24      

Bourne y Tracy esperaban en Madrid en la sala de embarque de primera clase para coger el vuelo de Egyptair, pero entonces él se excusó y se dirigió al lavabo de caballeros. Pasó junto a los brillantes y ordenados estantes donde se exponían periódicos de todo el mundo en muchísimos idiomas, pero todos con más o menos los mismos titulares llamativos: «Se rompen las negociaciones», o «Al borde del abismo», o «Desaparece la última esperanza de la diplomacia», e invariablemente incluían las palabras «Irán» y «Guerra».

Cuando se encontró fuera de la vista de Tracy, sacó su móvil y llamó al número de Boris. No hubo respuesta, ni siquiera señal, lo que significaba que tenía el teléfono desconectado. Pensó un momento y, caminando hasta las ventanas para estar lejos de todo el mundo, hizo avanzar en la pantalla la agenda del teléfono hasta que se detuvo en otro número de Moscú.

—¿Qué coño pasa? —gritó una malhumorada voz de anciano.

—Ivan, Ivan Volkin —dijo Bourne—. Soy Jason Bourne, el amigo de Boris.

—Sé de quién eres amigo. Estoy viejo, no senil. Además, cuando estuviste aquí hace tres meses provocaste el caos suficiente para que permanezca indeleble en la mente de un enfermo de Alzheimer.

—Estoy intentando ponerme en contacto con Boris.

—¿Alguna otra novedad? —dijo Volkin con aspereza— ¿Y por qué no pruebas a llamarlo en lugar de molestarme a mí?

—Lo haría si cogiera su móvil.

—Ah, entonces es que no tienes su número del teléfono vía satélite.

Lo que significaba, coligió Bourne, que Boris había regresado a África.

—¿Quieres decir que vuelve a estar en Tombuctú?

—¿Tombuctú? —dijo Volkin— ¿De dónde has sacado la idea de que Boris ha estado en Tombuctú?

—Del mismo Boris.

—¡Ajá! No, no, no. Nada de Tombuctú. Jartum.

Bourne se apoyó en el cristal helado por el despiadado aire acondicionado de la sala de embarque. Tuvo la sensación de que el suelo se levantaba por debajo de sus pies. ¿Por qué todas las hebras de la tela de araña conducían a Jartum?

—¿Qué está haciendo allí?

—Algo que no quiere que tú, su buen amigo, sepa. —Volkin soltó una risa gutural—. Es evidente.

Jason optó por dar un palo de ciego.

—Pero tú sí.

—¿Yo? Mi querido Bourne, yo estoy retirado del mundo de la grupperovka. ¿A quién le flaquea la memoria, a ti o a mí?

Había algo que no encajaba en absoluto en aquella conversación, y un instante después Bourne supo lo que era. Era evidente que, con todos sus contactos, a Volkin le debían de haber llegado noticias de su «muerte». Y sin embargo, la voz del hombre no había dejado traslucir ninguna sorpresa cuando se había dado a conocer, ni había hecho ninguna pregunta embarazosa. Lo que significaba que ya sabía que había sobrevivido al ataque en Bali. Lo que a su vez significaba que Boris también lo sabía.

Probó con otra táctica.

—¿Conoces a un hombre llamado Bogdan Machin?

—El Torturador. Por supuesto que lo conozco.

—Está muerto.

—Nadie lo va a llorar, créeme.

—Lo enviaron a Sevilla a matarme.

—¿Ya no estás muerto? —dijo Volkin en un inesperado giro irónico.

—Sabías que no lo estaba.

—A mí todavía me quedan un par de neuronas, lo cual es más de lo que se podría decir del difunto y nada llorado Bogdan Machin.

—¿Quién te lo contó? ¿Boris?

—¿Boris? Mi querido amigo, Boris se pasó una semana borracho cuando se enteró (por mí, debo añadir) de que te habían asesinado. Ahora, claro está, ya sabe la verdad.

—¿Así que no fue Boris el que me disparó?

El estallido de risa obligó a Bourne a apartar el teléfono de la oreja durante un momento.

Cuando Volkin se hubo sosegado, dijo:

—¡Qué idea tan absurda! ¡Estos norteamericanos! ¿De dónde carajo sacaste esa locura?

—En Sevilla alguien me enseñó unas fotos de Boris sorprendido en una cervecería de Múnich con el secretario de Defensa norteamericano.

