Capítulo 15

Los despertó la pálida luz de la mañana, o quizá fuesen los sonidos musicales de las voces estridentes de los barqueros, que resonaban como las campanas de la iglesia sobre el agua. Bravo miró a través de la ventana y vio que el canal bullía de actividad: barcos, transbordadores y demás, el tráfico diario de la ciudad medieval. El cielo y la laguna tejidas en un todo inconsútil, con el agua por todas partes, moviéndose sin cesar.

Jenny se reunió con él junto a la ventana y ambos permanecieron un momento contemplando la mañana vaporosa, a través de la cual los ricos colores de los palazzi —ocre, tierra de sombra, siena rojizo y rosa— palpitaban como un sol apegado a la tierra.

Una vez duchados y vestidos bajaron al vestíbulo. Agradecieron que Berio no hubiese hecho aún acto de presencia y salieron rápidamente del hotel en dirección a la pintoresca piazetta flanqueada de tiendas que aún no habían levantado sus persianas. Bravo la llevó a un pequeño café en una estrecha calle lateral. En su interior se estaba fresco y oscuro, como si el tiempo se hubiese detenido en las vigas bajas. Eligió una mesa situada cerca de una de las pequeñas ventanas enmarcadas en madera que daban al canal.

Mientras esperaban a que llegase el desayuno que habían pedido, Bravo abrió el periódico que llevaba y, como era su costumbre, lo estudió detenidamente.

De pronto, alzó la vista.

—Ya es oficial: el papa tiene gripe.

—Si lo han hecho público, entonces su enfermedad es casi terminal —dijo Jenny—. Ahora la camarilla del Vaticano presionará aún más a los caballeros.

—Por no mencionar los recursos y la influencia globales. —Bravo dobló el periódico y la miró—. Se nos está acabando el tiempo, Jenny.

Ella asintió con expresión grave.

—Tenemos que encontrar el escondite de los secretos antes de que lo hagan los caballeros.

Bravo apartó el diario, le pasó la guía Michelin de Venecia y le dijo que la abriese por una página determinada. Venecia está dividida en siete sestieri, o distritos, cada uno de los cuales posee su propio carácter. Jenny abrió la guía en la página de I Mendicoli, una zona a las afueras del distrito del Dorsoduro, un barrio de clase obrera poco frecuentado por los turistas. I Mendicoli significa «los mendigos»: sus habitantes originales —pescadores y artistas— eran extremadamente pobres.

Mientras ella leía la guía, Bravo sacó la moneda que había encontrado en la caja de seguridad submarina en Saint Malo. La estudió por ambas caras, la sostuvo por el canto y pasó el dedo por su superficie rugosa con una sonrisa. Pensó nuevamente en el sistema de criptografía que su padre le había enseñado y se sintió inmensamente agradecido tanto por las lecciones como por su inclinación al estudio.

Jenny lo interrogó con la mirada.

—¿Qué es lo que debería buscar?

—Vuelve la página —dijo él.

Jenny lo hizo y se encontró con una fotografía de la iglesia de L’Angelo Nicolò. Justo debajo se veía un detalle de una pintura: San Nicolò dei Mendicoli, obra de Giambattista Tiepolo.

—Es la pieza central de la iglesia —dijo Bravo—. Ahora mira la cara de esta moneda.

Jenny hizo lo que él le pedía. Era una copia del rostro de san Nicolò.

Bravo dio media vuelta a la moneda y mostró las palabras grabadas en la otra cara: «Ix vtbekfqn sokxrrb addssvmk». Su sonrisa furtiva se convirtió en una mueca.

—Al principio pensé que la moneda era antigua, pero luego vi estas palabras.

En ese momento les llevaron el desayuno y ambos comieron vorazmente, vaciando el contenido de los platos tan de prisa como pudieron.

Bravo anotó esas palabras sin aparente sentido en un trozo de papel; debajo escribió una simple operación aritmética: «54-42 = 8». —En el borde de esta moneda hay cincuenta y cuatro muescas —explicó—. Como sabes, en el antiguo alfabeto latino hay veintiuna letras. Si las multiplicas por dos, obtienes cuarenta y dos. —Señaló la primera palabra de la frase—. Mi padre comenzó utilizando el código creado por César, que consiste en sumarle cuatro a cada letra del mensaje original; de modo que si en un mensaje en clave nos encontramos con que la primera letra es una d, para descodificarlo, deberemos retroceder cuatro posiciones en el alfabeto y sustituirla por una a.

—Es un código bastante fácil de descifrar —dijo ella.

Bravo asintió.

—Ahí es donde entra la operación aritmética. Sólo la primera letra es sustituida de esa manera. Luego la clave es ocho.

—De modo que la segunda letra del mensaje es sustituida por la octava en el alfabeto antes de ésa.

—Sí, y luego seguimos avanzando. A la tercera letra del texto hay que restarle nueve, a la cuarta letra diez, y así hasta que llegamos a veintiuno. Luego regresamos al ocho y así sucesivamente.

—¿Qué fue lo que escribió entonces tu padre?

Bravo acabó de descifrar el texto y luego le mostró el resultado.

—«En limosnas armario monedero». —Jenny meneó la cabeza—. ¿Sabes lo que significa?

—Creo que tendremos que ir a I Mendicoli para averiguarlo.

Bravo pagó la cuenta y ambos abandonaron el café.

Con la salida del sol, el alba se había disuelto en una mañana que ya se presentaba húmeda y calurosa. Los niños ya estaban en la escuela y los estudiantes de arte marchaban a sus facultades en edificios asombrosamente medievales, con los cuadernos de bocetos bien afirmados debajo del brazo mientras hablaban por sus móviles.

—Dios, cómo apesta —exclamó Jenny arrugando la nariz al pasar sobre un canal.

Bravo se echó a reír.

—Ah, sí, la pestilencia de Venecia es un gusto adquirido.

—No cuentes conmigo.

—Con el tiempo cambiarás de idea, te lo garantizo —dijo él.

En varias ocasiones, Jenny aminoró el paso, mirando a su alrededor como si no estuviese segura del camino que debían seguir, aunque era Bravo quien la guiaba.

—¿Qué ocurre, es que no confías en mí? —preguntó él—. Pareces estar perdida.

—Tengo la sensación de que nos están siguiendo. Normalmente podría comprobar los reflejos en los escaparates de las tiendas o en los espejos laterales de los coches, pero aquí eso es imposible. A esta hora hay pocas tiendas abiertas y, por supuesto, no hay coches. He tratado de usar los canales, pero el hecho de que el agua esté en movimiento la convierte en una superficie reflectante muy poco fiable.

Continuaron su camino envueltos en un velo de ansiedad. Hasta ellos llegaban los olores de materias fermentadas —el sedimento del vino—, la vaharada del perfume de una mujer a la que no veían o el olor característico de la pálida piedra de Istria, transportados por el aire como si volasen en las diáfanas alas de san Miguel sobre las aguas intensamente verdes, de las que emanaba la siempre presente fetidez de la descomposición. Incluso en los días más luminosos, Venecia parecía rodeada de una aguda sensación de misterio. Uno siempre estaba volviendo una esquina, oyendo pasos que se acercaban o se alejaban, viniendo de estrechos callejones hacia antiguos campi en los que podían verse grupos de hombres mayores que hablaban en tonos sosegados o una figura oscura que abandonaba furtivamente una plaza.

Su primera parada fue en San Polo, donde el puente de Rialto se extendía sobre el Gran Canal como había hecho desde 1172, cuando se construyó el primer puente. Hasta el siglo XIX, el Rialto fue el único enlace entre los dos lados de la ciudad. Cuando lo cruzaban, las tiendas a ambos costados del puente estaban abriendo sus puertas, al tiempo que sus dueños colocaban amables carteles dirigidos a los turistas en los escaparates y junto a las entradas.

