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La gata y el perro
Al día siguiente, las redacciones de periódicos, radios y televisiones de todo el mundo recibieron por email dos notas de prensa sobre la nueva imagen de la antigua Royal Petroleum. Eran parecidas en su tono y en su contenido. Tenían el mismo título, «RP: Nueva Energía», y el mismo logotipo del sol verde. De hecho, en muchas redacciones las dos notas se tomaron por dos versiones de la misma. Sin embargo, no eran iguales en dos puntos fundamentales.
En primer lugar, tanto la dirección de la web como los datos de contacto eran ligeramente distintos. Pero casi nadie reparó en la diferencia entre rp.com y rpglobal.com, y menos aún en las diferencias de diseño. Incluso la mayoría de los enlaces de la falsa rpglobal.com redirigían a la verdadera rp.com. La segunda diferencia, la más significativa, era que solo una de las notas hacía hincapié en la innovadora iniciativa de RP de permitir a los usuarios sugerir eslóganes para su nueva campaña publicitaria, y luego votar las mejores para ir creando un ranking. Pocos periodistas pudieron resistir la tentación de echarle un vistazo a esta novedosa funcionalidad, propia de esta época de las redes sociales, pero sin duda arriesgada. Y quedaron boquiabiertos cuando vieron los resultados.
Al entrar por la puerta de la oficina, me encontré a seis o siete personas alrededor del ordenador de Phil, riendo y exclamando imprecaciones.
—Come here, Sarah! —me llamó Phil—. No te vas a creer lo que estamos viendo.
—¿Eh? ¿Qué pasa?
Intentaba disimular mis nervios. El corazón me latía a un ritmo furioso. Se me tenía que notar. Pero estaban todos tan alterados como yo. La algarabía era tremenda. Me acerqué y enseguida pude comprobar que la contracampaña que Tom y yo habíamos diseñado estaba siendo un éxito. Había ya, a estas horas de la mañana, decenas de «anuncios» creados por los usuarios, evidentemente todos críticos con RP, y algunos de ellos además muy ingeniosos. Y lo que más me impresionó fue que a Cathy, a Wendy, a Phil, a toda la gente de la oficina les divertía tanto como a mí, aunque trataran de controlarse un poco por si pasaba algún jefazo.
El primer anuncio que vi se había creado a partir de la foto de una plataforma petrolífera en un mar paradisíaco:
Gracias al calentamiento global, la costa inglesa pronto será el nuevo Mediterráneo.
RP: Nueva Energía.
—¡Los de RP tienen que estar que trinan!
—¡Menudo desastre!
—¿Quién habrá sido?
Los comentarios se sobreponían y se entrelazaban entre risas, mientras pasaban al siguiente, elaborado con la foto de una refinería de petróleo de RP en Iraq:
¿Un mundo sin guerra? No, gracias.
RP: Nueva Energía.
—¡Brutal!
—¡Qué fuerte!
—Eh, chicos, mirad, ¡#RPbadvert es trending topic en Twitter!
Mientras mis compañeros debatían, entre risas, si se atrevían o no a añadir algún eslogan propio, fui a mi mesa y encendí el ordenador para seguir revisando los falsos anuncios con calma. Vi que la imagen más popular había sido la de las placas de hielo del Ártico derritiéndose, con unos osos polares nadando entre medias:
Pronto, nadie tendrá que temer el ataque de un oso polar.
RP: Nueva Energía.
Donde algunos ven catástrofe, nosotros vemos oportunidad.
RP: Nueva Energía.
Nos mola más el taladro polar que la placa solar.
RP: Nueva Energía.
Es una pena que no podamos llevarnos este hielo al infierno.
RP: Nueva Energía.
