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Mientras descendía del reactor de Air Afrika, Arkadin sintió desprecio por Noah Perlis apenas lo vio. Por esa razón se mostró de lo más cordial cuando, a la cabeza de su equipo de veinte hombres, se reunió con el agente de Black River. Al mismo tiempo, hizo todo lo que pudo para ignorar las sobrecogedoras similitudes entre aquella parte de Irán y Nizhni Tagil: el hedor a azufre, el aire lleno de partículas en suspensión, el círculo de torres petrolíferas que tanto se parecían a las torres de vigilancia de las cárceles de alta seguridad que rodeaban su ciudad natal.

El resto del contingente de Arkadin estaba todavía en el avión, donde se estaban ocupando del piloto y el copiloto, como habían hecho durante todo el vuelo, para asegurarse de que no alertaran a nadie sobre el exceso de carga transportada. A la señal preestablecida, los hombres saldrían en tropel de la panza del avión, de forma muy parecida a como lo habían hecho los soldados griegos introducidos tras las inexpugnables murallas de Troya en un caballo de madera.

—Me alegro de conocerlo por fin, Leonid Danilovich —dijo Perlis en un ruso aceptable mientras le daba la mano—. Su fama le precede.

Arkadin mostró su sonrisa más cordial, y replicó:

—Creo que debería saber que Jason Bourne está aquí…

—¿Qué? —Perlis tuvo la sensación de que el mundo se desplomaba— ¿Qué ha dicho?

—… Y si no está todavía aquí, pronto lo estará. —Arkadin mantuvo la sonrisa en el rostro mientras Perlis intentaba arrancar la mano que el ruso le sujetaba con fuerza—. Fue Bourne el que se infiltró en el edificio de Air Afrika en Jartum. Sé que debía de estar preguntándose quién fue.

Perlis dio la sensación de estar esforzándose en entender qué era lo que pretendía Arkadin.

—Eso es una tontería. Bourne está muerto.

—Todo lo contrario. —Tiró con fuerza hacia sí de la mano retenida de Perlis—. Y yo debería saberlo bien. Disparé a Bourne en Bali. También creí que había muerto, pero, al igual que yo, es un superviviente nato, un hombre con nueve vidas.

—Aunque todo eso sea cierto, ¿cómo sabe que estuvo en Jartum, y ya no digamos que entró en el edificio de Air Afrika?

—Mi trabajo consiste en saber esas cosas, Perlis. —Arkadin se echó a reír—. Estoy siendo modesto. En realidad, hice seguir a Bourne una ruta expresamente diseñada para conducirlo a Jartum, al edificio de Air Afrika y, lo que es más importante de todo, hasta Nikolai Yevsen.

—Yevsen es el meollo de nuestro plan, ¿por qué habría de hacer semejante idiotez…?

—Quería que Bourne matara a Yevsen. Y eso es precisamente lo que hizo. —La sonrisa de Arkadin se extendió hasta llegar a sus ojos. Este arrogante norteamericano tiene buen aspecto a pesar de su palidez, pensó—. Tengo todos los archivos informáticos de Yevsen: todos sus contactos, clientes y proveedores. No es que sea un círculo amplio de gente, como puede imaginarse, pero a estas alturas ya han sido informados todos de la muerte de Nikolai Yevsen. También se les ha dicho que de ahora en adelante será conmigo con quien negocien.

—¿Se… se ha apoderado del negocio de Yevsen? —A pesar de lo que acababa de oír, no pudo evitar echarse a reír ante la brutal cara de Arkadin—. Tiene manías de grandeza, amigo mío. Usted no es más que un matón ruso sin educación y corto de entendederas que inexplicablemente ha tenido algo de buena suerte. Pero en este negocio la buena suerte sólo le llevará hasta aquí, y ahora ha llegado el momento de que los profesionales le quiten de en medio.

Arkadin reprimió el impulso de convertir la cara del norteamericano en una masa sanguinolenta. Ya llegaría ese momento, pero primero necesitaba tener espectadores para lo que estaba a punto de hacer. Sin soltar todavía la mano de Perlis, abrió el móvil con el pulgar de la mano libre y envió un mensaje de texto de tres dígitos. Al cabo, la panza del reactor de Air Afrika pareció partirse en dos cuando empezaron a salir los restantes ochenta hombres del ejército privado de Arkadin.

—¿Qué es esto? —preguntó Perlis, mientras observaba cómo sus propios empleados eran reducidos, desarmados y arrojados al suelo, donde fueron sistemáticamente maniatados y amordazados.