El banco Veneziana se encontraba justo después de la Erberia, un mercado al aire libre que se remontaba a la época de Casanova. Allí se vendían hierbas y toda clase de productos agrícolas traídos a diario desde las pequeñas islas que salpicaban la superficie de la laguna. Los intensos aromas de las especias se mezclaban con la fragancia de las naranjas sanguíneas, las castradme (alcachofas enanas) y los spareselle (espárragos muy finos), así como con perfume de las flores frescas. Mientras se abrían paso a través de la multitud que paseaba conversando animadamente, Jenny, visiblemente incómoda, se mantenía vigilante, tratando de ver si alguien los seguía, una tarea dificultada por el denso bullicio de los vendedores a granel, que se amontonaban para dejar espacio a los minoristas.

El banco estaba en un edificio decorado con arcadas del estilo bizantino —veneciano— el frente era una masa de ventanas ligeramente arqueadas dotadas de columnas —que había sido reconstruido después del devastador incendio de 1514 que lo había quemado hasta los cimientos mientras avanzaba a través de la ciudad. Al igual que muchos edificios en Venecia, la arquitectura estaba llena de filigranas ornamentales, estatuas de piedra de intrincado tallado y estilizadas piedras angulares de estilo gótico. En el interior del edificio, las paredes de mármol se elevaban hasta un techo abovedado en el que se podía admirar un maravilloso mosaico de barcos venecianos navegando a toda vela.

Detrás del alto mostrador encontraron a un hombre delgado, de mediana edad. Bravo habló brevemente con él y el hombre le entregó un formulario en el que debía apuntar sólo el número de cuenta que había descodificado de la libreta de notas de su padre, ni siquiera su nombre.

El banquero cogió el formulario y desapareció durante no más de tres minutos. Cuando regresó, abrió una sección del mostrador. Permitió que Bravo pasara, pero no Jenny. Se mostró educado y le pidió disculpas, pero su actitud era firme.

—Confío en que lo entienda, signorina —dijo—. Es la política del banco permitir la entrada sólo al titular de la cuenta. Es una cuestión de posible coacción.

—Lo entiendo perfectamente, signore —respondió ella con una sonrisa. Luego se dirigió a Bravo y añadió—: Estaré fuera buscando a nuestro amigo.

Se refería a Michael Berio, de quien sospechaba que los estaba siguiendo.

Bravo asintió.

—No tardaré mucho —dijo.

El banquero lo condujo a través del suelo de mármol y luego por una escalera hasta llegar a una pequeña y tranquila antecámara. Al otro lado estaba la sólida e imponente puerta abierta que daba acceso a las cajas de seguridad. Naturalmente, las bóvedas de los bancos de Venecia estaban en la planta alta, no en el sótano, para protegerlas de las inundaciones periódicas que soportaba la ciudad.

El banquero lo dejó en un pequeño reservado —uno de los seis que se alineaban en el costado izquierdo de la antesala— y, un momento después, regresó con una larga caja de metal gris, que dejó en la mesa delante de Bravo.

—Estaré esperando fuera, signore —dijo—. Sólo tiene que llamarme cuando haya acabado.

El hombre se marchó sin mirar atrás.

Por un momento, Bravo permaneció sentado mirando fijamente la caja. Pudo ver mentalmente a su padre sentado en la misma silla que él ocupaba en ese momento, con la caja abierta delante de él, llenándola con la precisión matemática que lo caracterizaba. Bravo rodeó la caja con los brazos, como si pudiese percibir los últimos vestigios de su padre. Luego, con gesto convulsivo, abrió la tapa.

Jenny estaba de pie a la sombra de la arcada del banco, con los ojos fijos en la claridad de la calle. Apoyada contra uno de los arcos, tenía todo el aspecto de estar mortalmente aburrida mientras bebía a pequeños sorbos un zumo de naranja que acababa de comprar a un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Saboreaba el gusto dulce de la fruta pero nada más. Mientras sus ojos escudriñaban a la gente que atravesaba el campo, sintió una especie de peso sobre los hombros, además de un sordo dolor de cabeza, como si el fantasma de Dexter estuviera sentado encima de su cabeza.

Cuanto más se comprometía en esa misión, peor se sentía. Volvió a preguntarse por qué diablos la había aceptado, pero la respuesta era tan obvia como frustrante: Dexter le había pedido que la aceptara, y ella jamás le había negado nada. ¿Acaso no había demostrado en más de una ocasión que sabía perfectamente qué era lo mejor para ella? Jenny supuso que eso incluía la misión de proteger a su hijo, pero las suposiciones nunca tenían en cuenta las piedras que la realidad no dejaba de lanzarte. Y Braverman Shaw había demostrado ser una jodida piedra. «No puedo permitir que las cosas continúen así. ¿Cuándo voy a decirle la verdad? —se preguntó—. Tienes que dejar que las cosas continúen como están —se contestó a sí misma—. En el momento en que se lo digas, todo te estallará en la cara y lo habrás perdido». —¿Has visto a Berio?

Jenny se volvió, sobresaltada.

—No, pero eso no significa que no esté en alguna parte, espiándonos.

—Él sólo quiere protegernos.

Echaron a andar hacia el Dorsoduro, dejando a la multitud atrás. Sus pasos resonaban en las paredes de piedra y los adoquines de las estrechas callejuelas, cuyos colores se tornaban engañosos debido a los reflejos del agua de los canales.

—¿Qué había en esa cuenta? —preguntó Jenny.

—Cien mil dólares —dijo Bravo.

Jenny silbó por lo bajo.

—Uau.

—Y esto. —Después de una rápida comprobación de los alrededores, sacó del bolsillo la SIG Sauer P220—. Está cargada con munición del calibre 38.

Jenny abrió unos ojos como platos.

—Joder, esa semiautomática podría ganar una guerra.

—Creo que era precisamente eso lo que mi padre tenía en mente —dijo él, guardando nuevamente la pistola en el bolsillo.

—¿Sabes cómo usarla? Tal vez deberías dejar que yo llevase el arma.

—Puedo dispararle a una manzana apoyada en tu cabeza a cien pasos de distancia. —Se echó a reír—. No te preocupes, mi padre se aseguró de que supiese manejar perfectamente una pistola.

Para tratarse de una ciudad que se enorgullecía de sus maravillas arquitectónicas, la iglesia de l’Angelo Nicolò era bastante sencilla. Fundada en el siglo VI por un grupo de genoveses expatriados, el templo reflejaba hasta nuestros días la pobreza de aquellos hombres. Aparte de una más que necesaria renovación llevada a cabo en el siglo XIV, que incluyó las ventanas con triple mirador que se convirtieron en su seña de identidad, y la instalación de un bello pórtico en el siglo XV, en esencia seguía siendo la misma iglesia que en la época de su fundación.

—Al levantarse en este sestieri tan apartado, se encontraba tan alejada de la corriente principal de la vida religiosa veneciana que le fueron negadas sistemáticamente las donaciones de parte de los patrones y los feligreses acaudalados —explicó Bravo—. En cambio, l’Angelo Nicolò se convirtió en el santuario de facto para los pinzocchere (los fanáticos religiosos), quienes buscaban hacer penitencia dentro de sus muros.

—¿Y cómo logró sobrevivir? —preguntó Jenny.

—Buena pregunta. Una respuesta es Santa Marina Maggiore, el convento de monjas construido justo detrás de la iglesia. Aparentemente, fue el dinero de las monjas el que pagó la restauración del templo.

—Debió de costar una verdadera fortuna —dijo Jenny—. Me gustaría preguntarles a las monjas cómo consiguieron esa asombrosa proeza.

El interior era fresco, gris y hermoso; la pintura de san Nicolò realizada por Tiepolo, realmente impresionante. Estaban debajo del ábside central coronado por una cornisa bizantina del siglo VII. A esa hora eran prácticamente las únicas personas que había en la iglesia, pero de vez en cuando oían el suave eco de unas voces susurradas que sonaba como el chapaleo del agua del canal, una puerta que se abría o se cerraba, suelas de zapatos deslizándose sobre las lajas de piedra.

Bravo vio una pequeña figura que se acercaba a través del ábside, un sacerdote, a quien detuvo.

—Perdón, padre, permítame una pregunta. ¿Esta moneda tiene algún significado para usted?

