14
Bourne y Tracy Atherton llegaron a Sevilla ya bien avanzada la tercera tarde de la Feria de Abril, la fiesta de siete días de duración que se apodera como una fiebre de toda la ciudad poco después de la Semana Santa. Durante la máxima festividad religiosa del catolicismo, los penitentes encapuchados siguen en masa los pasos afiligranados y escalonados magníficamente adornados, llenos de hileras de velas blancas y ramilletes de flores blancas, en el centro de los cuales se situaban las imágenes de Jesucristo o la Virgen María. Bandas de músicos con uniformes coloristas acompañan los pasos, interpretando música tan triste como marcial.
En ese momento como entonces, las avenidas estaban cortadas al tráfico automovilístico, e incluso en muchas calles era imposible transitar a pie, porque, según parecía, toda Sevilla estaba fuera, tomando parte u observando el impresionante espectáculo.
En la abarrotada avenida de Miraflores se abrieron paso hasta un cibercafé. Era un local estrecho y oscuro, y el encargado atendía detrás de un mostrador enano situado al fondo. Toda la pared de la izquierda estaba ocupada por terminales de ordenador conectados a Internet. Bourne pagó una hora, hecho lo cual se pusieron a esperar junto a la pared a que una de las pantallas quedara libre. El local estaba envuelto en la penumbra a causa del humo; todos estaban fumando, excepto ellos dos.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —le preguntó Tracy en voz muy queda.
—Tengo que encontrar una foto de alguno de los expertos en Goya del Pardo —dijo Bourne—. Si puedo convencer a Herrera de que soy ese hombre, sabrá que tiene una falsificación muy hábil y no el verdadero Goya perdido.
A Tracy se le iluminó el rostro, y soltó una carcajada.
—Menudo elemento estás hecho, Adam. —De pronto la preocupación se apoderó de la chica, que frunció el ceño—. Pero si te presentas como ese experto en Goya, ¿cómo demonios vas a conseguir que don Fernando te dé dinero para tu empresa?
—Sencillo —respondió Bourne—. El experto se marcha y yo regreso como Adam Stone.
Un sitio quedó libre, y Tracy ya empezaba a dirigirse hacia allí cuando Bourne la detuvo con una seca sacudida de la cabeza. Cuando ella lo miró inquisitivamente, él le habló en voz muy baja.
—El hombre que acaba de entrar… No, no mires. Lo vi en nuestro vuelo.
—¿Y qué?
—Que también estaba en mi vuelo de Thai Air —dijo Bourne—. Ha viajado conmigo desde Bali.
Tracy le dio la espalda al sujeto y utilizó un espejo para echarle un rápido vistazo.
—¿Quién es? —Entrecerró los ojos— ¿Y qué es lo que quiere?
—No lo sé —dijo Bourne—. ¿Te has fijado en la cicatriz que tiene en un lado del cuello y que se extiende hasta la mandíbula?
Ella se arriesgó a echar otro vistazo al espejo y asintió con la cabeza.
—Quienquiera que lo enviara, quiere que sepa que está ahí.
—¿Tus rivales?
—Sí. Son unos matones —improvisó Bourne—. Es una típica táctica de intimidación.
Una expresión de alarma cruzó el rostro de Tracy y se apartó de él.
—¿En qué clase de negocio sucio estás metido?
—Exactamente en lo que te conté —dijo Bourne—. Pero en el sector del capital riesgo abunda el espionaje industrial, porque ser el primero en el mercado con un nuevo producto o idea suele marcar la diferencia entre que te lo compren Google o Microsoft por quinientos millones de dólares o vayas a la quiebra.
La explicación pareció tranquilizarla un poco, aunque era evidente que seguía nerviosa.
—¿Y qué vas a hacer?
—Por el momento, nada.
Bourne se movió hacia el sitio libre y se sentó, y Tracy lo siguió. Mientras encontraba el Museo del Prado en Google, ella se inclinó sobre su hombro y dijo:
—No te molestes. El hombre que buscas es el profesor Alonso Pecunia Zúñiga.
Aquél era el experto del Prado que había autentificado el Goya de Herrera. Bourne se acordó de la carta del profesor que había visto en el maletín de Tracy.