—No es sólo el negocio de Yevsen lo que me quedo, señor Perlis, también estos campos petrolíferos. Lo suyo es ahora mío.

El helicóptero ruso de combate Havoc Mi-28 que transportaba a Bourne y al coronel Boris Karpov, a dos de sus hombres, además de los dos tripulantes, y un suplemento completo de armas, descendió con un viraje sobre los campos petrolíferos iraníes de Shahrake Nasiri-Astara, e inmediatamente vieron las dos aeronaves: una, el reactor de Air Afrika que el técnico en informática de Karpov de Jartum había rastreado hasta allí, y la otra, un helicóptero Sikorsky S-70 Black Hawk pintado de negro mate, pero sin ninguna identificación: un transporte de Black River.

—Según los informes que he recibido de Moscú, las fuerzas aliadas lideradas por los norteamericanos todavía no han entrado en territorio iraní —dijo Karpov—. Puede que aún tengamos tiempo de evitar esta catástrofe.

—O no conozco a Noah Perlis o seguro que tiene algún plan de emergencia. —Mientras observaba con atención el terreno que cambiaba rápidamente, meditaba sobre todo lo que Soraya le había contado. Al menos tenía todas las piezas del rompecabezas, salvo una: qué tenía en mente Arkadin. Tenía que tener algún plan, y eso era algo sobre lo que Bourne estaba tan seguro como que en aquella tela de araña tan delicadamente tejida él cumplía alguna función.

Y allí estaba la araña, pensó, mientras el Havoc descendía rápidamente como un murciélago salido del infierno, pasando sobre las figuras de Arkadin y Perlis. Cuando Karpov indicó al piloto que aterrizara, Bourne sintió el intenso y punzante dolor en la herida del pecho, que volvía a acosarlo como un viejo enemigo. Ignorándolo, intentó entender lo que estaba sucediendo. Cinco hombres y una mujer estaban tumbados boca abajo en el suelo, atados como lechones listos para ser asados. Contó hasta cien hombres fuertemente armados con uniformes de camuflaje que a todas luces no pertenecían al ejército norteamericano.

—¿Qué coño está ocurriendo ahí abajo? —Boris acababa de desviar su atención hacia el mismo escenario que tenía absorto a Bourne—. Y ahí está ese cabronazo, Arkadin. —Apretó los puños—. Qué ganas tengo de cortarle los huevos, y por Dios que se los voy a cortar ahora.

Para entonces el Havoc se había puesto a tiro de las armas cortas, y el piloto, sentado en su cabina elevada de la parte posterior del helicóptero, estaba realizando ya maniobras de evasión, haciendo aullar en consecuencia los dos motores turboeje TV3-117VMA. Ni Bourne ni Karpov se sintieron especialmente preocupados por el fuego de las armas semiautomáticas, puesto que el Havoc estaba equipado con una cabina blindada capaz de soportar el impacto de los proyectiles de 7,62 y 12,7 milímetros, además de fragmentos de metralla de veinte milímetros.

—¿Listo? —le preguntó Karpov a Bourne—. Pareces dispuesto a todo, como buen norteamericano. —Y se echó a reír.

El hombre encargado de las armas gritó para dar la voz de alerta. Al mirar hacia donde estaba señalando, vieron a uno de los hombres que estaban en tierra introducir un misil Redeye en un lanzamisiles, y a un compatriota suyo balancear éste para ponérselo en el hombro, apuntarlo hacia ellos y apretar el gatillo.

En cuanto Arkadin vio introducir el Redeye en el lanzamisiles, propinó un gancho salvaje a Perlis en la barbilla y, soltándole la mano cuando el norteamericano se desplomó, corrió hacia el hombre que estaba a punto de disparar contra el Havoc. Le gritó que se detuviera, pero fue inútil, pues el ruido de los rotores del helicóptero era demasiado fuerte. Sabía lo que había ocurrido. Sus hombres habían visto el Havoc de combate ruso y habían reaccionado instintivamente contra el enemigo.

El Redeye surcó el aire, explotando contra los depósitos de combustible del Havoc. Aquello fue un error, porque los depósitos de Havoc tenían un aislamiento de espuma de poliuretano para protegerlos e impedir que se inflamaran. Además, cualquier grieta que se produjera en los mismos depósitos se sellaba inmediatamente con el látex contenido en las cubiertas de autosellado. Aun si la explosión hubiera reventado alguno de los conductos del combustible, lo que parecía probable dada la poca altura a la que se encontraba el Havoc cuando fue alcanzado, el sistema de alimentación del combustible reaccionaba creando un vacío, lo que evitaba que el combustible se filtrara a las zonas donde podría inflamarse.

