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No interrogues jamás el rostro de un ser humano, no te dirá nada, se contraerá en una mueca o se transformará. El gendarme siente predilección por la oscuridad de la noche. El lugar de un crimen lo reclama una y otra vez, y otros lugares que pocos conocen, ¡aunque hayan nacido aquí!, también lo reclaman. ¿A quién estorba el gendarme en sus caminos? ¿Solamente a los luminosos pasos del tiempo? ¿O son tal vez los pasos de alguien más, que se afanan por llegar antes que él al corazón de la oscuridad, a galope ligero, como si desearan burlarse del gendarme? Para las víctimas de asesinato la naturaleza es, si tienen que quedarse a la intemperie, un lecho. Pero también lo es para los asesinos: un lecho que pueden utilizar a placer y al que le mudan las ropas para sus quehaceres homicidas en soledad, para que nadie los mire, aunque siempre hay que contar con imprevistos. El coche avanza arando en la noche, en las casas las luces todavía siguen encendidas, se deslizan por delante de ellas como si de barcos se tratase, en realidad sólo es el gendarme al volante. Pronto el bosque se repliega por encima de él a derecha e izquierda como unas enormes manos que uno se lleva a la cabeza lleno de desesperación. A Kurt Janisch el pueblo se le ha escurrido de las manos, y con el pueblo la vida se escurre también. A menudo envenenada por los actos de venganza del vecindario, pero vida al fin y al cabo. Pero también las casas en las que la vida tiene lugar deberían pertenecerle en justicia a él, que representa personalmente a la justicia, aquí tiene, si me permiten, el arma reglamentaria correspondiente, su paso es tan oscuro como la noche, no es niquelado, no es luminoso como este día, que se ha quedado rezagado, con la cabeza gacha. Bien, por fin reina ahora, durante digamos unas ocho horas por lo menos, la noche; congoja, placer y burlas desaparecen a la vez en el bosque, la nieve pende como un velo sobre las montañas, tan tenue que en la oscuridad no se la puede ver. La mujer no ha acudido a una cita en la montaña, nunca antes había ocurrido nada igual. Mala señal. En cambio no para de llamar a casa de él y cuelga el auricular cuando la esposa responde. Ya le empieza a llamar la atención, pero no piensa nada malo porque le enseñaron: tú pon orden y procura no olvidarte nada, ni debajo de las camas. Esta pistola, una Glock, sus 16 balas se encuentran listas en el cargador y se concentran para su gran momento (¡llegará algún día y no se repetirá!), envueltas sólo por un poco de metal y mucho plástico polímero, a ella la empuñadura le resulta ligera, esperemos por lo menos que no sea empuñada con tanta ligereza. Esta arma se encuentra en estos momentos tan relajada como su dueño, pero por dentro se estremece por un hecho próximo que la colmará de sentido. ¡Noche, noche transfigurada, haz que por fin sienta miedo! Ya va, ya va. A la luz del faro, un talud todavía ciego, matorrales secos, el riachuelo aparece en escena mucho más abajo e irá ganando terreno durante el verano, con su suave murmullo, ahora imperceptible por el ruido de los coches, un solo coche es suficiente para que el conductor no oiga ya nada de lo de afuera. Aquí queda atrás otro desvío, en el margen, un montón de leña, un montoncito de heces, un claro luminoso que un grupo de leñadores ha dejado, quedan resaltados en el paisaje gracias a la luz mondante. A la izquierda, la cuesta se arrastra hacia las alturas, cubierta de leña menuda y hierba seca y vieja, como pronto le resultará demasiado pesada, irá arrojando su carga escalonadamente, a medida que vaya subiendo, hasta que, vacía, helada, roca pura donde sólo las gamuzas pueden sobrevivir, pueda ascender sola, libre y sin compromiso; puntiagudas se alzan al aire las ramas solitarias de los arbustos, los abedules ya han perdido sus primeros brotes, que ahora germinan en el llano por doquier. Tal vez más arriba queden todavía restos de nieve, hasta que sólo quede nieve, también nos las veremos aquí con las heladas nocturnas, ese delicioso postre que sobró al cabo del día.

