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Nagorni Karabaj, en el oeste de Azerbaiyán, es una zona muy conflictiva desde que Stalin intentó limpiar étnicamente de armenios esa parte de la antigua Unión Soviética. Para Arkadin, la ventaja de organizar una fuerza de choque en Azerbaiyán radicaba en que hacía frontera con el límite noroccidental de Irán. La ventaja de escoger aquella zona en concreto era triple: era un terreno escarpado, idéntico al de Irán; estaba escasamente poblado; y la gente de allí lo conocía porque había hecho más de una docena de viajes para Dimitri Maslov, y más tarde para Semion Icoupov, transportando rifles semiautomáticos, granadas, lanzacohetes, etcétera, para los jefes de los grupos armenios que mantenían una guerra de guerrillas permanente contra el régimen de Azerbaiyán, igual que la habían mantenido contra los soviéticos hasta la caída de su imperio. A cambio, Arkadin recibía paquetes de ladrillos de pardusca morfina de una calidad extraordinaria, que transportaba por tierra hasta la ciudad portuaria de Bakú, en el mar Caspio, donde eran cargados en un barco mercante que los transportaba hasta Rusia.

En resumidas cuentas, Nagorni Karabaj era, posiblemente, el lugar más seguro que Arkadin podía encontrar. Él y sus hombres no serían molestados y la población armenia los protegería con sus vidas. Sin las armas que él y su gente les proporcionaban, ya les habrían hecho morder el seco polvo rojo de su patria y los habrían exterminado como a alimañas. Los armenios se habían asentado allí, entre los ríos Kura y Araxes, en los tiempos del Imperio romano, y allí habían permanecido desde entonces. Arkadin simpatizaba con su encarnizado patriotismo, el cual había sido la razón de que hubiera decidido que Nagorni Karabaj fuera el lugar para empezar su actividad comercial. También era un inteligente movimiento político; puesto que las armas que vendía a los armenios ayudaban a desestabilizar el país, y por consiguiente le daba a éste un violento empujón para hacerlo volver a la órbita de Moscú, el Kremlin estaba encantado de la vida y hacía la vista gorda con el contrabando.

Y la fuerza de asalto de Arkadin iba a entrenarse allí en ese momento.

Apenas le sorprendió que los líderes lo saludaran como un héroe conquistador cuando llegó.

No es que aquella clase de regreso al hogar fuera simplemente agradable; en la vida de Arkadin no había nada que fuera sencillo. Posiblemente no recordara bien el paisaje o tal vez algo había cambiado dentro de él. Fuera como fuese, en cuanto su vehículo entró en el territorio de Nagorni Karabaj, fue como si le hubieran transportado violentamente de nuevo a Nizhni Tagil.

El campamento se había levantado siguiendo con precisión sus instrucciones: diez tiendas de tela de camuflaje circundaban un gran complejo oval. Al este se extendía la pista de aterrizaje donde había tomado tierra su avión. En el otro extremo de la pista había una corta extensión de terreno en forma de ele en la que estaba posado un avión de carga de la Air Afrika Transport. Las tiendas no tenían el aspecto que él había previsto: le recordaban el cerco de las cárceles de máxima seguridad que circundaban Nizhni Tagil, la ciudad en la que había nacido y crecido, si se podía llamar vivir al ser criado por unos padres psicóticos.

Pero, una vez más, los recuerdos no eran un asunto sencillo. Al cabo de minutos de su llegada, después de haber entrado en una de las tiendas donde se había establecido su puesto de mando, estaba inspeccionando el impresionante despliegue de armas que había transportado: fusiles de asalto Lancaster AK-47, Bushmaster AR15 y LWRC SRT de 6,8 milímetros; lanzallamas M2A1-7 del cuerpo de Marines de Estados Unidos utilizados en la Segunda Guerra Mundial, granadas perforantes anticarro, misiles portátiles Stinger FIM-92, obuses móviles y, la clave para su misión, tres helicópteros Apache AH-64 artillados con misiles Hellfire AGM-114 de cabeza cónica de doble carga de uranio empobrecido, cuya capacidad para penetrar incluso el vehículo con el mayor grosor de blindaje había sido absolutamente garantizada por el vendedor.

