes comunidades mercantiles a lo largo de la costa meridional del mar Negro; allí, donde su religión se convirtió en el culto dominante hasta que los otomanos musulmanes los expulsaron de Trebisonda en el siglo XV. Ahora, en Venecia, residían menos de un centenar de ortodoxos griegos.

El interior de la iglesia, con su elevado techo y su bóveda de cañón, parecía vacío y cavernoso. Había muy poca gente: una mujer mayor arrodillada con las manos entrelazadas mientras miraba la enorme cruz dorada, y un hombre grueso con el pelo enmarañado y abultado que mantenía una seria conversación con un sacerdote alto y cadavérico, con una giba debajo de su larga sotana negra.

La falta de fieles parecía endémica, como si algo vital hubiese vaciado el interior del templo, manteniendo intactas la magníficas arquitectura y la escultura, pero dejando detrás, como un glaciar que retrocede, la peculiar aridez de un paisaje despojado de plantas y de la tierra en la que éstas crecen.

Al igual que todas las iglesias ortodoxas rusas y griegas, San Giorgio dei Greci poseía un notable iconostasio, una pared de iconos de origen bizantino. El iconostasio había servido históricamente como una especie de umbral o valla, un símbolo de la división entre el santuario y la nave, entre el cielo y la tierra, lo divino y lo mortal, pero a lo largo de los años había evolucionado hasta convertirse en una pared en la que se colocaban los diferentes iconos. Como sucede con todas las religiones, lo que en otra época había sido subsanable ahora estaba literalmente empotrado en la piedra.

Cuando el sacerdote alto y cadavérico se percató de su presencia, interrumpió su conversación con el hombre grueso y se acercó a ellos.

—Soy el padre Damaskinos —dijo con una voz que sugería que su boca estaba llena de grava.

El italiano no era su lengua natal, pensó Bravo, de modo que decidió responderle en griego, diciéndole sus nombres.

Los ojos del sacerdote se abrieron ligeramente a causa de la sorpresa.

—Habla usted muy bien el griego, ¿qué otras lenguas conoce?

—El griego de Trebisonda —respondió Bravo.

El padre Damaskinos se echó a reír. Tenía los hombros cual perchas de alambre, y la cabeza, con las orejas pequeñas y los dientes grandes, de un leopardo. Su giba era poco pronunciada y, según desde dónde la mirases, parecía no existir, de modo que, como muchos hombres de su altura, simplemente parecía tener los hombros encorvados.

El sacerdote contestó en esa antigua forma de su idioma.

—Entonces, por supuesto, deben de haber acudido a la iglesia de San Giorgio dei Greci por una razón específica.

—He venido a ver la cripta —dijo Bravo.

—¿La cripta? —La estrecha frente del padre Damaskinos mostró unas profundas arrugas—. Me temo que le han informado mal. Aquí no hay ninguna cripta.

Bravo se volvió hacia Rule.

—Tío Tony, ¿conoces a este hombre?

Rule negó con la cabeza.

—No es uno de los nuestros.

Los ojos negros del padre Damaskinos parecieron iluminarse dentro de su cráneo de leopardo.

—¿Uno de los nuestros? ¿Qué significa eso?

—Bravo, no tenemos tiempo para esto —dijo Rule.

El joven asintió, sacó la cruz griega que llevaba en el bolsillo y la sostuvo en la palma de la mano. El padre Damaskinos guardó silencio durante unos segundos. Luego la cogió con la misma cautela que si se tratase de un escorpión. Examinó cada centímetro de la cruz, sobre todo la inscripción que en ella había grabada.

Finalmente le devolvió la cruz a Bravo.

—¿Dónde están los hilos rojos?

—Ya no existen —dijo Bravo.

—¿Los contó?

—Había veinticuatro.

Este extraño intercambio de información tenía el tempo conciso, staccato, de un código de reconocimiento entre espías.

—Veinticuatro —repitió el padre Damaskinos—. ¿Está seguro? ¿Ni más ni menos?

—Eso es. Veinticuatro exactamente.

—Vengan conmigo.

El padre Damaskinos giró bruscamente sobre sus talones y los condujo a través del suelo de baldosas blancas y negras hasta una puerta que se encontraba en el extremo izquierdo del iconostasio. Dentro había un espacio muy reducido, aparentemente excavado en la piedra de la iglesia. El sacerdote cogió una antorcha de un aro de hierro forjado que estaba fijado a la pared y la encendió.

—Por razones obvias —dijo—, en la cripta no hay electricidad.

Los tres descendieron una escalera de caracol con los peldaños de mármol tan gastados que se hundían hacia el centro. Como eso era Venecia, la cripta no era tan profunda como lo habría sido en ciudades construidas sobre tierra firme. El lugar era húmedo y frío como una nevera. El suelo de piedra estaba encharcado y, aquí y allá, diminutas criaturas provistas de caparazón caminaban por las paredes viscosas, sus múltiples patas resonando como las plumas de un ejército de oficinistas.

—Nuestra cripta es un lugar secreto cuya existencia se guarda celosamente.

La cripta era más grande de lo que Bravo había imaginado. Dos filas de sarcófagos de piedra se extendían delante de ellos separadas por un estrecho pasillo. En la tapa de cada uno de los sarcófagos estaba grabada la imagen de su morador. Algunos llevaban cruces, pero otros apretaban espadas contra sus pechos.

El padre Damaskinos miró a Bravo.

—Tú eres el hijo de Dexter, ¿verdad?

—Sí. ¿Conocía a mi padre?

