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Cuando Soraya Moore entró en el despacho de la directora de IC, Veronica Hart se levantó de detrás de su mesa y le hizo un gesto para que se sentara a su lado en un sofá situado contra la pared. En el último año de Hart como directora de la agencia, las dos mujeres se habían hecho amigas íntimas además de colegas. Las circunstancias las habían obligado a confiar mutuamente desde que Hart había ocupado el cargo tras la muerte intempestiva del Viejo. Las dos se habían unido contra el secretario de Defensa Halliday, mientras Willard hacía caer a su perro de presa, Luther LaValle, e infligía a Halliday la derrota más humillante de su carrera política. Que en el camino se habían ganado un enemigo mortal jamás estaba lejos de sus pensamientos ni de sus discusiones. Como no lo estaba Jason Bourne, con quien Soraya había trabajado dos veces y a quien Hart había llegado a comprender mejor que nadie en Inteligencia Central, excepción hecha de la propia Soraya.

—Bueno, ¿cómo estás? —preguntó la directora en cuanto ambas se sentaron.

—Han pasado tres meses y todavía no he asumido la muerte de Jason. —Soraya era una mujer tan fuerte como bella, con unos intensos ojos azules que contrastaban poderosamente con la piel color canela y el largo pelo negro. Antigua jefa de estación de la agencia, se le había confiado de buenas a primeras la dirección de Typhon, la organización que había contribuido a crear, cuando su mentor, Martin Lindros, había muerto el año anterior. Desde entonces, había tenido que lidiar con el laberíntico cabildeo político que cualquier director de la comunidad del espionaje estaba obligado a dominar. Sin embargo, al final, su enfrentamiento con Luther LaValle le había enseñado muchas lecciones importantes.

—Para ser sincera, no paro de pensar que lo estoy viendo con el rabillo del ojo. Pero cuando miro (es decir, que miro de verdad) siempre es otra persona.

—Por supuesto que es otra —dijo Hart, no sin compasión.

—No llegaste a conocerlo como yo —dijo Soraya con tristeza—. Engañó a la muerte tantas veces que ahora me parece imposible que esta última vez haya fracasado.

Bajó la cabeza, y Hart le apretó fugazmente la mano.

La noche que se enteraron de la muerte de Bourne, la había llevado a cenar fuera e insistido después en que volviera a su piso, ignorando resueltamente todas las protestas de la directora de Typhon. La noche estuvo llena de dificultades, la menor de las cuales no fue que Soraya fuera musulmana; no pudieron continuar con una buena juerga al viejo estilo. Sufrir completamente sobria era una lata, y Soraya le había suplicado a Hart que bebiera, si quería hacerlo, pero la directora de IC se había negado. Aquella noche había nacido entre ellas un vínculo tácito que ya nada podía romper.

Soraya levantó entonces la vista y sonrió lánguidamente a Veronica.

—Pero supongo que no me has llamado para volver a sujetarme la mano.

—No, no te llamé para eso. —Hart le contó lo del derribo del avión de pasajeros en Egipto—. Jaime Hernandez y Jon Mueller están formando un equipo forense conjunto de la NSA y el DHS que volará hasta El Cairo.

—Que tengan suerte —dijo Soraya cáusticamente—. ¿Y quién del equipo va a interactuar con los egipcios, hablar con ellos en su idioma o ser capaz de interpretar lo que están pensando por sus respuestas?

—A decir verdad, tú. —Cuando vio la expresión de asombro en la cara de Soraya, añadió—: Reaccioné igual que tú ante ese destacamento.

—¿Cuánta resistencia opuso Halliday?

—Planteó las objeciones habituales, incluidos algunos comentarios racistas alusivos a tu herencia —respondió Hart.

—Hay que ver cómo nos odia a todos. Ni siquiera distingue entre árabes y musulmanes, ya no digamos entre suníes y chiítas.