Sin decir una palabra, tecleó el nombre. Tuvo que avanzar por varios artículos nuevos antes de dar con una foto del profesor, que estaba recibiendo un premio de una de las muchas fundaciones españolas dedicadas a difundir la vida y la obra de Goya por todo el mundo.
Alonso Pecunia Zúñiga era un hombre delgado que aparentaba cincuenta y tantos años. Lucía una atildada y poblada barba y unas cejas espesas que daban sombra a sus ojos como una visera. Bourne comprobó la fecha de la foto para asegurarse de que fuera reciente. La amplió y la imprimió, lo que le costó un par de euros adicionales. En Google buscó las direcciones de varias tiendas.
—Nuestra primera escala —le dijo a Tracy— es al final del paseo de Cristóbal Colón, a dos pasos del teatro de la Maestranza.
—¿Y qué pasa con el hombre de la cicatriz? —le susurró ella.
Bourne salió de la pantalla, accedió a la memoria caché del buscador y borró tanto el historial del sitio como las cookies de las páginas web que había visitado.
—Cuento con que nos siga —dijo.
—¡Por Dios! —Tracy tuvo un ligero escalofrío—. Yo no.
El amplio paseo discurría junto al brazo oriental del Guadalquivir a su paso por el barrio de El Arenal. Éste era el barrio histórico de la ciudad, que muchas de las hermandades de la Semana Santa consideraban su hogar. Desde la hermosa plaza de toros de la Maestranza, vecina del descomunal teatro, vieron la tres veces centenaria Torre del Oro, una grandiosa torre, otrora revestida de oro, que formaba parte de las murallas que protegían Sevilla de sus antiguos enemigos, los musulmanes del norte de África, los fundamentalistas almohades, bereberes de Marruecos que fueron expulsados de Sevilla y de toda Andalucía en el año 1492 por los ejércitos de los Reyes Católicos de Castilla y Aragón.
—¿Has asistido alguna vez a una corrida? —preguntó Bourne.
—No. Odio la idea del toreo.
—Ahora tienes la oportunidad de verla con tus propios ojos. —Cogiéndola de la mano, se dirigió a la taquilla que había junto a la puerta principal y compró dos entradas de barrera sol, las únicas que quedaban.
Tracy vaciló.
—No creo que quiera hacer esto.
—O vienes conmigo —dijo Bourne—, o te dejo aquí para que te interrogue Cara Cortada.
Ella se puso tensa.
—¿Nos ha seguido hasta aquí?
Bourne hizo un gesto con la cabeza.
—Vamos. —Mientras entregaba las entradas y la empujaba para que entrara, añadió—: No te preocupes. Me ocuparé de todo. Confía en mí.
Un rugido feroz les indicó que la corrida ya había empezado. El lugar estaba lleno de asientos escalonados, sobre los cuales se alzaba una línea continua de arcos decorativos. Mientras avanzaban por el pasillo, el primer toro estaba a punto de ser desbravado por la suerte de varas. Los picadores, montados en sus caballos protegidos con petos acolchados y anteojeras, introducían el corto final de sus picas en el morrillo del toro, mientras éste gastaba energías intentando arrojarlos de sus monturas. Los caballos llevaban unos trapos empapados en aceite en las orejas para evitar que se asustaran por el rugido de la multitud, y tenían las cuerdas vocales cortadas para enmudecerlos y que no distrajeran al toro.
—Muy bien —dijo Bourne, entregándole su entrada a Tracy—. Quiero que vayas a comprar una cerveza al puesto que hay allí. Bébetela tranquilamente rodeada de mucha gente y luego dirígete a nuestros asientos.
—¿Y dónde estarás tú?
—Eso no importa —dijo él—, limítate a hacer lo que te he dicho y espérame en el asiento.
Bourne había avistado al hombre de la cicatriz rosada, que ahora se encontraba en una zona de localidades bastante arriba para conseguir una posición más ventajosa. Observó cómo Tracy se abría paso hacia el puesto de refrescos y sacó su móvil, fingiendo que hablaba con un contacto con el que, quería que creyera Cara Cortada, se iba a reunir allí. Con un tajante gesto de la cabeza, se guardó el móvil y empezó a rodear el ruedo. Tenía que encontrar un lugar oculto, lo bastante privado para mantener un encuentro y donde pudiera encargarse de Cara Cortada sin interferencias.