—Tu padre y yo manteníamos una amistad basada en la confianza mutua; creíamos en lo mismo: el poder abarcador de la historia. Tu padre era un gran estudioso de la historia, ya lo sabes. Yo traducía ocasionalmente algunos documentos muy antiguos que ni siquiera él era capaz de descifrar. A cambio, aunque yo jamás se lo pedí, la iglesia recibía un estipendio mensual de una cuenta que Dexter abrió con ese propósito.

El padre Damaskinos se dirigió ahora a Rule.

—Parece sorprendido por el hecho de que Dexter recurriera a alguien ajeno a su orden, pero tenga en cuenta esto: durante siglos ha existido una alianza entre la orden y los ortodoxos griegos. La Iglesia ortodoxa griega ha suministrado información a la orden, e incluso le proporcionó documentos secretos en los primeros tiempos, cuando miembros de la orden viajaban hacia Levante, a Samsun, Erzurum y Trebisonda. Era una alianza natural, nacida tanto de la necesidad como de la autodefensa, ya que tanto la Iglesia ortodoxa griega como la orden eran enemigas del papa de Roma.

Caminaron a través del suelo inundado. Era curioso, pensó Bravo, que aunque ése era el lugar donde reposaban los muertos, podía sentir más vida allí abajo que en la iglesia que había sobre sus cabezas. Al igual que su padre, él tenía un agudo sentido de la historia. Para él, la historia era una cosa viva con un interminable suministro de relatos, de lecciones que aplicar al presente de la vida de cada ser humano. Podía recordar innumerables momentos en los que su padre y él habían leído textos históricos; sus favoritos eran las palabras vivas de aquellos que habían vivido a través de la historia, sin haber sido alteradas ni contaminadas por la perspectiva personal de los historiadores, por sus propios mazos de demolición. El peligro que entraña el estudio de la historia, le había dicho Dexter, residía en no acudir a las fuentes.

—De modo que te has convertido en miembro del Voire Dei —dijo el padre Damaskinos—, y ahora ya nada parece lo que era.

—Me sentí así en el momento en que mi padre murió.

—También yo —dijo el sacerdote serenamente—. Tu padre era un hombre único. Me pregunto si eres como él.

—¿Se refiere a su capacidad para anticipar el futuro?

El padre Damaskinos asintió.

—Tu padre vio la batalla que se inició en el seno del Voire Dei y pasó luego al mundo exterior. Dexter vio que la batalla había comenzado en términos políticos, que así había sido durante siglos. En el siglo XV pudo tener la apariencia de un conflicto religioso, pero las motivaciones subyacentes eran estrictamente políticas. Siglos más tarde, aquellos, como los comunistas, que se negaron a reconocer los cambios que se avecinaban, que no pudieron ver que la batalla había cambiado y ahora se libraba en términos económicos, estaban condenados.

»La avidez por conseguir la supremacía económica es el motor que ha impulsado al Voire Dei, como así también al mundo, durante más de veinte años. Eso, al igual que la idea del poder político antes de ella, se ha convertido en algo tan arraigado en el pensamiento de los participantes que se han vuelto tan ciegos como los comunistas ante los cambios que se están produciendo en el mundo. Pero tu padre sabía, él vio que el imperativo de la superioridad económica estaba siendo erosionado lentamente por el surgimiento del conflicto religioso. Las llamadas razones económicas del conflicto, es decir, la lucha por el petróleo, fueron nuevamente una excusa. ¿Eres capaz de ver la importancia de la historia? Debajo de todas esas falsas excusas se encuentra la motivación religiosa.

»El fundamentalismo, ¿comprendes? Los cristianos de un lado, los islamistas del otro. Ya no es simplemente a Israel a quien los árabes deben temer, sino también a Estados Unidos, con sus votantes cristianos fundamentalistas cada vez más poderosos. Éste es un conflicto que va más allá de la órbita tradicional del Voire Dei tal como la hemos conocido, y, sin embargo, coloca al Voire Dei en un primer plano, porque lo que tu padre anticipó fue una era de nuevas cruzadas. No te equivoques, es el futuro, y aquellos que ignoren su creciente importancia están condenados a ser aplastados por su poderosa bota.

Al ver la mueca burlona en el rostro de Rule, el padre Damaskinos interrumpió su discurso.

—¿No está usted de acuerdo, señor Rule?

—No, no estoy de acuerdo. La orden es puramente seglar ahora, nadie lo sabía mejor que Dex. La idea de que él estuviese interesado en la lucha religiosa interna es absurda.

—Y, sin embargo, el papa sigue enviando a sus esbirros tras ustedes… y ahora con creciente fervor.

—El papa no sabe nada de todo esto —repuso Rule secamente—. Si está rodeado de personajes como el cardenal Canesi, pues peor para Roma. Pero, aun así, Canesi no tiene un mazo religioso para demoler a los contrarios, es la política del poder lo que tiene en mente. ¿Realmente cree que al papa le importa lo más mínimo el Testamento de Cristo? No, todo lo contrario. Ese documento niega la propia base de poder que ha construido para sí. Lo que busca es la Quintaesencia, amigo mío. Sólo la Quintaesencia puede salvar ahora su enfermo pellejo.

—Él jamás conseguirá la Quintaesencia. El buen cardenal está condenado.

—Es probable que así sea —dijo Rule—. Pero teniendo en cuenta que al papa sólo le quedan unos pocos días de vida, puede estar jodidamente seguro de que antes de morir hará todo lo posible por destruir la orden.