Vestido con un traje de faena de camuflaje y armado con una defensa metálica extensible en una cadera, y un Colt 45 American en la otra, Arkadin salió de la tienda más grande y se reunió con Dimitri Maslov, el jefe de la Kazanskaya, la familia más poderosa de la mafia moscovita. Maslov tenía el aspecto de un luchador callejero que estuviera calculando cómo inmovilizarte en el menor tiempo posible y con el máximo dolor. Con sus manos grandes, gruesas y anchas podía retorcerle el cuello a cualquiera. Sus piernas musculosas acababan en unos pies extravagantemente delicados, como si hubieran sido injertados del cuerpo de otro. Desde la última vez que Arkadin le vio le había crecido el pelo, y vestido con un ligero traje de faena de camuflaje, tenía algo del aire anárquico del Che Guevara.

—Leonid Danilovich —dijo Maslov con fingida cordialidad—, veo que no has perdido el tiempo en reunir nuestros pertrechos de guerra. Bien, bueno, eso cuesta una fortuna de cojones.

Con Maslov estaban dos guardaespaldas cuyos trajes de faena lucían unos enormes cercos de sudor; sin duda, en aquel clima tan caliente se encontraban como pez fuera del agua.

Ignorando las armas humanas, Arkadin miró al jefe de la grupperovka con una especie de recelo impersonal. Desde que había desistido de ser el principal sicario de la Kazanskaya para trabajar exclusivamente para Semion Icoupov, no estaba seguro de a qué atenerse con aquel sujeto. Que en ese momento hicieran negocios no significaba nada; una combinación de circunstancias de peso y un socio poderoso los echaban a uno en brazos del otro. Arkadin tuvo la impresión de que eran dos perros de presa decidiendo cómo acabar con el otro. Lo cual quedó confirmado cuando Maslov dijo:

—Todavía no me he recuperado de la pérdida de mi canal de distribución mexicano. Y sigo pensando que, si hubieras estado disponible, no lo habría perdido.

—Ahora creo que estás exagerando, Dimitri Ilyinovich.

—Pero en vez de eso te quitaste de en medio —prosiguió Maslov, ignorando deliberadamente a Arkadin—. Te volviste inalcanzable.

Arkadin pensó que era el momento de prestar atención. ¿Sospechaba Maslov que se había apoderado del ordenador portátil de Gustavo Moreno, un premio que tenía la certeza de que Maslov consideraba suyo por méritos propios?

Pensó que era mejor cambiar de tema.

—¿Por qué estás aquí?

—Me gusta comprobar siempre personalmente mis inversiones. Además, Triton, el hombre que coordina toda la operación, quiere un informe de primera mano sobre tus avances.

—Triton no tenía más que llamarme —dijo Arkadin.

—Es un hombre prudente, nuestro Triton, o eso he oído. Nunca le he visto personalmente, la verdad, ni siquiera sé quién es, sólo que es un hombre con mucho dinero y los recursos para montar este ambicioso proyecto. Y no olvides, Arkadin, que fui yo quien te recomendó a Triton. «No hay nadie mejor para entrenar a esos hombres», le dije con toda claridad.

Arkadin le dio las gracias a Maslov, aunque en su fuero interno le dolió hacerlo. Por otro lado, le alentó saber que no tuviera ni idea de quién era Triton ni para quién trabajaba, mientras que él lo sabía todo. Los millones amasados por Maslov lo habían vuelto excesivamente seguro de sí mismo y descuidado, lo que en su opinión lo convertía en el candidato perfecto para ser masacrado. Eso ocurriría a su debido tiempo, pensó para sí.

Cuando Maslov lo había telefoneado con la propuesta de Triton, al principio se había negado. Una vez convertido en el poder en la sombra de la Hermandad de Oriente ni necesitaba ni quería alquilar sus servicios como autónomo. Cuando los halagos de Maslov, que lo describieron a él y a la Legión Negra como parte esencial del plan, no consiguieron conmoverlo, le pusieron delante de las narices los honorarios de veinte millones de dólares. Aun así dudó, hasta que se enteró de que el blanco era Irán, y el objetivo, derrocar al régimen actual. Entonces la deslumbrante perspectiva del oleoducto de Irán bailó en su cabeza: incontables millones y un poder inenarrable. La recompensa lo había dejado sin respiración.