Cada minuto aparecían nuevos anuncios. Y cuando tecleé «RP New Energy» en Google me aparecieron varios titulares en prensa que ya contaban la debacle: «Desastre publicitario para la nueva RP», «RP y el peligro de las nuevas tecnologías», «RP: Royal Pratfall» (Algo así como «Metedura de Pata Real»). Evidentemente, algunos periódicos habían picado en nuestra trampa y se creyeron que RP realmente había lanzado esta campaña, lo cual fue una noticia en sí en otros medios más cautos como la BBC, que titulaba «Web falsa hunde la campaña de RP».
A las diez se nos convocó urgentemente a todo el equipo en la sala de reuniones grande. Éramos más de treinta, y solo cabíamos de pie en la sala. Anne Wolfson comenzó a hablar, empleando el tono de una generala impaciente por cortar alguna cabeza pero sin saber cuál.
—Supongo que ya os habréis enterado de lo que ha sucedido. Acabo de hablar con Richard de RP, y le he transmitido nuestra consternación por estos hechos. Es algo muy grave que pone en entredicho nuestra relación con el cliente e incluso nuestra reputación como consultora.
En ese momento, un par de personas se intercambiaron un comentario jocoso en una esquina. Anne se puso lívida.
—¿Os parece divertido? —Se les acercó, clavando sus tacones en el suelo al pasar delante de mí—. ¿¿Os hace gracia??
—No —dijo uno, mirando hacia el suelo—. Sorry.
Se creó un silencio total en la sala.
—Bueno, Anne —intervino Grey, tratando de aligerar la situación—. Hay que reconocer que la iniciativa tiene su gracia. De hecho, como acción viral me parece ejemplar, y...
—Me dan igual sus méritos creativos —Anne le interrumpió bruscamente—. Todos hemos firmado unas normas muy claras sobre la confidencialidad. Quiero pensar que nadie de nuestro equipo tuvo nada que ver con esto. Le he asegurado a Richard que haremos todas las indagaciones internas posibles. Pero primero os lo quiero preguntar a vosotros: ¿Alguien aquí sabe algo?
Había llegado mi momento.
—Anne —dije, titubeante—. Yo creo que sí sé algo.
Todos los ojos de la sala me miraron de golpe.
—¿Ah sí? ¿Qué? —dijo ella, sorprendida.
Di un paso al frente, y luego otro. Seguí caminando hacia Anne. A Grey se le abrieron los ojos como platos.
—Excuse me, Anne —le dije al llegarle muy cerca—, ¿te puedes mover un poco hacia un lado?
Anne no entendía nada, pero se movió. Y al hacerlo, dejó ver un mensaje que alguien había escrito en rotulador azul sobre la pizarra blanca:
Lo hice en nombre de todos los animales.
¡Vosotros incluidos!
Debajo del letrero, estaba la familiar huella de The Cat. Captain Greybeard no pudo contenerse, y se echó unas sonoras carcajadas, contagiando a media sala, mientras que Anne se volvió más pálida que la pared. Fue el último golpe de The Cat en Netscience, y su salto definitivo a la leyenda.
A lo largo de la mañana, recibí un sms de Tom:
Te invito a mi barrio para celebrarlo.
Ben dice que se apunta.
¿Te traes también a Sibila?
Me citó en 16 Prince Albert Road, que según el mapa de mi móvil se encontraba en la esquina de Regent’s Park más cercana a Camden Town. Durante el día no me había atrevido a llamarle desde la oficina, ni tampoco a enviarle ningún email a través del la red de Netscience. Impaciente, emocionada, con unas ganas locas de finalmente poder compartir mi alegría con alguien que me entendiera, fui en bicicleta a la cita, con Sibila en el cesto, sintiéndome radiante en un vestido blanco de flores rojas en el vuelo que me quedaba de muerte con mi nuevo corte de pelo y mis nuevas piernas de deportista.