—Veo que está usted contra Dios de una manera vehemente.

—Padre, a lo largo de los años he aprendido el elevado arte del ateísmo.

—Es una lástima —dijo el padre Damaskinos.

—Qué comentario tan sorprendente. —Rule no se molestó en ocultar su enfado—. Ya he tenido suficiente conversación acerca de la religión y el destino para toda la vida. Ahora sigamos con lo nuestro.

Jenny estaba finalmente en tierra firme, por lo que sólo podía ofrecer una silenciosa plegaria de salvación. Tenía los brazos entumecidos y las piernas le temblaban como a un potrillo recién nacido que trata de sostenerse sobre las cuatro patas. Un dolor agudo en la base del cuello parecía estar unido a la violenta jaqueca que había clavado su escarpia entre sus ojos.

Se agazapó entre las sombras, no muy lejos de Paolo Zorzi, que había reunido a sus guardianes tan pronto como consiguieron salir de la lancha en el fondamenta, en Castello. Zorzi tenía el teléfono móvil pegado a la oreja. Estaba situado de tal de manera que la acústica de la calle llevaba hasta ella cada una de sus palabras.

—¿Dónde están ahora?

Según había deducido Jenny, Zorzi había reunido todos los recursos que estaban a su alcance, colocando a sus hombres en puntos fijos como las torres de vigilancia costera que seguían el rastro de los barcos corsarios, como hogueras de señales que transmitían terribles noticias de ciudad en ciudad.

—La iglesia —estaba diciendo Zorzi—. Sí, por supuesto que la conozco.

Un momento después se volvió con expresión dura, impaciente, irritada y, Jenny esperaba, muy posiblemente decepcionada. Durante el vertiginoso viaje a través de la laguna, ella había descubierto que había sido él quien había capturado a Bravo pero, gracias a Dios, Bravo había escapado junto con Rule. Era a Bravo y a Rule a quienes habían estado persiguiendo con la lancha a través de la laguna. A ella no le había sido posible saberlo antes, ya que estaba oculta en el otro lado de la lancha. Pero ahora Zorzi y sus traidores guardianes habían vuelto a encontrar el rastro de los fugitivos y, por el tono de la conversación telefónica, muy pronto los tendrían rodeados.

Ahora todo lo que ella tenía que hacer era pensar en alguna manera de detenerlos. Estuvo a punto de echarse a llorar ante la inutilidad de ese pensamiento: ¿qué podía hacer ella, una mujer sola y desarmada, contra ese cuadro disciplinado y bien entrenado?

—Hoy no hay buenas noticias, salvo por una cosa —estaba diciendo Zorzi—. La crisis provocada por Braverman Shaw al menos ha conseguido que nuestro enemigo saliera de su escondite. Anthony Rule es el traidor, eso es indiscutible.

¿Con quién estaba hablando? No con otro miembro de su cuadro, como había supuesto al principio. «¡Estás mintiendo! —Quería gritar Jenny—. ¡Tú eres el traidor!». En ese momento deseó poder acercarse a cada uno de los guardianes que acompañaban a Zorzi y decirles el terrible error que estaban cometiendo. Pero sin embargo tenía que quedarse escondida allí, temblando como un cervatillo y contemplando cómo su mundo se hacía pedazos. No podía permitir que eso ocurriese, de ninguna manera…

—Es una operación delicada, por supuesto —continuó diciendo Zorzi—. Bravo no debe sufrir ningún daño. El trauma provocado por la muerte de su padre… sí, aunque yo estaba a diez mil kilómetros de distancia asumo toda la responsabilidad. Sí, señor. Pero debe entender que la delicadeza de esa operación es extrema. No sólo debemos capturar a Braverman Shaw sano y salvo, sino que debemos hacerlo sin matar a Rule… Por supuesto, estoy seguro. ¿En qué podría beneficiarnos si lo matamos ahora? —Zorzi se alejó unos metros del grupo de guardianes, acercándose, de hecho, hacia donde estaba agazapada Jenny, en el vano de una puerta en sombras—. Ésta es nuestra oportunidad de devolverles el golpe a los caballeros. Imagine la información que Rule debe de tener acerca de ellos en su cabeza. —Zorzi se cambió el teléfono móvil de mano, a la otra oreja, mientras flexionaba los dedos de la que había estado sosteniendo el teléfono hasta ese momento—. No, señor, no llevaré personalmente el interrogatorio. Usted conoce muy bien mi historia con Rule; él y yo nunca nos hemos llevado bien. ¿Cómo se vería que yo me encargase de su interrogatorio? No, eso se lo dejaré a usted, señor.

De pronto, Jenny se dio cuenta de que estaba temblando. ¿Qué era lo que no encajaba? Paolo Zorzi debería estar defendiendo la muerte de Anthony Rule, aunque sólo fuese para protegerse. Pero en realidad no sólo estaba apoyando la captura de Rule, sino que estaba negándose a ser él quien le interrogase. Lo que Zorzi estaba haciendo no tenía ningún sentido para ella. Y, entonces, con una pelota helada formándose en su estómago, comprendió que si Paolo Zorzi no era el traidor, si, de hecho, estaba diciendo la verdad y, en cambio, el traidor era Anthony Rule, la conversación tenía todo el sentido del mundo.