Era lo bastante astuto para saber, aunque Maslov tuvo bastante cuidado en no mencionarlo, que el oleoducto también debía de ser el objetivo de Triton. Su jugada final era traicionar a Triton en el último minuto y quedarse con el oleoducto, aunque para hacer eso tenía que evaluar adecuadamente los recursos de su enemigo. Tenía que saber quién era Triton.

Vio salir a alguien del jeep que, según le habían avisado los vigías de las tribus, había llevado a Maslov y sus matones hasta allí. Al principio, el calor que ascendía del asfalto de la pista oscureció la cara del hombre. Daba igual; Arkadin reconoció aquel tranco relajado, tan deliberadamente parecido a la forma de andar de Clint Eastwood en Por un puñado de dólares.

—¿Qué está haciendo aquí? —Arkadin se esforzó en evitar el tono cortante en su voz.

—¿Quién? ¿Oserov? —dijo Maslov con toda la inocencia—. Vylacheslav Germanovich es ahora mi lugarteniente. —Meneó la cabeza con ingenuidad—. ¿No me digas que no te lo dije? Lo habría hecho si hubiera podido hacerme con tus servicios para proteger mis intereses mexicanos. —Se encogió de hombros—. Pero desgraciadamente…

Oserov sonreía en ese momento con aquella expresión medio irónica, medio condescendiente que se había tatuado en el cerebro de Arkadin en Nizhni Tagil. ¿Ser licenciado por Oxford le daba a uno patente de corso en Rusia para mostrarse superior a todos los demás miembros de la grupperovka? Él creía que no.

—Arkadin, ¿será posible? —dijo Oserov en un inglés británico—. Es una verdadera vergüenza que sigas vivo.

Arkadin le atizó con fuerza en la barbilla. Oserov, con aquella sonrisa asquerosa todavía cosida a la boca, ya estaba de rodillas y con los ojos en blanco cuando los guardaespaldas de Maslov se aprestaron a intervenir.

Maslov levantó una mano para contenerlos. Sin embargo, su cara estaba congestionada por la ira y tenía una expresión sombría.

—No has debido hacer eso, Leonid Danilovich.

—Y tú no has debido traerlo.

Ignorando las armas que lo apuntaban, Arkadin se arrodilló junto a Oserov.

—Así que estás aquí, bajo el ardiente sol de Azerbaiyán, tan lejos del hogar. ¿Qué tal te sientes?

Oserov tenía los ojos inyectados en sangre y un hilillo de baba rosácea descendía como la hebra de una tela de araña por la comisura de su boca, aunque en ningún momento dejó de sonreír. De repente alargó la mano y agarró a Arkadin de la pechera de la camisa, acercándoselo de un tirón.

—Vivirás para lamentar este insulto, Leonid Danilovich, ahora que Misha ya no sigue vivo para protegerte.

Arkadin se alejó de un brinco y se levantó.

—Te dije lo que le haría si lo volvía a ver.

Maslov entrecerró los ojos. Su cara seguía contraída.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—No para mí —replicó Arkadin.

Había dejado clara su postura y hecho una declaración tajante que Maslov no podía ignorar. Nada volvería a ser lo mismo entre ellos, lo cual a Arkadin le produjo un alivio inconfundible, pues sentía el innato horror del cautivo hacia la pasividad. Para él, el cambio era la vida. Dimitri Maslov siempre había visto a Arkadin como un empleado, alguien que contrataba y del que se olvidaba a continuación. Había que cambiar esa idea; había que hacer que Maslov fuera consciente de que en ese momento ambos eran iguales. Y Arkadin no se podía permitir el lujo de emplear mucho tiempo en demostrar su nueva y elevada condición de una manera sutil y delicada.