El sacerdote era un hombre anciano con el rostro surcado de profundas arrugas y la piel quemada por el viento y el sol hasta alcanzar la textura del cuero. Tanto su pelo como su barba blancos y largos necesitaban pasar por el barbero; de hecho, parecía más uno de los mendigos de quienes había tomado el nombre esa parte de la ciudad que no un miembro de la Iglesia. A pesar de su avanzada edad, sus ojos azules —de un color tan eléctrico como los de Bravo— eran tan claros y penetrantes que parecían atravesar a Bravo de lado a lado. Después de una mirada larga y contemplativa, el sacerdote sonrió y cogió la moneda. Sus dedos también desmentían su edad, ya que eran tan rectos como los de cualquier hombre tres veces más joven que él. En realidad, salvo por la piel de su rostro, no exhibía ninguno de los signos que delatan los estragos causados por el paso del tiempo.

El sacerdote desconocido sólo miró superficialmente el anverso de la moneda, luego sus dedos, todavía tan hábiles como los de un prestidigitador, la hicieron girar para estudiar el reverso. Asintió para sí, luego alzó la vista, los ojos brillantes de un conocimiento secreto podrían haber contenido una pizca de humor o satisfacción.

—Espere aquí, por favor, signore —dijo, inclinando ligeramente la cabeza.

El sacerdote se marchó con la moneda y desapareció detrás de una columna. Silencio y polvo flotando desde lo alto. La luz se extendía a través del suelo, coloreada por el mármol, evocando los ramos de flores de la Erberia. Tres monjas con las manos hundidas dentro de sus hábitos negros pasaron lentamente en procesión, caminando al unísono, como si lo hicieran en un tempo que Dios hubiese provisto sólo para ellas.

—¿Crees que eso ha sido inteligente de tu parte? —preguntó Jenny—. ¿Darle la moneda?

—Para serte sincero, no lo sé —dijo Bravo—. Pero ya está hecho.

Dos sacerdotes, uno alto y delgado, el otro bajo y grueso como un tonel de vino, aparecieron entonces caminando en su dirección desde el crucero norte del templo, con los rostros envueltos en las sombras, enfrascados en una discusión.

—Voy tras él.

Jenny hizo un movimiento súbito, que sobresaltó a los dos sacerdotes, ya que hicieron una pausa murmurando entre sí. Para entonces, Bravo la había detenido. Los sacerdotes reanudaron su paseo, pero ahora en otra dirección, alejándose de ellos.

—Escucha, Bravo…

Él hizo un gesto breve y cortante, interrumpiéndola.

—Cuando se trate de mi protección, tú eres quien manda, dé lo contrario, ésta es mi función, ¿entendido?

Ella se contuvo con el rostro enrojecido por la ira. Bravo se dio cuenta de que se sentía incómoda cediéndole el control y también de que aún albergaba algunas preguntas acerca de sus instintos, sus motivaciones y, lo que era aún peor, su fortaleza mental. No importaba que hubiesen compartido la intimidad en la cama, entre ellos todavía se abría un abismo de desconfianza, que hacía que Bravo se preguntase si su relación física era algo más que una ilusión pasajera. Se había sentido tan feliz cuando llegaron a Venecia la noche anterior; había estado seguro de que se acercaba a algo que había anhelado durante toda su vida, algo tan importante y vital que, finalmente, podría ser absuelto de la culpa que siempre había sentido por la muerte de Junior. Y ahora lo embargaba la súbita sensación de estar observándose desde fuera de su cuerpo, como si hubiese entrado en un sueño sin saber cómo ni cuándo. Ya nada le parecía seguro; había una capa de hielo muy fina bajo sus pies, y sentía que estaba al borde de perder el equilibrio y caer al agua helada que corría debajo.

Para su consternación, comprobó que Jenny y él se estaban mirando con los ojos brillantes de ira.

—Nunca le hablarías de ese modo al tío Tony —dijo ella.

—Lo haría, lo creas o no. Dos personas pueden tomar decisiones, pero sólo si una de ellas está muerta.

La paráfrasis de la famosa frase de Ben Franklin sirvió para disipar la tensión que había entre ambos, como él pretendía, y Jenny se relajó.

—Sólo recuerda quién está cuidando de ti —susurró ella.

Otro sacerdote había aparecido en las sombras debajo de la ventana de triple mirador y les hacía señas para que se acercasen.

—Soy el padre Mosto.

El cura tenía la moneda de oro en la mano. Era de estatura mediana, con el pelo negro y aplastado que le cubría el cráneo como si fuese una gorra. Su piel era oscura, como el cacao mezclado con crema, de modo que era posible que sus antepasados fuesen originarios de Campania, la región del sur de Italia que se extiende alrededor del Vesubio. Su sangre quizá incluyese también algunas gotas turcas o norteafricanas. Aunque no era un hombre grande, ésa era la impresión que daba debido a que era ancho —con el vientre prominente y los hombros encorvados—, con un rostro pesado y meditabundo que contemplaba el mundo con una suspicacia innata desde detrás de la frondosa barba.

—Tú eres Braverman —dijo, sosteniendo la moneda de oro entre el pulgar y el índice—. El hijo de Dexter.

—Así es.

Bravo recuperó la moneda.

—Te reconocí por una fotografía que me dio tu padre. —El padre Mosto asintió—. Ahora vendrás conmigo y hablaremos.

Cuando Jenny hizo un intento de acompañar a Bravo, el sacerdote alzó la mano.

—Esto es entre el custodio y yo. Puedes quedarte delante de la puerta de mi rectoría si lo deseas.

Los ojos de Jenny reflejaron su ira.

—Fui asignada a Bravo por el propio Dexter Shaw, y debo acompañarlo a todas partes.

Un cúmulo de emociones parecieron congregarse en el rostro del padre Mosto.

—Eso es simplemente imposible —repuso con brusquedad—. Obedecerás las órdenes. Cualquier otro guardián no necesitaría que le recordasen cuáles son sus obligaciones.

—Ella tiene razón, padre Mosto —intervino Bravo—. Lo que yo tenga que oír ella también lo oirá.

—No, eso no está permitido. —El sacerdote cruzó los brazos sobre su amplio pecho—. Nunca.

—Fue el deseo de mi padre y mi elección. —Bravo se encogió de hombros—. Pero si usted insiste, nos marcharemos de aquí y…

—No, no debes hacer eso. —Un pequeño músculo había comenzado a agitarse en la mejilla del sacerdote—. ¿Sabes por qué no debes hacerlo?

—Lo sé —dijo Bravo—. Pero lo haré de todos modos, puede estar seguro.

El padre Mosto lo miró con cierta beligerancia en el rostro.

Bravo se volvió y, acompañado de Jenny, comenzó a alejarse por el pasillo central de la nave.

—Braverman Shaw —lo llamó el padre Mosto a sus espaldas—. Tal vez no estás tan familiarizado con las tradiciones de la orden. Las mujeres no tienen lugar en…

Vio que los dos continuaban alejándose de él y, cuando volvió a hablar, en su voz había un tono quejumbroso.

—No hagas eso, te lo ruego. Va contra nuestras tradiciones más antiguas.

Bravo se volvió.

—Entonces quizá ha llegado el momento de reconsiderar qué es tradición y qué es rutina, qué es útil y qué es lo que nunca debería haber existido.

El rostro del sacerdote estaba oscuro como el hollín, y se balanceó ligeramente sobre sus pies, que eran pequeños como los de una chica.

—Esto es monstruoso. No pienso tolerarlo. Estás extorsionando…

—No estoy extorsionando a nadie —dijo Bravo tranquilamente—. Sólo estoy sugiriendo otra manera de enfocar esta situación, como habría hecho mi padre si estuviese en mi lugar.

El padre Mosto se rascó la barba con sus dedos torcidos al tiempo que sus ojos ponzoñosos se posaban en Jenny.

—¿Dónde está su alardeada compasión cristiana, padre Mosto? —preguntó ella.