Jenny apoyó la cabeza contra la puerta y cerró los ojos mientras el mundo giraba vertiginosamente a su alrededor. Estaba mareada. Rule era el traidor. Rule, alguien que había estado tan cerca de Dex que su hijo lo llamaba tío Tony. Era perfecto, tan perfecto que quería vomitar. Un montón de anomalías inexplicables volaban dentro de su cabeza. No era de extrañar que la orden hubiese ido perdiendo terreno frente a los caballeros, no era de extrañar que hubiesen perdido a hombres clave… incluido a Dexter. Todo había sido obra de Rule.

Sin ser consciente de ello, sus dedos se cerraron, sus manos se convirtieron en puños que planeaba emplear con toda su furia a la primera oportunidad.

Bravo se dio cuenta de que el padre Damaskinos lo miraba fijamente.

—Cuando se trataba de la orden, tu padre demostraba un interés muy especial, Bravo. Me pregunto si lo compartía contigo.

El sacerdote hablaba con un tono de voz tan sosegado que era posible creer que eso no era una prueba. Pero sólo por un momento. Bravo sonrió, porque le gustaba el padre Damaskinos, le gustaba especialmente su prudencia en ese nuevo tiempo de terrible peligro para aquellos que formaban parte de la orden y también para todas las personas que eran amigos de los miembros de la misma.

—A menudo me hablaba de fray Leoni.

—Sí, fray Leoni fue el último magister regens de la orden. Posteriormente, la llamada Haute Cour (el comité formado originariamente para aconsejar al magister regens y velar por que sus dictados se aplicasen de forma correcta) evolucionó hacia un cuerpo regente más igualitario. —El padre Damaskinos miró a Rule como si lo retase, pero éste permaneció en silencio—. Parecía haber muy pocas cosas que Dexter ignorase acerca del líder sagrado de la orden. Tu padre también sabía que la única forma de que la orden pudiera evolucionar, convertirse en una fuerza importante en el mundo moderno, era a través de la elección de un nuevo magister regens.

—¿Alguno de estos sarcófagos contiene los restos de fray Leoni?

De repente Rule parecía muy interesado en el tema.

—Eso sí sería algo extraordinario, de verdad —dijo el sacerdote—. Sin embargo, debéis saber que la ubicación de la cripta fue un secreto guardado tan celosamente a lo largo de los siglos que hoy se ha convertido en algo parecido a una leyenda. De hecho, nadie sabe si realmente existe.

—Mi padre creía que existía —dijo Bravo.

—Así es —asintió el padre Damaskinos—, pero yo creo que ni siquiera Dexter tenía una idea clara de dónde podía estar.

—¿Conoce usted los nombres de quienes están enterrados aquí? —preguntó Bravo.

—Por supuesto. Todos ellos son venecianos que nos ayudaron secretamente en los siglos pasados. Sus nombres están grabados en mi memoria, que es, naturalmente, el único lugar donde existen.

Bravo le pidió que recitase esos nombres. Cuando el padre Damaskinos hubo terminado, le dijo:

—Por favor, lléveme hasta el sarcófago de Lorenzo Fornarini.

—Por supuesto.

El padre Damaskinos los condujo por el pasillo entre ambas filas de sarcófagos y señaló uno que estaba a la izquierda.

Los Fornarini, al igual que los Zorzi, eran una de las case vecchie, las llamadas casas antiguas, las familias de la élite que habían fundado Venecia: las veinticuatro. Ese era el significado de los veinticuatro hilos de la madeja roja que envolvía la pequeña cruz griega de plata. Los tres códigos reunidos decían: «En la iglesia de San Giorgio dei Greci hay un sarcófago de un miembro de las veinticuatro».

—Como tu padre muy bien sabía, Lorenzo Fornarini vivió a finales del siglo XIV y fue un caballero templario —dijo el padre Damaskinos—. Estaba en Trebisonda cuando la ciudad cayó en manos del sultán Mehmed II. En Trebisonda, sin embargo, renunció secretamente a su lealtad a Venecia y se convirtió en miembro de la Iglesia ortodoxa griega, razón por la que fue trasladado en secreto hasta aquí. Allí, los miembros del clero lo declararon héroe. Pero fue denunciado por Andrea Cornadoro, otro miembro de las case vecchie, y un caballero con una reputación terrible.

»Lorenzo Fornarini y él lucharon durante tres años y en dos islas hasta que Cornadoro mató finalmente a Fornarini. Los sacerdotes conservaron su cuerpo, lo envolvieron como a una momia y lo trajeron nuevamente aquí para que fuese enterrado. Al igual que fray Leoni, Lorenzo Fornarini fue un héroe para Dexter.

—Ayúdame —le dijo Bravo a Rule.

Juntos consiguieron apartar la pesada losa que cubría el sarcófago para que Bravo pudiese echar un vistazo en su interior. Su mirada se demoró un momento en el esqueleto de Lorenzo Fornarini. Bajo la tenue luz que despedía la llama de la antorcha, el tiempo y el espacio parecieron desvanecerse, y vio nuevamente al caballero que había luchado con tanto valor contra la horda otomana.

Luego el hechizo se rompió, y Bravo se inclinó hacia adelante y estiró la mano. Entre las costillas de Fornarini encontró una agenda electrónica que descansaba sobre un objeto largo y estrecho. Sacó del sarcófago ambos objetos. Junto con la PDA estaba la daga de Lorenzo Fornarini, maravillosamente conservada en una vaina de metal engastado.