¿Había algo entre Tom y yo? Aunque nos habíamos visto físicamente solo tres veces, siempre en el Dream Station, cada vez había sentido una especie de vértigo, pero del bueno. Se me había olvidado esa sensación. Se me había olvidado lo que era ligar. Pero sentía que estaba floreciendo, que me merecía el amor, y desde luego que este chico me gustaba. Eso significaba, como mínimo, que ya empezaba a superar mi relación con Joaquín. Había otros hombres en el mundo.
Cuando llegué a Prince Albert Road, el número 16 no lo encontraba por ningún lado. Vi el 14 y el 15, que eran casas grandes, blancas, elegantes. Desde luego, si este era el barrio de Tom, tenía más dinero del que aparentaba. Después del número 15 había una iglesia antigua, de piedra gris, que no parecía tener número. Y más allá estaba el número 17. Al otro lado de la calle no había números, porque estaba solo el canal que bordeaba Regent’s Park, y a la altura de la iglesia un puentecillo que cruzaba el canal hacia el parque, cuya entrada estaba flanqueada por dos columnas blancas. Me bajé de la bicicleta y la empujé hasta el centro del puente, apoyándola contra una de las verjas negras que tenía a cada lado.
Al verme ahí con Sibila, mirando las dos hacia el agua que pasaba bajo el puente, recordé mi noche oscura en Tower Bridge, tan distinta de esta tarde luminosa como las aguas agitadas del Támesis y la superficie tranquila del canal que se deslizaba con suma lentitud entre los árboles del parque. Pensé en todo lo que había aprendido desde entonces: A cuidar de mi cuerpo y de mi mente, a agradecer lo bueno y aceptar lo malo, a mantenerme cerca de mi manada, a recuperar mis sueños de niña, a romper los muros de la habitación cerrada, a descubrir mi lado animal, a liberarme de mi reflejo, a abrir mi corazón, a jugar, a disfrutar, a escuchar, a observar, y —sobre todo— a vivir el momento presente. De hecho, había experimentado en esta época tantos momentos intensos, conscientes, bien vividos, que me costaba creer que hubieran pasado solo seis meses desde que empecé el entrenamiento con mi maestra felina.
—Gracias por ayudarme a acabar con mi vieja vida, querida amiga —le dije a mi gata, acariciándole la cabeza y el cuello—. Esta nueva me está gustando mucho más.
Sibila ronroneó y se revolcó en la cesta, quedando panza arriba en el cesto. Le rasqué la tripa con la total atención que ella me había enseñado, buscándole las cosquillas, mirándole a los ojos con esa complicidad única que habíamos desarrollado, disfrutando del tacto de su pelaje y de los divertidos movimientos que hacía para maximizar su placer, como auténtica experta que era en estos asuntos.
—No vas a volver a hablarme, ¿verdad, pilla? Aunque sé que me entiendes perfectamente...
Sibila solo ronroneaba. Pero supe en ese momento que mi entrenamiento había terminado. Sentí que finalmente había llegado a donde tenía que llegar. No era un destino, una meta, un final. Era recuperar el propio camino. Mi camino. O, quizá como hubiera dicho Sibila, recuperar el arte de caminar. Caminar, caminando. Vivir, viviendo. A veces confiada, a veces asustada, a veces contenta, a veces triste, pero en cualquier caso abierta al cambio, al girar de los astros, al baile de la existencia. Estaba lista para seguir por donde mis pasos me llevaran. Con o sin mi trabajo ideal, con o sin mi príncipe azul, con o sin hijos.
De pronto algo captó la atención de Sibila y giró la cabeza velozmente. Era una mariposa que se había puesto a revolotear sobre el cesto. Una mariposa amarilla y anaranjada. Sibila se dio la vuelta, apoyó una de sus patas delanteras sobre el borde del cesto, y con la otra comenzó a jugar con la mariposa. Entonces recordé el sueño que había tenido hacía algunas semanas: el canal, la mariposa, la gata...
—Sarah!