Bravo se sobresaltó, seguro de que Jenny había alterado el delicado equilibrio que él había conseguido crear con tanto esfuerzo. Pero luego miró el rostro del sacerdote y advirtió una sutil relajación en sus facciones. Como cualquier mortal, el padre Mosto no era inmune al halago. Además, Jenny había escogido el momento justo para abrir la boca. El padre Mosto vio que no era tan tonta o sumisa como había imaginado. Bravo comprendió, entonces, cuán inteligente era su compañera. Jenny había estado siguiendo cada matiz de la conversación y supo el momento exacto en que el sacerdote se encontraba al borde del asentimiento. Todo lo que quedaba por hacer entonces era una afirmación por parte de ella que corroborara la posición de Bravo.

En el rostro del padre Mosto se asentó lo que, quizá, era una expresión de resignación.

—Venid conmigo, los dos —dijo ásperamente, y acto seguido los condujo a través de una puerta profusamente pintada que se encontraba en la parte trasera de la iglesia y que era, de hecho, parte de una pintura mural. Era tan pequeña que Bravo tuvo que agachar la cabeza.

Un momento después se encontraban en un corredor descendente que debía de discurrir junto al canal, porque cuanto más avanzaban, más húmedo era el lugar. Aquí y allá, el agua se filtraba a través de los enormes bloques de piedra. A su izquierda apareció una puerta, justo antes de que el corredor alcanzara su punto más bajo. Allí había un desagüe de metal incrustado en la piedra desde el que emanaba el olor fétido de las aguas servidas.

El padre Mosto hizo girar una llave en la puerta que daba acceso a la rectoría y, abriendo la pesada hoja de madera tachonada de hierro, dio un paso a través del umbral. Jenny, sin embargo, estaba mirando hacia el final del corredor.

—¿Qué hay más allá? —preguntó.

Cuando resultó evidente que el padre Mosto no iba a responder a la pregunta, Bravo la repitió.

—Santa Marina Maggiore —el sacerdote se dirigió a Bravo con los labios fruncidos.

—El convento de las monjas —dijo Jenny.

—Nadie puede entrar allí —dijo el padre Mosto, cuando Jenny entró en la rectoría, el sacerdote ya estaba sentado detrás de su escritorio, un mueble de madera bastante ornamentado para tratarse de un hombre de Dios. Una de las paredes estaba ocupada por un gran armario de roble, sus puertas talladas cerradas con cadenas y candados. Las otras únicas piezas de mobiliario eran un par de sillas de respaldo alto y aspecto incómodo de una madera casi negra. Sobre la cabeza del padre Mosto pendía una talla de Jesús en la cruz. Debido a la ausencia total de ventanas, la habitación, que olía a resina e incienso, resultaba absolutamente claustrofóbica.

—Me temo que tengo malas noticias que darte —dijo—. La salud del papa se ha deteriorado rápidamente.

—Entonces tengo menos tiempo del que pensaba —comentó Bravo.

—Así es. Con todo el respaldo de la camarilla del Vaticano, los caballeros de San Clemente son quienes dominan la situación en este momento, de eso no cabe la menor duda. —El padre Mosto se mesó la barba—. Puedes comprender por qué me inquieté tanto cuando decidiste marcharte. Tú eres la única esperanza de la orden. La protección de nuestros secretos es lo que nos salvará. Los secretos son nuestro poder, nuestro futuro… son la propia orden. Sin ellos, dejaremos de existir, nuestros contactos se esfumarán, y los caballeros de San Clemente saldrán victoriosos de esta batalla. —Hizo una mueca—. Estoy seguro de que adviertes la ironía de la situación. Nosotros comerciamos con nuestros secretos para poder hacer nuestra labor, pero también para defendernos. Hasta que hayas encontrado el lugar donde se guardan los secretos, no podremos utilizar nuestros contactos para que nos ayuden a repeler el ataque de los caballeros.

—Hay algo que debe explicarme —dijo Bravo—. Jenny me ha asegurado que ahora la orden es secular, apóstata, y que lleva siéndolo desde hace algún tiempo. No obstante, aquí estamos, hablando con un sacerdote, no con un hombre de negocios o un funcionario del gobierno como era mi padre.

El padre Mosto asintió.

—Se debe completamente a tu padre. Mientras que otros miembros de la Haute Cour se alejaron de la parte religiosa de la orden, tu padre no lo hizo. Fue él quien se encargó de mantener nuestra centenaria red viva y floreciente.

—Quiere decir que mi padre mantenía secretos incluso ante la Haute Cour.

—Tu padre estaba en lo cierto cuando abogaba por la reinstauración de un magister regens. Él miraba hacia un campo más amplio y veía un nivel más alto que sentía de manera urgente que debería ser la misión de la orden.

—¿Qué era lo que mi padre quería que hiciera la orden?

—No tengo ni la más remota idea. Él nunca me lo dijo y, como puedes imaginar, mis contactos con los demás miembros de la Haute Cour son prácticamente inexistentes.

Bravo asintió.

—Ojalá mi padre estuviera aquí. Ahora la orden está siendo atacada desde el exterior y también desde el interior.

—El traidor, sí. Los miembros de la orden se hacen cargo de los errores que han cometido sus líderes.

—Demasiado tarde para mi padre.

—Ah, hijo mío, todos tenemos una enorme deuda con Dexter. Era un hombre profético. —El padre Mosto apoyó una mano sobre el hombro de Bravo—. Es posible que la orden esté en crisis, Braverman, pero si puedes llevar a cabo la misión de tu padre, si podemos sobrevivir a esta terrible situación, estoy seguro de que, por fin, se producirá un verdadero cambio. —Hizo un gesto con la mano—. Pero estoy olvidando mis modales. Por favor, tomad asiento.

Las sillas eran tan incómodas como sugería su aspecto. Bravo y Jenny se acomodaron lo mejor que pudieron en sus respectivos asientos. A pesar de su ira, de su análisis de la nueva información, Bravo no perdía de vista su cometido. Tomó nota mentalmente de que debía llamar a Emma en cuanto pudiese. Tal vez hubiese conseguido alguna pista acerca del topo, pero tan pronto como lo hubo pensado se dio cuenta de que estaba dando palos de ciego. Su hermana sin duda lo habría llamado si hubiese hecho el más mínimo progreso en ese sentido.

El sacerdote extendió las manos.

—Supongo que te han dicho que la orden vino aquí por el eterno enfrentamiento entre Venecia y Roma, y eso es verdad, en cierto modo. —Se inclinó hacia adelante con las manos apoyadas en el escritorio y las yemas de los dedos unidas—. Existía, no obstante, otra razón mucho más perentoria. Para entenderla debemos retroceder hasta el año 1095, cuando se organizó la primera cruzada.

»Venecia es recordada casi exclusivamente como una ciudad-estado de extraordinarios políticos y es verdad… nuevamente, a su manera. “Proteged del tiempo tormentoso, oh, Señor, a todos vuestros fieles marineros, a salvo de súbitos naufragios y de las malvadas, insospechadas artimañas de sus arteros enemigos”. —Su dedo índice oscilaba adelante y atrás—. “Arteros enemigos”, ¿lo ves? Ya entonces. Pero me estoy adelantando.

»La oración que acabo de recitar está recogida en las primeras historias de La Serenissima, pronunciada el Día de la Ascensión, cuando los dux de Venecia se desposaban con el mar. Porque los venecianos eran, por encima de todas las cosas, un pueblo navegante.

»Cuando Roma llamó a todas las espadas disponibles para que viajaran a Tierra Santa, cualquiera podría haber pensado que aquellos que respondieron a la llamada eran personas religiosas que deseaban ganarse su paso a la otra vida. Pero no fue así, los soldados del Señor eran sólo un puñado; la inmensa mayoría de aquellos que cogieron sus armas para luchar por Roma eran oportunistas que vieron en la inminente matanza en masa una posibilidad de adueñarse por la fuerza de las armas de feudos, estados, incluso imperios en el Levante, como llamaban entonces a Oriente Medio.

El padre Mosto alzó una mano.

—Sé que ambos estáis familiarizados con esta época, pero os ruego que seáis indulgentes conmigo por unos momentos.

