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Lo que está pasando

Desperté al día siguiente con un dolor de cabeza que pulsaba con los recuerdos confusos del día anterior: el portátil en el metro, el desmayo en la oficina, la sala de urgencias, Sibila en la ventana, el discurso ensayado de Joaquín, su olor extraño, la pesadilla en los tejados de Londres, la chaqueta fantasma. Hundida bajo la almohada, pasaba en pocos segundos de la rabia ultrajada de una novia traicionada, al arrepentimiento por haber acusado a un Joaquín inocente y abandonado, al terror de perderlo todo por un motivo o por otro. ¿Qué se supone que tenía que hacer ahora? ¿Intentar arreglar las cosas? ¿Resignarme a nuestra separación? ¿Acusar a Joaquín de traicionarme? ¿Preparar las maletas? ¿O fijar antes de nada una cita con el psicólogo?

Pero ni siquiera me decidía a salir de la cama. La idea de enfrentarme a otro día como el de ayer minaba todas mis fuerzas. Además, tenía la excusa perfecta: Grey me había dicho que me tomara unos días para descansar, y estaba descansando. El problema era que no estaba acostumbrada a quedarme en la cama. Además del miedo, la ira, y la confusión, me atormentaba la culpa por no estar haciendo algo productivo, aunque no supiera el qué. De cuando en cuando miraba el despertador y sentía en mis tripas un desagradable hormigueo, cada vez más intenso. Las 10.25. Las 10.43. Las 11.06. Hacía años que no me quedaba en la cama hasta tan tarde. Me imaginé a la gente de la oficina hablando de mí con expresión preocupada.

Entonces recordé que ayer había prometido a Grey que iría esta mañana, lo antes posible, a visitar la oficina de objetos perdidos de London Transport, para comprobar si el ordenador había aparecido. Las probabilidades me parecían mínimas, pero había que intentarlo. Y eso fue lo que al final me sacó de la cama. Eso y la necesidad física de un café. Bajé al piso de abajo con una mano sujetándome la cabeza y la otra sobre la barandilla de la escalera. En el bolsillo de la bata llevaba la cajita de píldoras que me había recetado la médico.

Al llegar a la cocina vi a Sibila en una esquina de la ventana, esperándome. No estaba yo como para gatas parlanchinas, al menos no antes del café. Traté de ignorarla mientras desarmaba la cafetera y la llenaba con agua y café molido. Seguí intentándolo mientras encendía el gas, colocaba la cafetera y buscaba en vano, por toda la cocina, una taza limpia. Pero aunque la gata no dijo nada, ni golpeó en la ventana, ni tan siquiera se movió, no había manera de evitar su presencia, y al ponerme a fregar una taza delante de ella, me pareció ridículo seguir así.

—Venga, entra —dije con voz de ultratumba, y abriendo la ventana.

—Más bien, había pensado en invitarte aquí fuera —respondió ella, girando el morro hacia el jardín.

—No, no, eso no. Mírame. Estoy en camisón.

—¿Y qué?

—Pues que hace frío, y además, yo qué sé, los vecinos...

Pensé en Mr. Shaw, un arquitecto retirado que vivía en la casa de al lado, y que ahora se dedicaba en cuerpo y alma al cuidado de su jardín. Lo último que quería era que me viera en este estado, con estas pintas, y hablando con un animal doméstico.

—Que tiquismiquis sois los humanos —suspiró la gata, y acto seguido saltó de la ventana y desapareció de mi vista.

Pero escuché su voz desde el exterior, animándome a salir de nuevo:

—Venga, Sara, te hará bien un poco de aire fresco. Te espero.

Aunque lo de sentirme presionada por una gata me molestaba un poco, tenía que darle la razón. A pesar del frío que entraba por la ventana, no me apetecía cerrarla. Al contrario: me acerqué a ella sobre el fregadero para inspirar más fuerte mientras se terminaba de hacer el café. Cuando estuvo listo, llené la taza, hice saltar del blíster una pildorita blanca sobre mi mano, y me la bajé con un sorbo de café caliente. A ver si servía de algo. Luego agarré medio paquete de galletas, y me puse mi abrigo largo de plumas y unas botas antes de salir por la puerta trasera. En el silencio de este viernes laborable, el sonido metálico de mis botas bajando por las escaleras del jardín resonaba por toda la trastienda del barrio.

—¿Y para mí? —preguntó Sibila desde abajo.

—Lo siento, te acabaste ayer lo que quedaba de la leche. Solo tengo estas galletas.