Ahí estaba Tom, subiendo por el puente. Me dio un vuelco al corazón. Estaba vestido con unos vaqueros y una camiseta a rayas rojas y blancas. Ben iba con él, atado con una correa: un labrador retriever precioso, noble, de color tan rubio como los cabellos de su dueño.
—Huélele tú y luego me dices qué te parece —le susurré a Sibila.
Tom sonreía con su sonrisa de oreja a oreja, mientras que su perro agitaba la cola. Nos abrazamos. Fue la primera vez, pero los cuerpos se encontraron con tanta naturalidad, y una alegría tan generosa, que parecía que nos conociéramos de toda la vida.
—Enhorabuena, Sara —me dijo—. De verdad. Lo conseguiste.
—Enhorabuena a ti —le dije yo—. Y a esta criatura tan deliciosa, y a todos los animales del planeta. ¡Qué pasa guapo!
Me puse a acariciar al labrador, que me olisqueaba con mucho interés y agitaba su cola con aún más brío. La gata nos observó desde el cesto, pero de momento no quiso bajarse. Tenía el pelo un poco erizado, y las orejas y la cola aplastadas.
—Eh, Sibila, tranquila —le dije, y luego a Tom—. Oye, ¿tú crees que un perro y una gata...?
—Vamos a verlo. Hay que tener una cierta diplomacia al presentarles, eso seguro.
Estuvimos un rato gestionando las introducciones. Yo acariciaba a Sibila, parapetada en su cesto con las uñas extendidas, mientras que Tom le tenía bien amarrado al labrador. Después de mucho olisquearse mutuamente, y de que Sibila probara a acercarse con la zarpa al morro del perro unas cuantas veces, comenzaron a acostumbrarse a su presencia mutua. Finalmente, Sibila entendió que el perro quedaba bien sujeto de la correa por Tom, y así fue que accedió a bajarse, correteando nerviosamente alrededor de Ben a una distancia prudente.
—¿De verdad vives por aquí? —le pregunté a Tom, atando mi bicicleta a la verja.
—Tengo la casa aquí cerca, sí.
—¡Pues vaya barrio!
—No está mal —dijo, y enseguida cambió de tema—. Ben me está sacando a pasear. ¿Queréis acompañarnos?
Nos dimos un paseo por Regent’s Park los cuatro. Era una tarde espléndida, y el parque estaba lleno de jóvenes que tomaban el sol, ejecutivos descorbatados y niños que perseguían a los patos. Mientras Ben y Sibila comenzaban ya a jugar abiertamente, Tom y yo hablamos sin parar sobre nuestro triunfo del día, los anuncios de RP más divertidos, la escena con Anne y el mensaje misterioso de The Cat.
—O sea que de momento no te echan.
—De momento no.
—Vaya, yo pensaba que te íbamos a tener en Dream Station todos los días.
—Bueno, en realidad estoy incubando una idea.
—¿Ah sí?
—Tengo que darle algunas vueltas, pero estoy ayudando a una vecina que no puede salir de casa a comunicarse por internet. Estaba pensando en montar algún servicio así, para gente discapacitada que no tiene mucho conocimiento de las nuevas tecnologías. Sería una ONG que pudiera financiar alguna empresa informática. Incluso la propia Netscience, quién sabe.
—Cosas más raras se han visto. Desde luego, sería divertido que te pagara la misma gente para hacer algo tan distinto. Y te aseguro que después de la que has montado hoy, no tengo ninguna duda de que lo conseguirás. ¡Menudas agallas que le has echado!
—Bueno, en eso me ha ayudado mucho mi gata...
Así es como empezamos a hablar sobre Sibila y sobre Ben, sobre perros y gatos, y en general sobre la sabiduría de los animales. Y fue a propósito de Ben que me contó que se había divorciado de su mujer Clara hacía un par de años.