Mientras Oserov recuperaba la verticalidad, Maslov soltó una carcajada echando la cabeza hacia atrás, aunque recuperó su seriedad con bastante rapidez.

—Vuelve al coche, Vylacheslav Germanovich —dijo entre dientes.

El hombre estuvo a punto de decir algo, pero cambió de idea. Lanzando una mirada asesina a Arkadin, giró sobre sus talones y se marchó airado.

—Así que ahora eres un gran hombre —dijo Maslov en un tono tranquilo que no enmascaró la amenaza latente en su voz.

Lo que significaba, según comprendió Arkadin: «Te conocí cuando no eras más que un piojoso fugitivo de Nizhni Tagil, así que si tienes la intención de ir a por mí, mejor no lo hagas».

—No existen los grandes hombres —contestó Arkadin sin alterarse—, sólo las grandes ideas.

Se miraron de hito en hito en un silencio absoluto. Entonces, como un solo hombre, empezaron a reírse. Se rieron con tantas ganas, que los guardaespaldas se miraron entre sí sin entender nada, y enfundaron sus armas. Mientras, Arkadin y Maslov, tras darse sendos puñetazos cariñosos, se abrazaron como hermanos. No obstante, Arkadin sabía que tenía que desconfiar más que nunca de que no le metieran un cuchillo entre las costillas o le pusieran un poco de cianuro en la pasta de dientes.

Bourne descendió por la empinada ladera de la colina desde el warung hasta la zona más alta de los arrozales. Más abajo se veía a dos adolescentes que acababan de salir del recinto familiar para ir al colegio en el pueblo de Tenganan.

Siguió descendiendo por el empinado y pedregoso sendero a un ritmo casi endiablado y pasó junto a la vivienda de la que habían salido los dos adolescentes. Un hombre —sin duda el padre— estaba cortando leña, y una mujer removía el contenido de un wok sobre una fogata al aire libre. Dos perros esqueléticos salieron para verlo pasar, pero los adultos no podían haberse inmutado menos.

El camino se estaba allanando por momentos, convirtiéndose en un sendero de tierra apisonada algo más ancho, salpicado con las ocasionales piedras y boñigas de vaca que había que sortear. Aquél era el camino que él y Moira se habían visto obligados a coger por la acción del «batidor» que tan inteligentemente los había arreado hacia el terreno de aniquilación de Tenganan.

Tras pasar por la arcada de la puerta, continuó por el colegio y la pista vacía de badminton. Entonces se encontró de pronto en la explanada sagrada ocupada por los tres templos. Al contrario que la primera vez que había estado allí, los templos estaban vacíos. En lo alto, unas nubes afiligranadas se precipitaban por el cielo cerúleo y una ligera brisa agitaba la copa de los árboles. Sus pasos, ligeros y prácticamente silencioso, provocaron poca o ninguna agitación entre la manada de vacas y temeros que remoloneaban junto a los frescos muros de piedra del otro extremo del templo, los únicos moteados de sombras. Excepto por los animales, el claro estaba desierto.

Cuando siguió un atajo entre el templo del centro y el de la derecha experimentó una espeluznante sensación de no saber dónde estaba. Pasó el lugar donde, tendido sobre su propia sangre, Moira se había arrodillado sobre él con el rostro contraído por el horror. El tiempo pareció dilatarse hasta el infinito, y luego, al seguir avanzando, se contrajo violentamente como si fuera una goma elástica.

Después de dejar los muros traseros de los templos tras él, no tardó en encontrarse descendiendo abruptamente. El bosque se alzaba como una densa pared verde por encima de él, igual que un recinto sagrado lleno de pagodas que se extendiera hacia el cielo. Allí era donde debía de haber estado tumbado el francotirador, esperándolo.

Poco más allá del lindero inferior del espeso bosque se levantaba un pequeño altar de piedra con los flancos envueltos en las tradicionales telas a cuadros negros y blancos y cubierto todo él por un pequeño parasol amarillo. El espíritu local estaba en casa; y también alguien más. Al detectar un pequeño movimiento con el rabillo del ojo, Bourne se abalanzó hacia la espesura, rodeó con la mano un brazo delgado y marrón y sacó de las sombras a la hija mayor de la familia propietaria del warung.