Se levantó y rodeó el escritorio para colocarse delante de Bravo y Jenny. Era evidente que disertando el padre Mosto se sentía en su elemento. Tanto su porte como su manera de hablar eran claramente anticuados, como si hubiese llegado de muchos siglos atrás.

—Los dux de Venecia fueron inicialmente tan codiciosos como sus rivales de Génova, Pisa y, más tarde, Florencia, para adquirir bases en Tierra Santa. Es decir, hasta que fueron aconsejados por miembros de la orden, quienes señalaron que sería mucho mejor dejar que otros lucharan y muriesen por tierras extranjeras. Su sabio consejo fue éste: mientras vuestros rivales luchan por la tierra, vosotros debéis utilizar vuestras armadas para controlar el mar. ¿El mar?, dijeron los dux. ¿Por qué habríamos de querer controlar un lugar tan vasto e inhóspito? Porque, les dijimos, cuando controláis el mar, también controláis el comercio, no solamente en el Adriático, sino en todo el mar Medio, que hoy llamamos Mediterráneo. Con vuestra invencible armada cobraréis impuestos a todos los barcos que lleguen a Italia desde cualquier país, regularéis el comercio para beneficiar el negocio veneciano y, de ese modo, obtendréis términos comerciales más favorables para vuestros comerciantes, quienes prosperarán sin importar cuál sea el resultado de las guerras.

»La orden, por supuesto, tenía sus propias razones para querer que Venecia controlase el comercio en el Mediterráneo. Queríamos contar con una travesía segura desde y hacia el Levante, porque ya teníamos en nuestro poder algunos secretos que apuntaban a otros, mucho mayores, que estaban enterrados o habían sido escondidos en zonas del Oltremare.

—Sí, sí —dijo Bravo—. Chipre, Siria y Palestina.

—Oh, no, no sólo allí, sino también a lo largo de la costa meridional del mar Negro, en Trebisonda.

El sacerdote se aclaró la garganta, lo que significaba que no le importaba que lo interrumpiesen.

—Fuimos tan persuasivos que, durante cuatrocientos años, Venecia persiguió el único objetivo de conseguir la supremacía en el mar. No podían utilizar bloqueos porque, en aquellos tiempos, los barcos no eran construidos ni aprovisionados para permanecer en alta mar durante períodos de tiempo muy prolongados, de modo que decidieron concentrarse en lo que sabían: escoltar a sus barcos mercantes de puerto en puerto y asolar los puertos enemigos y las rutas comerciales según la táctica de atacar y huir.

»Mediante la sugerencia de que utilizaran los mástiles de sus buques de guerra como torres de asedio, fue la orden la que ayudó a los caballeros de las cruzadas a tomar Constantinopla; gracias al conocimiento esotérico de la tierra que se extendía más allá de Oltremare, fue la orden la que ayudó a los hermanos venecianos, Nicolò y Matteo Polo, padre y tío de Marco. Habiéndonos enterado a través de nuestra red de contactos en las altas esferas de que los genoveses se habían aliado con los griegos, quienes habían sojuzgado anteriormente la región de Levante, para reconquistar Constantinopla, ellos alentaron a los Polo y a todos los venecianos que pudieron a que abandonasen la ciudad. Aquellos a los que no pudieron encontrar o no quisieron hacer caso de sus advertencias fueron hechos prisioneros y tratados como piratas: se los dejó ciegos o bien les cortaron la nariz.

»Un traidor ayudó a los griegos en su exitoso ataque a Constantinopla y, menos de un siglo más tarde, fue otro traidor dentro de la corte de David Comneno, emperador de Trebisonda, quien provocó que la ciudad cayese en manos de los otomanos. Nosotros también estábamos allí el día que cayó Trebisonda, y nos llevamos algunos secretos incomparables del lugar.

—Todo eso es realmente fascinante —dijo Bravo—, pero he venido aquí por una razón. ¿Dónde está…?

El padre Mosto se bajó del borde del escritorio y levantó la mano.

—Escúchame bien, Braverman Shaw. Cada vez que ha aparecido un traidor, se ha producido una terrible estela de muertes, y la orden se ha visto gravemente retrasada en su misión. Y en todas esas ocasiones sabemos que fueron los caballeros de San Clemente quienes organizaron el plan, seduciendo a uno de los nuestros para que cambiase de bando. Ahora nos encontramos en uno de esos períodos y, en esta ocasión, nuestra propia existencia pende de un hilo.

»Como tú mismo has dicho (como creía fervientemente tu padre), hay un traidor entre nosotros. Pero lo que tal vez tú ignores es que era la misión de Dexter Shaw descubrir a ese traidor y capturarlo para que, a través del consiguiente interrogatorio, pudiésemos seguir el rastro hasta su origen y destruir su cabeza de una vez y para siempre.

—Interrogatorio —dijo Bravo—. Quiere decir tortura, ¿verdad?

—La información debe obtenerse por cualquier medio.

Bravo negó con la cabeza.

—Mi padre jamás hubiese consentido que se torturase a otro ser humano.

—El plan fue idea suya —dijo el padre Mosto—. Nació de una situación desesperada, pero todos nosotros en la Haute Cour (incluido el traidor, irónicamente) estuvimos de acuerdo. Esto es una guerra, Braverman. Aquí, hoy, en este preciso momento, se trata de la supervivencia o la muerte. —Hizo un amplio gesto con la mano—. Por ello debo insistir en que todo lo que acontezca a continuación sólo sea entre tú y yo.

Jenny se levantó como movida por un resorte.

—Yo no soy una traidora.

—No hay duda de que Braverman cree que no lo eres —dijo el padre Mosto—, pero hoy, en este momento, yo no puedo permitirme ese lujo, estoy lleno de sospechas hacia cualquiera que no sea el hijo de Dexter Shaw.

—¿Cómo podría ser yo la traidora? —dijo Jenny en tono airado—. Todos sabemos que el traidor es un miembro de la Haute Cour.

—Aliado, tal vez, con un miembro de aquellos que protegen a la Haute Cour.

Bravo lo miró.

—No creerá eso realmente, ¿verdad?

—La mitad de los miembros de la Haute Cour han sido asesinados en menos de dos semanas. ¿Dónde estaba su tan vanagloriada protección en esos momentos? —El padre Mosto meneó la cabeza—. El tiempo de hacer suposiciones simples o correr riegos ya ha pasado. Tu padre lo entendería, Braverman, y tú también debes hacerlo.

Bravo hizo una pausa y pensó por un momento. Finalmente, se volvió hacia Jenny y dijo:

—Por favor, espera fuera.

—Bravo, no puedes hablar en serio…

—Necesito que te asegures de que nadie nos moleste.

La expresión de Jenny se endureció; luego asintió brevemente y salió de la rectoría sin mirar al sacerdote.

Una vez que estuvieron a solas, el padre Mosto le preguntó:

—¿Confías en ella?

—Sí —contestó Bravo sin vacilar.

—¿Completamente?

—Mi padre la eligió. Fue su expreso deseo que…

—Ah, sí, sí, tu padre. —El padre Mosto entrelazó los dedos—. Deja que te diga algo acerca de tu padre. Él anticipaba el futuro de un modo que ninguno de nosotros era capaz de entender. Yo no diría que podía ver el futuro, exactamente, pero parecía saber cómo acabarían las cosas.

—Eso he oído.

—Si, como dices, fue él quien te condujo hasta Jenny, entonces puedes estar seguro de que había una razón.

Bravo se encogió de hombros.

—Ella es el mejor guardián.

—No, no lo es, pero dejando esa cuestión a un lado de momento, aun cuando lo fuese, tu padre te llevó hasta ella por otra razón, por algo que sentía o vio, algo relacionado con el futuro que sabía que no viviría para ver.

Bravo lo miró sorprendido.

—No puede hablar en serio.

—Oh, sí, estoy hablando completamente en serio, Braverman.

—Nunca lo hubiese tomado por un místico.

—Yo creo en el bien y el mal, en la inmortalidad del espíritu, en el estricto orden jerárquico de Dios. Los místicos creen en el bien y el mal, en la inmortalidad del espíritu, en un poder superior y en un estricto orden jerárquico, de modo que, en el sentido más fundamental, no creo que seamos muy diferentes.