—Ben me adoptó después del divorcio —me dijo, sentándose en el césped y acariciando al perro—. Yo en esa época había perdido la fe en la vida, en las personas y en todo. Pero la alegría de vivir que tiene este tipo es contagiosa. ¡No hay más que ver cómo me chupa la cara, mira! Me ha enseñado todo lo que sé.
—Entiendo lo que dices. Esta gatita también me salvó la vida después de acabar con mi ex novio. Literalmente. ¿Verdad, pequeña?
Me senté yo también cerca del lago. Varios barquitos flotaban en la superficie, y recordé que Joaquín y yo habíamos alquilado uno el primer año. Pero ya no me molestaba recordarlo. Mi rencor hacia él parecía haber desaparecido. ¿Le había perdonado? Su traición seguía siendo tan cruel, egoísta y cobarde como antes. Pero quizá me había cansado de cargar con un odio que solo me amargaba la existencia. Quizás había llegado a entender que si Joaquín era capaz de algo así, el pobre debía de estar muy perdido en este universo, encogido entre muros gruesos de ignorancia y miedo. Quizá sencillamente mi corazón había crecido hasta aceptar que él tenía su camino, y yo el mío.
—¿Y cómo acabó lo tuyo en divorcio? —le pregunté a Tom, sintiéndome como una gata parapetada en el cesto de una bicicleta, ante un perro que aún no se sabe si es, o no, de fiar.
—¿Quieres saberlo de verdad?
—Bueno, tampoco necesito que me lo cuentes todo —le dije con aire inocente—. Solo necesito saber si fue culpa tuya, y si eres un cabronazo o así. Estoy tomando apuntes sobre los chicos que voy conociendo, por si hay alguno que luego resulta que me gusta.
—¡Ah, vale! —dijo, dándose un aire más formal y aclarando la voz—. Pues entonces no hay problema. En mi caso tampoco creo que fuera culpa de nadie. De hecho aún me llevo bien con Clara. Lo que pasa es que resultamos no ser tan compatibles como creíamos. Mientras vivimos los dos juntos, en Estados Unidos, todo fue bastante bien. Ella es inglesa, pero nos conocimos en Nueva York, en una escuela de diseño. Nos casamos, empezamos a trabajar en Manhattan, y todo bien. El problema fue cuando nos vinimos a vivir a Londres, cerca de su familia y su círculo social de aquí. Es de una familia de estas aristocráticas, ¿sabes?, de las que se van a cazar zorros. Yo lo sabía, y había conocido a los suegros en alguna ocasión. Pero claro, otra cosa es cuando les tienes encima todo el día. Clara, en ese círculo social, se comportaba de otra manera. Se irritaba con mi forma de ser, incluso con mi forma de hablar, y yo con sus aires de grandeza. ¿Qué le iba a hacer yo si no me interesaba ni el tenis, ni el criquet ni el polo? ¿O si me caían antipáticas la mayoría de sus amigas? ¿O si me daban pena los zorros? En fin, que al final acabábamos odiándonos por nada, simplemente porque no aguantamos la forma que tenía cada uno de coger el tenedor en la mesa. ¿Y tú? ¿Cuál es tu triste historia?
—Pues mucho más sencilla. Descubrí que mi novio llevaba casi dos años engañándome.
—Ufff. Sí, claro. Menudo palo. Entiendo lo de ir filtrando a los cabronazos. Pero vamos, si tienes dudas sobre mí, puedes pedirle referencias a Ben.
—¿Qué dices, Ben? ¿Es de fiar? —le pregunté yo muy seria al perro, que estaba tumbado entre nosotros con la cabeza levantada.
—Dile que sí, Ben —le susurró Tom, levantándole una oreja con gesto cómplice—. Dile que se puede fiar ciegamente, hasta el final de los tiempos. Luego te doy un filete así de gordo, ¿eh? ¡Buen chico!