Bravo examinó el cuchillo y luego encendió la agenda electrónica. En la pantalla apareció una larga serie de números y letras. Su padre había convertido la agenda electrónica en una libreta de un solo uso… o código Vernam. Gilbert Sandford Vernam fue un criptógrafo estadounidense. En 1917, mientras estaba trabajando para la compañía AT&T, inventó el sistema de cifrado de libreta de un solo uso, el código más seguro que existe, tanto, que jamás ha sido roto. Los caracteres aleatorios del código Vernam tenían la misma longitud que el texto plano y consistían en una serie de bits generados al azar, de ahí su invulnerabilidad incluso para los superordenadores actuales.

Los tres hombres regresaron a la iglesia, una vez allí vieron que los bancos reservados a las mujeres que había en la galería situada sobre la entrada estaban vacíos y tomaron asiento.

El problema que Bravo debía resolver era dónde había escondido su padre la libreta de un solo uso que debería utilizar para descodificar el texto cifrado. Su primer pensamiento fue que estaba en alguna parte del bloc de notas de su padre, pero después de efectuar una rápida lectura comprendió que ésa habría sido una elección demasiado obvia. A continuación examinó, también sin éxito, el pin de solapa esmaltado. Luego sacó el paquete de cigarrillos que había encontrado junto con los otros objetos. En la parte inferior estaban estampados la fecha de venta y el número del lote. Sin embargo, el número del lote contenía símbolos, además de letras y números. Con creciente excitación contó la ristra: era exactamente de la misma longitud que los caracteres en la agenda electrónica.

Introdujo el número del lote en el teclado de la PDA y pulsó la tecla de cálculo. El código descifrado era un acertijo en griego antiguo.

—¿Qué es lo que puede correr pero nunca caminar? ¿Tiene boca pero nunca habla? ¿Tiene cabeza pero no llora? ¿Tiene un lecho pero nunca duerme?

Rule leyó el acertijo por encima del hombro de Bravo.

—¿Qué significa? —preguntó.

—Es un río —dijo Bravo, y se echó a reír—. Cuando era niño había un poema épico que me encantaba que mi padre me leyera. Comenzaba así: «Junto a las aguas de Degirmen perdió el rey David su vida, cuando fue traicionado y el Conquistador cogió todo lo que le pertenecía…». —David fue el último de los Comneni, la familia que durante siglos gobernó Trebisonda, la ciudad mercantil más rica del mar Negro. Degirmen es el nombre del río que fluye a través de Trabzon, como se la conoce actualmente.

El padre Damaskinos estaba asintiendo.

—Los Comneni eran ortodoxos griegos. David, el último miembro de esa estirpe, fue traicionado por uno de sus ministros, y Trebisonda, una ciudad que se creía inexpugnable, cayó en 1461 ante el ejército de Mehmed II, sultán del Imperio otomano, conocido como el Conquistador.

Bravo miró a Rule.

—El Testamento no está en Venecia, como había pensado. Debo ir a Turquía, a Trabzon.

—De modo que el viaje continúa —dijo Rule con una especie de cansancio.

Pero Bravo apenas si lo oyó. Por primera vez se sentía absolutamente afectado por el sentido de la vida inacabada de su padre, y pudo tocar en su interior una tristeza tan íntima y dolorosa que nunca había sospechado que estuviese allí.

La iglesia de San Giorgio dei Greci se alzaba en medio de la intensa claridad y el calor húmedo de la mañana veneciana. Paolo Zorzi y sus guardianes se habían reunido entre las sombras azuladas que eran erosionadas lentamente por la brillante luz del sol. Alguien, en un campo cercano, estaba cantando una aria con una voz agradable e inexperta. Las notas flotaban a través del canal como burbujas de jabón, haciendo que el aire resplandeciera.

Los guardianes tenían los ojos muy abiertos, los labios separados por la fuerza de su respiración agitada. Jenny podía ver en sus rostros esa curiosa mezcla de anticipación, ansiedad y tensión mientras se preparaban para la lucha.

Se moría por acercarse a su mentor y ofrecerle sus servicios, pero sabía que no debía hacerlo. La acusación falsa había funcionado: Zorzi ya no confiaba en ella, y no importaba lo que él pudiese decir en su defensa; Jenny había visto en sus ojos la prueba de que ella tampoco podía fiarse de él. Zorzi le había mentido acerca de Bravo, y una vez que la mentira comenzó, los acontecimientos se precipitaron. Ella tenía su propio ejemplo para saber a qué atenerse.

Jenny comprendió ahora que estaba sola, aislada de la orden que la había traicionado. Ella nunca había sido un elemento valioso para ellos, sino simplemente un arreglo entre amigos. En su estado actual, incluso podía sentir odio hacia Dexter por interferir, por haberla tratado como un objeto y no como a un ser humano. Él la había vendido como a una esclava del mismo modo en que los padres de Arcángela la habían vendido a ella. La orden o el convento de monjas, ¿qué importaba? Arcángela y ella estaban prisioneras en jaulas que habían sido cuidadosa e ingeniosamente fabricadas por los hombres. La diferencia entre ambas era que Arcángela había ideado una manera de escapar de la suya.

De pronto, Jenny se sobresaltó. Zorzi y sus guardianes se habían puesto en movimiento acercándose a la iglesia, formando una ola concertada y controlada, todas las entradas y salidas cubiertas, bloqueadas y, finalmente, usadas. Ella esperó hasta el último segundo, hasta que sólo quedó un guardián a punto de atravesar la puerta. Entonces se acercó en silencio, le atizó con fuerza en los riñones y, cuando el hombre reaccionó, golpeó su cabeza contra la fachada de piedra de la iglesia. Se puso rápidamente su manto, cogió su pistola y luego, como si fuese una gota de mercurio, se deslizó al interior de la iglesia.