—No importa —dijo Hart—. Expuse mis razones al presidente y éste estuvo de acuerdo.

La directora de IC le entregó una copia del informe de inteligencia que estaban leyendo todos cuando llegó la noticia del desastre aéreo.

Cuando Soraya lo hubo examinado, dijo:

—Esta información procede de Black River.

—Como he trabajado para Black River, eso es precisamente lo que me preocupa. Dado los métodos que utilizan para reunir la información, me parece que Halliday depende demasiado de ellos. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el expediente—. ¿Qué piensas de su información acerca de ese grupo disidente pro occidental iraní?

Soraya frunció el ceño.

—Existen rumores sobre su existencia desde hace años, por supuesto, pero te puedo asegurar que nadie en la comunidad de la inteligencia occidental ha conocido a un solo miembro ni jamás ha sido contactado por el grupo. Con sinceridad, siempre me ha parecido que formaba parte de la fantasía de los neoconservadores de extrema derecha de un Oriente Próximo democrático. —Siguió hojeando el expediente.

—Sin embargo, hay un verdadero movimiento disidente iraní que ha estado reclamando elecciones democráticas —dijo Hart.

—Sí, pero no está claro que su líder, Akbar Ganji, sea pro occidental. Sospecho que lo más probable es que no lo sea. Por un lado, ha sido lo bastante astuto para rechazar los periódicos ofrecimientos de dinero de la Administración a cambio de una insurrección armada. Por otro, sabe, aunque nuestra propia gente no lo sepa, que arrojar dólares americanos a las que eufemísticamente llamamos «fuerzas liberales indígenas» del interior de Irán es una fórmula para el desastre. No sólo pondría en peligro al ya de por sí frágil movimiento y su objetivo de una revolución con piel de cordero, sino que animaría a sus líderes a hacerse dependientes de la ayuda norteamericana. Eso los distanciaría de sus electores potenciales, como ocurrió en Afganistán, Irak y muchos otros países de Oriente Próximo y convertiría a los sedicentes luchadores por la libertad en nuestros enemigos implacables. Una vez tras otra, la ignorancia de la cultura, la religión y los verdaderos objetivos de esos grupos se han aliado para derrotarnos.

—Razón por la cual formarás parte del equipo forense —dijo Hart—. Sin embargo, como puedes ver, la información de Black River no se ocupa de Ganji ni de su gente. Aquí no estamos hablando de una revolución de guante de seda, sino de una bañada en sangre.

—Ganji ha dicho que no quiere la guerra, pero hace tiempo que está sumido en la confusión política. Sabes tan bien como yo que el régimen no le permitiría sobrevivir, mucho menos decir lo que piensa, si tuviera una fuerza sustancial. Ganji no es de ninguna utilidad para Halliday, pero los objetivos de este nuevo grupo encajarían en sus planes a la perfección.

Hart asintió con la cabeza.

—Eso es justo lo que estaba pensando. Así que mientras estás en Egipto, quiero que husmees un poco por allí. Utiliza los contactos egipcios de Typhon para averiguar lo que puedas acerca de la legitimidad de ese grupo.

—No será fácil —dijo Soraya—. Te puedo asegurar que la policía secreta nacional va a estar encima de nosotros, sobre todo de mí.

—¿Por qué especialmente de ti? —preguntó Hart.

—Porque el jefe de la al-Mokhabarat es Amun Chalthoum. Y ambos tuvimos un acalorado enfrentamiento.

—¿Cómo de acalorado?

Los recuerdos de Soraya se reprimieron inmediatamente.

—Chalthoum tiene un carácter complicado, una personalidad difícil de interpretar… Es como si toda su vida estuviera limitada a su trabajo en al-Mokhabarat, una organización de matones y asesinos a la que parece haber sido condenado de por vida.

—Encantador —dijo Hart, no sin sarcasmo.

—Pero sería una ingenuidad creer que lo es todo para él.