Se quedaron mirando fijamente el uno al otro durante un buen rato. Entonces Bourne se arrodilló para ponerse a la altura de los ojos de la niña.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Kasih —dijo ella enseguida.

Bourne sonrió.

—¿Qué estás haciendo aquí, Kasih?

Los ojos de la niña eran profundos como estanques y negros como la obsidiana. El cabello negro le caía por debajo de los enjutos hombros. Llevaba un sarong color café con un dibujo de flores de franchipán exactamente igual que el doble ikat de Bourne. Su piel era sedosa e inmaculada.

—¿Kasih…?

—Hace tres lunas llenas que te hirieron en Tenganan.

La sonrisa de Bourne adquirió el grosor de un papel de seda.

—Te equivocas, Kasih. Aquel hombre murió. Yo asistí a su funeral en Manggis, antes de que su cuerpo fuera enviado en avión a Estados Unidos.

La niña le dedicó una curiosa sonrisa, tan enigmática como la de la Mona Lisa. Entonces alargó la mano y sus dedos le abrieron la camisa manchada de sudor, dejando a la vista la herida vendada.

—Te dispararon, Bapak —dijo con la misma seriedad que un adulto—. No moriste, pero te cuesta subir por nuestras empinadas colinas. —Ladeó la cabeza— ¿Por qué lo haces?

—Para que un día no me cueste. —Bourne volvió a cerrarse la camisa—. Éste es nuestro secreto, Kasih. Nadie más debe averiguarlo, o de lo contrario…

—El hombre que te disparó volverá.

Balanceándose sobre los talones, Bourne sintió que se le aceleraba el pulso.

—Kasih, ¿cómo sabes eso?

—Porque los demonios siempre vuelven.

—¿Qué quieres decir?

Tras acercarse reverentemente al altar, la niña colocó un manojo de flores rojas y violetas en el pequeño nicho del ara, juntó las palmas de las manos a la altura de la frente e inclinó la cabeza mientras recitaba una breve oración para que el espíritu los protegiera contra los malvados demonios que acechaban en las inquietantes sombras verdes del bosque.

Cuando terminó, retrocedió y, arrodillándose, empezó a excavar en la esquina posterior del altar. Al cabo de un momento sacó de la tierra negra y volcánica un pequeño atado de hojas de banano. Se volvió, y con una expresión de terror en los ojos, se lo entregó a Bourne.

Tras sacudirle los suaves coágulos de tierra, él lo desató y apartó las hojas una a una. Dentro, encontró un ojo humano hecho de material acrílico o cristal.

—Es el ojo del demonio, Bapak —dijo la niña—, del demonio que te disparó.

Bourne la miró.

—¿Dónde encontraste esto?

—Allí. —Kasih señaló la base de un inmenso pule o alstonia que se levantaba a no más de cien metros.

—Enséñame dónde —dijo él, y la siguió a través de los altos helechos con forma de abanico hasta el árbol.

La niña no se acercó en ningún momento a menos de tres pasos, pero Bourne se agachó exageradamente en el lugar que ella le indicó, donde los helechos estaban rotos y aplastados, como si alguien se hubiera marchado de allí con mucha prisa. Levantando la cabeza, vio la madeja que formaban las ramas.

Cuando se preparó para empezar a trepar, Kasih soltó un pequeño grito.

—¡Oh, no, por favor! El espíritu de Durga, la diosa de la muerte, habita en este pule.

Bourne levantó una pierna, consiguiendo un punto de apoyo en la corteza y sonrió para tranquilizar a la niña.

—No te preocupes, Kasih, a mí me protege Shiva, mi propio dios de la muerte.