Por el rabillo del ojo, Bravo vio que algo se movía, y Rule, que poseía un mecanismo de defensa propio de un animal, percibió el inminente peligro.

—Está aquí —dijo Rule—. Zorzi.

Bravo empujó al padre Damaskinos detrás de la madera oscura de los bancos de las mujeres y le dijo, con voz baja pero firme, en griego antiguo:

—No se mueva de aquí, bajo ninguna circunstancia, ¿me ha entendido?

El sacerdote asintió y luego, cuando Rule y él estaban a punto de darse media vuelta, vio la SIG Sauer en la mano de Bravo. El padre Damaskinos se llevó la mano a la espalda, sacó una pistola de debajo de su sotana y se la tendió a Rule con la culata por delante.

—Incluso aquí hay momentos en los que uno necesita protección —susurró.

Rule asintió brevemente, un gesto que a Bravo le recordó un saludo militar, un reconocimiento codificado que un soldado ofrece a otro.

—Que Dios os acompañe —dijo el padre Damaskinos.

Rule agitó la pistola.

—Dios no tiene nada que ver en esto —repuso.

Luego él y Bravo se alejaron gateando por detrás de los bancos. Desde esa posición privilegiada pudieron ver a sus enemigos que se arrastraban como gusanos: Paolo Zorzi y cuatro guardianes. Pero ellos sabían que había muchos más —debía de haber más— en otras partes de la iglesia y que no podían ver.

—No te harán daño o, al menos, tratarán de evitarlo —dijo Rule con gesto sombrío—. En cuanto a mí, estaré muerto en un abrir y cerrar de ojos si permito que me tenga a tiro.

—Entonces tendremos que asegurarnos de que no te tengan a tiro —dijo Bravo.

Rule se echó a reír en silencio y revolvió el pelo de Bravo como solía hacerlo cuando ambos eran mucho más jóvenes.

—Esto es lo que más admiro de ti, Bravo. Tu absoluta lealtad es un cambio refrescante para mí.

—¿Estás diciendo que la lealtad no tiene lugar en el Voire Dei?

—Nunca te diría eso —dijo Rule seriamente—. Nunca.

—Nunca —le había dicho Camille—. No debes interferir.

Damon Cornadoro era un centinela oculto entre las menguantes sombras que aún se movían alrededor de la iglesia de los griegos, semiabandonada y sin valor alguno para él ni para nadie que conociera. Cornadoro no estaba hecho para ser un observador; sus habilidades se aprovechaban mejor en la acción. Y, mientras observaba a los guardianes que avanzaban hacia la parte posterior y los costados de la iglesia, decidió ignorar la orden expresa de Camille.

Él sabía muy bien que el final estaba cerca y no permitiría que todo terminase sin su participación. Él entraba en acción, si es que pensaba en ello, porque le gustaba; la tentación del derramamiento de sangre le resultaba irresistible. Pero existía otra razón oculta más allá de su comprensión. Su desobediencia deliberada nacía de la mirada que había visto en los ojos de Camille cuando recibió la llamada de Anthony Rule. Cornadoro había podido percibir la conexión que había entre ambos, incluso velada por la electrónica inalámbrica. Pudo ver el leve temblor en la mano de Camille que sostenía el teléfono, el rubor sexual que tiñó sus mejillas. Pero lo peor de todo había sido ver al propio Rule en los ojos de ella. Camile estaba mirando a Cornadoro, pero en realidad era a Rule a quien veía.

Y por eso se movió, la furia y el despecho animando cada movimiento, cada decisión. No hizo ningún ruido en la penumbra de la iglesia, acercándose a cada uno de los guardianes sin ser detectado. Uno a uno fue dejándolos fuera de combate con una asombrosa economía de movimientos, pero con un terrible exceso de dolor. No vio sus rostros, tampoco se preocupó por verlos; en sus ojos sólo había una persona. Cornadoro poseía la mirada fija de una máquina de matar y nada podía detenerlo.

Es decir, hasta que sintió un toque familiar en el brazo y, al volverse, se encontró mirando a los ojos de ella.

—La escalera es la clave —dijo Rule—. Es nuestra salida.

Bravo asintió. La escalera de caracol que llevaba a los bancos de la mujeres era estrecha. El crujido de uno de sus peldaños de madera oculto detrás de una pared curva hizo que se detuviesen en seco.

Los ojos de Rule se abrieron como platos mientras señalaba con el dedo hacia abajo, antes de hacerse un ovillo y lanzarse rodando por la escalera. Bravo entendió el plan y lo siguió con la SIG Sauer preparada. Oyó un gruñido de sorpresa cuando Rule chocó contra otro cuerpo, y él saltó alrededor de la pared. Vio al guardián que se tambaleaba hacia atrás y golpeó al hombre en el costado de la cabeza con la culata de la pistola. El guardián se derrumbó casi encima de Rule, que lo apartó y se puso en pie.

—Bien hecho —susurró.

—He visto a cuatro de ellos, además de a Zorzi —dijo Bravo.

—Ahora quedan tres y Zorzi. Pero es de este último de quien debo preocuparme. —Hicieron un alto detrás de una pared para recuperar el aliento y planear la táctica—. Siempre he creído que la mejor estrategia es la última que piensa el enemigo. Ellos son superiores en número y creen que tienen el factor sorpresa a su favor. Zorzi no puede evitar pensar que nos ha puesto a la defensiva. Por tanto, pasaremos a la ofensiva. Lo acecharemos, y sólo a él, del mismo modo que él ha estado acechándonos a nosotros. ¿Qué me dices?