—¿Crees que puedes manipularlo?

—No veo por qué no. Creo que le gusto bastante —dijo Soraya, sin acabar de comprender del todo la razón de que no le estuviera diciendo a Veronica toda la verdad.

Ocho años antes, cuando realizaba una misión como correo, había sido capturada por agentes de al-Mokhabarat que, sin saberlo ella, se habían infiltrado en la red local de IC a la que iba a entregar un micropunto en el que estaban grabadas sus nuevas instrucciones. Ella no tenía ni idea de lo que contenía el micropunto ni ningún deseo de saberlo. Fue arrojada a una mazmorra de las dependencias de al-Mokhabarat en el centro de El Cairo. Tres días más tarde, sin haber dormido y con sólo agua y un mendrugo de pan enmohecido al día por toda comida, fue conducida arriba y llevada ante Amun Chalthoum que, tras echarle una ojeada, le ordenó inmediatamente que se aseara.

La condujeron a una ducha, donde se restregó cada centímetro de su cuerpo con una manopla enjabonada. Cuando salió, la esperaba una muda nueva. Supuso que su antigua ropa estaba siendo hecha jirones y analizada por la policía científica de la al-Mokhabarat en su intento de encontrar la información que transportaba.

Le pareció que todo encajaba a la perfección. Pero para su sorpresa, fue conducida fuera del edificio. Era de noche. Se le ocurrió que no había sido consciente del transcurso del tiempo. En la calurosa calle la esperaba un coche aparcado en la acera, cuyos faros iluminaban a unos guardias vestidos de paisano que la observaron con una estudiada atención. Cuando subió al vehículo, se llevó otra sorpresa: Amun Chalthoum estaba sentado al volante. Y estaba solo.

Amun condujo atentamente por la ciudad a toda velocidad, dirigiéndose al oeste para adentrarse en el desierto. No dijo ni una palabra, pero de vez en cuando, siempre que el tráfico lo permitía, la observaba con su ávida mirada de halcón. Ella estaba hambrienta, aunque decidida a guardarse el hambre para sí.

Amun la llevó a Wadi AlRayan. Detuvo el coche y le dijo que saliera. Permanecieron de pie cara a cara bajo la luz azul de la luna.

Wadi AlRayan estaba tan desolado que bien podrían haber sido los dos últimos seres humanos sobre la tierra.

—Sea lo que sea lo que estés buscando —dijo ella—, no lo tengo.

—Sí, sí que lo tienes.

—Ya ha sido entregado.

—Mis fuentes me dicen lo contrario.

—No pagas lo suficiente a tus fuentes. Además, ya habéis registrado mis ropas y todo lo demás.

El hombre no se rio, ni lo hizo nunca durante el tiempo que ella estuvo con él.

—Lo tienes en tu cabeza. Dámelo. —Al no responderle, añadió—. Nos quedaremos aquí hasta que me des la información.

Ella se percató de su amenaza, y también de la energía que la animaba. A sus ojos era una mujer egipcia, y como tal, estaba educada para obedecer a los hombres incondicionalmente; ¿por qué habría de ser diferente a cualquier otra mujer que él conociera? ¿Porque era medio norteamericana? Amun despreciaba a los norteamericanos. Soraya se percató inmediatamente de la ventaja que le proporcionaba el error del hombre. Así que le hizo frente; mantuvo su historia; no dejó de desafiarlo; y lo más importante, le demostró que no podía asustarla.

Al final Amun había cedido y la había llevado de vuelta a El Cairo, al aeropuerto. En la puerta de embarque le devolvió el pasaporte como podría haberlo hecho un caballero. Fue un gesto formal y en cierto sentido enternecedor. Soraya se alejó, convencida de que no lo volvería a ver nunca más.

La directora de IC asintió con la cabeza.