La carretera nos concede el nada desdeñable placer de la pista azul, no, de la gris, que sólo el mal tiempo tiene derecho a cortar. El gendarme se encuentra de camino hacia el lugar donde más de una vez ya ha puesto en orden el lecho de una víctima de asesinato, pero una y otra vez se siente atraído hacia allí, justo detrás del pueblo está el lugar, suelo yermo por engaño, aridez, pero hoy el gendarme conduce hacia otro lugar más alejado. Curiosamente ya no recuerda si eliminó todos los indicios. ¿Recogió el pañuelo de papel o no? Y si lo hizo, tal vez quedó algún otro en el suelo. También desea comprobar si en algún otro sitio, más lejos, donde también estuviera con Gabi, han quedado restos que haya que poner en orden. Ha hecho desaparecer toda hilacha, todo jirón de ropa, pero tal vez hayan quedado algunos pañuelos de papel apelmazados en otro lugar, de actos previos, y ahora querría retirarlos, más vale prevenir que curar, el gendarme lleva consigo una linterna potente, casi un faro. Su luz se lanzará juguetona tras cualquier filamento hasta darle alcance y capturarlo. A esta hora y con este frío, su potente y duro cono de luz no llamará la atención de nadie, y menos ahí abajo, directamente encima del río. Un movimiento en falso y el agua le da a uno por el saco. Por el frío que hace ahora de repente, es como si el invierno hubiese regresado de nuevo. Ahí la espalda agachada de un aserradero, un espectro gigante, ahí también el puente (construido con cemento, sin ningún cariño, pero en cambio idóneo para vehículos pesados), por el que uno puede ir y venir, los serruchos callan, los labios también, en cambio el arroyo susurra, cuando normalmente, en medio del vocerío de las cintas metálicas, que fresan y escupen madera, no se le oye. Yo digo: ¡fuera el arroyo! Aquí abajo lo tienen, por fin: EL RÍO. ¡Que pase el arroyo y que se vaya! Muchas gracias por su desinteresada colaboración, pero es usted demasiado grande para mí, para poder describirlo, aunque a mí me pagarían algo a cambio si lo reclamase. En estos momentos trabajo con lo pequeño, pero no modestamente como otros colegas, p. ej., el señor K., a quien conozco personalmente, pero no, no ése que ustedes creen. Otra vez, Dios mío, a veces hay que hablar un lenguaje bien tosco para que también animales y plantas le entiendan a uno: si se apaga el motor, al río se le oye murmurar, nosotros enseguida lo expresamos de otra forma: al río se le oye hablar consigo mismo. De modo que el arroyo ha desaparecido súbitamente y ahora hace aparición el rugiente río, que tranquilamente se acerca por una ligera curva a la izquierda, por poco se olvida de pasar por delante de nosotros y reclamar su porción de admiración. Ahora van el uno al lado del otro, el río y la carretera de la orilla que le han adosado para que tenga un aspecto medianamente aceptable, pero la carretera se queda parada tozudamente y se mantiene en sus trece ante los deseos del río de hacerla bajar para jugar con él, y sólo los habitantes de las alturas se mueven, lo más rápido posible. Para escapar de ella porque es peligrosa para sus tiernos pasos o pelajes.

A la derecha, en las profundidades situadas junto al río, arbustos de aliso negro, allí donde siempre se los encuentra, en eso tengo poca cosa que cambiar. A todo esto hay que añadir, como auténtica rareza, un aperitivo para esta carretera apenas transitada por la noche, un coche en dirección contraria que lleva una baca en el techo: los esquís descansan en su portaesquís con forma de ataúd, qué raro, parece una gorra para el coche, y esa caja contiene ¡juegos, aventura y diversión! en un espacio hasta tal punto pequeño que sería imposible meter además personas dentro; ¿cómo van a divertirse si resulta que para sus aparatos sí hay sitio pero para ellos ya no queda? Esa baca por supuesto es práctica, creo yo, en caso de accidente, a la gente se la puede enterrar directamente ahí dentro. El coche pasa zumbando y se interna brevemente en los restos de una granizada de menosprecio procedente del gendarme, que de todos modos desprecia todo aquello que no le pertenece. No hay razón para inquietarse. Bien, el veloz coche ya se ha largado, como un perro de lanas empapado, pero en realidad dominando la situación, no en vano es un Mercedes de la Clase S. Pese a todo, la carretera permanece seca. Los ojos van para adelante, no se desvían, enseguida viene la bifurcación que estamos buscando. El crimen no sucedió en este lugar, pero, como dijimos ya, aquí todavía podría haber por el suelo pañuelos de papel de pretéritas uniones. Si a alguien se le ocurriera llevarlos a analizar, encontrarían una pista, aunque ya seca y fría. Y no sabemos a ciencia cierta de lo que es capaz la medicina forense moderna. Ya ayer y anteayer Kurt Janisch salió a la carretera por la noche para visitar todos los lugares en los que estuvo con cierta muchacha, desaparecida, caminantes nocturnos ambos, durmiéndose casi en sus quehaceres, a veces también gritándose el uno al otro: ¿a que eso no lo sabes hacer?, ¿o sí?, ¡seguro que puedes hacerlo mejor! ¿Nos hemos dejado por error alguna parte de este cuerpo? La próxima vez empezaremos por ella hasta que la primera se haya recuperado. Y si el cuerpo puede, es muy dueño de hacer lo que quiera, hasta que uno llega a casa, donde otro inevitablemente se va a interesar por él. Y los que ya se encuentran allí, que nunca salen a pasear porque tienen que esperarlo pacientemente a uno debido a los servicios que hay que satisfacer, quieren succionarlo a uno de inmediato, aunque esté absolutamente vacío y haya llegado exhausto y por hoy ya no pueda ser usado otra vez, salvo para lavar el coche, para lo que basta con estar ahí y participar. El coche no exige nada más. La naturaleza pone el agua. Se acabó. Ningún sonido en el moderno coche, que más que andar se desliza. Ahora no cometa ningún error con la velocidad, no llame la atención de ningún compañero (¡muy improbable!) hasta llegar hasta la orilla, y en un punto determinado tiene aún que descender un buen trecho, una idea que sólo se le ocurriría a los lugareños. Los demás, los que no conocen la zona, pensarían que ahí la bajada es vertical, y que para un simple polvo no nos vamos a romper la crisma ahora, y tampoco queremos ahogarnos en el intento. Es mucho más barato romperse la crisma en la carretera, sin tener que haber hecho antes tanto deporte. Sí, allí, unos cuatro kilómetros más adelante, ahí tiene que estar el camino que lleva a la orilla, escondido entre el follaje, indicando el camino hasta una sonrisa apagada, hasta unos gritos circulares, como si hubiesen venido pájaros a visitarnos y no encontrasen la salida.