¿Qué podía decirle Bravo? Rule era mayor, con una experiencia de campo mucho mayor y un récord inmaculado de haber salido indemne de las situaciones tácticas más peligrosas. Además, lo que le estaba proponiendo tenía sentido: a Bravo nunca le había gustado tener la sensación de que estuvieran pisándole los talones.

—Adelante —dijo.

Rule asintió.

—Iremos juntos a todas partes. Somos un equipo, ¿entendido? Nada de largarse súbitamente solo, nada de actos heroicos… eso lo echaría todo a perder.

A continuación ambos salieron de detrás de la pared, se agacharon y reptaron como escarabajos hasta llegar a una gran columna. En ese momento, Bravo se percató de que la poca gente que había en la iglesia había sido evacuada. El campo estaba listo para que diera comienzo la batalla.

Bravo vio entonces a otro guardián que aparecía desde detrás de una columna, a unos veinte metros de ellos. Miraba directamente al frente, no en su dirección. Rule lo cogió del hombro cuando estaba a punto de moverse.

—Una manera excelente de reducir nuestra desventaja, eso es lo que estás pensando, ¿verdad? —susurró Rule en su oído—. Pero eso es precisamente lo que Zorzi quiere que pensemos. Ese hombre es un señuelo, un medio para que nos dejemos ver. —Señaló en la dirección opuesta—. Recuerda: vamos a por Zorzi; él es la clave. Una vez que lo tengamos, la batalla estará ganada.

Como había ordenado Rule, se movieron en tándem, de prisa y con cautela. Ahora el sol ya se encontraba lo bastante alto en el cielo como para que su luz se filtrase a través de las ventanas, creando zonas de brillante color en el suelo y las paredes. Las propias ventanas resultaban invisibles salvo como un resplandor blanco. Como resultado de ello, las sombras en el interior de la nave eran tan oscuras y profundas como si fuese medianoche.

—Buscamos a dos hombres juntos —dijo Rule mientras atravesaban la circunferencia del interior—. En estas situaciones, Zorzi siempre tiene a un guardián que le protege las espaldas.

—Muy listo.

—No, no lo es —repuso Rule—. Es previsible y, por tanto, un riesgo para él. —Señaló hacia adelante—. Pero a nosotros nos da una pequeña ventaja.

Bravo vio las dos figuras y sintió que una oleada de odio crecía en su interior. ¿Quién sabía cuánta información confidencial les había suministrado Zorzi a los caballeros, cuántas muertes tenía a sus espaldas, incluido el asesinato de Dexter Shaw? Bravo apretó los dientes con furia.

Estaba tan alterado que cuando Rule le dijo «Tú ocúpate del guardián, yo me encargaré de Zorzi», estuvo a punto de contestarle: «No, quiero a Zorzi para mí». Pero luego recuperó su yo disciplinado. Ahora que estaban tan cerca de vencer todas las dificultades a las que habían tenido que enfrentarse, no quería por nada del mundo echarlo todo a perder.

Dieron un rodeo hasta encontrarse en el lado izquierdo de Zorzi y su guardaespaldas. Podían ver a Zorzi que hablaba con tono urgente por su teléfono móvil, sin duda volviendo a distribuir a sus hombres mientras recorrían el interior de la iglesia. El guardián que lo acompañaba vigilaba su espalda. Sin duda habían encontrado al tipo que Bravo había dejado inconsciente y sus nervios, ya de por sí tensos, habían comenzado a vibrar.

Había menos de tres metros de distancia hasta el enemigo y, con Zorzi concentrado en el movimiento de sus guardianes, nunca tendrían una oportunidad mejor. Bravo y Rule se abalanzaron entonces sobre los dos hombres. Bravo hundió el puño en las costillas del guardián y luego hizo intervenir la culata de su SIG Sauer. El tipo se dio media vuelta y obligó a Bravo a hacer lo mismo. Luego golpeó a Bravo con la rodilla en el plexo solar y lo cogió del pelo, levantándole la cabeza y haciéndolo girar.

Después de eso todo sucedió muy de prisa. Por el rabillo del ojo, Bravo vio que otros dos guardianes corrían hacia él. Uno de ellos lo apuntó con una arma y, aunque pareciese improbable, el otro le golpeó la mano, haciendo caer la pistola, y luego lo derribó. Sus ojos, nublados por el golpe recibido en el estómago, podrían haberle fallado por un instante, o bien podría haber estado sujeto a un espejismo como aquellos que se formaban a veces en la laguna.

Un momento después estaba trabado en combate con su guardián, que lo mantenía de rodillas. Bravo extendió el brazo y tiró de su enemigo hacia abajo, sirviéndose del impulso del guardián cuando lanzaba un golpe contra su cabeza. El tipo, sorprendido, cayó patas arriba y Bravo aprovechó para cogerlo por las orejas y golpear su cabeza contra el suelo. Se levantó jadeando y vio que Rule tenía un brazo alrededor del cuello de Zorzi. Ya lo tenía, habían ganado la batalla. Parecía que Zorzi, en cierto modo, se había rendido porque había visto a Bravo. Su boca empezó a moverse, las palabras salían atropelladamente, apenas comprensibles. A pesar de su cautela, Bravo comenzó a acercarse para poder oír lo que el traidor tenía que decir en el momento de su derrota.