Tras ascender rápida y certeramente, no tardó en llegar a la gruesa rama casi horizontal que había visto desde el suelo. Tumbándose sobre ella boca abajo, se encontró mirando a través de un estrecho espacio entre la maraña de árboles el lugar exacto donde le habían disparado. Se levantó apoyándose en una rodilla y miró alrededor. Al instante encontró el pequeño hueco en el lugar donde la rama era más gruesa al unirse al tronco. Allí había algo que brillaba débilmente. Cuando lo cogió entre los dedos, vio que se trataba del casquillo de un cartucho. Después de metérselo en el bolsillo, volvió a bajar contoneándose hasta el pie del árbol, donde sonrió a la niña, que estaba visiblemente nerviosa.

—¿Lo ves?, sano y salvo —dijo Bourne—. Creo que el espíritu de Durga está hoy en otro pule en la otra punta de Bali.

—No sabía que Durga pudiera andar por ahí.

—Pues claro que puede. Éste no es el único pule de Bali, ¿no es así?

Ella negó con la cabeza.

—Eso demuestra lo que digo —insistió Bourne—. Hoy no está aquí. Es absolutamente seguro.

Kasih parecía seguir preocupada.

—Ahora que tienes el ojo del demonio, podrás encontrarlo e impedir que vuelva, ¿verdad?

Bourne se arrodilló a su lado.

—El demonio no va a volver, Kasih, esto te lo prometo. —Hizo rodar el ojo entre sus dedos—. Y, sí, con su ayuda espero encontrar al demonio que me disparó.

Moira fue trasladada por los agentes de la NSA al Hospital Naval de Bethesda, donde se le sometió a una batería de pruebas médicas tan angustiosas como embrutecedoras por su exhaustividad. De esta guisa la noche fue pasando lentamente. Cuando, poco después de las diez de la mañana, se la declaró en forma físicamente y completamente ilesa del accidente de tráfico, los agentes de la NSA le dijeron que era libre de marcharse.

—Esperen un minuto —dijo ella—. ¿No me dijeron que me detenían por alterar el escenario de un delito?

—La engañamos —le dijo uno de los agentes con su seco acento del Medio Oeste. Entonces se marcharon, dejándola confusa y no poco alarmada.

Su alarma aumentó considerablemente cuando llamó a cuatro personas diferentes del Departamento de Defensa y de Estado, todas las cuales o estaban «en una reunión», «fuera del edificio» o, lo que fue aún más inquietante, sencillamente estaban «ocupados».

Acababa de terminar de maquillarse cuando su móvil emitió un zumbido avisándola de un mensaje de texto de Steve Stevenson, el subsecretario de Adquisición, Tecnología y Logística del Departamento de Defensa, que la había contratado recientemente.

«PERRY 1 H», leyó en la pantalla. Después de borrarlo a toda prisa, se pintó los labios, cogió su bolso y se marchó del hospital.

Había treinta siete kilómetros desde el Hospital Naval de Bethesda hasta la Biblioteca del Congreso. Google Maps afirmaba que el trayecto duraba treinta y seis minutos, pero eso debía de haber sido a las dos de la madrugada. A las once de la mañana, cuando Moira realizó el trayecto en taxi, duró veintiséis minutos más, lo que significó que llegó a su destino casi con el tiempo justo. En el camino había telefoneado a su oficina para que la recogiera un coche, dando una dirección a tres manzanas de su destino actual.

—Tráeme un ordenador portátil y un quemador —dijo antes de cerrar el teléfono.

No notó los dolores en todos los músculos de su cuerpo hasta que salió del taxi, y sintió que comenzaba a tener un dolor de cabeza postraumático. Hurgó en su bolso, cogió tres Advil y se los tragó a palo seco. El día no era muy frío, aunque estaba feo y nublado, sin ningún claro en el cielo plomizo y con un viento incesante. Las flores rosa claro de los cerezos yacían pisoteadas en las aceras, los tulipanes estaban floreciendo y había un inconfundible olor a tierra en el aire que anunciaba la primavera.