Con el rabillo del ojo vio que Cara Cortada echaba un rápido vistazo hacia Tracy antes de avanzar por uno de los pasillos que se cruzaba con la fila por donde caminaba Bourne.
Éste había estado allí antes y conocía el trazado básico de la plaza. Estaba buscando el toril, el recinto donde se mantenía a los toros, porque sabía que cerca de allí había un pasillo que conducía a los baños de ese lado de la Maestranza. Una pareja de toreros jóvenes estaba apoyada contra la puerta de toriles. A su lado, el torero, que había cambiado su capote rosa y oro por otro rojo, estaba quieto como un muerto, esperando a que llegara el momento de la suerte de matar, cuando entraría al ruedo sin otra cosa que su espada, su capa y su destreza atlética para acabar con la jadeante bestia que no paraba de resoplar. Al menos así era como los aficionados de esas corridas lo veían. Otros, como la Asociación para la Defensa de los Animales, tenían otra imagen completamente distinta.
Cuando ya llegaba al toril, se produjo una sacudida contra la puerta que hizo que los jóvenes toreros se apartaran sobresaltados. El matador volvió fugazmente su atención al animal del redil.
—Bien, estás impaciente por salir —dijo en español— al olor de la sangre.
Luego volvió a centrar su atención en la verdadera corrida, en la que, cuando el toro estuviera agotado, le tocaría participar.
«¡Fuera! —gritaron, frenéticos, los aficionados. ¡Fuera!» Les pedían a los picadores que se fueran, temiendo que sus picas debilitaran demasiado al toro y que el enfrentamiento definitivo no acabara en el encuentro sangriento que ansiaban.
En ese momento, cuando los picadores alejaron sus monturas de la bestia, el torero empezó a avanzar, y entró a la corrida cuando sus subalternos salieron. El alboroto que causaba la multitud era casi ensordecedor. Nadie prestó la más ligera atención a Bourne cuando llegó a la zona cercana al toril, salvo Cara Cortada, que, como Bourne pudo ver en ese momento, llevaba tatuadas tres calaveras en el otro lado del cuello. Eran toscas y desagradables, sin duda unos tatuajes carcelarios y casi con total seguridad realizados dentro de una cárcel rusa. Y aquel hombre era algo más que un simple intimidador. Una calavera significaba que era un asesino profesional: tres calaveras, tres asesinatos.
Bourne había llegado al mismísimo final de aquella parte de las tribunas, y más allá había un arco decorativo que conducía de nuevo a la zona situada debajo de las tribunas. Justo debajo de él estaba una de las barreras que les permitían a los toreros eludir las embestidas del toro. Y a la derecha de Bourne, estaba el toril.
Cara Cortada se acercaba rápidamente, avanzando por el pasillo y las filas de asientos como un fantasma o un espectro. Bourne se dio la vuelta y pasó por debajo del arco hasta llegar a una pendiente que descendía hasta el interior en penumbra del recinto. Inmediatamente le llegó el efluvio de la orina humana y el potente almizcle de los animales. A su izquierda salía un pasillo de hormigón que llevaba hasta los baños; en la pared de su derecha se abría una puerta, en cuyo exterior había un policía uniformado.
Cuando se dirigió hacia aquel hombre alto y delgado, una figura ocultó la luz del día: Cara Cortada. Bourne se acercó al policía, que le dijo, con bastante brusquedad, que no se le había perdido nada en una zona tan próxima a los animales. Sonriendo, Bourne no se separó del policía, alargó la mano y, mientras se ponía a hablar en tono amistoso con el agente, le apretó la arteria carótida. Aunque el policía hizo ademán de sacar su arma, él se lo impidió con la otra mano. El hombre intentó resistirse, pero Bourne, con un rápido movimiento, utilizó uno de los codos para paralizar temporalmente el hombro derecho del policía. Éste estaba perdiendo rápidamente el conocimiento por la falta de riego sanguíneo a su cerebro y, cuando cayó hacia delante, Bourne lo sujetó para mantenerlo erguido y continuó hablando con él porque quería que Cara Cortada pensara que aquél era el hombre con el que había hablado por el móvil, un amigo del hombre al que Bourne había ido a ver allí. Era esencial que siguiera adelante con la pantomima, ya que Cara Cortada se estaba acercando.
