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El toro se tambaleó hacia delante, cubriendo la cara de Bourne con una rociada de vaho caliente. La bestia puso los ojos en blanco y su enorme cabeza impactó contra el suelo a sus pies con un golpetazo seco. Esforzándose en aclarar sus confusas ideas, Bourne se limpió los ojos con el antebrazo, apoyó la cabeza contra el muro y vio al policía que había dejado sin sentido y al que luego había metido en la antesala.

Estaba parado en la actitud típica de un tirador: las piernas separadas, las plantas de los pies apoyadas con firmeza y una mano ahuecada alrededor de la culata de la pistola con la que había disparado al toro dos veces y que, una vez muerto el animal, apuntaba directamente hacia Bourne.

—¡Levántese! —le ordenó—. Póngase en pie y muéstreme las manos.

—De acuerdo —dijo él—. Un momento. —Poniendo una mano encima del muro para sujetarse, se levantó como pudo. Después de dejar cuidadosamente el cuchillo de Cara Cortada encima del muro, levantó las manos con las palmas hacia fuera.

—¿Qué está haciendo aquí? —El policía estaba blanco de ira—. Hijo de puta, mire lo que me ha obligado a hacer. ¿Tiene idea de lo que cuesta ese toro?

Bourne señaló el cuerpo desgarrado de Cara Cortada.

—No tengo nada que ver. Era de ese hombre, un asesino profesional, de quien estaba intentando huir.

El policía frunció el ceño con absoluto desconcierto.

—¿De quién? ¿De quién habla? —Dio varios pasos vacilantes hacia Bourne y entonces vio lo que quedaba de Cara Cortada—. ¡Madre de Dios! —gritó.

Bourne dio un salto desde el muro hacia el interior del corral y el policía cayó hacia atrás. Los dos hombres forcejearon momentáneamente por hacerse con el arma, pero entonces Bourne le dio un golpe en el cuello con el canto de la mano y el cuerpo del policía quedó inerte.

Antes de quitarse de encima rodando, Bourne se aseguró de que el pulso del policía fuera constante, luego volvió a saltar por encima del muro y metió la cabeza debajo del grifo sobre el fregadero de esteatita, utilizando el agua fría para lavar los restos de la sangre del toro además de para reanimarse. Utilizando el trapo más limpio de los que había debajo de la pila, se secó, y luego —todavía ligeramente mareado— desanduvo sus pasos, subiendo por la rampa y saliendo al colorista resplandor de la plaza, donde el torero triunfador daba la vuelta al ruedo lenta y majestuosamente, levantando en alto las orejas del astado hacia la multitud entusiasmada.

El toro yacía cerca del centro del ruedo, mutilado y olvidado, con las moscas zumbando alrededor de su inmóvil cabeza.

Soraya sintió a su lado a Amun como si el egipcio fuera una pequeña central nuclear. Se preguntó cuántas mentiras le habría contado el egipcio. ¿Tenía realmente unos enemigos poderosos en las altas instancias del Gobierno egipcio, o se trataba de las mismas personas que le habían ordenado que se agenciara un misil Kowsar 3 y derribara un reactor norteamericano?

—Lo verdaderamente inquietante —dijo él, rompiendo el breve silencio— es que los iraníes tuvieron que recibir ayuda para llegar hasta aquí. Sería bastante fácil pasar a través del caos de Irak, pero después ¿qué alternativa les quedaría? No habrían cogido la ruta septentrional, que atraviesa Jordania y el Sinaí, porque es demasiado arriesgada. Los jordanos los habrían matado a tiros y en el Sinaí hay demasiadas patrullas. —Sacudió la cabeza—. No, tuvieron que venir a través de Arabia Saudí y el mar Rojo, lo que significa que el sitio más lógico para recalar sería Al Ghardaqah.

Soraya conocía la turística ciudad del mar Rojo, un tranquilo lugar bañado por el sol, visita obligada para la gente demasiado estresada, y que no se diferenciaba en nada de Miami Beach. Amun tenía razón: su atmósfera relajada y carnavalesca lo convertía en un lugar ideal de desembarco para un pequeño grupo de terroristas que se hicieran pasar por turistas o, mejor aún, por pescadores egipcios, para llegar y marcharse sin que los reconocieran.