—Si puedes utilizar la atracción que siente por ti en beneficio propio, hazlo, porque tengo la molesta impresión de que Halliday está a punto de proponer una nueva e importante iniciativa militar basándose en la premisa de una insurrección armada dentro de Irán.

Leonid Arkadin estaba sentado en un café de Campione d’Italia, un pintoresco paraíso fiscal italiano situado en un paraje recóndito de los Alpes suizos. El diminuto municipio se levantaba en pendiente sobre la cristalina superficie azul marino de un lago de montaña salpicado de embarcaciones de todos los tamaños, desde botes de remos a yates de millones de dólares provistos de helipuertos y helicópteros, faltaría más, y, en el más grande de todos, de las mujeres que los acompañaban.

Envuelto en un sopor de indiferencia, Arkadin observaba divertido a dos estilizadas modelos con la clase de piel perfectamente bronceada que sólo los privilegiados y los ricos sabían cómo conseguir. Mientras bebía a sorbos un café solo en una pequeña taza que casi se perdía en su mano grande y cuadrada, las dos modelos saltaron encima de un hombre calvo de cuerpo excesivamente peludo que estaba tendido sobre los cojines azul marino de la cubierta de popa del yate.

Perdió el interés porque para él el placer era un concepto tan efímero, que carecía por igual de forma y función. Su mente y su cuerpo seguían atados a la rueda de hierro y fuego de Nizhni Tagil, lo que no hacía más que demostrar el viejo proverbio: puedes sacar a un hombre del infierno, pero no puedes sacar el infierno de su interior.

Seguía sintiendo en la boca el gusto acre del cielo tóxico de Nizhni Tagil cuando, un instante después, un hombre con la piel del color de su café se acercó. Arkadin levantó la vista con un aire cercano a la indiferencia en el momento en que el desconocido se deslizó sobre la silla que tenía enfrente.

—Me llamo Ismael —dijo el hombre café—. Ismael Bey.

—La mano derecha de Khoury. —Arkadin terminó su café y dejó la taza sobre la pequeña mesa redonda—. He oído hablar de usted.

Bey, un hombre bastante joven, delgado y huesudo como un perro hambriento, tenía una expresión terriblemente angustiada.

—Se acabó, Arkadin. Ha ganado. Con la muerte de Abdulla Khoury, ahora soy el jefe de la Hermandad de Oriente, pero valoro mi vida más de lo que mi predecesor valoraba la suya. ¿Qué es lo que quiere?

Arkadin asió la taza vacía y la movió hasta dejarla en el centro exacto del plato, lo que hizo sin apartar la mirada de los ojos del otro hombre. Cuando estuvo listo, dijo:

—No quiero su puesto, pero le voy a quitar su poder.

Sus labios formaron el espectro de una sonrisa, pero algo en su expresión provocó un visible escalofrío en Bey.

—A ojos del mundo exterior usted ha asumido el mando de su líder caído. Sin embargo, todo (todas las decisiones, todas las acciones que tome a partir de este momento) empezará en mí; cada dólar que gane la Hermandad pasará por mí. Éste es el nuevo orden de combate.

Su sonrisa se volvió lobuna, y la cara de Bey adquirió una apariencia verde brillante.

—Lo primero en el orden de combate es escoger a un contingente de cien hombres de la Legión Negra. Dentro de una semana los quiero ver en un campamento que he levantado en los montes Urales.

Bey ladeó la cabeza.

—¿Un campamento?

—Los entrenaré personalmente.

—¿Entrenar para qué?

—Para matar.

—¿Y a quién se supone que tienen que matar?

Arkadin empujó la taza vacía por la mesa hasta dejarla justo delante de Bey. Ese gesto no ofreció dudas a Bey: no tenía nada; y no tendría nada a menos que obedeciera a Arkadin absoluta y concienzudamente.

Y sin decir ni una palabra más, Arkadin se levantó y lo dejó enfrentado al rostro desapacible de su nuevo futuro.