—¿En serio? ¿En qué planeta ocurrió eso?

—Sé que parece increíble, pero oí una cinta de su conversación. El secretario Halliday le encargó que me matara y Boris aceptó.

—Boris es tu amigo —el tono de Volkin era ya de una absoluta seriedad—. Es un ruso; no hacemos amigos con facilidad, y nunca los traicionamos.

—Fue un trueque —insistió Bourne—. A cambio, Boris dijo que quería muerto a Abdulla Khoury, el jefe de la Hermandad de Oriente.

—Es cierto que Abdulla Khoury ha sido asesinado recientemente, pero te aseguro que Boris no tendría ningún motivo para quererlo muerto.

—¿Estás seguro?

—Boris trabaja en la lucha contra las drogas, ¿no es así? Esto lo sabes o, al menos, lo habrás deducido. Eres un tipo inteligente… La Hermandad de Oriente estaba financiando a sus terroristas de la Legión Negra a través de un canal de distribución de la droga que iba de Colombia a Múnich, pasando por México. Boris tenía a alguien infiltrado en el cártel que le proporcionó el otro extremo del canal, a saber, Gustavo Moreno, un señor de la droga colombiano que vivía en una inmensa hacienda a las afueras de Ciudad de México. Boris asaltó la hacienda con los hombres de su equipo de élite del FSB-2 y liquidó a Moreno. Pero el verdadero premio gordo (el portátil de Moreno con los detalles de cada eslabón de la cadena) se le escapó. ¿Qué ocurrió con él? Boris se pasó dos días registrando el recinto palmo a palmo para nada, porque antes de que lo matara, Moreno insistió en que estaba en la hacienda. No fue así, pero como Boris es como es, se olió algo raro.

—Que finalmente lo llevó a Jartum.

Volkin ignoró deliberadamente el comentario. Quizá pensó que la respuesta era evidente. En vez de eso, dijo:

—¿Sabes la fecha en que se celebró esa supuesta reunión entre Boris y el secretario norteamericano?

—Estaba impresa en las fotos —respondió Bourne. Cuando se la dijo a Volkin, el ruso dijo rotundamente:

—Boris estuvo aquí conmigo tres días, incluida esa fecha. No sé quién estaba sentado con el secretario de Defensa norteamericano, pero tan cierto como que Rusia es corrupta que no fue nuestro común amigo Boris Karpov.

—Entonces, ¿quién era?

—Un camaleón, sin duda. ¿Conoces a alguno, Bourne?

—Aparte de mí, sí. Pero, al contrario que yo, está muerto.

—Pareces estar seguro a ese respecto.

—Lo vi caer al agua desde una gran altura en el puerto de Los Ángeles.

—Eso no es lo mismo que estar muerto. Por Dios, tú más que nadie deberías saber eso —dijo Volkin.

Un gélido escalofrío recorrió a Bourne.

—¿Cuántas vidas tienes? Boris me dijo que muchas. Creo que otro tanto le debe de pasar a Leonid Danilovich Arkadin.

—¿Me estás diciendo que Arkadin no se ahogó? ¿Que sobrevivió?

—Un gato negro como Arkadin tiene nueve vidas, amigo mío, y posiblemente alguna más.

Así que fue Arkadin quien había intentado matarlo en Bali. Aunque de pronto la imagen se volvió más nítida, seguía habiendo algo que no encajaba, algo que se le escapaba.

—¿Estás seguro de todo esto, Volkin?

—Arkadin es ahora el nuevo jefe de la Hermandad de Oriente, ¿qué te parece?

—De acuerdo, pero ¿por qué contrataría al Torturador cuando parece estar desesperado por matarme con sus propias manos?

—No lo contrataría él —dijo Volkin—. El Torturador no era muy de fiar, sobre todo contra un adversario como tú.

—Entonces, ¿quién lo contrató?

—Ésa, amigo Bourne, es una pregunta que ni siquiera yo sé contestar.

Tras decidir ponerse manos a la obra personalmente en su empeño de encontrar a los agentes de la policía metropolitana desaparecidos, Peter Marks esperaba delante de los ascensores para bajar a la planta baja, cuando se abrió la puerta de uno de ellos. La única persona que había dentro era el enigmático Frederick Willard, hasta hacía tres meses el topo del Viejo en el piso franco de la NSA en Virginia. Como siempre, su aspecto era atildado, sus modales corteses, y su actitud reservada. Iba vestido con un impecable temo gris bronce con rayas negras sobre una camisa blanca almidonada y una corbata tradicional.