Amun apretó el acelerador a fondo, pasando como una centella a coches y camiones por igual.

—He pedido que preparen un pequeño avión que nos lleve a Al Ghardaqah en cuanto lleguemos al aeropuerto. Nos servirán el desayuno a bordo. Podemos trazar una estrategia mientras comemos.

Soraya llamó a Veronica Hart, que contestó inmediatamente.

Cuando la hubo puesto al corriente, la directora dijo:

—El presidente se va a dirigir al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas mañana por la mañana. Pedirá que se formule una condena formal contra Irán.

—¿Sin ninguna prueba concluyente?

—Halliday y su gente de la NSA han convencido al presidente de que el informe escrito que han presentado es toda la prueba que necesitamos.

—Deduzco que no estás de acuerdo —dijo Soraya con frialdad.

—De eso puedes estar completamente segura. Si nos la jugamos como hicimos con las armas de destrucción masiva en Irak, y a continuación se demuestra que estamos equivocados, el desastre, tanto política como militarmente, será absoluto, porque enredaremos al mundo en una guerra más grande que la que nadie pueda manejar en la actualidad, y eso nos incluye, diga lo que diga Halliday. Tienes que encontrarme pruebas definitivas de la implicación iraní.

—Eso es en lo que estamos trabajando Chalthoum y yo, aunque la situación se ha complicado más.

—¿Qué quieres decir?

—La teoría de Chalthoum es que los iraníes tuvieron que recibir ayuda para transbordar el misil, y estoy de acuerdo. —Repitió los problemas logísticos que Amun le había explicado—. Mucha de la gente que tomó parte en el desastre del once de septiembre eran saudíes. Si el mismo grupo está ahora implicado con una red terrorista iraní o, lo que sería aún más inquietante, con el propio Gobierno iraní, las implicaciones son de un alcance mayor, porque los iraníes son chiítas y una abrumadora mayoría de saudíes son Wahhib, una rama de la secta suní. Como sabes, los chiítas y los suníes son enemigos mortales, y esto plantea la posibilidad de que de alguna manera hayan establecido una tregua temporal o una alianza para un objetivo común.

Hart tomó aire.

—¡Por Dios bendito!, estamos hablando de un panorama de pesadilla que lleva años aterrorizándonos a nosotros y a los servicios de inteligencia europeos.

—Y no sin razón —dijo Soraya—, porque eso significa que un islam unido se está preparando para una guerra total contra Occidente.

Bourne sentía unas punzadas tan fuertes en la herida que tenía cerca del corazón que temió que pudiera haberse reabierto. Al salir del corral, se dirigió a los baños, donde al menos podría quitarse los restos de sangre de la ropa, aunque a medio camino de allí vio a dos policías que doblaban la esquina del pasillo y se dirigían a los corrales. ¿Algún asistente a la corrida había visto algo y dado la alarma? O quizás el vigilante hubiera recuperado el conocimiento. No había tiempo para especulaciones, así que tomó el rumbo contrario y, con paso un tanto vacilante, subió la rampa para salir al estrellado crepúsculo sevillano. Oyó gritar a alguien detrás de él. ¿Era a él? Sin mirar atrás, se giró para buscar a Tracy, pero como si intuyera el creciente peligro de la situación, la chica ya se había levantado de su asiento y lo estaba buscando. En cuanto se vieron, ella se dirigió, no hacia él, sino hacia la salida más cercana, guiándolo hasta allí con el ejemplo.

El griterío en la plaza se hizo más generalizado cuando la gente se levantó para estirar las piernas, dar vueltas y ponerse a hablar, o bien para dirigirse a los bares y los baños. En el ruedo, los mozos se llevaban a rastras el cuerpo del toro caído, rastrillaban la tierra para cubrir la sangre fresca y hacían en general los preparativos para el siguiente toro.