—Hoy me he despertado pensando en Soraya Moore —dijo Willard—. Estuve pensando que debe seguir llorando tu muerte.

Era poco después del amanecer y, como todas las mañanas en ese momento, Bourne estaba sentado soportando el tedioso y concienzudo examen del doctor Firth.

Bourne, que había llegado a conocer a Willard bastante bien en los tres meses que habían pasado juntos, dijo:

—No he intentado ponerme en contacto con ella.

Willard hizo un gesto con la cabeza.

—Eso está bien. —Era un hombre bajo y apuesto de ojos grises cuyo rostro podía adoptar cualquier expresión con una facilidad inconsciente.

—Hasta que averigüe quién intentó matarme hace tres meses y me encargue de él, he decidido mantener a Soraya al margen. —No es que Bourne no confiara en ella, todo lo contrario, pero dado los lazos que la unían con IC y la gente con quien trabajaba, había decidido desde el principio que sería injusto para ella tener que llevar a diario el peso de la verdad.

—Regresé a Tenganan, pero no pude encontrar ni rastro de la bala —dijo Willard—. He intentado todo lo que se me ha ocurrido para descubrir quién te disparó, pero no ha habido suerte hasta el momento. Quienquiera que fuera borró sus huellas con una habilidad encomiable.

Frederick Willard era un hombre que había llevado una máscara durante tanto tiempo que ésta se había convertido en parte de él. Bourne le había pedido a Moira que se pusiera en contacto con él porque para Willard los secretos eran sagrados. Había guardado fielmente todos los secretos de Alex Conklin en Treadstone; como un animal herido, Bourne sabía por instinto que guardaría el secreto de que seguía vivo.

Cuando Conklin fue asesinado, Willard ya ocupaba su puesto supersecreto como jefe de seguridad de la casa franca de la NSA en la rural Virginia. Había sido él quien sacó a escondidas las fotos digitales de las celdas de ejecución y ahogamiento del sótano de la casa que habían tumbado a Luther LaValle y que habían exigido un riguroso control de daños por parte del grupo del secretario de Defensa Halliday.

—Listo —dijo Benjamin Firth, levantándose de su taburete—. Todo está bien. Mejor que bien, diría. Las heridas de entrada y salida están cicatrizando a una velocidad verdaderamente notable.

—Eso es gracias al entrenamiento —dijo Willard con aplomo.

Pero en su fuero interno, Bourne no estaba seguro de si su recuperación no se estaba viendo favorecida por el brebaje de kencur —el lirio de la resurrección— que Suparwita le había hecho beber poco antes de que le dispararan. Sabía que tenía que hablar con el curandero otra vez si quería descubrir lo que le había ocurrido allí.

Se levantó.

—Me voy a dar un paseo.

—Como siempre, desaconsejo que lo hagas —le advirtió Willard—. Cada vez que pones un pie fuera de este recinto, te arriesgas a comprometer tu seguridad.

Bourne se echó a la espalda una ligera mochila con dos botellas de agua.

—Necesito ejercicio.

—Puedes hacerlo aquí —puntualizó Willard.

—Subir por esas montañas es la única manera de aumentar mi resistencia.

Aquélla era la misma discusión que habían tenido todos los días desde que Bourne se sintió lo bastante en forma para hacer grandes caminatas, y era un consejo que decidía ignorar.

Después de abrir la cancela del recinto del doctor, emprendió briosamente la marcha a través de las empinadas colinas boscosas y los bancales de arrozales del este de Bali. No era sólo que se sintiera acorralado entre aquellas paredes de estuco del recinto de Firth ni que lo considerara necesario para superar las etapas cada vez más difíciles de ejercicio físico, aunque ni una ni otra eran razones suficientes para sus caminatas diarias. Lo que ocurría era que se sentía impulsado a volver una y otra vez al paisaje donde la tentadora llama del pasado —la sensación de que le había ocurrido algo importante allí, algo que necesitaba recordar— no dejaba de parpadear.