Después de coger la llave de la cadena que colgaba de la cadera del policía, descorrió el cerrojo de la puerta y empujó al policía al interior a oscuras. Mientras lo seguía adentro, cerró la puerta tras de él, pero no antes de alcanzar a ver a Cara Cortada, que bajaba la rampa corriendo. Una vez que se había cerciorado del lugar de la cita de Bourne, estaba preparado para dar alcance a su presa.
Bourne se encontró en una pequeña antesala llena de cubos de madera que contenían comida para los toros y una enorme pila de esteatita con unos gigantescos caños y grifos de zinc, bajo la cual se almacenaban baldes, trapos, fregonas y botellas de plástico con líquidos de limpieza. El suelo estaba cubierto de paja, que sólo absorbía una parte minúscula del hedor. El toro, escondido detrás de un muro de hormigón que le llegaba al pecho a Bourne, resopló y bramó al oler su presencia. Los frenéticos gritos de la multitud rompían como olas por encima del toril, sobre el que la luz del sol, a la que los reflejos que desprendía el traje de luces del matador y los vestidos del público volvía multicolor, caía sobre las paredes superiores del corral como las pinceladas anchas y descuidadas de un artista.
Bourne sacó un trapo de uno de los cubos, y estaba en mitad de la antesala dirigiéndose hacia el otro lado cuando la puerta que tenía detrás se abrió tan despacio que había que estarla mirando directamente para darse cuenta del movimiento. Tras apoyar la espalda contra el muro, se desplazó hacia su izquierda, hacia la parte de la estancia donde la puerta, al abrirse, impediría que Cara Cortada le viera.
El toro, asustado, furioso, o ambas cosas a la vez, por los nuevos olores humanos inesperados, golpeó el muro de hormigón con las pezuñas, y su fuerza descomunal hizo saltar unos trozos de estuco que salieron volando sobre el lado de Bourne. Cara Cortada pareció titubear, sin duda intentando identificar el ruido. Bourne estaba casi seguro de que no tenía ni idea de que el siguiente toro estaba esperando allí a que le llegara el tumo de morir entre mugidos en el ruedo. Era una criatura puro músculo e instinto, fácil de provocar, fácil de desconcertar, rápida y mortífera a menos que se la desgastara por agotamiento y los cientos de heridas por las que se le escapaba la vida goteando sobre la arena del ruedo.
Bourne se movió sigilosamente hasta detrás de la puerta mientras ésta se abría poco a poco, cuando apareció la mano izquierda de Cara Cortada sujetando un cuchillo con una hoja larga y delgada que tenía la misma forma que el estoque del torero. La aviesa punta estaba ligeramente inclinada hacia arriba, una posición desde la que aquel sujeto podía estoquear, rajar y arrojar con la misma facilidad.
Bourne se envolvió el trapo alrededor de los nudillos de su mano izquierda, acolchándolos convenientemente. Dejó que Cara Cortada diera un paso indeciso dentro de la antesala, y entonces se abalanzó sobre él desde el costado. El instinto del asesino hizo que la hoja trazara un amplio semicírculo hacia arriba y hacia fuera cuando se giró hacia el borroso movimiento que percibió en el ángulo más extremo de su campo de visión.
Desviando la hoja con los nudillos envueltos, Bourne consiguió que Cara Cortada abriera su defensa, lo que aprovechó para dar un paso al frente, girar las caderas y golpear el plexo solar de Cara Cortada con el puño derecho. El asesino jadeó casi de manera inaudible y abrió los ojos por el momentáneo desconcierto, aunque casi inmediatamente había enganchado su brazo derecho en el de Bourne, trabándole la cara interna del codo con el dorso de su mano. Sin perder un instante, presionó e hizo palanca en un intento de romperle los huesos del antebrazo.