—Hola, Willard —dijo Marks, cuando entró en el ascensor—. Pensé que estabas de vacaciones.

—Volví hace unos días.

Desde el punto de vista de Marks, dado el aire profesoral a la vieja usanza, desfasado y bastante aburrido de Willard, a éste le iba como anillo al dedo interpretar el papel de vigilante en la casa franca. No era difícil darse cuenta de que acabaría por confundirse con la carpintería. Ser invisible hacía mucho más fácil escuchar a hurtadillas las conversaciones privadas.

La puerta se cerró y bajaron.

—Imagino que ha debido de ser difícil volver a cogerle el tranquillo a la rutina —dijo Marks, más por mostrarse cortés con el veterano que por otra cosa.

—La verdad, ha sido como si no me hubiera ido nunca. —Willard le echó una mirada con una mueca de dolor, como si acabara de salir de la consulta del cirujano y su angustia fuera de tal magnitud que no pudiera ocultarla—. ¿Cómo te fue la entrevista con el presidente?

Sorprendido de que Willard lo supiera, Marks respondió:

—Bastante bien, supongo.

—Aun así, no vas a conseguir el puesto.

—Me imagino. Dick Symes es el candidato lógico.

—Symes también está descartado.

La resignación de Marks se trocó en consternación.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque sé quién consiguió el puesto, y estamos jodidos; no es nadie de dentro de IC.

—Pero eso no tiene lógica.

—Todo lo contrario, es de una lógica absoluta —dijo Willard—, si da la casualidad de que te llames Bud Halliday.

Marks se volvió hacia el veterano.

—¿Qué ha ocurrido, Willard? ¡Vamos, tío, suéltalo de una vez!

—Ocurre que Halliday se ha aprovechado de la muerte repentina de Veronica Hart. Ha propuesto a su propio hombre, M. Errol Danziger, y después de reunirse con Danziger, el presidente consintió.

—¿Danziger, el actual subdirector de señales de inteligencia para el análisis y producción de la NSA?

—El mismo.

—¡Pero si no sabe nada de IC! —exclamó Marks, alzando la voz.

—Creo que —dijo Willard con cierta aspereza— es de eso de lo que se trata, precisamente.

Las puertas se abrieron y los dos hombres salieron a la zona de la recepción cubierta de mármol y cristal, tan fría como inmensa.

—Dadas las circunstancias, creo que tenemos que hablar —dijo Willard—. Pero no aquí.

—No, sin duda. —Marks estaba a punto de proponerle que se reunieran más tarde, pero entonces cambió de idea. ¿Quién mejor que aquel misterioso veterano con mil y una fuentes, y que conocía todos los secretos extraoficiales del espionaje en poder de Alex Conklin para ayudarlo a encontrar a los policías desaparecidos?

—Estoy llevando a cabo una investigación de campo. ¿Te importa echarme una mano?

Una sonrisa arrugó la cara de Willard.

—¡Vaya, eso será como hacer un sueño realidad!

Cuando Arkadin se acercó a Joskar, la mujer le escupió y luego apartó la cara. Sus cuatro retoños —las tres niñas y el hijo muerto— estaban apiñados a su alrededor como la espuma que rodea un saliente basáltico que surge del mar. Las pequeñas vivas se levantaron cuando él se acercó para proteger a su madre de una agresión o una intrusión indeseada.

Arkadin se arrancó una de las mangas a la camisa, se inclinó y le limpió la sangre de la cara a la mujer. Fue al cogerle la punta de la barbilla para echarle la cabeza hacia atrás cuando vio los intensos cardenales que tenía en el rostro, y los verdugones en el cuello. La ira hacia Oserov se recrudeció de nuevo en su interior, pero entonces se dio cuenta de que ni los verdugones ni los cardenales eran recientes; tuvo la certeza de que ni siquiera habían sido hechos en los últimos días. Entonces, si Oserov no los había ocasionado, con toda probabilidad había sido su marido, Lev Antonin.