El mensaje de texto de Stevenson, «PERRY», hacía referencia a Roland Hinton Perry, quien a la tierna edad de veintisiete años había creado la escultura de la Fuente de la Corte de Neptuno, situada en la fachada más occidental de la entrada a la Biblioteca del Congreso. La fuente estaba más a la altura de la acera que del nivel elevado de la entrada principal cubierta. Colocada dentro de tres nichos del muro de contención de piedra flanqueado por las escaleras de acceso, la fuente —con la pavorosa figura central del dios romano del mar, una escultura de bronce de más de tres metros y medio de altura— desprendía una energía inquietante y descarnada que contrastaba espectacularmente con el sosegado exterior del edificio en sí. La mayoría de los visitantes que acudían a la biblioteca no llegaban a saber siquiera que existía. Sin embargo, Moira y Stevenson sí que la conocían; era uno de la media docena de lugares de reunión diseminados por y en las cercanías del barrio que ambos habían acordado.

Moira lo vio enseguida. Vestido con una americana azul marino y unos livianos pantalones de lana gris. Stevenson le estaba dando la espalda, contemplando ensimismado el semblante notablemente violento de Neptuno, lo que significaba que tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás y su calva adquiría protagonismo.

El hombre no se movió cuando ella se acercó y se paró a su lado. Podrían haber sido perfectamente turistas sin ninguna relación, entre otras cosas porque Stevenson hacía ostentación de un ejemplar abierto de la guía Fodor de Washington y el Distrito de Columbia, de la misma manera que un faisán proclama su presencia extendiendo la cola.

—No es un día feliz para usted, ¿verdad? —dijo él, sin volverse hacia ella ni pareciendo siquiera que moviera los labios.

—¿Qué carajo está pasando? —preguntó Moira—. Nadie del Departamento de Defensa, incluido usted, me coge las llamadas.

—Todo parece indicar, querida, que ha pisado usted un gran y humeante montón de mierda. —Stevenson volvió una página de la guía. Era uno de esos funcionarios del Estado de la vieja escuela que acudía todos los días al barbero a afeitarse, se hacía la manicura una vez a la semana, pertenecía a todos los clubes adecuados y se aseguraba de que sus opiniones fueran compartidas por la mayoría antes de expresarlas en voz alta—. Nadie quiere verse contaminado por esa peste.

—¿Yo? Yo no he hecho una mierda. —Excepto tocarle los cojones a mis antiguos jefes, pensó.

Reflexionó sobre el hecho de que Noah hubiera aparecido para llevarse el móvil de Jay y hacerla detener. Porque había entendido esa parte de camino hacia allí. La única razón para que los agentes de la NSA dijeran que la detenían por alterar el lugar del accidente y luego la hubieran soltado sin ninguna acusación era que por algún motivo Noah había necesitado tenerla fuera de servicio toda la noche. ¿Por qué? Quizá lo averiguara una vez que descargara los archivos de la memoria flash que había encontrado cosida en el interior del forro de la chaqueta de Jay, aunque por el momento su mejor estrategia consistía en fingir que no sabía absolutamente nada.

—No. —Stevenson meneó la cabeza—. Lo que tenemos aquí es algo más. Creo que alguien de su compañía pinchó algún nervio. ¿El difunto Jay Weston, quizá?

—¿Sabe lo que descubrió Weston?

—Si lo supiera —dijo Stevenson lenta y cuidadosamente—, a estas horas me habría atropellado un coche.

—¿Tan gordo es?

El hombre se frotó su inmaculada mejilla roja.

—Más.

—¿Qué carajo está pasando entre la NSA y Black River? —preguntó Moira.

—En el pasado trabajó para Black River, dígamelo usted. —Frunció los labios—. No, pensándolo mejor, no quiero saber nada, ni siquiera una mera especulación. Desde que saltó la noticia de la explosión del avión de pasajeros, la atmósfera en el Departamento de Defensa y en el Pentágono se ha visto envuelta en una nube tóxica.

—¿Lo que significa?

—Que no habla nadie.

—Allí nadie alza la voz jamás.

Stevenson asintió con la cabeza.

—Eso es cierto, aunque esta vez es distinto. Todo el mundo anda como pisando huevos. Incluso las secretarias parecen aterrorizadas. En mis veinte años de servicio al Estado, jamás había vivido algo parecido. Excepto…

Moira sintió que se le formaba un nudo en el estómago.

—Excepto ¿qué?

—Excepto poco antes de que invadiéramos Irak.