—Mmm —respondió, escrutándolas con una expresión escéptica.

—Luego voy a por más leche, tengo que hacer la compra.

Me senté en el penúltimo escalón, sosteniendo la taza humeante entre las dos manos. Hacía tiempo que no me sentaba aquí, mi sitio favorito de toda la casa. Respirando el aire fresco, la mente se me iba aclarando un poco, e incluso el dolor de cabeza parecía menos intenso.

La vista desde este lugar había cambiado por completo. Lo que una vez fue un jardín cuidado, que no tenía nada que envidiar al de Mr. Shaw, se había convertido en una selva. De las violetas y las hortensias no quedaba ni rastro. La hierba y los hierbajos se lo habían comido casi todo, y la zona de las rosas se había convertido en una trampa de ramas espinadas. No tenía nada que ver con ese lugar ordenado y alegre en el que habíamos organizado picnics, barbacoas y largas tardes veraniegas con amigos en los primeros años. Sibila se acercó y colocó su pequeña cabeza sobre mi regazo.

—Bueno, ¿qué tal la caza?

La pregunta me sorprendió. Se agolparon en mi mente las imágenes de mis paseos oníricos por los tejados de la ciudad, y por un momento me confundí con la idea de que hubieran sucedido de verdad. O que yo hubiera entrado en el sueño de Sibila. O Sibila en el mío.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté, un poco alterada.

Pero Sibila me observaba, desde mi regazo, con una mirada inocente.

—¿Seguiste mi consejo? ¿Seguiste tu nariz?

—Ah. Supongo —dije, respirando el aroma del café—. No lo sé. Lo intenté, pero si te digo la verdad, no me llevó a nada bueno.

—Ya —dijo Sibila, bajando los últimos dos peldaños y alejándose un poco por las baldosas de piedra, hacia el comienzo del jardín.

Se detuvo justo antes del inicio de las hierbas altas, contemplando el panorama salvaje mientras yo seguía sorbiendo mi café, un poco demasiado amargo, y sorbiendo los recuerdos también amargos de mi conversación con Joaquín. La gata se sentó, y luego volvió a hablar con su voz aterciopelada.

—A veces el olfato te lleva hasta algo que preferirías no encontrarte.

Traté de imaginarme el tipo de sorpresas desagradables con las que se podía llegar a topar una gata en la basura, en los pasadizos oscuros de la ciudad, o entre las matas y hierbajos de un jardín abandonado. Lo primero que me vino a la cabeza fue la visión de un pájaro muerto, gusanos entre plumas secas y torcidas. Miré hacia atrás y hacia arriba, a nuestra casita de ladrillos rojizos. ¿Estaba muerta nuestra relación? ¿Olía a cadáver? ¿Desde cuándo? Me esforcé por recordar la última vez que podía asegurar, con toda certeza, que estuviera viva, viva de verdad.

Me vino a la mente el viaje a Italia, hacía año y medio, cuando nos hicimos la foto que ahora reposaba sobre la cómoda. Joaquín y yo siempre habíamos tenido un problema en las vacaciones, y es que a mí me encantaba la naturaleza, mientras que a él le abrumaba. Para mí, irme de viaje había sido siempre hacer trekking por el monte con mis amigas, o llegar hasta los parajes de mar y de montaña más recónditos con la autocaravana de mis padres. Pero Joaquín se sentía incómodo fuera de la ciudad. En la playa le molestaba el calor, la crema solar y la arena, pero tampoco se sentía cómodo en el agua, y detestaba pasar largas horas encogido bajo la sombrilla. En la montaña era lo mismo. Le entraba la alergia al polen, le fastidiaban los insectos, le daba pereza caminar más de media hora. Lo único que tenía de montañero eran sus prendas técnicas, sobre cuyos materiales y cualidades transpirables, repelentes y absorbentes era un experto.