Bourne sintió que el dolor explotaba en su pecho como una bomba. Trastabilló y cayó sobre dos mujeres, que se volvieron para mirarlo mientras se enderezaba. Pero incluso en su estado de debilidad, se dio cuenta de la proliferación de policías que estaban entrando en la plaza. No había ninguna duda de que la alarma había saltado.

Uno de los agentes de policía que había visto acercándose a él en las entrañas de la plaza había salido y le buscaba con la mirada. Bourne se abrió paso culebreando entre la multitud, agradeciendo que prácticamente todo el mundo se estuviera moviendo, lo que le hacía más fácil confundirse entre el público mientras se dirigía a la salida donde lo esperaba Tracy.

Pero el agente de policía debía de haber alcanzado a verlo, porque echó a correr detrás de él, sorteando hábilmente a la gente que se ponía en su camino. Bourne intentó calcular la distancia hasta la salida, no muy seguro de que fuera a conseguir llegar allí, porque el policía se acercaba rápidamente. Al cabo de un momento vio emerger a Tracy de entre la multitud. Sin mirarlo siquiera, la chica pasó por su lado como una exhalación, dirigiéndose en sentido contrario. ¿Qué estaba haciendo?

Sin dejar de avanzar, Bourne se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro, momento en que vio que Tracy se paraba enfrente del policía. Al poco rato la oyó hablar en voz alta y lastimera, mientras se quejaba de que le habían robado el móvil del bolso. El agente se mostró comprensiblemente impaciente con ella, pero cuando intentó hacerla a un lado para pasar, ella levantó la voz hasta tal punto que cuantos estaban a su alrededor se volvieron para fulminar con la mirada al policía, que no tuvo más remedio que atenderla.

Pese al dolor cada vez mayor que sentía, Bourne consiguió sonreír débilmente. Con tres zancadas más llegó a la salida, pero en cuanto se volvió para cruzarla, sintió una punzada de dolor más intensa en el pecho y se desplomó contra la áspera pared de hormigón, respirando con dificultad mientras la gente iba y venía y lo empujaba al pasar.

—Vamos —le apremió Tracy al oído, cuando le cogió del brazo y lo arrastró entre el flujo de gente que bajaba la rampa hasta el enorme vestíbulo, donde una muchedumbre fumaba mientras charlaba sobre los méritos del torero. Más allá del gentío, en línea recta, se abrían las puertas de cristal que daban a la calle.

Sea como fuera Tracy se había librado del agente para ir a su encuentro. Bourne necesitaba toda su concentración para respirar hondo, y para hacerlo pese al dolor que sentía.

—¡Por Dios!, ¿qué te ha ocurrido allí dentro? —preguntó la chica—. ¿Estás muy malherido?

—No mucho.

—¿En serio? Porque parece que ya estuvieras muerto.

En ese momento, tres policías cruzaron las puertas principales de la plaza con gran alboroto.

Moira y Veronica Hart decidieron coger el turismo que había alquilado la primera, puesto que el Buick blanco era tan discreto como podía serlo cualquier coche. Encontraron a Humphry Bamber, el íntimo amigo del difunto subsecretario Stevenson, en el gimnasio. Acababa de terminar su entrenamiento, y uno de los empleados había ido a buscarlo a la sauna. Salió con unas silenciosas chancletas azul marino, una toalla alrededor de la cintura y otra más pequeña, alrededor del cuello, que utilizaba para limpiarse el sudor de la cara.

La verdad, pensó Moira, es que no había ningún motivo para que llevara nada más. Tenía un cuerpo duro como la piedra y tan bien formado como el de un atleta profesional. De hecho, daba la impresión de que se pasara la mayor parte del tiempo en el gimnasio para mantener sus impresionantes abdominales y sus protuberantes bíceps.

Las saludó con una sonrisa simpática e inquisitiva. El pelo rubio y abundante le caía sobre la frente. Sus ojos claros y separados las estudiaron con una frialdad y minuciosidad que a Moira se le antojaron extrañamente indiferentes.

—Señoras —dijo—, ¿qué puedo hacer por ustedes? Marty me dijo que era urgente. Me refiero al empleado.

—Y es urgente —dijo Hart—. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?

La expresión de Bamber se volvió seria.

