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La crisis de los cuarenta
—Hey baby. —Joaquín me estaba besando la mano.
—Hola —dije con un hilo de voz—. ¿Qué haces aquí?
Le había retirado la mano involuntariamente. Quizá no estaba segura de quién me estaba besando. O me cortaba que me besaran en esa sala hospitalaria con su luz blanca y toda la gente alrededor. O, sencillamente, hacía demasiado tiempo que Joaquín no me besaba de esa manera, delicadamente sobre el dorso de la mano. Me metí ambas manos debajo de las axilas. Enseguida me arrepentí, y le quise devolver la mano para que me la besara otra vez. Pero había pasado el momento.
—Me llamó Graham y me dijo que te estaban enviando aquí en ambulancia, que si podía venir yo.
—Claro, gracias —le dije, aún un poco desorientada—. Qué absurdo, ¿no? Llevamos cuatro días sin vernos, y nos encontramos aquí.
Técnicamente era cierto, ya que llevaba desde el domingo en Glasgow, aunque la noche anterior había sentido su cuerpo caliente entrar en la cama en algún momento, y por la mañana había visto los restos de su desayuno y sus guantes vacíos en la mesa de la cocina. De todas formas, entre mi viaje a Escocia y los horarios a los que él llegaba a casa últimamente, la impresión era de no habernos visto en semanas.
—Pues menos mal que te has desmayado, ¿no? —respondió Joaquín—. A ver si la semana que viene me da un yuyu a mí, y así volvemos a vernos.
No me hizo demasiada gracia. Joaquín siempre estaba bromeando, para bien y para mal. No había forma de tomarse las cosas en serio con él. Por ejemplo mi desmayo. O por ejemplo, nuestra relación. ¿Qué relación teníamos realmente? Nos queríamos, sí, pero ya no nos veíamos. Incluso cuando coincidíamos en casa, parecía que no tuviéramos ganas de vernos. Él se enfrascaba en su Xbox, jugando con amigos y desconocidos a tiroteos virtuales en la pantalla gigante del salón. Yo me sentaba frente a la tele o llamaba por skype a mi padre o a mis amigas. Los fines de semana que no trabajaba ninguno de los dos, siempre había algún viaje a España, o huéspedes en casa, o gestiones y compromisos que al final significaban que no pasábamos tiempo juntos con un mínimo de calma.
Al principio fue más cosa mía. Yo le traje a Inglaterra, donde viví de pequeña y donde crecieron mis padres, porque me apetecía conocer mejor este país que también era un poco mío, y de paso trabajar para las empresas más punteras del momento. Yo era la consultora con horarios «flexibles», o sea, que se estiraban en todas las direcciones, invadiendo noches y fines de semana si hacía falta. Yo era la viajera de business con su portátil bajo el brazo, la tarjeta gold de British Airways y la maleta de tamaño reglamentario para volar solo con equipaje de mano.
Joaquín era el que siempre tenía tiempo para todo. Cuando llegamos a Londres, su familia andaba sobrada de dinero y nos compró la casa. Como mi salario nos daba de sobra para gastos, Joaquín no tenía mucha prisa para ponerse a trabajar, dedicándose con calma a aprender inglés. Más adelante, en su primer trabajo como ingeniero en una empresa aeronáutica, le tocó un horario cómodo de nueve a cinco, con lo cual seguía teniendo mucho tiempo libre. Se encargaba de la casa y del jardín, iba al gimnasio varias veces por semana, y se apuntó a cursos de todo tipo: cocina japonesa, masajes, astronomía, construcción de maquetas. Lo que más envidia me daba era que tenía tiempo para leer, no las novelas que yo echaba de menos, sino esos libros y revistas que le encantaban, que destripaban las versiones oficiales de la historia, desmitificaban la religión, la democracia y la economía neoliberal, y le permitían falsificar todo lo falsificable.