Como consecuencia del impacto, el Havoc se balanceó adelante y atrás como un insecto desorientado; y entonces sucedió lo que más temía Arkadin: del vientre del Havoc herido salieron como centellas dos misiles contracarro Shturm en dirección a tierra. Las explosiones resultantes se llevaron por delante a las tres cuartas partes del equipo de Arkadin.

Bourne, tras ser arrojado de bruces contra un mamparo, sintió que la explosión de dolor en su pecho se irradiaba hasta los brazos. Durante un instante pensó que el golpe recibido en la herida le había provocado un ataque al corazón. Entonces se rehízo, reprimió mentalmente el dolor y, extendiendo una mano, levantó a Karpov del suelo del Havoc. El humo estaba llenando lentamente la cabina, lo que le hizo más difícil contener la respiración, aunque de entrada no estaba claro si procedía de los daños sufridos por el helicóptero o de los cráteres superficiales del terreno donde habían impactado los Shturm.

—¡Pon en tierra esta tartana, ahora! —ordenó Karpov por encima del barullo de los motores.

El piloto, que había estado luchando con los controles desde que habían sido alcanzados, asintió con la cabeza y descendió verticalmente. En cuanto tocaron tierra con una sacudida que les hizo temblar todos los huesos, Karpov abrió la puerta de un fuerte tirón y saltó a tierra. Bourne lo siguió con una mueca de dolor. El aire le quemaba en la garganta. Ambos echaron a correr agachados bajo el remolino provocado por la aeronave, hasta que se encontraron fuera de la circunferencia de las aspas.

Lo que se encontraron fue un infierno. O, mejor dicho, la guerra. En el aire, los viriles zumbidos de los misiles habían resultado tonificantes, sobre todo como represalia al primer ataque, pero allí en la tierra, sin la fría imparcialidad de la perspectiva del ojo de Dios, todo era devastación. Enormes montículos de tierra negra, calcinada y humeante como si procediera de las fosas del infierno, medio cubierta aleatoriamente por los pedazos y miembros de cuerpos destrozados, como si alguna criatura demente hubiera decidido mejorar la forma humana desmembrándola primero. El hedor a carne quemada se mezclaba con los nauseabundos olores de los excrementos y la munición de artillería explotada.

Para Bourne, la escena tenía la misma cualidad de pesadilla plasmada en las medio enloquecidas pinturas negras de Goya. Cuando aparecía tanta muerte, cuando miraras donde miraras todo era horror, la mente creía estar ante algo surrealista para no enloquecer.

Los dos hombres divisaron a Arkadin al mismo tiempo y empezaron a perseguirlo. El problema era que el dolor del pecho de Bourne se estaba haciendo cada vez mayor y más abrasador. Mientras que sólo unos momentos antes había parecido ser del tamaño de un tejo, ahora parecía más grande que un puño. Además, parecía haberse acompasado con su corazón. Cuando se desplomó sobre una rodilla, vio a Karpov desvanecerse en una columna de humo negro y aceitoso. No podía ver a Arkadin, pero lo que quedaba de su equipo estaba entablando combate con los guardias del campo petrolífero iraní en una batalla campal cuerpo a cuerpo por cada centímetro de territorio que todavía no se hubiera convertido en una fosa infernal. En cuanto a los agentes de Black River, no quedaba ninguno vivo, habían muerto o bien por el ataque del misil, o bien por haber sido ejecutados por las fuerzas de Arkadin. Todo era un caos.

Bourne se obligó a levantarse, pasó tambaleándose junto a los cadáveres y se adentró en el humo que ascendía en un remolino hacia el cielo. Lo que encontró al otro lado no fue alentador. Boris yacía en la ladera de uno de los cráteres, con una pierna colocada en un ángulo antinatural debajo de la otra. Le sobresalía un hueso blanco. De pie, abierto de piernas sobre él, estaba Leonid Danilovich Arkadin con una SIG Sauer del calibre treinta y ocho en la mano.

—Creías que podía joderme, coronel, pero llevo esperando este momento mucho tiempo. —La voz de Arkadin apenas se podía oír por encima de los gritos y las discordantes ráfagas de las armas de guerra—. Y ahora ha llegado mi momento.

Se volvió de pronto hacia Bourne, y una lenta sonrisa se extendió por su cara cuando, formando un triángulo cerrado, le disparó tres veces al pecho.