Al final, me di por vencida. Me adapté a sus gustos por los museos, la arquitectura, y las esquinas pintorescas en las que sentarse en una terraza para estudiar la fauna urbana. En quince años nos dio tiempo para conocer las principales ciudades de Europa y unas cuantas de las Américas: París, Lisboa, Berlín, Viena, San Petersburgo, Estocolmo, Praga, Buenos Aires, Nueva York, Río de Janeiro, Istambul... Pero quizá donde disfrutábamos más los dos era en Italia. Y ese último viaje fue de los mejores, a pesar de que las cosas ya habían empezado a cambiar entre nosotros por aquel entonces. A Joaquín le acababan de nombrar project manager y estaba pasando por una época de mucho estrés. En Roma lo olvidamos todo, con gelati en la mano, filosofando sobre la crisis actual entre las ruinas del antiguo imperio, discutiendo sobre el poder de la religión ante la grandiosidad de San Pietro, y disfrutando boquiabiertos de la belleza sin fin de una ciudad que parece toda ella un museo. En Venecia jugamos a huir de las masas, encontrando nuestros recovecos y ristoranti casi privados entre puentes, canales y túneles que parecían haberse diseñado a propósito para nuestro escondite particular. En Florencia vimos el atardecer desde el Ponte Vecchio y luego nos emborrachamos en una terraza junto a la antigua muralla, brindando por Galileo, Da Vinci y Miguel Ángel con vino Chianti servido en copas enormes de finísimo cristal. Y en Verona vimos un montaje de Aída en la Arena, con elefantes y todo, aunque desde nuestros asientos apenas se escuchaba a los cantantes y los elefantes parecían hormigas. Lo mejor fue cuando llegó una tormenta de verano a mitad de la ópera y tuvimos que salir todos corriendo para refugiarnos cada uno en su hotel, lo cual en nuestro caso resultó ser bastante más divertido, una vez que nos quitamos la ropa empapada y nos pusimos a cantar arias improvisadas. Al día siguiente nos hicimos la foto romántica-hortera en el balcón de Julieta. Esa foto sobre la cómoda era ahora lo único que nos quedaba de esos días felices. Pero hasta ayer noche llevaba meses sin fijarme en ella. Se había convertido en un mueble más al que ya no prestaba atención, y que si lo hacía me llenaba de una sensación incómoda de nostalgia.

—No sé qué pensar, Sibila —dije finalmente, rompiendo el silencio—. O sea, que sí, que me he encontrado con algo que... huele mal. En mi relación con Joaquín.

Sibila giró la cabeza para mirarme, abriendo hacia mí sus enormes orejas, y esperó a que siguiera. Bebí otro sorbo de café.

—En realidad ya sabía que la cosa no iba bien, hace tiempo que lo sabía. Había intentado hablar con él otras veces. Pero Joaquín es tan hermético... Yo creía que era solo el estrés, y la falta de tiempo, y sus propias dificultades para comunicar, y no lo sé, el tiempo pasa, no me he dado cuenta, y así a lo tonto ya son casi dos años que las cosas no funcionan y seguimos igual. Pero ahora, de repente, le digo que tenemos que hablar y él me dice que...

Sibila ladeó un poco la cabeza al ver mis lágrimas. Me recuperé enseguida y me sequé los ojos con la manga de la bata.

—Que me quiere dejar. No sé, yo qué sé, dice que es solo temporal. Pero a mí me huele mal la cosa. Y creo que hay algo más. Algo que huele aún peor. Huele a gato encerrado; a gato encerrado, sí, perdona por la expresión, pero así decimos en mi país.

Sibila se irguió en pose altiva.

—Sí —dijo ella—, tenéis los humanos unas expresiones muy peculiares. Ya será que huele a humano encerrado...

—O humana —sugerí yo, tensando las manos alrededor de la taza y sintiendo ganas de lanzarla, junto con el resto del café, de un lado al otro del jardín. Sibila lo debió notar, porque se apartó un poco de la trayectoria imaginaria, antes de volver a sentarse.

Al final dejé el café, ya medio frío, sobre un escalón, me puse de pie y caminé algunos pasos para adentrarme en la hierba con las botas. Algunas hojas mojadas rozaron la parte expuesta de mis pantorrillas.

—No entiendo nada Sibila. No sé qué tengo que hacer. No sé si me lo estoy imaginando todo, como me estoy imaginando que una gata me habla. Pero si no me está traicionando, tampoco me lo explico. Me parece absurdo que Joaquín quiera dejarlo así por así. No me lo creo. Y si lo quiere de verdad, se equivoca. A lo mejor él también está confuso, y en ese caso, y si sigue adelante con esta idea, cometerá el error de su vida, un error del que luego se va a arrepentir. Y será tarde, porque si lo dejamos, pues lo dejamos, y yo ya no miraré atrás. Yo soy así, Sibila. Cuando tomo una decisión, la cumplo.

Continué de ese modo durante un buen rato, en medio del jardín salvaje, vestida con mi camisón, un abrigo y mis botas de goma, hablando sola, con una gata imaginaria, o con una gata real pero que no podía llegar a entender todo lo que yo explicaba, porque no lo entendía ni siquiera yo misma.