No me lo puedo creer, ¿ven ustedes lo que yo veo?, ahí delante, en medio de la carretera, una gran masa oscura, una masa caliente que se acerca a toda velocidad pero sin incandescentes faros sujetos a ella, ¿y cómo que no? Nada que pudiera extender sus alas y alzarse en el aire, y no obstante, qué raro, precisamente es eso lo que ahora hace, y, fracciones de segundo más tarde, tiene lugar un choque blando de un cuerpo, que hasta ahora se tambaleaba aún como un saco no del todo lleno, y al que hace un momento, todavía en el bosque, nadie pudo abatir, y que ahora es levantado por encima del parabrisas, perfil cuneiforme de este moderno coche japonés, rápidamente e incesantemente mediante cuerdas invisibles procedentes de la carretera, para a continuación desaparecer de inmediato. La noche se ve oscurecida un instante más, más todavía, por ese poderoso saco de músculos, que ahí, de forma fulminante pero a la vez torpe (como si unos obreros con cuerdas se agarraran a los cabos por ambos lados, entre lamentos y quejidos, las piernas apuntaladas en la carrocería, para alzar su peso, ¡ale hop!), se desliza hacia arriba por encima de la parte delantera y del parabrisas del coche, como llevado por una máquina quitanieves, y desaparece apenas ha hecho acto de presencia, aun cuando evidentemente toda esa pesada masa fue lanzada, prácticamente arrastrada, hacia arriba por el coche, como si de un arado se tratase; y ahora, al igual que un objeto volador no identificado (aunque el gendarme sepa, en el mismo instante en que está ocurriendo, qué es lo que está ocurriendo), se acaba de levantar, pasando por encima del coche, y yendo a aterrizar detrás de éste sobre la carretera. Durante una centésima de segundo, ese enorme saco de piel y huesos y cornamenta apenas sin energía pende sobre el vehículo, tranquilo e inmóvil, como una extraña luna negra, a continuación se dirige un trecho más en dirección al cielo, dibujando una parábola cuyo cenit (delta t), dado que el objeto, de acuerdo con la velocidad que llevaba en ese momento el coche de Kurt Janisch, que también sigue en marcha, aterrizará en la calzada aproximadamente unos 15 metros por detrás del automóvil japonés, se encuentra exactamente en la mitad de ese tramo. Mientras el saco de huesos vuela, va rotando un par de veces sin gracia alrededor de su eje transversal, cual cometa lerdo cuya cabeza cornamentada, que sufre lo indecible bajo ese peso, va señalando casi majestuosamente en direcciones distintas y velozmente cambiantes según la fase del vuelo, y entonces el cuerpo toma tierra en la carretera y por lo menos durante un momento descansa. De forma completamente inesperada, el automóvil de Kurt Janisch se ha visto privado del impulso (P), que era necesario para levantar la masa de un ciervo enorme (m), un ejemplar adulto de diez puntas para cuyo derribo el cazador ha pagado bastante allá arriba, si el ciervo no hubiera tenido que salir disparado motu proprio, en el intervalo de tiempo (t) desde el nivel del suelo hasta el vértice de su trayectoria (s), que se encontraba detrás del coche, así como para acelerar al ciervo en el sentido de la marcha. Ambas cosas han supuesto una ralentización drástica del automóvil del gendarme cifrable en algunos km/h. El coche ha rozado al ciervo por encima del peroné, o como se llame eso en este y otros animales similares, de modo que el parachoques le ha dado en una de las tambaleantes patas traseras que por ahí corren, la parte trasera del animal se ha venido abajo sobre el capó del coche a raíz de la pérdida de contacto con el suelo, y ahí empezó la cosa, ahí empezó el vuelo hacia atrás, por encima del coche y más allá. En ese preciso instante, Kurt Janisch ya no iba tan deprisa, ya se había acercado al desvío que desciende hasta el río y había empezado a buscar un sitio aislado por los arbustos para aparcar.