—La Iglesia lo consideraría un hereje.

—¿Y me quemaría en la hoguera? Me atrevería a decir que hace trescientos años lo habrían intentado —dijo el padre Mosto—. Pero piensa en esto: tanto el místico como el sacerdote son conscientes de que en este mundo hay mucho más que el hombre y sus creaciones. Yo respeto eso, y tú también deberías hacerlo. —Frunció los labios—. ¿Dónde está tu fe, Braverman?

El eco de la pregunta que le había hecho Jenny fue como un disparo en la frente de Bravo y, avergonzado por su incapacidad para responder a una cuestión tan vital, permaneció en silencio.

Después de una pausa reflexiva, el padre Mosto continuó:

—En cualquier caso, es sumamente importante que tengas presente lo que acabo de decirte acerca de esa capacidad de tu padre para anticipar el futuro a medida que avances a través del laberinto que creó para ti. Es así como lo ves, ¿verdad? Un laberinto.

Bravo asintió.

—Bien. Porque eso es precisamente: un laberinto para atrapar a los incautos y los falsos a medida que lo recorres. Yo conocía muy bien a tu padre. Creo con toda mi alma y mi corazón que fue él quien construyó ese laberinto para hacer frente a cualquier posibilidad. Suena improbable, incluso imposible, pero, a pesar de lo cerca que pudiste haber estado de Dexter Shaw, no llegaste a conocerlo tan bien como yo. Su mente, bueno, no funcionaba como la tuya o la mía, te lo aseguro.

—Lo sé, mi padre y yo teníamos un juego de claves que él había creado…

—No estoy hablando de juegos ni de claves, Braverman —repuso el padre Mosto con firmeza.

Había algo en el tono del sacerdote que alertó a Bravo, por lo que se inclinó ligeramente hacia adelante, concentrándose con los cinco sentidos en lo que le decía. El padre Mosto se dio cuenta y, hasta donde era capaz de hacerlo, pareció estar complacido.

—Como ya he dicho, tu padre tenía la capacidad de anticipar lo que iba a suceder. Dexter supo que había un traidor dentro de la orden antes que cualquiera de nosotros. De hecho, al principio, algunos de ellos no lo creyeron.

—Pero usted sí.

—Sí. Él habló primero conmigo acerca de sus sospechas.

—¿Le dijo mi padre de quién sospechaba?

—No, pero estoy convencido de que lo sabía.

—¿Por qué no actuó entonces?

—Porque creo que tenía miedo —respondió el sacerdote.

—¿Miedo? Mi padre no tenía miedo de nada. —En el silencio que siguió a sus palabras, Bravo añadió—: ¿A qué le temía?

—A la identidad del traidor. Creo que afectó a su confianza en sus propias habilidades. Era alguien a quien tu padre conocía muy bien y en quien confiaba totalmente.

El padre Mosto sacó de entre sus ropas una hoja de papel doblada.

Bravo la cogió.

—¿Qué es esto?

—La lista de los sospechosos —dijo el padre Mosto.

Bravo desplegó la hoja y estudió los nombres.

—El nombre de Paolo Zorzi figura en esta lista —dijo, y acto seguido se le hizo un nudo en la garganta—. Y también el de Jenny. —Frunció el ceño—. Usted ha dicho que el traidor era alguien a quien mi padre conocía muy bien y en quien confiaba totalmente.

El sacerdote asintió.

—Dexter y Jenny tenían… cierta clase de relación.

—Por supuesto, ellos trabajaban juntos.

El padre Mosto negó con la cabeza.

—La relación que mantenían iba más allá de lo estrictamente profesional —dijo—. Era algo personal e íntimo.

Camille Muhlmann pensó que había algo muy excitante en el hecho de vestirse con ropas masculinas… ¡y más aún con las de un sacerdote! Llevaba los pechos vendados y un relleno alrededor de la cintura para dar una apariencia gruesa debajo del hábito. Giancarlo, uno de los hombres de Cornadoro, había asumido esa expresión eclesiástica neutra que a ella le resultaba tan familiar cuando él se había puesto la sotana. Pero luego Cornadoro le confió que la ilusión de Giancarlo era ser actor.

—Es una puta de cine —se había quejado Cornadoro cuando ella le anunció su intención de utilizar a Giancarlo en lugar de a él.

—Siempre que llega a Venecia algún equipo de rodaje norteamericano, Giancarlo los sigue a todas partes como si fuese un perro mendigando algo que comer.

—¿Es de confianza? —había preguntado ella.

—Por supuesto que es de confianza, de otro modo lo hubiese echado a patadas hace ya meses.

No había sido difícil ignorar la ira de Cornadoro. Giancarlo era prescindible y Cornadoro no, era tan simple como eso, una ecuación matemática a la que Camille había llegado con un mínimo esfuerzo.

La excitación de que fuese un hombre había ido aumentando a medida que Giancarlo y ella habían caminado desde el crucero norte de la iglesia de l’Angelo Nicolò, observando a los incautos Bravo y Jenny, que se encontraban cerca de la ventana con triple mirador. Con los pechos vendados y el relleno en la cintura se sentía como un caballero enfundado en una armadura, impaciente por que comenzara la batalla, y una intensa sensación de alegría se disparó a través de su cuerpo como el estampido de un trueno.

Giancarlo y ella habían esperado a la sombra de la estatua de mármol blanco de Jesús, observando al padre Mosto, que acompañaba a la pareja hacia la rectoría. Ambos habían salido tras ellos a una discreta distancia y siguiendo un camino aproximadamente paralelo.

Ahora se encontraban muy cerca de la entrada practicada en el mural cuando otro sacerdote pareció materializarse aparentemente de ninguna parte. Era muy mayor y tenía el pelo largo y blanco y una barba desaliñada que necesitaba un corte con urgencia. Cuando se aproximó a ellos, sus ojos negros parecieron perforar a Camille hasta el tuétano, hasta el punto de que tuvo un momento de pánico, convencida de que había sido capaz de ver debajo de su disfraz y descubrir que se trataba de una mujer. Pero el sacerdote pasó junto a ellos como si no los hubiese visto y, finalmente, pudieron abrir la puerta y seguir al padre Mosto hasta su guarida.

Una vez en el fétido corredor de piedra, Camille vio a Jenny fuera de la puerta cerrada de la rectoría. Entonces susurró unas breves instrucciones y, asintiendo, Giancarlo se alejó.

Ella observó cuando Giancarlo se acercó a Jenny y asintió levemente. Luego él continuó su camino y ella se quitó los zapatos. Cuando Giancarlo se encontraba a cuatro o cinco pasos más allá de Jenny, se volvió y pareció preguntarle algo. «¿Qué está haciendo aquí?», tal vez. Camille le había insistido en que era imperativo que consiguiera que Jenny se pusiera inmediatamente a la defensiva, de modo que no tuviera otra opción más que responder, mantener una conversación con él, y relajase su atención.

Cuando Jenny se volvió para contestar a Giancarlo, Camille corrió por el corredor sin hacer ruido con sus pies descalzos. Cuando llegó junto a ella, calculó tanto el ángulo del golpe como la potencia del mismo. Sus ojos estaban centrados en el hueso occipital en la base del cráneo de Jenny, y allí fue donde la golpeó, afirmando los pies, girando desde la cintura, la potencia contenida detrás del golpe proyectándose desde su muslo derecho completamente tenso, subiendo por la pelvis y el torso, infundiendo a su brazo derecho la fuerza justa para dejarla inconsciente.

Camille estaba preparada y cogió a Jenny en sus brazos. Vio entonces que Giancarlo se acercaba para ayudarla con su carga, pero ella meneó la cabeza y él se frenó en seco, esperando, paciente como un perro fiel.