El dolor recorrió velozmente el brazo de Jason, que se tambaleó. Cara Cortada aprovechó la oportunidad y bajó la hoja del cuchillo hacia el interior de la mano envuelta de Bourne de manera que la punta fuera directamente a su caja torácica. Al no poder concentrarse en los dos movimientos a la vez, aflojó mínimamente la presión sobre el antebrazo, lo suficiente para dirigir la hoja hacia dentro, buscando el corazón de su contrincante.
Bourne dio un paso adelante para detener la embestida, y el movimiento sorprendió a su adversario. De pronto estaba demasiado cerca y la hoja le pasó junto al costado, lo que le permitió atrapar la mano de Cara Cortada entre el costado y el brazo izquierdo. Al mismo tiempo, mantuvo el impulso hacia delante, empujando de soslayo a su atacante a través de la sala y poniéndolo de espaldas contra el muro de estuco.
Cara Cortada se enfureció y redobló sus esfuerzos por romperle el brazo a Bourne; un instante más y los huesos se partirían con un chasquido. Al otro lado del muro, el toro olió la sangre en el aire, lo que lo enfureció aún más. Volvió a golpear el muro con las pezuñas. El golpe reverberó por la columna vertebral de Cara Cortada y con una sacudida le hizo perder su posición dominante de palanca.
Bourne se encontró libre durante un instante, pero Cara Cortada había movido el cuchillo en la mano que tenía atrapada para que la hoja se arrastrara por la espalda de Bourne, haciéndolo sangrar. Éste se giró, pero la hoja del cuchillo lo siguió, acercándose cada vez más hasta que saltó por encima del muro.
Cara Cortada lo siguió sin pensárselo dos veces, y ambos se encontraron en territorio desconocido, enfrentándose no sólo entre sí, sino también al enfurecido toro.
Bourne contaba con la ventaja inmediata de conocer la presencia del astado, pero aun así le sorprendió su tamaño. Al igual que el ruedo, el corral estaba dividido por el sol y la sombra. Las motas de polvo bailoteaban a la luz en la mitad superior del corral, pero a continuación estaba la oscuridad de la cueva del Minotauro. Vio al toro en las sombras, los ojos rojos brillantes, los labios negros festoneados de espuma. Lo estaba mirando fijamente, pateando el suelo con las enormes pezuñas; la cola se movía adelante y atrás, y sus descomunales paletillas eran un manojo de músculos y tendones. Tenía la cabeza amenazadoramente humillada.
Y entonces Cara Cortada se le echó encima. El hombre, totalmente absorto en Bourne, no era todavía consciente de la criatura con la que compartían el corral. Las tres calaveras, cada una mirando en una dirección distinta, concentraron la atención de Bourne, que levantó un codo en dirección al cuello y en su lugar lo estrelló en la barbilla de Cara Cortada cuando el asesino desvió parcialmente el golpe. Casi al mismo tiempo Cara Cortada aplastó su puño en la sien de Bourne y lo tiró al suelo de tierra apisonada. Después se dio la vuelta, agarró a Bourne de las orejas, le levantó la cabeza y se la golpeó violentamente contra el suelo.
Bourne estaba perdiendo el conocimiento rápidamente. Cara Cortada estaba sentado a horcajadas encima de él y su mole le presionaba dolorosamente la caja torácica. Hubo un momento en que sonrió de forma burlona. Volvió a golpearle la cabeza una y otra vez, cada vez con mayor placer.
¿Dónde está su cuchillo?, pensó Bourne.
Palpó el suelo a su alrededor con ambas manos, pero detrás de sus ojos estallaron unos fogonazos, y la luz y la oscuridad del recinto empezaron a girar, mezclándose en un molinete de chispas plateadas. Le costaba respirar, sintió el corazón golpeándole en el pecho, pero cuando su cabeza volvió a chocar contra el suelo una vez más, incluso aquellas sensaciones vitales empezaron a desvanecerse, sustituidas por una calidez paralizante que fluía desde sus extremidades hacia el interior. Aquella calidez resultaba tranquilizadora, pues eliminaba todo el dolor, todo el esfuerzo, toda la voluntad. Se vio flotando en un río de luz blanca, mientras se alejaba de su mundo de sombras y oscuridad.