—¿Son policías?

—¿Y qué si lo somos?

El hombre se encogió de hombros.

—Que sentiría más curiosidad de la que siento ahora.

Hart le mostró sus credenciales, lo que provocó que Bamber arqueara las cejas.

—¿Sospechan acaso que le paso secretos al enemigo?

—¿Qué enemigo? —preguntó Moira.

Él se echó a reír.

—Me gusta usted —dijo—. ¿Cómo se llama?

—Moira Trevor.

—Ajá. —La expresión de Bamber se tomó inesperadamente sombría—. Me han advertido contra usted.

—¿Ah, sí? —dijo Moira—. ¿Quién? —Aunque pensó que ya lo sabía.

—Un hombre llamado Noah Petersen.

Moira recordó a Noah cogiendo el móvil de Jay Weston en la escena del crimen. Era una apuesta segura que había sido así cómo había encontrado a Bamber.

—Me dijo…

—Su verdadero nombre es Perlis —le cortó Moira—. Noah Perlis. Y usted no debería creerse nada de lo que le dijo.

—Me dijo que usted diría eso.

Ella se rio amargamente.

—Un lugar privado, señor Bamber. Por favor —terció Hart.

El hombre hizo un gesto con la cabeza y las condujo hasta un despacho vacío. Entraron y él cerró la puerta. Cuando todos estuvieron sentados, la directora de IC dijo:

—Me temo que tenemos malas noticias. Steve Stevenson ha muerto.

Una gran aflicción pareció embargar a Bamber.

—¿Qué dice?

—¿No se lo dijo el señor Peter… el señor Perlis? —prosiguió Hart.

Bamber negó con la cabeza. Se cubrió los hombros con la toalla pequeña, como si de repente sintiera frío. Moira no lo culpó.

—¡Dios mío! —Bamber sacudió la cabeza con incredulidad, y luego las miró con una expresión de súplica—. Debe de haber alguna clase de error, una de esas estúpidas cagadas burocráticas de las que Steve siempre anda quejándose.

—Me temo que no —dijo Hart.

—Noah…, bien, uno de los hombres del señor Perlis… mató a su amigo e hizo que pareciese un accidente —dijo Moira en un arrebato temperamental. Ignorando la mirada de advertencia de Hart, prosiguió—: El señor Perlis es un hombre peligroso que trabaja para una organización peligrosa.

—Yo… —Bamber se pasó distraídamente una mano por el pelo—. ¡Joder!, no sé qué creer. —Miró primero a una y luego a la otra—. ¿Puedo ver el cuerpo de Steve?

Hart asintió con la cabeza.

—Podemos arreglar eso en cuanto acabemos aquí.

—Ah. —Bamber le dedicó una sonrisa lastimera—. Como una recompensa, ¿no?

La directora no dijo nada.

El hombre se rindió con un gesto de la cabeza.

—De acuerdo, ¿cómo puedo ayudarlas?

—No sé si puede —replicó Hart con una mirada significativa a Moira—. Porque si pudiera, el señor Perlis no le habría dejado con vida.

Bamber pareció verdaderamente alarmado por primera vez.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó, con comprensible indignación—. Steve y yo somos amigos íntimos desde la universidad, eso es todo.

Desde que Bamber había aparecido Moira se había estado preguntando por la amistad de décadas de aquel atleta provecto con Steve Stevenson, un hombre que no distinguía el béisbol del fútbol y al que, además, le traía sin cuidado. Entonces algo que Bamber acababa de decir hizo que varias pequeñas contradicciones encajaran con un chasquido.

—Creo que hay otra razón para que Noah se sintiera seguro para dejarlo en paz con una advertencia, señor Bamber —dijo—, ¿estoy en lo cierto?

Él arrugó la frente.

—No sé de qué está hablando.

—¿Qué le asustaría tanto como para que Noah pudiera estar seguro de que usted no hablaría?

El hombre se levantó inesperadamente.

—Y a me he hartado de este acoso.

—Siéntese, señor Bamber —dijo Hart.