La mujer le sostuvo la mirada durante un instante, y en sus ojos Arkadin vio un débil reflejo de la habitación del piso de arriba, llena de su fragancia íntima y su miserable soledad.

—Joskar —dijo—, ¿sabes quién soy?

—Hijo mío —dijo ella, apretando a su vástago contra el pecho—. Mi hijo.

—Vamos a sacaros de aquí, Joskar, a ti y a tus hijas. Ya no tienes que temer a Lev Antonin.

Ella lo miró de hito en hito, mostrando tanto asombro como si le hubiera dicho que iba a recuperar su juventud perdida. El llanto de su hija más pequeña le hizo volver la cabeza; vio a Tarkanian, que, con las llaves de su coche en una mano, se había echado a Oserov al hombro.

—¿Va a venir con nosotros? ¿El hombre que mató a mi Yasha?

Arkadin no dijo nada, porque la respuesta era evidente.

Cuando la mujer se volvió hacia él, en sus ojos había aparecido una luz:

—Entonces mi Yasha también viene.

Tarkanian, doblado por la cintura como un minero del carbón, ya estaba transportando su pesada carga hasta la puerta principal.

—Vamos, Leonid Danilovich. Los muertos no tienen lugar entre los vivos.

Pero cuando Arkadin cogió el brazo de Joskar, ella se soltó con una sacudida.

—¿Y qué pasa con ese trozo de mierda? En cuanto mató a mi Yasha, él también murió.

Tarkanian abrió la puerta con un gruñido.

—No tenemos tiempo para negociar —dijo con rudeza.

—Estoy de acuerdo. —Arkadin cogió a Yasha en brazos—. El niño viene con nosotros.

Lo dijo en un tono que hizo que Tarkanian le lanzara otra de sus miradas penetrantes. Entonces el moscovita se encogió de hombros.

—Ella es de tu responsabilidad, amigo mío. Todos son responsabilidad tuya ahora.

Salieron en tropel para dirigirse al coche, con Joskar arreando a sus tres confundidas y temblorosas hijas. Tarkanian colocó a Oserov en el maletero y ató la puerta al guardabarros con un trozo de cuerda que había encontrado en uno de los cajones de la cocina, a fin de que su compatriota respirara aire puro. Luego abrió las dos puertas del lado cercano y rodeó el coche para colocarse al volante.

—Quiero tener a mi hijo —dijo Joskar mientras instaba a sus hijas a sentarse en el asiento trasero.

—Es mejor que lo lleve yo delante —dijo Arkadin—. Las niñas necesitan que les prestes toda tu atención. —Al ver que la mujer titubeaba, apartó el pelo de la frente del niño, y dijo—: Cuidaré bien de él, Joskar. No te preocupes. Yasha estará bien aquí conmigo.

Se acomodó en el asiento del acompañante y, sujetando al niño contra un brazo, cerró la puerta. Se dio cuenta de que tenían el depósito de gasolina casi lleno. Tarkanian le dio al contacto, quitó el freno y metió la primera. Partieron.

—Aparta esa cosa de mí —dijo Tarkanian cuando doblaron una esquina a toda velocidad y la cabeza de Yasha le rozó el brazo.

—Muestra un poco de jodido respeto —le espetó Arkadin—. El niño no te puede hacer ningún daño.

—Estás tan loco como un tyolka en celo.

—¿Y quién tiene a su amigo encerrado en el maletero?

Tarkanian tocó el claxon con fuerza a un camión que avanzaba pesadamente delante de ellos. Luego giró el volante y desafió al tráfico que venía de frente para adelantar al enorme vehículo, ignorando los furiosos bocinazos de los coches que circulaban en sentido contrario y que a duras penas consiguieron apartarse de su camino para no chocar.

Cuando volvieron a meterse en su carril, Tarkanian le echó una mirada a Arkadin.

—Sientes debilidad por ese chico, ¿eh?