Pero al cabo de los años el trabajo comenzó a atraparle cada vez más, y desde que le ascendieron a director de proyectos, empezó a faltar en casa más que yo. Incluso cayó en la tradición de salir a tomarse unas pintas de cerveza con su equipo después del trabajo, algo que siempre había criticado cuando lo hacía yo. Así fue, un par de años atrás, que se me acabó el chollo de encontrarme la cena hecha, la casa ordenada, los grifos arreglados, y el novio esperándome en casa con la camilla de masajes desplegada. Y mientras que antes era yo la que retrasaba el momento de lanzarnos a tener hijos, cada vez más lejos de la edad óptima, ahora era él quien cambiaba de tema.
Estuvimos en el hospital del NHS un par de horas entre las esperas y las pruebas. Mientras tanto, Joaquín insistió una y otra vez en que llamara a Grey, lo cual no me apetecía lo más mínimo. No quería acordarme ni de la reunión, ni de Netscience, ni de mi maletín de nailon negro, ni del nuevo logotipo de Royal Petroleum. Pero Joaquín seguía insistiendo: que Graham se lo había hecho prometer, que en cuanto estuviera bien le llamara, que estaba preocupadísimo. Le dije que sí, que ahora llamaba, pero hice de todo para retrasar el momento.
Cuando al final le llamé, me alegré de haberlo hecho. El pirata en el fondo tenía buen corazón, estaba deshecho y me pidió mil perdones. Se sentía culpable de todo, y me aseguró que solo había querido ayudarme con su discursito sobre la presentación «original» sin ordenador. Le creí. Me aseguró también que hasta la Wolfson se había ablandado y me había acariciado la cara como a un perrito enfermo mientras él llamaba a la ambulancia. Eso no me lo creí y le mandé al cuerno.
—La gente de Royal Petroleum tuvo que alucinar —dije, imaginándome con vergüenza toda la escena.
—¡Ja, ja! —Rio Grey—. Digamos que fue una reunión impactante. No se les va a olvidar ni hoy ni mañana. Esa es la clave del márketing, ¿no? Apuesto a que nos lo van a dar gracias a ti.
—Pero ¿qué dices?
—Sí, sí, es que ya somos casi familia después de compartir el susto. El director de comunicación nos contó del ataque cardíaco que le dio viendo un partido del Manchester United. ¡Nos enseñó el bulto de su marcapasos a través de su camisa! En fin, menuda mañana.
—Pero ¿y la reunión?
—Tranquila. Después de un largo coffee break lo solucioné contando tu rollo habitual sobre usabilidad, que me lo conozco de memoria, y diciéndoles que les enviaríamos tus propuestas por email. O sea que si no encuentras el portátil, tendrás que volver a inventártelo.
—Vale, no te preocupes, mañana a primera hora me paso por la oficina de objetos perdidos del metro. No creo que aparezca, pero bueno, habrá que intentarlo. En cualquier caso, mañana te envío algo.
Le agradecí a Grey y le aseguré que no me hacía falta nada, que no se viniera a casa y que estuviera tranquilo. Él me pidió que por favor me tomara el resto de la semana libre, visto que en los últimos años había acumulado un montón de vacaciones sin usar. Nunca me habían propuesto un plan más apetecible.
Durante la exploración física, la médico me hizo algunas preguntas sobre los síntomas que había tenido, y le hablé de mis náuseas y mis dolores de cabeza. Entonces le pidió a Joaquín que aguardara afuera, y me preguntó algo que no me esperaba:
—Y a nivel emocional, ¿cómo se siente? ¿Es usted feliz?
No sé qué cara debí poner, pero la pregunta me provocó, de golpe, una nueva ola de náusea.
—Vamos a hacer una cosa —dijo la doctora frunciendo el ceño—. Relléneme este cuestionario, por favor.
No me gustaron ni las preguntas de la hojita que me dio, ni mis respuestas. Cuando se la devolví y tuvo oportunidad de revisarla, me explicó que probablemente no tenía ningún problema físico. Se trataba, casi con toda seguridad, de una simple depresión.