—Usted y el subsecretario Stevenson fueron algo más que compañeros de cuarto en la universidad —siguió presionando Moira—. Algo más que unos simples buenos amigos. ¿No es cierto?

Bamber se sentó como si las fuerzas le hubieran abandonado las piernas.

—Quiero protección contra Noah y su gente.

—La tiene —dijo Hart.

Bamber la miró fijamente.

—No estoy bromeando.

La directora sacó su móvil y marcó un número.

—Tommy —dijo por teléfono—, necesito un equipo de vigilancia en un santiamén. —Proporcionó a su ayudante la dirección del gimnasio—. Y Tommy, ni una palabra de esto a nadie que no sea del equipo, ¿queda claro? Bien.

Guardó el teléfono y le dijo a Bamber.

—Yo tampoco.

—Bien —El hombre suspiró, aliviado. Luego, volviéndose a Moira, sonrió sombríamente—. No se equivoca en cuanto a Steve y a mí, y Noah sabía que ninguno de los dos podría sobrevivir si la verdadera naturaleza de nuestra relación se hacía pública.

Moira sintió que se quedaba sin resuello de golpe.

—Le ha llamado Noah. ¿Pretende decimos que lo conoce?

—En cierto sentido, trabajo para él. Ésa es la otra razón, y la más importante, de que no pudiera tocarme. ¿Sabe?, creé un programa de software por encargo para él. Todavía tiene algunos fallos y soy el único que puede resolverlos.

—Qué gracia —dijo Hart—, no tiene usted pinta de genio informático.

—Sí, bueno, Steve decía que ése era uno de mis encantos. Nunca he parecido nada de lo que soy realmente.

—¿Qué es lo que hace ese programa de software? —preguntó Moira.

—Es un programa de análisis estadístico altamente sofisticado que puede tomar en consideración millones de variables. Lo que esté haciendo con él lo desconozco. Me aseguró que yo me quedaría fuera de ese aspecto, eso fue parte de nuestro acuerdo y la razón de que le pidiera y recibiera unos honorarios más elevados.

—Pero ha dicho que seguía trabajando en los fallos.

—Es cierto —dijo Bamber, asintiendo con la cabeza—, pero para ello tengo que trabajar en una copia limpia del programa. Cuando termino, lo envío electrónicamente al ordenador de Noah. Nadie sabe lo que ocurre luego.

—Oigamos lo que usted supone —dijo Moira.

Bamber volvió a suspirar.

—De acuerdo, ésta es mi teoría. Dado el nivel de complejidad del programa, es casi seguro que lo está aplicando a hechos reales.

—Traduzca, por favor.

—Hay escenarios de laboratorio y escenarios reales —dijo Bamber—. Como pueden imaginarse, algo que intenta resolver qué ocurriría durante ciertas situaciones de la vida real tiene que ser increíblemente complejo, porque intervienen todos los factores posibles.

—Millones de factores.

Él asintió con la cabeza.

—Que es lo que proporciona mi programa.

Una posibilidad surgió en la mente de Moira y durante un momento tuvo que reclinarse en su asiento, obnubilada. Entonces dijo:

—¿Le ha puesto nombre a ese programa?

—A decir verdad, sí. —Bamber pareció un poco avergonzado—. Se trata de una broma privada entre Steve y yo. —La utilización del presente le refrescó la noticia de la muerte de su amigo y amante y se detuvo, bajó la cabeza y emitió un débil gemido gutural—. ¡Dios mío, Dios mío, Steve!

Moira espero un momento, y luego carraspeó.

—Señor Bamber, lamentamos profundamente su pérdida. Conocía al subsecretario Stevenson, hacía negocios con él. Y siempre me ayudó, aunque eso significara jugársela.

Bamber levantó la cabeza; tenía los ojos enrojecidos.

—Sí, bien, así era Steve.

—¿Y el nombre que le puso al programa que creó para Noah Perlis?

—Ah, eso. No es nada, una broma, como ya les dije, porque tanto a Steve como a mí… nos gustaba… Javier…

—Bardem —dijo Moira.

Bamber pareció sorprendido.

—Sí, ¿cómo lo ha sabido?

Y Moira pensó, Pinprickbardem.