En aquellas excursiones que le llevaban por empinados barrancos y ríos turbulentos, junto a santuarios animistas en honor de deidades con forma de tigres o dragones, por desvencijados puentes de bambú e inmensos arrozales y plantaciones de cocoteros, intentaba evocar aquella confusa figura que en sus sueños se volvía hacia él. En vano.

Cuando se sintió suficientemente en forma, salió en busca de Suparwita, pero no encontró al curandero por ninguna parte. Su casa estaba habitada por una mujer que parecía tan vieja como los árboles que la rodeaban. Tenía la cara ancha y la nariz chata y carecía de dientes. Posiblemente también fuera sorda, porque se lo quedó mirando fijamente con indiferencia cuando Bourne le preguntó, tanto en balinés como en indonesio, dónde estaba Suparwita.

Una mañana que ya empezaba a ser calurosa y húmeda, se detuvo sobre el bancal más elevado de un arrozal, cruzó el canal de riego y fue a sentarse a la fresca sombra de un warung, un pequeño restaurante familiar donde se podía tomar un tentempié y beber algo. Mientras sorbía una verdosa agua de coco con una paja, se puso a jugar con el más pequeño de los tres hijos, mientras que la mayor, una niña de no más de doce años, lo observaba con ojos sombríos y graves mientras trenzaba elaboradamente unas delgadas hojas de palma que acabarían convirtiéndose en cesta. El niño —un bebé de no más de dos meses— estaba tendido encima de la mesa a la que estaba sentado Bourne; la criatura balbucía mientras exploraba los dedos del hombre con sus diminutos puños marrones. Al cabo de un rato, su madre lo cogió en brazos para darle de comer. Estaba prohibido que los pies de los niños balineses menores de tres meses tocaran el suelo, lo cual significaba que tenían que estar permanentemente en brazos de alguien. Quizás era ésa la razón de que fueran tan felices, reflexionó Bourne.

La mujer le llevó un plato de arroz apelmazado envuelto en hojas de banana, y él le dio las gracias. Mientras comía, Bourne charló con el marido de la mujer, un hombrecillo enjuto y nervudo de dientes grandes y sonrisa alegre.

Bapak, vienes aquí todas las mañanas —dijo el hombre. Bapak significaba «padre», y era el tratamiento de los balineses, formal e íntimo al mismo tiempo, otra expresión de la dualidad que subyacía en la vida—. Te observamos cuando asciendes. A veces tienes que pararte para coger aire. Una vez mi hija te vio doblado por la cintura y vomitando. Si estás enfermo, te ayudaremos.

Bourne sonrió.

—Gracias, pero no estoy enfermo. Sólo un poco bajo de forma.

Si el hombre no le creyó, no lo exteriorizó. Sus manos de grandes nudillos y llenas de venas reposaban sobre la mesa como dos pedazos de granito. Su hija terminó de hacer la cesta y se quedó mirando a Bourne de hito en hito, mientras sus ágiles dedos, como por propia iniciativa, empezaron a trabajar en otra. Su madre se acercó y le puso a su hijo pequeño en el regazo. Bourne sintió el peso y los latidos del corazón del niño, y se acordó de Moira, con quien no mantenía a propósito ningún contacto desde que ella se había marchado de la isla.

Bapak, ¿de qué manera puedo ayudarte a recuperar la forma? —preguntó el padre del niño en voz baja.

¿Sospechaba algo o sólo estaba siendo amable?, se preguntó Bourne. ¿Y qué más daba, después de todo? Siendo balinés como era, el hombre se estaba comportando con sinceridad, lo cual, al final, era lo que importaba. Eso era algo que había aprendido del contacto con aquella gente. Eran el polo opuesto de los hombres y mujeres traicioneros que habitaban su mundo sombrío. Allí, las únicas sombras eran los demonios… y además había manera de protegerse de ellos. Bourne pensó en la tela de doble ikat que Suparwita le había dicho a Moira que le comprara.