—Es muy común. Más de lo que se imagina. La gripe del siglo XXI, la llaman. Le voy a recetar un antidepresivo que le ayudará a sentirse mejor. Y le recomiendo que haga más ejercicio. ¡Y que no trabaje tanto! Si lo necesita, le puedo recetar también unas sesiones de terapia.
Salí al pasillo y cuando le conté a Joaquín lo que me había dicho, me eché a llorar, en medio de toda esa gente mayor inglesa con toses y muletas, que me miraban consternados, imaginándose, supongo, que me acababan de diagnosticar algún cáncer. Joaquín me abrazó.
—Eh, tranquila, my love. Hay cosas peores. La doctora tiene razón. Es algo normal, una de cada cinco personas sufre de depresión. Es todo una cuestión de neurotransmisores en el cerebro. Hay quien tiene el colesterol bajo. En tu caso es la serotonina. Menos mal que la psicología finalmente se está volviendo científica y ha entendido que es todo química. Ya era hora de que inventaran medicinas serias, y se dejaran de tanta papanatería freudiana sobre el complejo de Edipo, y sesiones de terapia infinitas...
Lo último que me apetecía era otro sermón de Joaquín sobre la ciencia y la pseudociencia. Siempre había sido un poco sabelotodo, una fuente inagotable de datos y estadísticas sobre cualquier tema, especialmente si contradecían las verdades aceptadas. Se conocía todas las inconsistencias de la Biblia, los experimentos que habían falsificado la homeopatía, los puntos flacos de los teóricos de izquierdas y de derechas, y la historia secreta de la CIA. Seguía, cinco años antes de la caída de Lehman Brothers, a los economistas que hablaban de la burbuja inmobiliaria. Y no perdía oportunidad para desterrar tópicos, hundir mitos y mostrar las falsedades que según él eran la raíz de todos los males del mundo, incluso si a veces resultaba tan brusco que provocaba enfados, insultos y hasta la pérdida de algún amigo. Era lo que llamaba su «compromiso con la verdad».
Desde luego, no era lo que yo quería ahora mismo. Yo solo quería el abrazo. Y saber que me quería.
Joaquín me llevó en su Audi a una farmacia de West End Lane, y luego lo aparcó a una manzana de casa. Desde ahí volvimos cogidos de la mano. Me di cuenta de que también había pasado mucho tiempo desde que hacíamos algo tan sencillo como eso. De hecho, me dio la inquietante sensación de que nos estábamos imitando a nosotros mismos, y que ni siquiera se nos daba del todo bien. Como en esa anécdota que me había contado Joaquín de su infinito repertorio, en la que Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charlot, y quedó segundo. ¿Habíamos llegado a eso? ¿Habíamos perdido la gracia?
La noche en que conocí a Joaquín Cuervo, en una fiesta de Nochevieja en el Madrid de finales del siglo XX, discutimos sin parar durante horas, un primer duelo entre mi idealismo utópico y su realismo científico. Yo acababa de terminar la carrera de periodismo, y me había contratado una revista de informática justo en la época en la que arrancaba el email y la World Wide Web. Fue entonces que comencé a hacer mis pinitos con el HTML para editar la propia página de la revista, aprendiendo de paso el arte de la usabilidad. Durante toda la noche defendí el potencial de internet, esta nueva red tecnológica, para permitir el intercambio de conocimientos, romper las estructuras sociales establecidas, acercar las culturas, reducir el uso del papel, mejorar los procesos democráticos. Mientras que este chico, guapo, inteligente sin duda, pero un poco arrogante, argumentaba que internet se convertiría en el arma definitiva de control social, en el vehículo perfecto para la estafa y el engaño, en una tecnología que difundiría a una velocidad aún mayor todos los errores, la crueldad y los prejuicios de la especie humana. No nos pusimos de acuerdo en casi nada, pero surgió en esas horas una tensión creativa, una oposición equilibrada, una rivalidad teñida de admiración, que nos fascinó a los dos. Y antes de llegar el alba, esa chispa encendió un fuego que acabó en besos y cuerpos entrelazados.