No respondió. Aunque mantenía la vista fija al frente, su mirada se había vuelto hacia dentro. Tenía muy presente el peso de Yasha, aún más que su presencia, la cual había abierto una puerta a su infancia. En un momento en que bajó la vista hacia la cara del niño fue como si estuviera viéndose a sí mismo, transportando su propia muerte con él, como si fuera una compañía familiar. El niño no le asustaba, como a todas luces sí que amedrentaba a Tarkanian. Antes al contrario, le parecía importante sujetar a Yasha, como si así pudiera preservar lo que quedara de un ser humano, sobre todo de uno tan joven e inocente, después de muerto. ¿Por qué tenía aquella sensación? Y entonces, un murmullo procedente del asiento trasero le impulsó a inclinarse para mirar por el retrovisor. Vio a Joskar con las tres pequeñas apiñadas a su alrededor, a las que rodeaba con sus brazos, protegiéndolas de más dolor, miedo y ultrajes. Les estaba contando un cuento lleno de hadas deslumbrantes, zorros que hablaban y duendes sabios. El amor y devoción contenidos en su voz lo convertían en un extraño mensaje de una galaxia lejana e inexplorada.

De pronto Arkadin se vio inundado por una profunda oleada de pena, así que inclinó la cabeza sobre los delgados párpados azulados de Yasha, como si estuviera rezando. En ese momento, la muerte del niño y la parte de su infancia que su madre le había arrancado de su pecho se fundieron, haciéndose indistinguibles tanto en su mente enfebrecida como en su alma herida.

Humphry Bamber la estaba esperando con inquietud cuando Moira regresó a la casa de piedra rojiza de Lamontierre.

—Y bien, ¿cómo ha ido? —preguntó él, mientras la hacía pasar al salón— ¿Dónde está el portátil?

Cuando ella le entregó el disco destruido, Bamber empezó a darle vueltas y más vueltas.

—¿Qué ha pasado?

Moira lo miró con cansancio y se dejó caer de golpe en el sofá mientras él iba a buscarle algo de beber. Cuando regresó, se sentó frente a ella. Parecía demacrado y consumido, los primeros signos de una angustia constante.

—Ese disco está absolutamente inservible —dijo él—, ¿se da cuenta?

Ella asintió con la cabeza y le dio un sorbo a su bebida.

—Igual que el móvil que le quité al tipo que extrajo el disco duro de mi portátil. Era un quemador.

—¿Un qué?

—Un móvil desechable que se puede comprar prácticamente en cualquier tienda. Dispone de una cantidad determinada de minutos de prepago. Los delincuentes los utilizan y se deshacen de ellos a diario; de esa manera no se pueden grabar sus conversaciones ni rastrear sus andanzas.

Le quitó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.

—No es que eso tenga mucha importancia en este momento. En lo tocante a acceder al ordenador de Noah, estamos básicamente jodidos.

—No necesariamente. —Bamber se echó hacia delante—. Al principio, cuando se marchó, pensé que me iba a volver loco. No paraba de repasar en mi mente las imágenes del momento en que me sacó del Buick, de Hart detrás del volante y a continuación toda aquella horrible explosión. —Apartó la mirada—. Mi estómago no lo soportó. Pero quizá no fuera tan malo, porque mientras me echaba agua fría en la cara, se me ocurrió una idea.

Moira dejó su vaso vacío junto al destrozado disco duro.

—¿Qué idea?

—Verá, cada vez que le he entregado a Noah una nueva edición de Bardem, él ha insistido en que lo descargara directamente en su portátil.

—Por razones de seguridad, me imagino. ¿Y qué?

—Bueno, que para instalar correctamente el programa, tiene que cerrar todos los demás programas.

Moira sacudió la cabeza.

—Todavía no le sigo.

Bamber tamborileó un momento con los dedos mientras pensaba en un ejemplo adecuado para ilustrar lo que quería decir.

—Muy bien, usted sabe que cuando instala algún programa la pantalla de instalación le pide que cierre todos los programas, incluido el antivirus, ¿verdad? Con Bardem pasa lo mismo, sólo que elevado a la enésima potencia. Es tan complejo y tan sensible que necesita un campo completamente limpio, por decirlo de alguna manera, para instalarse correctamente. Bueno, pues ahí va mi idea. Podría ponerme en contacto con Noah y decirle que he encontrado un error de programación en su versión actual de Bardem y que tengo que enviarle una actualización. Por lo general, la nueva versión se superpone a la anterior, pero con un poco de trabajo creo que podría transferir su versión mientras descargo la nueva.

Excitada de pronto, Moira se levantó como por un resorte.

—Y entonces tendremos todo lo que está en su programa, incluido los escenarios que ha estado ejecutando. Y sabremos con exactitud lo que está planeando ¡y dónde!