Pero Rule había sacado la pistola que le había dado el padre Damaskinos y ahora, mientras Bravo miraba, le disparó tres veces en el pecho. Los ojos de Zorzi se abrieron desmesuradamente y su cuerpo trastabilló hacia atrás. Sus ojos, sin embargo, seguían fijos en Bravo y seguía hablando, pero ahora su boca estaba llena de sangre, había sangre por todas partes y ya no quedaba ninguna palabra que pronunciar.

Con un brillo de triunfo en los ojos, Rule estaba volviéndose después de haber echado un último vistazo al cuerpo sin vida de Paolo Zorzi cuando se oyó otro disparo. Rule se volvió violentamente. Un chorro de sangre brotó de él al ser alcanzado por un segundo disparo y cayó en brazos de Bravo como si fuese Ícaro, que se había arriesgado demasiado y ahora caía desde el cielo.

Detrás de Rule llegó el guardián a quien Bravo había visto antes por el rabillo del ojo. La figura era más pequeña que las demás y cuando se quitó la capucha de su hábito, Bravo vio el rostro de Jenny. Tenía una arma en la mano; Jenny había disparado contra el tío Tony.

Bravo podía sentir el peso de Rule contra su cuerpo, temblando, haciendo un esfuerzo por respirar, algo que resultaba muy extraño porque estaba muy caliente, caliente y húmedo, nunca tan vivo como ahora estaba en medio de las convulsiones.

—Bravo, tienes que escucharme —dijo Jenny.

El olor a cobre de la sangre fresca saturó las fosas nasales de Bravo. El tío Tony estaba en sus brazos, jadeando, escupiendo sangre, agonizando, y un velo rojo le oscureció el pensamiento y la razón. Levantó la SIG Sauer.

—No quiero escuchar tus mentiras.

—Te estoy pidiendo que escuches la verdad…

—La verdad es que has matado al tío Tony. ¿También fuiste tú quien colocó la bomba que mató a mi padre?

—Oh, Bravo, sabes que eso no es cierto.

—¿Lo sé? Me siento como si no supiera absolutamente nada… acerca de ti, de la orden, del Voire Dei.

—Acabé con uno de ellos. —Jenny señaló un guardián caído—. Maté a uno para protegerte.

Bravo la apuntó con la pistola.

—No te creo.

—Dios mío, ¿cómo puedo convencerte?

—Embustera. Ni siquiera lo intentes.

Jenny se mordió el labio porque era una embustera. Le había mentido desde el momento en que él llamó a la puerta de su casa, y desde entonces no había dejado de hacerlo, y ahora la verdad se había vuelto tan incendiaria que Jenny supo que había perdido su oportunidad con Bravo.

La joven sintió su fracaso como un peso insoportable y dejó caer la pistola.

—Nunca me dispararías así, te conozco. —Estiró la mano—. Deja al menos que te ayude a recostarlo en el suelo.

—¡No te acerques! —gritó—. Si das un paso más te dispararé.

Era como si las palabras salieran de su boca como gotas de sangre. Su rostro estaba pálido y transido de dolor.

—De acuerdo, Bravo, de acuerdo. Pero debes saber que yo no maté al padre Mosto. Me tendieron una trampa.

—¿Con tu propio cuchillo?

Jenny cerró los ojos durante un momento. «¿Cómo, si no?», quería preguntar, pero la explicación, la situación, todo era demasiado para ella en ese momento. De hecho, no tenía ninguna prueba, por no mencionar la pregunta crucial de quién había matado al sacerdote. Su vacilación fue un error.

—¡Atrás!

El tono duro de su voz la sobresaltó. Abrió los ojos. Había tantas cosas que decir, pero la mirada de odio en los ojos de Bravo hizo que se le formara un nudo en la garganta que convirtió sus palabras en piedras dentro de la boca.

—Debería matarte por lo que has hecho.

—Él era el traidor, Bravo. Sé que no quieres oír esto, pero Rule era…

—¡Cállate!

Si no hubiese estado acunando aún al tío Tony, Bravo estaba seguro de que habría golpeado a Jenny con todas sus fuerzas. Quería verla de rodillas, balanceándose, aturdida por el golpe que él le había asestado, por el peso de su aborrecimiento. Quería verla pagar por su abominable traición, pero no estaba en su naturaleza matarla de esa forma.

Dejó a Rule sobre las frías losas del suelo, lentamente, sin apartar los ojos de Jenny. La angustia que sentía al dejar allí al tío Tony estaba a punto de acabar con él, pero no importaba la situación horrible que se había producido, Bravo estaba decidido a seguir siendo fuerte. Lo hacía por su padre y porque, en el fondo de su ser, aún era capaz de distinguir el bien del mal, incluso en el infierno del Voire Dei.

—Ahora me marcho —dijo en tono frío y monocorde, el único tono que había podido reunir—. Si intentas seguirme, si vuelvo a verte, te mataré. ¿Lo has entendido?

—Bravo…

—¿Lo has entendido?

La furia de su voz la atravesó de lado a lado, despojándola de cualquier pensamiento coherente.

—Sí.

No diría nada con tal de no volver a oír ese tono de voz.

Merced a alguna fuerza de voluntad sobrehumana, Jenny consiguió contener las lágrimas hasta que Bravo, alejándose cautelosamente, se fundió con las sombras que parecían extender sus largos tentáculos para abrazarlo. Luego su visión se nubló y, barrida por una soledad casi insoportable, cayó de rodillas, sintiéndose como una mujer ciega buscando a tientas los restos mortales de Paolo Zorzi.