Por un instante tuvo a Jenny para ella, apoyada contra sus pechos vendados, la cabeza colgando sobre su hombro, el cuello completamente expuesto. Era un momento terriblemente íntimo. Apoyó suavemente una mano en la nuca de Jenny. Al percibir el lento palpitar de la arteria carótida, Camille extendió el índice como si fuese la hoja de un cuchillo. Sería tan fácil acabar allí mismo con su vida, en ese mismo instante, pensó. Pero eso sería un error. La orden enviaría a otro guardián —a alguien que ella no conocería—, y el meticuloso plan psicológico que había puesto en marcha tendría que volver a empezar. Y eso era algo que no podía permitir. Jordan se encontraba bajo una tremenda presión por parte del cardenal Canesi para que encontrase la Quintaesencia y el Testamento. Si ellos fracasaban, toda su base de poder estaría en peligro, quizá de un modo irrevocable. No, su forma de proceder era la correcta, de eso estaba completamente segura.

Su mano volvió a moverse, esta vez buscando debajo de la ropa de Jenny como si fuesen amantes en un apasionado abrazo amoroso. Sacó un teléfono móvil y se lo lanzó a Giancarlo. Luego, felizmente, encontró el arma. Por un momento, la luz arrancó reflejos rojos y verdes de la madreperla de la empuñadura de la navaja de la chica. Camille sonrió. Se había tomado el trabajo de hacer un duplicado de la pequeña navaja de Jenny porque no tenía modo de saber si la joven la llevaría consigo o si ella sería capaz de encontrarla cuando la necesitara. Ahora no tendría que usar el duplicado, pensó, mientras guardaba el pequeño cuchillo de Jenny debajo de su hábito, pero sería un agradable recuerdo para la colección secreta que había ido formando a lo largo de los años, pequeños objetos, posiblemente incluso insignificantes, excepto por el hecho de que cada uno de ellos poseía una siniestra intimidad, ya que se los había robado a Jordan, a Bravo, a Anthony y a Dexter.

Su momento acabó y le hizo una breve seña a Giancarlo. Juntos llevaron a Jenny a una pequeña habitación que había en el corredor y allí la dejaron. De regreso en el pasillo, Camille recuperó sus zapatos y se los calzó. Después de despachar a Giancarlo con nuevas instrucciones, se fundió en las sombras.

Mientras Giancarlo regresaba rápidamente a la iglesia alcanzó a oír a sus espaldas el suave ruido de la hoja de la navaja al abrirse.

En el interior de la rectoría, Bravo se sentó súbitamente, el duro borde de la silla clavándosele dolorosamente en la parte posterior de los muslos. «¿Cómo ha podido hacer algo así? —pensó—. ¿Cómo ha podido no decirme nada?». Cuando levantó la vista, el padre Mosto estaba observándolo con una mirada incisiva.

—No tengo idea de si Jenny es el traidor o no, Braverman, pero sí sé que tu padre estaba demasiado implicado como para hacer un juicio objetivo. Creo que fue por eso por lo que te envió a que conocieras a Jenny, para que tú dieras ese siguiente paso que él no pudo dar, para que pudieras descubrir la verdad acerca de ella.

—Pero eso que dice no tiene ningún sentido. —Bravo meneó la cabeza—. Prácticamente todos la detestan y se sienten agraviados por ella. ¿No la convierte eso en la primera en caer bajo sospecha?

—En realidad, Jenny sería la última persona de la que sospecharían. Piensa en esto: es injuriada, los demás se burlan de ella, siempre está en primer plano, nunca en las sombras.

—A menos que esté cumpliendo una misión sobre el terreno.

El sacerdote no dijo nada, no había necesidad de hacerlo.

—¿Habló mi padre con Paolo Zorzi acerca de Jenny? Después de todo, Zorzi fue quien la entrenó.

—No olvides que Paolo Zorzi también figura en esa lista —dijo el padre Mosto.

Bravo miró por encima del hombro hacia la puerta cerrada.

—¿Usted cree que ella puede ser el traidor?

—Yo… —comenzó a decir el sacerdote, pero luego dudó—. Yo la temo, porque fue capaz de llegar a Dexter de un modo que nadie más pudo conseguir. Ni siquiera tu madre, diría yo.

Algo aulló dentro de la cabeza de Bravo.

—No puedo creerlo. ¿Mi padre tenía una aventura con Jenny?

—Yo conocía a Dexter desde hacía más tiempo que cualquiera de los demás. Eso es un hecho. —Los ojos del padre Mosto rebosaban comprensión—. Debes encontrar el perdón en tu corazón, hijo mío. Tu padre era un hombre realmente extraordinario, consiguió cosas extraordinarias.

—Pero nunca nos lo dijo.

—¿Por qué iba a hacerlo? Dexter llevaba una doble vida, Braverman, ahora lo sabes mejor que nadie.

—Pero mi padre le doblaba la edad. —Bravo alzó la cabeza—. ¿Es posible que usted, un sacerdote, perdone lo que hizo?

—¿Acaso esperas que lo condene? —Se sentó frente a Bravo, tan cerca de él que sus rodillas se tocaron—. Yo era, antes que nada, amigo de Dexter. Le aconsejaba de la mejor manera posible pero… no es necesario que te diga que tu padre era un hombre con muchos secretos. Podía separar perfectamente sus dos vidas; una no interfería en la otra. Por razones que ni siquiera soy capaz de empezar a imaginar, Dexter vivía profundamente dentro de sí mismo.

El padre Mosto se levantó y apoyó una mano sobre el hombro de Bravo.

—Hay algo de lo que estoy seguro: Dexter amaba a tu madre, profunda y completamente. Nada de lo que hizo podría cambiar eso.

Bravo asintió en silencio, perdido en sus propios y confusos pensamientos.

—Cuando somos pequeños vemos a nuestros padres a través de los ojos de un niño. Si se pelean pensamos que se odian. Pero cuando nos convertimos en adultos descubrimos que la gente, incluidos nuestros padres, es muy compleja. Es posible discutir y pelearse y aun así estar enamorados. Lo que debes tener en cuenta es que tu padre jamás abandonó a tu madre, jamás os abandonó a ti y a tu hermana. Cuando tu madre enfermó, estuvo a su lado todo el tiempo. Y cuando murió… Dios mío, sufrió un terrible dolor. Una parte de él también murió ese día, eso puedo asegurarlo.

El padre Mosto suspiró.

—Es una información dura, Braverman, pero es mejor conocer la verdad, ¿no crees? Todas tus decisiones deben surgir de la verdad.

Bravo alzó la vista.

—Pero Jenny y yo…

No pudo acabar la frase. ¿Acaso Jenny había seducido a su padre del mismo modo que lo había seducido a él en aquella habitación de hotel en Venecia? Por supuesto, también había habido aquella relación sexual apasionada en el mont Saint Michel, pero, incluso entonces, ¿no había sido ella quien lo había buscado? Sí, él había sentido ternura hacia ella, pero ella lo había buscado, había sentido su calor, había visto el deseo reflejado en sus ojos…

En los ojos del sacerdote se advertía un gran cansancio y cierta tristeza.

—Te ruego que no le entregues tu confianza como lo hizo tu padre. Te ruego que te mantengas en guardia.

«Demasiado tarde —pensó Bravo amargamente—. Jodidamente tarde».

El padre Mosto permaneció en silencio, dando a Bravo el tiempo que necesitaba mientras luchaba por aclarar sus pensamientos.

Finalmente, Bravo se levantó.

—Es hora de que hablemos de la razón que impulsó a mi padre a enviarme aquí.

El sacerdote asintió con una expresión de preocupación en el rostro.

—Por supuesto.

—El armario de las limosnas.

—Ah, sospechaba que se trataba de un objeto de mi rectoría. Dexter se pasaba muchas horas solo aquí, estudiando e investigando.

El padre Mosto sacó una llave y abrió el enorme armario de madera quitando la cadena.

En ese momento sonó un timbre en su escritorio. Por un momento, lo ignoró, retirando el candado y la cadena del armario. Luego, como el timbre continuaba sonando, dijo:

—Debes perdonarme un momento, me necesitan en la iglesia.