Durante algunos años, nuestra tensión creativa siguió viva. Yo aprendí a dudar más de mis certezas, a cuestionar las ideas recibidas, a ser más crítica y más práctica. Mejoré bastante en mi conocimiento de la astronomía, la física teórica, la antropología y casi todas las ramas de las ciencias naturales y sociales. Y aunque nunca pudo acabar del todo con mis creencias en algo mágico —llamémosle Dios, o destino, o Tao— que regía nuestras vidas en este universo, sí me convenció de que en las ideas New Age de mi madre se colaba tanta superstición como en el catolicismo que ya superé en la adolescencia.
Por su lado, Joaquín suavizó sus modales, empezó a tolerar mejor la diversidad de opiniones, y llegó a reconocer algún atisbo de esperanza para la humanidad. Le ayudé a mejorar las relaciones con su familia, bastante conservadora en sus creencias políticas y religiosas, con la que casi solo sabía discutir. Sobre todo se abrió al amor, después de una vida de cinismo hacia cualquier tipo de romanticismo más allá de la química cerebral. Y se abrió también a la posibilidad de tener hijos en un mundo que antes había considerado demasiado terrible para «semejante disparate». En fin, ese fuego que habíamos creado nos había ayudado a crecer, cambiar y ser mejores de lo que habíamos sido antes de conocernos.
Pero el fuego se había apagado en los últimos tiempos. ¿La rutina? ¿La falta de tiempo? ¿El conocerse ya demasiado bien? Sea cual fuere el motivo, parecía que ya no estábamos cómodos el uno con el otro. No nos reíamos como antes. Ni siquiera discutíamos como antes. Quizás habíamos crecido por separado en estos años, hasta tal punto que ya no sabíamos quiénes éramos, y por eso nos refugiábamos en ser, por un ratito, esa pareja que habíamos sido cuando llegamos hacía diez años a Londres, que caminaba por la calle cogida de la mano, que se ilusionaba decorando su nueva casa, que alquilaba un barquito en el lago de Regents Park un sábado por la tarde y debatía sobre el futuro de la humanidad, que descifraba entre risas el menú del restaurante tailandés más exótico de la ciudad, que hacía el amor con dos cuerpos que eran uno, para acabar discutiendo sobre si llamarían a sus hijos Melissa o Paloma, Stuart o Manuel. Queríamos ser esa pareja que soñaba con un Londres que nunca llegó a ser el que queríamos que fuera. Pero no lo éramos, y nos merecíamos como mucho un premio de consolación. Caminando por la calle, nuestras manos se nos llenaron de un sudor incómodo, a pesar del frío, y para cuando llegamos a Inglewood Road, fue un alivio soltarlas.
—Lo siento, baby. Me gustaría quedarme, pero ya llevo demasiado tiempo aquí. ¿Quieres que te pida un sushi takeaway en el japonés de West End Lane?
Antes el sushi me lo habrías preparado tú, pensé.
—No, déjalo, ya me haré algo yo.
—Venga, vas a estar bien. Solo necesitas descansar un poco, y tomarte tu medicina. Esta noche hablamos, ¿vale? Intentaré llegar para cenar, aunque bueno, ya sabes...
—Sí, no te preocupes, estaré bien. Gracias por venir, Joaquín. —Le di un beso que para mí creo fue de verdad, al menos de agradecimiento.
Y por un momento, quise decirle que no se fuera. Que retrasara su reunión. Que me diera la mano otra vez y camináramos otro poco. Que a lo mejor ahora ya no se me llenaba de sudor. Pero él ya me había dejado en la puerta y se marchaba por una acera llena de grietas.