El ciervo había permanecido inmovilizado un instante por distintos vectores de fuerza, a los que estaba sometido. Como preso de una furia impotente, algo lo había elevado, como la sacudida de un puño, después lo había alejado de allí para poner fin de inmediato a la repulsiva repugnancia de la tierra, que por fin desea algo de compañía, alguien que se quede un rato con ella y no se vaya enseguida corriendo. La tierra es al fin y al cabo la que hace toda la comida. A cambio tiene que pagar con un habitante, siempre siempre tiene que pagar. No, un momento, ¡esta vez no! Los coches y los camiones madereros tienen siempre mucha prisa y abandonan la tierra muy rápidamente. Sólo los muertos permanecen definitivamente con nosotros, aun cuando no sea exactamente por propia voluntad, no tiene gracia ni para la carretera ni tampoco para nosotros. Los muertos: ¡tantos! ¿Qué ha ocurrido con el resto? En un furor demente, en furibunda ira, la tierra, en alianza con el gendarme, ha lanzado hacia arriba al pesado animal, aparentemente por puro capricho, como un pañuelo de papel arrugado y húmedo, uno como aquel que el cazador y recolector inicialmente andaba buscando, y luego sencillamente ha tirado el fardo de huesos entero. Sin pensar. Pero la tierra ha sido la única perjudicada, la gris carretera. El montón de carne ha sido lanzado a su mostrador, arránquenle ahora la piel, descuartícenlo y vendan la carne. Pero en el momento en que el animal, sin sangrar visiblemente, se precipitó en su caída sobre la calzada, la tierra ya había perdido claramente su deseo por él, no, con él no podemos conversar tan bien, a quién le puede interesar lo que le interese a un ciervo: bellotas, heno, los traseros de las ciervas, está bien, vale, y la buena de la tierra le devuelve la libertad al animal sin cumplidos. Pero esperemos un poquito a un ser humano, seguro que se nos acerca uno hasta la callejuela, las discotecas, en estos momentos, están llenas de tejidos humanos, piel, huesos, pelo, tendones, músculos y todo eso envuelto en la pompa de la ropa hip-hop y rave, unos así, otros asá, siempre más bien ligeras en lo que respecta a las chavalitas, nuestra juventud (hasta 50) escribiente y televidente nos dirá exactamente qué. Correcta sería la respuesta: mañana tres muchachas, de entre dieciséis y veinte años, proveerán la tierra con mayor abundancia de carne fresca, así que dejemos a la pieza de caza que por hoy se vaya sin comérnosla, y mientras tanto nos quedamos en el mostrador de la carne, en la paradita de embutidos de la vida, soltándonos el rollo los unos a los otros, hasta que la grasa gotee por la barbilla. El animal vuelve a ponerse en pie, las piernas delanteras continúan flexionadas en el suelo, pero el trasero se levanta ya a pulso, suena un mugido estremecedor mezclado con una especie de ronquido y lamento, escucha, otra vez, qué será eso, algo así como una sirena. El destino está de tan mal humor que hoy ni siquiera quería confeccionar un cadáver como Dios manda. El sonido se oye muy cerca ahora. El ciervo se enfrenta tambaleándose, impulsado todavía por la propia furia, a su destino, al que no ha visto venir, al fin y al cabo no tiene ojos en la nuca, pero sea lo que sea lo que le ha ocurrido, se prepara para luchar, con las caderas balanceándose encima del asfalto, con quien haga falta; el destino, con lo lento que es, todavía no ha reaccionado en absoluto a este ataque de la masa de carne de este animal que pesa varios centenares de kilos, y el animal ya desea luchar. Bueno, ahora por fin, con retraso, se le entregan los papeles del ciervo al destino, con algo de demora, lo dicho, pero no corre prisa, no le pegarán un tiro hasta por lo menos el año que viene, es un animal viejo, pero muy bello, y en un año todavía será más viejo, más majestuoso, tal vez huirá de un joven rival, no, no está enfermo, sin quererlo está sano, ¡gracias por el interés!, y en general continúa estándolo. De modo que vuelve a tenerse en pie, el rey de cualquier bosque, con la cabeza gacha, balanceándose, no, el pescuezo tampoco está roto, ésta es la confirmación: los papeles del destino siempre tienen razón, él lo sabe todo de nosotros. ¿Qué ha pasado entonces con el resto? Nuestra flamante ministra de Asuntos Sociales permite que le preguntemos a usted en serio.