Y entonces se inmiscuyó algo frío, y durante un instante tuvo la certeza de que era el aliento de Shiva, el destructor, cuya cara sentía suspendida encima de él. Entonces reconoció la espada del frío como lo que era. Coger la empuñadura del cuchillo lo salvó del desastre, y hundió la hoja en el costado de Cara Cortada, atravesándole la carne entre las costillas y ensartándole el corazón.
Cara Cortada se enderezó, con los hombros temblando, aunque quizá, pensó Bourne, no estuvieran temblando en absoluto, puesto que la cabeza le seguía dando vueltas a causa de los golpes que le había dado el otro. Tenía problemas para enfocar. ¿Qué otra cosa explicaba que la cabeza de Cara Cortada hubiera sido sustituida por la de un toro? Aquello no era Creta ni él estaba en la cueva del Minotauro. Estaba en Sevilla, en una corrida en la Maestranza.
Entonces recuperó el conocimiento por completo y, con él, la conciencia de en qué lugar exactamente estaba en aquella plaza.
¡El corral!
Y cuando levantó la cabeza desde su posición de decúbito prono, vio al toro, enorme y amenazador, con la cabeza agachada y los cuernos de puntas afiladas como hojas de afeitar inclinados para destriparlo.
El subsecretario Stevenson no parecía tener buen aspecto cuando Moira y Veronica Hart lo encontraron, pero de todas formas nadie tiene un aspecto especialmente bueno tendido sobre una losa de la fría sala del depósito de cadáveres de Washington. Las dos mujeres habían estado buscando en la zona que rodeaba la escultura de la Fuente de la Corte de Neptuno situada cerca de la puerta de entrada de la Biblioteca del Congreso. Como dictaba el protocolo del trabajo de campo, empezaron en el punto de origen —en este caso, la fuente— y siguieron moviéndose en círculos concéntricos hacia fuera, con la esperanza de encontrar alguna pista que Stevenson pudiera haber dejado y que les dijera qué le había ocurrido.
Moira ya había llamado a la esposa y a la hija casada de Stevenson, ninguna de las cuales lo había visto ni tenido noticias de él. Acababa de buscar el número de Humphry Bamber, un amigo y antiguo compañero de habitación de Stevenson en la universidad, cuando Hart recibió una llamada comunicándole que acababan de llevar al depósito un cadáver que se ajustaba a la descripción del subsecretario. La policía metropolitana quería una identificación positiva. La directora de IC se había vuelto hacia Moira, que dijo que haría el reconocimiento preliminar. Si era Stevenson, los policías podrían llamar a su esposa para que realizara la identificación oficial.
—Tiene un aspecto de mierda —dijo Hart en ese momento, cuando se pararon sobre el cadáver del difunto Steve Stevenson—. ¿Qué le ha ocurrido? —preguntó a la ayudante del forense.
—Lo atropellaron y se dieron a la fuga. Aplastamiento de las vértebras C1 a C4, además de la mayor parte de la pelvis, así que el vehículo debía de ser bastante grande: un todoterreno o un camión. —La ayudante del forense era una mujer pequeña y corpulenta con una descomunal aureola de indómitos rizos cobrizos—. No sintió nada, si es que sirve de consuelo.
—Dudo que lo sea para la familia —dijo Moira.
La ayudante del forense siguió adelante sin inmutarse; había visto y oído de todo. No es que fuera lo que se dice insensible, sólo que su trabajo le exigía templanza.
—La poli está investigando, pero dudo que encuentren algo. —Se encogió de hombros—. Rara vez lo consiguen en estos casos.
Moira se agitó.
—¿Ha encontrado algo fuera de lo normal?
—No, al menos en el examen preliminar. Su nivel de alcohol era casi de dos, más del doble del límite legal, así que muy probablemente se desorientara y se bajara del bordillo cuando debía haberse quedado quieto —dijo la forense—. Estamos esperando la identificación oficial para empezar la autopsia completa.