Pegó un salto y besó a Bamber en la mejilla.

—¡Es genial!

—Además, podría insertar un rastreador en la nueva versión que nos permitiera seguir la pista a los datos que introduzca en tiempo real.

Moira sabía lo inteligente —y lo paranoico— que era Noah.

—¿Y podría descubrir lo del rastreador?

—Todo es posible —respondió Bamber—, aunque es altamente improbable.

—Entonces no lo hagamos demasiado mono.

Algo avergonzado, Bamber le hizo un gesto con la cabeza.

—De todas formas, no son más que castillos en el aire —comentó—. Tengo que ir a mi oficina y encontrar la manera de tranquilizar a Noah, haciéndole creer que no pasa nada conmigo.

Moira ya estaba dándole vueltas a la cabeza a los posibles escenarios.

—No se preocupe por eso. Concéntrese en las triquiñuelas de la transferencia recíproca de información. Que de Noah me ocuparé yo.

Después de leer todo lo que pudo sobre el rápido agravamiento de la situación en Irán en el International Herald Tribune que había cogido en la sala de embarque de Madrid, Bourne se pasó el vuelo a Jartum dándole vueltas a la cabeza en su asiento. Una o dos veces, se percató de que Tracy intentaba entablar conversación con él, pero no se molestó en contestar. Se preguntaba por qué no se le había ocurrido la posibilidad de que Arkadin hubiera sobrevivido a su caída al mar; después de todo, a él le había ocurrido exactamente lo mismo en Marsella, cuando había sido rescatado medio muerto del océano por un barco de pescadores. Los cuidados de un médico local, tan aficionado a la botella como el doctor Firth, le habían devuelto la vida, total para descubrir que el trauma sufrido le había provocado amnesia. Los recuerdos de su vida se habían borrado. De vez en cuando, alguna cosa familiar desencadenaba algún recuerdo fragmentado, pero cuando los recuerdos afloraban, las más de las veces llegaban a trompicones e incompletos. Desde entonces se había esforzado por averiguar quién era, y aunque habían pasado muchos años, no parecía haberse acercado a la verdad; las identidades de Jason Bourne y, hasta cierto punto, la de David Webb era todo lo que podía recordar. Le había parecido que el camino que le llevaría hasta sí mismo discurría a través de sus recuerdos sobre Bali.

Pero primero había que considerar el asunto de Leonid Arkadin. Que Arkadin lo quisiera muerto estaba fuera de toda duda, aunque también intuía que ahí había algo más que un simple caso de venganza. A pesar de que había aprendido que nada que tuviera que ver con Arkadin era sencillo, había un plan omnímodo en relación con aquel entramado en particular en el que se encontraba que trascendía incluso a Arkadin, que parecía ser una hebra entre muchas que estaban tirando de Bourne hacia Jartum.

Si Fernando Herrera estaba o no conchabado con Arkadin —y parecía una apuesta segura que éste le había enviado las fotos y las cintas de audio «incriminando» a Boris—, por el momento era una cuestión marginal. Ahora que sabía que estaba detrás del atentado contra su vida, tenía que suponer que le estaban tendiendo una trampa en el número 779 de la avenida El Gamhuria. Si la trampa era sólo de Arkadin, o si ésta incluía a Nikolai Yevsen, el traficante de armas, y a Noah Perlis, era algo que todavía no sabía. Pero era interesante especular sobre el negocio que Noah pudiera tener con Yevsen. ¿Era personal o Perlis actuaba en representación de Black River? De cualquier manera, ambos formaban un equipo siniestro, un equipo del que tenía que saber más.

¿Y qué papel desempeñaba Tracy en todo aquello? Había tomado posesión del fantástico Goya sólo después de haber transferido electrónicamente la suma exigida a la cuenta bancaria del señor Herrera, que había ordenado a su banco que depositara los fondos en una segunda cuenta cuyo número Tracy desconocía. De esa manera, había dicho Herrera con una sonrisa taimada, se aseguraba de que el dinero hubiera sido entregado realmente y continuara en su poder. Sus años en los campos petrolíferos habían convertido al colombiano en un viejo zorro astuto que consideraba todos los posibles problemas y planificaba todas las contingencias. Bourne pensó que era una ironía que sintiera cierto peculiar afecto por Herrera, aunque a todas luces él y Arkadin eran en cierto sentido aliados. Confiaba en volver a encontrarse con el colombiano algún día, pero por el momento tenía que ocuparse de Arkadin y Noah Perlis.