Kurt Janisch se ha parado, por un instante tiene la impresión de que el coche es una bolsa previamente llena de aire y que luego revienta. Un animal le ha golpeado con demasiada fuerza encima. El corazón le late al gendarme con tal fuerza, que parece que se le vaya a salir por la boca y le vaya a caer sobre su camisa de paisano. Se encuentra como entre esas dos enormes manos que se han juntado encima del coche, como si quisieran dar palmadas, totalmente encajadas. El fuerte choque de algo vivo puede lograr un efecto parecido con cualquiera, sobre todo cuando uno no estaba preparado para eso, pero puede permitirle a uno continuar viajando con completa indiferencia, hasta que le ocurre algo peor. Sea lo que sea lo que uno golpeó, quebró, sacudió, ha sido lanzado ahí, a la carretera, y yace ahora detrás de Kurt Janisch. ¿De dónde habrá sacado el coche la rabia y la fuerza para hacerlo? De nosotros la ha recibido esa criatura por todos admirada, educada para pisar, golpear, sacudir, para hacer ostentación y asesinar. Y una criatura distinta, animada, berrea y patalea sobre el asfalto, araña en el revoque, ahogada en sí misma, pero sin embargo casi sobre sus patas de nuevo, mareada, pero de nuevo sobre sus pezuñas encima de la pista, uno de los habitantes de la noche, también quiere formar parte de ella. ¿Qué lejana luz lo habrá atraído? Aquí sólo brilla la escasa iluminación de la carretera nacional. Los puentes son para personas que van de camino hacia el más allá y que antes querrían tomar uno o dos tragos para ese largo viaje, quién sabe si nos van a dar algo durante el trayecto, mejor que nos hartemos antes, lo que el traje de la discoteca aguante, que en realidad debería mostrarnos al descubierto, una envoltura que por desgracia no aguanta mucho cuando un árbol o un ser vivo parecido o de la misma especie se le cruza en el camino. El ciervo, en su furia, se ha encaramado un trecho a la pared del tiempo a toda velocidad, ha rebotado en esa membrana flexible, pero permeable sólo en unos pocos puntos, que separa el mundo del más acá del mundo del más allá, y ha sido arrojado de vuelta al aquí, rebotado como el sonido de una trompeta, devuelto por la pared de una roca, ha ido a encasquillarse en la estrechez de una carretera que lo retornará ahora a la naturaleza. La naturaleza ha recibido un regalo para el que con toda certeza encontrará una aplicación, pues también el cazador es un ser amigo de lo natural y sus apetitos deben verse colmados. Este ciervo no se le va a escapar tan fácilmente. Difícilmente podrá escaparse. Pero algo es algo. Kurt Janisch empuña su pistola, deberá sacrificar al animal en caso de haberlo herido de gravedad. Pero no parece que sea el caso. El caso es grave, pero no es mortal. Sin ir más lejos, ayer un tren de alta velocidad descuartizó un rebaño entero de ovejas, no muy lejos de aquí, más de cuarenta animales muertos arrojados por los aires como balas de algodón, el buen pastor durmiendo la mona por ahí, únicamente el perro estaba presente en esta campaña, posibilidades de éxito: cero. Ahora el pastor debe corresponsabilizarse de los daños materiales, ¿o no creen ustedes que sea responsable, querido público televidente? Escríbannos su opinión, que precisamente en este asunto nos interesa mucho. Nosotros aclararemos los aspectos jurídicos poniendo cara de concentración, y cada cual los querrá aclarar de un modo distinto, me apuesto lo que sea. Kurt Janisch no va a querer participar en esto, él piensa en sus propios problemas con la justicia, y resuelve hacer justicia siguiendo a otros, y aplicando su propia ley, tal como hacen los buitres y otras aves rapaces. Los unos lo toman de los muertos, los otros, de los vivos. Hay momentos en que habría que sonreír, a ser posible a una cámara que nos atosiga en la cara. Éste no es uno de esos momentos. Este trecho es tristemente célebre. Cada año se hacen papilla alrededor de cincuenta, sesenta piezas de venado, mayormente ciervos que no permanecen con la manada como deberían, tengo la impresión. ¿Pueden oír los gritos que llegan del calor de sus charcos de sangre? Sus cadáveres están esparcidos por todas partes, casi siempre en el bancal, pero todavía no se los ha podido preparar adecuadamente para la bacanal. Pero a menudo también yacen en mitad de la calzada, depende de la dirección en la que fueron arrojados, algunos se quedan pegados al parabrisas o cuelgan del radiador como una estola de pieles, mientras que ningún sol del cielo nocturno se hubiese avenido a envolverlos en calor un rato más, pobres animales muertos. A veces el paisaje entero parece estar hecho de sangre humeante y de lamentos estirajados. Los coches inician una campaña en contra de la vida que todavía dura en estos momentos. Espantosos bichos con alas se deslizan por encima, en general cornejas y grajillas, vienen porque se les ha convocado para la extracción de ojos, siempre llevan consigo sus herramientas. Las cornejas pueden llegar a ser bien malvadas, y atravesar con sus picos de espina las caras de los muertos. Este ciervo, sin embargo, pronto volverá a comer y a beber, de momento se tambalea un poco porque no puede acabar de explicarse dónde puede haberse embriagado tanto, pero mejorará. Si no viene nadie ahora en dirección contraria, conseguirá llegar hasta lo alto del bosque, sí, veo que lo consigue, ¡arriba! Río abajo hubiese sido incorrecto, tarde o temprano hubiese tenido que darse la vuelta lleno de frustración, hubiese subido trepando hasta la carretera, furioso, y otro lo hubiese pillado, algo más tarde, pero esta vez de verdad. El destino nunca llama dos veces, la primera vez ya hay que abrirle la puerta, es demasiado vago para hacerlo él mismo. Esta zona es rica en venado, y los humores de cada uno de los individuos que aquí vive cambian diariamente de forma radical varias veces. El cuñado de Kurt Janisch que vive en Carintia contaba que una vez chocó contra el bulto de una cierva embarazada que al instante pereció junto a su guardabarros. Esto no suena nada bien ni siquiera ahora. ¿Acaso suena mejor esto otro? La cría salió de la barriga reventada y se echó junto a la madre, tuvo que ser golpeada hasta la muerte por el propio conductor con una piedra, una tarea nada agradable, pero qué coño hay que hacer en una situación así. Nadie, absolutamente nadie debe sufrir gratuitamente, eso seguro. Y el ternero no hubiese hecho más que sufrir, de modo que lo libramos, con un pie casi aún en ese monstruo caliente que nos ha traído hasta este lugar y que sólo quería devorar su gasolina, en la próxima estación de servicio, ¡hay que vivir!, es todo tan bonito…, y hace tanto que lo buscamos… ¿Qué coño ha pasado con el resto?