Cuando las dos mujeres se dieron la vuelta para marcharse, Hart dijo:
—Lo que me resulta curioso es que no le encontraran ninguna cartera encima, ni llaves, ni nada que lo identificara.
—Si lo atropellaron a propósito —dijo Moira—, sus asesinos no querrían que lo identificaran enseguida.
—De nuevo tu teoría de la conspiración. —Hart meneó la cabeza—. De acuerdo, juguemos a eso un minuto. Si fue asesinado, ¿por qué lo han encontrado? Podrían haberlo cogido, matado y enterrado donde no fuera encontrado durante años, si es que lo encontraban.
—Por dos razones —dijo Moira—. Primero, es un subsecretario del Departamento de Defensa. ¿Te imaginas la magnitud de la búsqueda en cuanto se informara de su desaparición y todo el tiempo que su nombre abriría los informativos de noticias? No, esa gente lo quería muerto, y quería que todo acabara pronto, lo que define un accidente.
Hart ladeó la cabeza.
—¿Y cuál es la segunda razón?
—Quieren asustarme para que me aleje de lo que sea que encontrara Weston y que atemorizaba a Stevenson.
—Pinprickbardem.
—Exactamente.
—Te has vuelto tan dañina como Bourne con todas esas teorías conspirativas.
—Todas las teorías conspirativas de Jason resultaron ser ciertas —dijo Moira acaloradamente.
La directora de IC no pareció convencida.
—No nos precipitemos, ¿de acuerdo?
Cuando llegaron a la puerta, Moira se volvió para echarle una última mirada a Stevenson. Luego abrió la puerta. Cuando salieron al pasillo, dijo:
—¿Sería precipitarnos si te dijera que Stevenson era un alcohólico rehabilitado?
—Puede que el miedo le hiciera recaer.
—No lo conocías —dijo Moira—. Había convertido su enfermedad en una religión. Permanecer sobrio era su santo y seña, la razón de que siguiera vivo. No se había tomado una copa en los últimos veinte años. Nada podría haberle inducido a hacerlo.
El toro se estaba acercando, y nada podía detenerlo. Bourne agarró el cuchillo, lo extrajo del costado de Cara Cortada y rodó hacia un lado. El toro, al oler la sangre fresca, sacudió los cuernos, empitonando a Cara Cortada en la ingle. El animal giró su descomunal cabeza, levantando la masa de aquel hombre del suelo como si fuera de papel maché y lo lanzó contra el muro.
El toro resopló y pisoteó con sus pezuñas delanteras y embistió al cadáver, al que le clavó ambos cuernos y sacudió de un lado a otro. A buen seguro que la bestia no tardaría en hacerlo añicos, así que Bourne aprovechó para levantarse lentamente y acercarse al toro con pasos medidos. Cuando estuvo lo bastante cerca, lo golpeó hábilmente en el hocico negro y brillante con la parte plana de la hoja.
El toro se paró en seco, confundido, y retrocedió, dejando que el cuerpo empapado de sangre cayera al suelo como un pelele. Y allí se quedó, con las patas delanteras completamente separadas, sacudiendo la cabeza de un lado a otro como si no fuera capaz de decidir de dónde había provenido el golpe ni qué significaba. La sangre le bajaba en espiral por los cuernos y goteaba sobre el suelo. Mirando fijamente a Bourne, indeciso sobre cómo tratar a aquel segundo intruso en su territorio, emitió un ronco sonido gutural. En cuanto avanzó un paso hacia él, Bourne volvió a pegarle con la hoja y el toro se paró, pestañeando, resoplando, sacudiendo la cabeza como si quisiera librarse de un dolor punzante.
Entonces Bourne se dio la vuelta, se arrodilló al lado del desastrado cadáver, y sin perder un momento le registró los bolsillos. Tenía que averiguar quién había enviado a aquel hombre. Según la descripción de Wayan de un hombre de ojos grises, Cara Cortada no era el que había intentado matarlo en Bali. ¿Había sido enviado por el mismo sujeto que había contratado al francotirador? Tenía que encontrar alguna respuesta, porque Cara Cortada no le resultaba desconocido. ¿Lo había conocido en un pasado que no lograba recordar? Como siempre que existía la posibilidad de que alguien reapareciera, esas preguntas lo volvían loco y exigían una inmediata aclaración, pues de lo contrario Bourne no lograba quitárselas de la cabeza.