Cuando el padre Mosto giró en la esquina del corredor, comprobó que varias de las lámparas estaban apagadas y tomó nota mentalmente de que debía volver a encenderlas a su regreso a la rectoría. Apuró el paso, concentrado en Braverman y Dexter, que sin duda fue la razón de que no oyese nada. El ataque fue tan silencioso, tan veloz, que no sintió nada, hasta que la hoja del cuchillo le rebanó el cuello. Sintió un gran latido en su interior y se agitó violentamente mientras la sangre comenzaba a manar. Intentó gritar pero, casi de inmediato, la oscuridad se cernió sobre su conciencia y sintió una curiosa lasitud, de modo que quiso dormir incluso mientras trataba de luchar. Pero ¿luchar contra qué? La vida escapaba de su cuerpo con cada latido del corazón.

Su último pensamiento… no tuvo ningún último pensamiento. Estaba muerto antes de caer pesadamente sobre el suelo de piedra cubierto de sangre.

Sin esperar a que el padre Mosto regresara, Bravo abrió las pesadas puertas del armario. El interior olía a siglos y a cedro; las paredes del armario estaban forradas con paneles de esa madera aromática. En él había tres estantes de madera separados por un amplio espacio. Abrió el cepillo para las limosnas y revisó el contenido, que incluía el libro mayor y otros papeles y archivos diversos, sin encontrar lo que estaba buscando. Se quedó un momento, confuso y pensativo, respirando el aroma penetrante del cedro. Estaba seguro de que no había interpretado mal el código de su padre. ¿Dónde estaba el monedero?

Entonces algo le sucedió. Aunque su apariencia era antigua, los paneles de cedro ricamente aromáticos eran relativamente nuevos, y ese armario parecía tener más de doscientos años. Picado por la curiosidad, comenzó a dar golpes secos y cortos en los paneles.

Su oído, afinado a los pequeños sonidos, percibió lo que esperaba: un hueco especial. Introdujo las uñas en el intersticio que había entre los paneles y tiró hacia afuera. Al quitar uno de los paneles descubrió una pequeña cavidad de la que extrajo un curioso objeto; era frío al tacto y brillaba bajo la luz de la lámpara. Una investigación más minuciosa reveló que estaba hecho de acero maravillosamente trabajado para darle la forma de un pequeño monedero. La parte superior redondeada carecía de asa. Advirtió, en cambio, un minúsculo cuadrado. Había visto antes esa forma de cerrojo.

Sacó los gemelos e insertó el que no servía para abrir la cerradura en Saint Malo. Éste encajó perfectamente, tal como esperaba. En el momento en que iba a abrir el monedero oyó un ruido, el impacto seco de una ventana batiente agitada por el viento, seguido de lo que sonó como un gemido proferido por una garganta estrangulada.

Llegó a la puerta en dos zancadas y la abrió de par en par.

—¿Jenny? ¿Padre Mosto?

El corredor desierto se extendía en ambas direcciones, y en él reinaba un silencio espectral. Bravo podía sentir el latido del corazón y la sangre golpeando detrás de sus oídos. Entonces oyó agua que goteaba a pocos pasos. ¿Dónde demonios estaba Jenny?

Guardó rápidamente el monedero en el bolsillo y se aventuró por el corredor apenas iluminado. Al girar en el primer recodo vio una forma tendida en el suelo de piedra.

—¿Jenny?

Echó a correr y resbaló. Las piedras estaban mojadas por la humedad del canal y algo más, algo pringoso y ligeramente viscoso. Sangre. A sus pies había un cuerpo grotescamente tendido y vestido con el hábito de un sacerdote. El rostro del padre Mosto, pálido y casi verde, lo miraba con los ojos fijos y vidriosos. Tenía un tajo en el cuello y la sangre, que al principio había brotado a borbotones, aún goteaba de la herida. Junto a él, en el creciente charco de sangre, estaba el arma asesina: un cuchillo.

Bravo se arrodilló y lo examinó detenidamente sin tocarlo. Era una navaja estrecha con madreperla, la misma que Jenny había utilizado para descorchar la botella de vino.

¿Jenny había asesinado al padre Mosto? No podía creerlo. Pero si era inocente, ¿dónde estaba?

En ese momento oyó una suave raspadura en el suelo de piedra, se levantó y corrió hacia lo que sonaba como unas pisadas furtivas y ligeras. Las lámparas estaban apagadas en esa sección del corredor y, cuanto más se alejaba Bravo del cuerpo sin vida tendido en un charco de sangre, más se adentraba en la penumbra del húmedo pasadizo, hasta que ya no pudo ver más allá de sus pies.

Aun así, continuó andando. ¿Qué otra cosa podía hacer? De pronto, algo le indicó que había alguien a su espalda y se volvió justo para recibir un golpe en la frente que hizo que la cabeza se le doblara hacia atrás. Trastabilló hasta chocar contra una pared húmeda y legamosa y recibió un nuevo golpe.

Bravo permitió que su atacante descargase otro golpe, pero esta vez consiguió coger la muñeca del brazo extendido y se asombró al descubrir lo fina que era, la extrema suavidad de la piel. Estaba siendo atacado por una mujer.

—Jenny —jadeó—, ¿por qué haces esto?

Otro golpe lo sacudió violentamente, pero se negó a soltar la muñeca de su atacante y la dobló con fuerza hacia atrás, al tiempo que oía el instantáneo siseo de dolor que escapaba de los labios de su rival. Rozándola al intentar esquivar otro golpe, Bravo sintió la turgencia de sus pechos y la hizo girar con intención de rodearle el cuello con el brazo, pero ella lo golpeó en la nariz con el canto de la mano. Su cabeza salió disparada hacia atrás y la visión se tornó borrosa cuando las lágrimas afluyeron a sus ojos, cegándolo por un instante. Su adversaria aprovechó el momento para liberar su muñeca. Bravo tuvo entonces la fugaz impresión de una figura femenina que se alejaba corriendo; luego su silueta se hizo más nítida contra la blanca luminosidad del día cuando ella abrió una puerta lateral y desapareció.

Bravo sacudió la cabeza tratando de aclarársela. Luego avanzó tambaleándose en dirección a la puerta de salida. Y una vez allí se encontró en un estrecho callejón que discurría junto a las aguas del canal. Un cúmulo de reflejos, moviéndose y ondulándose, se elevó hacia él como si procedieran de una pintura alterada por el pincel de un artista.

Un poco más adelante se veía el arco de piedra de un puente. La luz del sol le golpeó el rostro y, al entornar los ojos, creyó ver una figura femenina que cruzaba apresuradamente el puente en medio de la multitud. Enjugándose las últimas lágrimas, se abrió pasó entre la masa de turistas sudorosos, pero llegó a la parte superior del puente sin haber sido capaz de identificar a Jenny. Permaneció allí un momento, de espaldas a la multitud, estudiando a la gente que ocupaba la plaza que se abría al otro lado del puente. De pronto comenzó a tambalearse; la cabeza le daba vueltas, no sólo a causa de la claridad y el intenso calor, sino también por los golpes que había recibido en el corredor fuera de la rectoría.

¿Qué otra mujer habría tenido la potencia física y la habilidad para luchar cuerpo a cuerpo de ese modo? Y entonces, como si una fotografía quedase súbitamente enfocada, recordó lo que Jenny había dicho cuando él le mostró la SIG Sauer de su padre: «Tal vez deberías dejar que yo llevase el arma». Si ella fuese la traidora, evidentemente habría querido tener el arma.

Bravo estaba tan perdido en esta dolorosa línea de conjeturas que no se percató de la presencia de los dos hombres que se acercaban por su espalda y, antes de que pudiera comprender lo que estaba pasando, lo empujaron por encima del borde del puente. Cayó sobre la cubierta de un motoscafo. Un segundo después alguien le cubrió la cabeza con un saco y la embarcación se puso en marcha. Lo cogieron de los pies y oyó que alguien decía algo con tono urgente muy cerca de él; ignoró al hombre y luchó denodadamente, pero muy pronto le sujetaron los brazos al costado del cuerpo. Usando la frente a modo de ariete, Bravo se lanzó hacia adelante y alcanzó a uno de sus captores. Intentó repetir el golpe aprovechando la momentánea ventaja, pero un impacto preciso detrás de su oreja derecha lo dejó inconsciente.