El motor, enfriándose en el aire helado de la noche, vuelve a dar pequeños golpes lentamente, otra vez se pone en marcha, escucha, no, salvo él no hay nada aquí que suene. La vida se ha conservado y devuelto a la tierra, muchas gracias, pero la dirección no era correcta. No obstante, la tierra ya no devuelve lo que ha llegado a sus manos. De vez en cuando le presta algo a uno si lloriquea lo suficiente. Había un abismo abierto, que ahora vuelve a estar cerrado. Las persianas están bajadas. Los cuervos no hacen acto de presencia, prácticamente sólo están presentes en el Tirol. No vuelan hasta tan lejos. Por contra, saben hablar. Pero actualmente están ofendidos porque constantemente se les confunde con cornejas. Kurt Janisch sonríe sin ton ni son, al fin y al cabo se encuentra en medio de una campaña, y ése es el objetivo que lo arrastra hacia el campo, hacia la árida orilla del río donde los pañuelos de papel duermen, junto al murmurante río, en el nido que se han construido sólo de sí mismos, como el eternamente existente. Los atentos ojos de Kurt Janisch rastrean todo el suelo, sus atentas manos agarran ahora por el mango la linterna encendida al nivel 2 (no producir intermitencias, lo que necesitamos es una luz que fluya del todo, ¡ya es suficiente con nuestro propio nerviosismo!). Sus manos todavía tiemblan un poco. Se agacha y de mala gana se arrastra un poco por la maleza, recorre el suelo con la luz centímetro a centímetro. Ahí ya no hay nada, sólo lodo medio helado, basura, pero ¿quién sabe lo que un par de instrumentos ajustados con toda precisión en el laboratorio de pruebas y en las seguras manos de un especialista llegarían a encontrar ahí? Los sentidos del ser humano, por el amor de Dios, deberían ser más precisos que los instrumentos que él creó, pero no lo son, de lo contrario no hubiese hecho falta ninguna que los crease ex profeso. Oscura cuesta, tú, ¿me devuelves ya lo que te has embolsado o no? Con las hordas de gente que han estado hoy pisoteando la montaña, y la de coches por las pistas y la de bicis en el bosque, va a ser imposible recoger todo su legado, no se puede. Ni siquiera la gendarmería lo hará, vamos, que da completamente igual. En cualquier caso, este gendarme sólo rastrea a su alrededor para poder replicarle algo a la desagradable mala gana que siente en su interior: estoy buscando, busco, qué le voy a hacer si no encuentro, un segundo, ¿era por aquí o más bien por allá? Ya no me acuerdo. El bosquecillo de ahí, un montón de pinocha que pincha de forma muy molesta y apunta a los ojos, como las cornejas, un pequeño y particular ejército maligno, que, aniquilado casi del todo, se retira unido para oponer con decisión la última resistencia. No, hasta este bosquecillo no nos hubiésemos arrastrado entonces, seguro que no, eso nos hubiese llenado la piel de arañazos y nos hubiese tatuado con rasguños en lugar de juntar piel con piel. La Gabi seguro que se hubiese negado a arrastrarse hasta allí abajo, su pelo, sus vaqueros, su chaqueta nueva, ¡puaj, qué asco, puaj! Como siempre. Berrinche. Quienes reciben malos tratos también gritan a veces, es inevitable. Además, le hubiese horrorizado que un montón de mierda le hubiese dado el alto como el toque de un cuerno de caza, en el interior de esos bosques suelen esconderse los excursionistas cuando se quieren ahorrar el dinero para el hostal y al mismo tiempo desean aliviarse, a sí mismos y no precisamente a sus bolsillos. No. Creo que fue más hacia allá, allí donde el suelo es más llano, hay un pequeño claro rodeado por el verdor de los arbustos, sííí, mira, los brotes, tan tiernos, ¡tan verdes ya! El gendarme alumbra hacia delante, pero sigue sin ver nada de lo que pudiese llegar a depender. Aquí y allá centellea el papel de un caramelo a la luz del foco seguidor, como si quisiera burlarse del buscador, todavía conserva el cálido rastro de las manos este celofán de los caramelos contra la tos. Durante siglos no se desintegrará, y nuestros nietos se podrán deleitar con sus destellos, ese numerito del año catapún, en caso de que justamente por la noche se acerquen hasta aquí con sus linternas y se hayan librado de los mil soles nucleares, más brillantes que cualquier discoteca.