El sol poniente, rojo como una bola de fuego, descendía pesadamente cuando Soraya y Amun Chalthoum llegaron al aeródromo militar de Chysis. Él mostró sus credenciales y fueron conducidos a un pequeño aparcamiento. Después de pasar por otro control de seguridad, y cuando cruzaban a grandes zancadas la pista hacia el avión repostado de combustible y listo para el despegue que el egipcio había pedido, Soraya vio a dos personas que caminaban hacia un reactor de Air Afrika que los esperaba. La mujer era delgada, rubia y bastante llamativa. Como era la que estaba más cerca de Soraya, durante un momento su acompañante masculino se le hurtó a la vista. Luego, al aproximarse unos a otros, los sentidos de la marcha cambiaron y Soraya alcanzó a ver la cara del hombre, y la angustia que ello le produjo hizo que sintiera una creciente debilidad en las rodillas.

Chalthoum, en cuanto advirtió que aflojaba el paso, se volvió hacia ella.

—¿Qué sucede, azizti? —le preguntó—. Te has quedado lívida.

—No es nada. —Respiró hondo y pausadamente en un intento de tranquilizarse. Pero desde que el nuevo director de IC le había llamado y ordenado sin ambages que volviera a Washington sin darle opción a explicarle la situación, ya nada podía tranquilizarla. Y entonces vio a Jason Bourne caminando por la pista en un aeropuerto militar de las afueras de El Cairo. Al principio, pensó: No puede ser él. Tiene que ser otra persona. Pero a medida que se fue acercando a él y sus rasgos se fueron haciendo más nítidos, se dio cuenta de que no podía haber ninguna duda.

¡Dios mío, Dios mío!, pensó. ¿Qué está pasando? ¿Cómo puede ser que Jason esté vivo?

Tuvo que contenerse para no llamarlo a gritos, para no salir corriendo tras él y abrazarlo. No se había puesto en contacto con ella, así que tenía que haber un motivo —uno condenadamente bueno, sospechó— para que no quisiera que supiera que estaba vivo. Estaba hablando con su acompañante y por lo tanto no la había visto…, o si lo había hecho, estaba fingiendo que no.

Por otro lado, Soraya tenía que encontrar una manera de hacerle llegar el número de su teléfono vía satélite. Pero ¿cómo hacerlo sin que Amun ni la acompañante de Jason se enteraran?

—Tu silencio resulta doloroso —dijo Tracy.

—¿Y eso es tan malo? —Bourne no la miró, sino que mantuvo la mirada fija al frente, concentrado en el fuselaje rojo y blanco del reactor de Air Afrika, que esperaba como un gato grande y peligroso en la cabecera de la pista principal del aeródromo militar. Había divisado a Soraya en cuanto ella y aquel egipcio alto y desgarbado habían pasado por el control de seguridad y salido a la pista, y estaba intentando ignorarla porque lo último que quería en ese momento era que alguien de IC, incluida Soraya— lo viera.

—Llevas horas sin decir una palabra. —Tracy parecía auténticamente ofendida—. Es como si tuvieras un muro de cristal a tu alrededor.

—He estado intentando resolver cuál es la mejor manera de protegerte en cuanto lleguemos a Jartum.

—¿Protegerme de qué?

—No de qué, sino de quién —le explicó Bourne—. El señor Herrera mintió acerca de las fotos y la cinta de audio, así que quién sabe qué otras mentiras nos ha contado.

—Lo que vayas a hacer no tiene nada que ver conmigo —dijo Tracy—. Me voy a mantener lo más lejos que pueda de tus asuntos, porque, la verdad, me dan un miedo terrible.

Bourne asintió con la cabeza.

—Lo entiendo.

Ella llevaba a buen recaudo el Goya cuidadosamente embalado debajo del brazo.

—La parte difícil de mi trabajo ha terminado. Todo lo que me queda por hacer ahora es entregar el cuadro, recibir el resto de mis honorarios de manos de Noah e irme a casa.

Fue en ese preciso instante cuando Tracy levantó la vista y dijo:

—Esa mujer de aspecto tan exótico parece que no te quita ojo. ¿La conoces?