Ben, con su lengua colgando a medio lado y la cola moviéndose de un lado al otro, parecía asentir. Era difícil mantener las defensas levantadas ante esta visión desarmante de bondad y sinceridad canina. Pero yo aún estaba pendiente del veredicto de Sibila, que se había tomado en serio lo de olisquear el cuerpo reclinado de Tom, y llevaba un buen rato curioseando sigilosamente aquí y allá con su nariz, los bigotes extendidos al máximo, a pocos centímetros de su cuello y de sus rizos dorados. Acababa de terminar su repaso y, sentándose junto a él con la cola en alto, me hizo un gesto con la cabeza, un inclinamiento rápido de medio lado. Ya me conocía bien el lenguaje de Sibila, y no tuve ninguna duda de lo que quería decirme: ¿A qué estás esperando, chica? ¡A la caza!
No me lo tuvo que decir dos veces. Apoyé una mano sobre el césped para acercarme, como una gata. Con un dedo levanté la barbilla de Tom, que seguía hablando con su perro, pero que de pronto se calló. Nos miramos a los ojos. Hasta el fondo de nuestras almas. Y entonces mis labios buscaron los suyos, que ya buscaban los míos. El sol brillaba en el cielo, la tierra nos sostenía y nuestros corazones palpitaron juntos. Disfruté de ese beso como de la inolvidable fresa del Borough Market. Con el mismo placer intenso y salvaje y felino. Saboreando, nunca mejor dicho, el presente. Hasta que Ben, que debía sentirse un poco celoso de nuestra muestra de cariño a tan pocos centímetros de sus morros, se unió al beso con unos lametones que acabaron con todo el romance y lo transformaron en risas. Me fijé que Sibila le echaba al perro una mirada severa, como diciendo «déjales en paz a los pobres monos».
Estuvimos algunos momentos sin saber qué decirnos. Tom me cogió la mano y comenzó a acariciarla. Me había contagiado la sonrisa de oreja a oreja.
—Oye, Tom —dije yo al final—. Va a ser mi cumpleaños dentro de un mes. ¿Te vienes a mi fiesta? Eres el primero al que invito.
—Ahí estaré —me dijo él, sin dejar de acariciarme la mano—. ¿Qué día?
—Bueno, es el nueve de octubre, pero tengo mucho que celebrar, y necesito agradecer a toda la gente que me ha apoyado este año, mi familia, mis amigas... o sea que me van a hacer falta un par de días para las cuarenta horas de celebración que estaba planeando.
—¡Uau, me gusta como piensas! —dijo Tom, impresionado—. Cuarenta horas, ¿eh? Espero que me reserves unas cuantas.
—Por lo menos la mitad —le dije, poniéndome de pie—. Por cierto, me vas a enseñar tu casa ¿o qué?
—Vamos Ben —dijo Tom saltando del césped y echándose a correr—. Vamos a enseñársela a estas chicas.
Hay momentos que no se olvidan. Momentos en los que una tiene que reconocer aquello que me dijo Sibila la primera vez que la conocí: que la vida es maravillosa. Ese paseo, siguiendo a un chico guapo y alegre, certificado por su perro y por mi gata como de fiar, a través del parque londinense a finales de verano, con el corazón expandiéndose por el universo, dejando entrar la catarata de sensaciones y colores y sonidos y olores y energías divinas a través de la piel, hasta el fondo del ser, fue uno de esos momentos. Sentí que volaba por el tiempo como la mariposa más dichosa del mundo.
Pero cuando llegamos al final del parque y, en vez de cruzar el puente sobre el canal, Tom se bajó por una escalerita hacia el agua y se montó, con Ben, a bordo de un barco alargado, azul y blanco, como el que yo había visto en mi sueño, y entendí que era esa su casa, una casa flotante que un día atracaba entre cisnes en Regent’s Park y otro en Camden o en Windsor Castle, ese momento fue más que un momento bello y memorable. Fue el descubrimiento, o quizás el redescubrimiento, de la magia que sí existe en este universo.