—Hay una manera —dijo entonces—, puedes ayudarme a encontrar a Suparwita.

—Ah, el curandero, sí. —El balinés hizo una pausa, como si escuchara una voz que sólo él podía oír—. No está en su casa.

—Lo sé. Estuve allí —le explicó—. Vi a una anciana desdentada.

El hombre sonrió abiertamente, mostrando sus blancos dientes.

—Es la madre de Suparwita, sí. Una mujer muy mayor. Sorda como un coco; y también muda.

—No me ayudó.

El hombre movió la cabeza.

—Lo que hay dentro de la cabeza de esa mujer sólo Suparwita lo sabe.

—¿Sabes dónde está? —preguntó—. Es importante que lo encuentre.

—Suparwita es curandero, sí. —El hombre estudió a Bourne amablemente, de una manera cortés incluso—. Se ha ido a Goa Lowah.

—Entonces iré allí.

Bapak, no sería inteligente que lo siguieras.

—Para ser sincero —dijo Bourne—, no siempre actúo con inteligencia.

El hombre soltó una carcajada.

Bapak, después de todo, sólo eres humano. —Su sonrisa volvió a aparecer—. No te preocupes. Suparwita también perdona a los tontos además de a los sabios.

El murciélago, uno de las docenas que colgaban de las paredes mojadas, abrió los ojos y miró fijamente a Bourne. Entonces parpadeó, como si no se pudiera creer lo que estaba viendo, y volvió a sumirse en su sueño diurno. Bourne, con la parte inferior del cuerpo envuelta en el tradicional sarong, estaba parado en el corazón manantial del complejo religioso de Goa Lowah, en medio de los balineses que acudían a rezar y de los turistas japoneses que se tomaban un respiro de su compulsión compradora.

Goa Lowah, que estaba cerca de la ciudad de Klungkung, en el sudeste de Bali, también era conocida localmente como la Cueva de los Murciélagos. Muchos de los grandes templos estaban construidos alrededor de los manantiales porque estas aguas, que manaban de las entrañas de la isla, estaban consideradas sagradas y se les atribuía la propiedad de limpiar espiritualmente a los que acudían a rezar allí y se empapaban del agua, bien bebiéndola, bien rociándose la cabeza con ella. El agua sagrada de Goa Lowah borboteaba desde las entrañas de la tierra al fondo de la cueva. La gruta estaba habitada por cientos de murciélagos que durante el día colgaban de las paredes goteantes de calcita durmiendo y soñando y por la noche salían a volar por el cielo negro a atiborrarse de insectos. Aunque los balineses odiaban normalmente a los murciélagos, a los de Goa Lowah se les ahorraba esa suerte, porque cualquier cosa que viviera en un lugar sagrado también se volvía sagrado.

Bourne no había encontrado a Suparwita. En vez de eso, se topó con un sacerdote bajito y arrugado con los pies planos y torcidos y dientes de liebre, que estaba realizando una ceremonia de purificación delante de un pequeño altar de piedra en el que se habían depositado algunas ofrendas de flores. Había una media docena de balineses sentados en semicírculo. Mientras los observaba en silencio, el sacerdote cogió un cuenco pequeño trenzado lleno de agua sagrada y, utilizando el retoño de una hoja de palma que mojó en el agua, roció las cabezas de los asistentes. Nadie miró a Bourne ni le prestó la menor atención; para ellos, formaba parte de otro universo. Esa habilidad de los balineses para compartimentar sus vidas con una autoridad total y absoluta era la razón de que su forma de hinduismo y su cultura exclusiva permanecieran incorruptas por las influencias externas, aun después de décadas de invasiones de turistas y de las presiones de los musulmanes que gobernaban en todas las demás islas del archipiélago indonesio.