—Cuánto pensáis los humanos —dijo al final Sibila, dándose la vuelta y caminando hacia la escalera.

Me giré para mirarla.

—Bueno, se supone que es lo que mejor hacemos, ¿no? Pensar.

—Lo suponéis vosotros. —Se paró con una pata sobre el primer escalón—. El resto de los animales no lo tenemos tan claro.

—¿Y por qué, si se puede saber?

El tono de superioridad de Sibila empezaba a molestarme un poco. Me recordaba a Joaquín en sus peores momentos.

—Tenéis un cerebro maravilloso, desde luego, capaz de cálculos y planes muy sofisticados. Pero también es verdad que la mayoría no sabéis usarlo. Os ponéis a dar vueltas y vueltas y vueltas a las cosas ya pasadas, a las cosas futuras, a lo que podía ser o no ser, sin orden ni concierto.

A lo largo de este discurso, Sibila subía y bajaba por las escaleras de forma vacilante y contradictoria, girando sobre sí misma y luego saltando repentinamente aquí y allí, como si quisiera imitar con sus movimientos el modo de pensar de los humanos. Ahora, de repente, parecía pegarse un susto que puso todos sus pelos de punta.

—Os asustáis por cosas inventadas. Os ilusionáis con fantasías. Vivís en un mundo de cuentos y mentiras con los que os vais engañando los unos a los otros. Y de tanto pensar y pensar llega un momento en que ya no podéis escapar de los pensamientos, que os enjaulan por completo.

Sacó la cabeza por entre las rejas metálicas de un lado de la escalera.

—Creéis que las verdades, las soluciones y el sentido de la vida los vais a encontrar ahí, en esa jaula de conceptos.

Retiró la cabeza de las rejas y bajó de las escaleras hasta las baldosas de piedra.

—Pero lo que buscáis realmente no se encuentra ahí. Porque al final, hay solo una cosa que necesitas saber, Sara: Cuando comes, come. Cuando caminas, camina.

Lo dijo caminando de forma especialmente deliberada, remarcando cada palabra con el movimiento de una pata, como un caballo jerezano mostrando su arte.

—Porque de lo contrario, acabas tropezando con tus pensamientos una y otra vez, y la vida te pasa sin darte cuenta, o peor aún, vives una vida que no es la tuya.

Comenzó a olisquear el suelo, como si se hubiera puesto sobre la pista de una presa.

—No confíes tanto en tus pensamientos. Confía más, como te decía, en tu nariz. En tu observación, tu escucha, tu intuición. Ya sé que para los humanos esto es difícil de entender, porque vuestra mente descontrolada lo confunde todo.

Me seguía molestando este sermón felino, aunque no lo hubiera entendido del todo. Pero al menos en lo de la confusión mental, tenía que darle la razón.

—Lo sé —dije—, tengo la mente hecha un lío. Tanto, que me quieren mandar al psicólogo.

—¿Y crees que el psicólogo tendrá la mente más sana? —Sibila alzó la cabeza—. He conocido a alguno de esos psicólogos, y yo que tú no me fiaría demasiado.

—Pero, Sibila, ¿qué quieres que haga? ¡Tengo que intentar entender lo que está pasando en mi vida!

—A eso quería llegar yo también —dijo la gata, con un tono de voz un tanto malicioso.

—¿Qué pasa? ¿Tú me lo vas a decir?

—A lo mejor.

No sabía qué insinuaba Sibila con esto, pero no me gustó nada.

—¿Tú sabes lo que está pasando en mi vida?

Sibila bajó por las escaleras y comenzó a caminar hacia mí en línea recta, con una expresión depredadora.

—Sí, efectivamente. Lo sé mejor que tú.

Sentí que se me aceleraba el corazón, al recordar mi idea de que Sibila pudiera haber espiado a Joaquín con...

—¿Qué sabes?

—Lo que está pasando en tu vida. Algo de lo que tú no tienes la más remota idea, Sara.

La gata avanzaba hacia mí, adentrándose en la hierba alta del jardín con el movimiento sinuoso de una puma. Me puse lívida y di un paso atrás. Sospeché que aquí mismo, en este momento, Sibila iba a revelarme todo. Iba a contarme, con pelos y señales, esa parte de mi vida que Joaquín había mantenido oculta, y que ella, una simple felina callejera, había podido observar por las ventanas de mi propia casa.