Kurt Janisch, ¡que nada le detenga!, ¡siga usted buscando! Él busca, cuantas menos esperanzas parece haber, más ávidamente, como si ahora tuviese que salvar por lo menos sus propios pensamientos, que amenazan con huir de él. No, no es que pensemos, preferimos escarbar a pelo con las manos en la basura congelada del invierno apenas terminado. Kurt Janisch tira de forma absolutamente absurda de las ramas más bajas, las sacude como los puños, ¿cómo va a haber o a haberse caído ahí algo? ¿Acaso aquí florecen pañuelos de papel en los árboles? Este hombre gusta de rodearse de árboles para poder disfrutar de la sensación de vivir en la abundancia aun sin poseer nada. Ante todo va, siempre, a la caza de casas, ¿y qué es lo que ha conseguido hasta ahora? Bueno, ahora voy a tener que reírme: naturaleza, nada más que naturaleza, cuyo cuerpo pisotea ahora con sus pesadas botas de montaña, contra los troncos, preso de un ataque de rabia que no para de crecer. Se mueve por el bosquecillo a toda velocidad, como un animal salvaje, se lanza dando estampidos contra los abetos, o por lo menos lo intenta, el ramaje es increíblemente espeso, impenetrable, escarba con las uñas en el lodo medio helado, que, derritiéndose con el calor corporal, le chorrea por las uñas porque éstas ya no pueden almacenar más. Además ahora golpea con los puños, una y otra vez, la sangre le va bajando ya por la muñeca. Retumba como un sonido que va corriendo detrás de su propio eco porque no lo ha oído y en las montañas es a él a quien le corresponde, ¡por duplicado!, en el interior del bosque cercano al río, una y otra vez, es como si el gendarme quisiera abrazar apasionadamente a los árboles, pero los árboles, como muchas personas, confunden odio y amor, y se agarran a él, al malvado hombre, se enroscan a él, él, que les arranca las pequeñas ramas y sin razón alguna les da patadas a los troncos, que tan sólo están cubiertos ligeramente con corteza y líquenes. No llevan trajes lo suficientemente resistentes. Ahora el Kurt escarba incluso en la tierra junto a las raíces. Cualquiera que lo mire lo encontrará extraño, tal vez haya rastros de sangre incluso, en ese caso el gendarme habrá conseguido exactamente lo contrario de lo que quería conseguir. Este bosque ya sólo le promete destrucción, y promete que a él, a Kurt Janisch, más tarde lo van a quitar de en medio muy limpiamente. Eso no es como morir ahogado, no, ahí llegan todos los animales que también quieren comer, y se lo comen todo sin más, pero en cambio no irían al agua. También funciona al revés: ¿ven esa trucha? Los cuartos traseros de un ratón le cuelgan de la desarticulada boca. ¿Y eso cómo se come? ¿Cómo puede ser? No tengo ni idea de cómo se va a poder cerrar de nuevo esa boca. Pero no voy a ser yo quien saque el ratón de ahí. Por todos lados se encuentra un pastor maravilloso que ha dejado tiradas a sus ovejas, pero no las ha dejado en el agua. Él está ahí para ellas, aunque no siempre, y se queda en el cuadrilátero hasta que un maxilar inferior dejado de la mano de Dios, ¡era un chiiiisteeee!, le sonríe estúpidamente desde los matorrales, el hueso superior con sus dientes se lo llevaron otros animales hace mucho ya, ¡oye tú!, he mordido el polvo, eso no le gustaría nada a mi dentista. Incluso me lo prohibió terminantemente. Debe de haber sido un corzo, si te gustan los corzos más que cualquier otra cosa, mira entonces para otro lado, pues podría haber sido exactamente éste, no, ¡qué va!, no importa, en cualquier caso hace tiempo que arrojó su cuerpo, tal vez porque en realidad no te gustaba tanto como creías. Bueno, la llama se habría extinguido ya, los dientes habrían saltado, las pezuñas habrían dejado de galopar. Otro animal tuvo hoy más suerte que éste. Así es la vida. Uno gana siempre, los otros siempre pierden. La llama de la vida, antes de haberla apagado con una boquita dispuesta a besar, que pudo engañarlo a uno sin esfuerzo, es ya una llamita muy tierna, ya no queda mucho gas, se ha gastado todo hace tiempo ya, y los gastos ya están pagados y cargados a nuestra cuenta. ¿De dónde sale tanto humo, como de una llama más fuerte, más alta? Un burlón cielo nocturno que nos dice la hora según la posición de la luna y que en breve comenzará en esta pequeña caja el Telediario Ultima Edición, y entonces nos encontraremos en los albores de un nuevo día, y si queremos ver ese día por fin, entonces tenemos que dirigirnos ya mismo a un lugar más seductor con un mobiliario más a la moda.