Bourne sabía que allí había algo para él, algo que era una segunda naturaleza para los balineses, algo que lo ayudaría a averiguar quién era realmente. Tanto David Webb, la persona, como la identidad de Jason Bourne estaban incompletos: el uno irremediablemente destrozado por la amnesia; el otro era algo que había creado para él el programa Treadstone de Alex Conklin.

¿Seguía siendo Bourne la combinación de la investigación, el adiestramiento y las teorías psicológicas de Conklin sometida a la prueba definitiva? ¿Había empezado a vivir como una persona para acabar evolucionando hacia otra completamente distinta? Ésas eran las preguntas que acuciaban a Bourne. Su futuro y el impacto que tenía en aquellos que le importaban y en aquellos que incluso podría querer dependían de la respuesta.

El sacerdote había terminado y estaba colocando el cuenco trenzado en un nicho del altar cuando Bourne sintió la urgente necesidad de que lo purificaran con aquella agua sagrada.

Se arrodilló detrás de los balineses, cerró los ojos y dejó que las palabras del sacerdote fluyeran sobre él hasta que perdió la noción del tiempo. Hasta entonces nunca se había visto libre ni de la identidad de Bourne que le había dado Alex Conklin, ni de la personalidad incompleta que conocía como David Webb. ¿Quién era Webb, en definitiva? El hecho era que no lo sabía; o más exactamente, que no podía recordarlo. Sin duda había retazos de él que habían sido unidos por los psicólogos y por él mismo, y de vez en cuando otros trozos, arrancados por un estímulo u otro, afloraban a la superficie de su conciencia con la fuerza de la explosión de un torpedo. Aun así, lo cierto era que no estaba más cerca de comprenderse, e irónica y trágicamente había veces en que tenía la sensación de comprender a Bourne bastante mejor que a Webb. Al menos, sabía lo que le motivaba, mientras que las motivaciones de Webb seguían siendo un completo misterio. Tras haber intentado, y fracasado, reintegrarse a la vida académica de Webb, había decidido desconectarse de éste. Con un sobresalto palpable se dio cuenta de que allí, en Bali, también había empezado a desconectarse de la identidad de Bourne con que había llegado a asociarse tan íntimamente. Pensó en los balineses que había encontrado allí: Suparwita, la familia que regentaba el warung de las montañas —incluso en el sacerdote a quien no conocía de nada, pero cuyas palabras parecían envolverle en una intensa luz blanca—, y luego los comparó con los occidentales, con Firth y Willard. Los balineses vivían en contacto con los espíritus de la tierra, veían el bien y el mal y actuaban en consecuencia. No había nada entre ellos y la propia naturaleza, mientras que Firth y Willard eran criaturas de la civilización con todas sus capas de engaño, envidia y codicia. Esa esencial dicotomía le había abierto la mente como nada lo había hecho anteriormente. ¿Quería ser como Willard o como Suparwita? ¿Era una coincidencia que los balineses no dejaran que los pies de sus hijos tocaran el suelo hasta los tres meses… y que él llevara en Bali exactamente ese mismo tiempo?

En ese momento, y por primera vez en su defectuosa memoria, rotas las amarras con todo y todos los que conocía, se sintió capaz de mirar en su interior, y lo que vio fue algo que no reconoció, ni a Webb, ni a Bourne. Era como si Webb fuera un sueño u otra identidad que le habían asignado como habían hecho con la de Bourne.

Arrodillado en el exterior de la Cueva de los Murciélagos con sus cientos de moradores moviéndose impacientemente, con la salmodia del sacerdote transformando el intenso sol del hemisferio sur en una oración, contempló el quimérico paisaje de su alma, un lugar excepcionalmente penumbroso, como una ciudad desierta una hora antes del amanecer o la desolada orilla del mar una hora después del crepúsculo; un lugar que huía de él, cambiante como la arena. Y mientras viajaba a través de aquel país desconocido, se hizo esta pregunta: ¿Quién soy?