—¿Qué está pasando en mi vida? ¿Qué? —le pregunté llena de horribles presentimientos, nauseada con la curiosidad morbosa que empuja a la gente a acercarse a los accidentes de tráfico.

Sus ojos se clavaron en los míos, y se colocó en postura de ataque, agazapada sobre la tierra, las patas delanteras en tensión, la cola acariciando la hierba con un movimiento serpenteante.

—¿Quieres saberlo de verdad? —maulló con un aire travieso.

Ahora sí que me estaba volviendo loca.

—¡Dímelo, estúpida gata! —le aullé, enfrentándome a ella como para atraparla.

Lo que sucedió a partir de ese momento lo recuerdo a cámara lenta. Las fauces de Sibila se abrieron, sus pupilas verdes se dilataron como llamas, y escuché estas tres palabras resonar como un rugido en el centro de mi cabeza:

—ESTO está sucediendo.

Entonces sus poderosos músculos se tensaron y de pronto saltó sobre mí como un disparo. Sentí sus bigotes rozar mi mejilla derecha, sus garras delanteras arañar mi cuello y hombro, y un instante después las traseras hundirse en el grueso tejido del abrigo, presionando sobre las costillas debajo del pecho. Tomé una bocanada relámpago de aire como para gritar, pero antes de estallar el grito Sibila ya había introducido su cabeza dentro del abrigo y comencé a sentir sus uñas clavándose aquí y allá en mi espalda, en mis caderas, y su cuerpo arrastrándose a toda velocidad por debajo del abrigo. Solté finalmente un chillido atávico mientras saltaba sobre un pie y el otro, girando como un trompo mientras la gata recorría todo mi cuerpo bajo el abrigo, bajo el camisón, como una endemoniada. Perdí una bota que salió disparada, caí sobre un arbusto, sentí cortes y rozaduras, rodé sobre mí misma por la hierba, y finalmente me detuve al golpear contra una pared de madera. Acabé jadeando y riendo, desorientada hasta descubrir que me encontraba junto a la caseta en la que guardábamos las herramientas, mirando hacia el cielo gris entre brotes verdes, sintiendo el cosquilleo y los rasguños que había dejado Sibila en todo mi cuerpo, y el frío de mis piernas desnudas sobre la hierba. Seguí inmóvil durante un buen rato, recuperando la respiración, aturdida pero extrañamente refrescada y viva. Esto no me lo daba el café.

Excuse me —dijo una voz desde una de las vallas—. Do you need some help?

Horror. Era mi vecino, Mr. Shaw. Me incorporé rápidamente, como pude, cubriéndome bien con el abrigo.

No, no, I’m ok, thank you —le aseguré, recuperando la bota.

Sobresalía por encima de la valla la cabeza grande y pelada del arquitecto jubilado. Su cara se había vuelto aún más roja de lo habitual al verme en este estado. Se deshizo en perdones mientras yo le explicaba que me había atacado un gato, que ya había pasado todo y que estaba bien. Me hizo notar, eso sí, que estaba sangrando un poco de un rasguño.

Dándome la vuelta, vi a Sibila colocada de nuevo sobre el primer escalón de la escalera metálica, junto a la taza de café, lamiéndose una pata con cara de virginal inocencia. Esperé a que Mr. Shaw hubiera vuelto a su casa, y luego le pregunté en voz baja:

—¿Qué demonios ha sido eso?

—Eso —dijo Sibila, devolviendo su pata al suelo y hablando con la autoridad de una catedrática— ya no importa. Eso ya pasó. Pero ESTO...

Hizo un nuevo amago de saltar sobre mí, que me mandó tres o cuatro pasos hacia atrás en medio segundo. Y volvió a sentarse como si nada.

—O más bien ESTO, es lo que está sucediendo en tu vida. Y no todos esos pensamientos que revolotean en tu cabeza. O para ser más precisa, además de todos esos pensamientos que revolotean en tu cabeza. Observa, Sara. Olisquea. Siente. Escucha. La vida vuelve a comenzar cada momento, tan nueva como al principio de los tiempos.

—¿Eh? —El enigmático discurso de la gata me había confundido aún más.

—Ah... —dijo Sibila, volviendo a acecharme— ¿que no te has enterado aún? ¿Quieres más?

—¡No, no! ¡Basta! —dije, subiendo a toda prisa por las escaleras sin darle en ningún momento la espalda, y manteniendo el abrigo bien cerrado.

Antes de entrar por la puerta vi que me había olvidado la taza de café sobre la escalera. Decidí dejarla ahí por el momento.