Y ahí lo tenemos ya, EL LUGAR, una bonita cocina office amueblada en estilo rústico con toda la intención y, a pesar de ello, sollozando lleno de insatisfacción porque preferiría constituir un montón de cocinas de Dan o de quien sea, preferiblemente una para cada miembro de la familia, que querrían apuntarse a un club de cocina, y vivir cada cual en su propia casa, al principio sólo tenemos una casa y media, pues la casa del hijo es propiedad de otra persona. En esa cocina entran, bajo su propia apariencia, sin avergonzarse, muy conscientes de su carácter aventurero, los invitados del programa de televisión «Con VERA», la interrogadora del más allá, que recolecta las aguas residuales de los humanos, agua bendita, y, ofreciendo una bendición, rocía las cabezas de millones de personas, a cuyo alrededor nos reunimos sólo para comprobar: hay otros más desesperados que nosotros. Qué encanto todo esto, de puro goce escribo una novela entera, si es necesario. Ésta. Las personas de esta familia presentes en esta cocina todavía no han sido devastadas por el odio, su nueva propiedad los llena de ilusión. El pequeño Patrick tendrá una habitación totalmente propia para sus videojuegos. A la esposa del hijo le tocará el sótano entero como lavadero y cuarto para planchar. La mujer del gendarme tal vez tendrá un invernadero, para allí, a solas, sintonizar con el televisor, o quieres ser millonario o los hits del programa «Musikantenstadl», que, todo solito, conseguirá hacerla reír de todo corazón hasta que vuelva a verse encerrada en él. Al hijo del gendarme le tocará una planta entera para sus conexiones electrónicas —el pasatiempo de la mitad de los jóvenes—, que a los ojos de todo el mundo será una absoluta inutilidad porque ya existen. Allí también podrá dedicarse a su segundo pasatiempo: tocar el órgano electrónico. Pero puesto que este pasatiempo va muy por delante de él, pronto va a dejarlo correr. Al propio gendarme le tocará absolutamente todo lo que desee, y se sentirá extrañamente agobiado por su gran propiedad. Un sonámbulo, un cincelado cuerpo de piedra (con labia para las mujeres), que tiene que cargar con toda una casa, y a pesar de eso nunca va a bastarle con una sola, aunque tampoco podría cargar con más. Vemos: oscuras cabezas que se inclinan sobre un plan de ejecución de obras que han sustraído con audacia de un cajón, y que con más audacia aún modificarán con sus propios rotuladores; en este baño pronto podrán chapotear, y en este porche adosado podrán hacerse los unos a los otros gestos muy personales, que se percibirán, cual regalo personal también ¡pero de fabricación propia!, como si de bofetadas se tratase. Vemos ojos que no se desvían de las líneas enteras y de las punteadas, sino que las completan, o llevan a cabo distribuciones completamente distintas, enteramente a su gusto, siguiendo sus propios criterios. Mi alma dice que estas personas no piensan en sí mismas siquiera un instante, sólo en sus descendientes, que en la figura de Patrick, el nieto del gendarme, haraganean, dejan que destinos ajenos les reboten insolentemente y en cambio que se les acerque un kilo entero de galletas cada día, pero sólo de ésas que han visto en los anuncios, dirigidas explícita y exclusivamente a nuestra juventud. El gendarme vuelve a aparecer en su casa, como sacado de la manga, va mojado, desgreñado y sucio, pero de todos modos nunca tiene que dar explicaciones. Va a ducharse y a cambiarse de ropa, en el camino se le desprende de los labios, como si fuera fango seco, lo que pasó con el ciervo. Aquí nadie se inmuta por una historia de ese calibre, como mucho si el ciervo consigue sobrevivir, eso es raro. ¡Qué audacia! ¡De lo que es capaz la vida! Hasta ahora la superación de tales dificultades nos parecía exclusivamente propia de la muerte. Pero por fin la vida se alza por encima de todo, si es que uno la ha podido recibir en el hospital, un eficiente albañil, un carpintero, un ebanista son capaces, si se los deja, de mucho más que sólo pensar, ésa es la proeza de los eficientes y los laboriosos, de los que ya he hablado a menudo aquí, pero siempre ha resultado rentable. Además hay otros que todavía lo han hecho más a menudo, ¿no? Resulta difícil hablar sobre lo normal. Sobre la luz de la lámpara, que ahuyenta de un soplo a la oscuridad, sobre el televisor, que aleja la melancolía, sobre las conversaciones en la mesa familiar, que, gruñendo, espantan a los espíritus, sobre la ropa, que esconde los cuerpos malformados de los humanos, o a veces una obra de arte compacta y esculpida en casa como Kurt Janisch, que se podría exponer hasta en la Galería Nacional, si es que fuera algo más ameno, o bien podría hablar sin parar sobre un plan de ejecución de obras que rechazara a posteriori su propia casa, ¡ay!, ¡que bonito es todo!, que uno siempre pueda trabajar diligentemente en sí mismo o en los demás. Y lo feliz que estoy yo de poder decir todo esto aquí… Millones de gracias por todo.