Excepto por un fajo de euros ensangrentados, los bolsillos de Cara Cortada estaban vacíos, como era de prever. Debía de haber escondido su pasaporte falso y los demás documentos igualmente falsos en un piso franco o quizás en la consigna del aeropuerto o de la estación de ferrocarril, aunque si ése era el caso, ¿dónde estaba la llave?
Entonces le dio la vuelta al cuerpo ligeramente, buscándola, cuando el toro salió de su estupor pasajero y se arrancó contra él. Bourne tenía el brazo justo en el camino de los cuernos. En el último instante se apartó de un salto, aunque el toro giró la cabeza violentamente y le rozó el brazo con todo el cuerpo, arrancándole una fina tira de piel.
Se agarró al cuerno y lo utilizó como punto de apoyo para balancearse sobre el lomo del toro. Durante un instante la bestia no supo qué había ocurrido. Entonces, al desplazarse el peso que sentía sobre el lomo, embistió hacia delante y arremetió otra vez contra el muro. Pero en esta ocasión lo embistió de costado, y si Bourne no hubiera levantado la pierna derecha, ésta habría acabado aplastada entre los músculos de la bestia y el estuco. Al hacerlo, casi sale despedido de encima del toro. Si se hubiera caído, habría sido su fin, pues la criatura lo habría pateado hasta matarlo en cuestión de segundos.
Y de nuevo se tuvo que agarrar, cuando el toro se lanzó corriendo otra vez contra el muro, intentando sacudírselo de encima. Bourne seguía teniendo el cuchillo de Cara Cortada; cabía la posibilidad de que, si la hoja era lo bastante larga, pudiera darle el golpe de gracia y hacerle doblar las rodillas, siempre que escogiera con precisión el sitio exacto y lo clavara en el ángulo correcto. Pero Bourne supo que no lo haría. Matar a aquella bestia por la espalda, cuando era él quien la estaba aterrorizando le pareció una cobardía y una mezquindad. Se acordó del cerdo de madera que dominaba la piscina de Bali, de su cara tallada pintada con la sonrisa eterna del sabio místico. Aquel toro tenía una vida que vivir, y no tenía derecho a quitársela.
A punto estuvo de salir despedido en ese momento, cuando la bestia chocó contra el muro de soslayo, doblando la cabeza hacia abajo y a la izquierda en otro intento desesperado de descabalgar a aquel peso movedizo que llevaba a cuestas. Bourne, rebotando dolorosamente con todas las partes de su cuerpo, se aferraba a los cuernos del toro. El brazo le dolía donde Cara Cortada había intentado rompérselo, la herida de cuchillo que tenía en la espalda seguía sangrándole y lo peor de todo era que sentía la cabeza como si la tuviera rota en mil pedazos. Sabía que no podría aguantar mucho más tiempo, pero bajarse del toro significaba la muerte casi con toda seguridad.
Y entonces, cuando los gritos de la multitud procedentes de la corrida se hicieron ensordecedores, el toro dobló sus patas delanteras, inclinó hacia delante el lomo y se liberó con una sacudida de Bourne, que salió despedido dando volteretas y fue a parar contra el muro, donde para entonces las grietas ocasionadas por la brutalidad de las embestidas del toro formaban una tela de araña.
Bourne quedó tendido hecho un ovillo, medio aturdido. Sintió el aliento caliente de la bestia encima de él; los cuernos estaban a no más de un palmo de su cara. Intentó moverse, pero no pudo. Le costaba sacar y meter el aire de sus pulmones, y una terrible sensación de vértigo se apoderó de él.
Los ojos rojos lo miraban encolerizadamente, los músculos bajo el pelaje brillante se estaban tensando para la arremetida final, y Bourne supo que al cabo de un rato no sería más que un pelele ensartado, como Cara Cortada, en las puntas de aquellos cuernos ensangrentados.