Vivíamos en los dos pisos de arriba de una de esas casitas estrechas inglesas con sus angostas escaleras enmoquetadas para pasar de la zona salón-cocina a la zona dormitorios. Al entrar, encontré la casa fría y húmeda. Era mediodía, la calefacción aún no había arrancado, y estaba sola en casa. El silencio era impresionante. El barrio entero parecía abandonado. Me quité los zapatos y dejé el abrigo colgado sobre otro abrigo, en un montón que a lo largo de los años había crecido de la pared del pasillo como un musgo gigante de colores apagados, y que impedía subir o bajar las escaleras sin girar un poco el cuerpo. Realmente, ahora que lo notaba, era incómodo, antiestético, absurdo. Intenté aplastar los abrigos contra la pared, inútilmente. ¿Cómo es que nunca me había fijado?
Entonces un sonido rompió el silencio. Provenía de la cocina, y era como si alguien o algo golpeara levemente contra el cristal. Asomé la cabeza por la puerta y sí, efectivamente, ahí estaba de nuevo: el gato, o la gata, o lo que quiera que fuese, sentada en la repisa, como si se hubiera quedado ahí todo el tiempo, pacientemente esperando mi regreso.
—¿Me abres? —dijo la gata, con su voz decididamente femenina.
Cerré la puerta de la cocina con un escalofrío. Se me había olvidado el asunto surreal de la gata parlanchina. De hecho, lo había cancelado de mi mente. Como mucho hubiera reconocido haberlo soñado la noche anterior. Pero no, seguía ahí la maldita. Tan tozuda en su realidad como los abrigos del pasillo.
Me dio otro mareo, y eso me asustó más. No quería volver al hospital, a ver si me encerraban para siempre. Fui al salón y encendí la radio, la BBC. Era un programa científico, de los que escuchaba Joaquín. Entrevistaban a un profesor de la Universidad de Leeds sobre los volcanes submarinos que se estaban hundiendo en el fondo de una sima a seis kilómetros de profundidad, al ritmo de cinco centímetros por año. Era reconfortante escuchar voces humanas, normales, no felinas, hablar de fenómenos geológicos, y observar las motas de polvo que deambulaban por el aire del salón, iluminadas por un chorro de luz que se había colado entre unas nubes.
Realmente debía de estar mal de la cabeza. El espectáculo que había montado hoy no era normal. ¿Qué le iba a contar a mi padre? Nada, mejor no contarle nada. Y desde luego, no me tranquilizaba en absoluto saber que se trataba «solo» de depresión, de un desequilibrio neuroquímico. ¿Y si me daba otro desmayo mañana? Por no hablar de lo de las voces en mi cabeza... ¡Un gato que me habla, por Dios! Ni que fuera Mary Poppins.
Repasé el cuestionario de la doctora. ¿Jaquecas? Sí. ¿Insomnio? Sí. ¿Actividad sexual? Nula. ¿Apetito? Poco. ¿Estrés? Constante. ¿Agotamiento? Total. Pero yo no podía estar deprimida. Yo no era así. Yo era una persona feliz, ¿no? Siempre lo había sido. La alegre del grupo. La risueña, la soñadora, la eterna optimista. ¿O es que había cambiado? Es cierto que la muerte de mi madre había ensombrecido un poco mi corazón en los últimos años. Me faltaban su cariño, sus consejos, su visión poética y mágica de la vida. Y además me sentía culpable de vivir tan lejos de mi padre. El pobre no era el mismo desde entonces, y para ayudarle con la librería tenía solo al imbécil de mi hermano Álvaro, que era peor que no tener a nadie. Solo a mi hermano se le podía ocurrir la brillante idea de reformar y ampliar la librería en plena crisis, con los pocos ahorros que tenía mi padre. Ahora las cosas iban peor que nunca; también por eso seguíamos Joaquín y yo en Londres. Mi plan siempre había sido volver a Madrid después de algunos años en Inglaterra. Por eso me había comprado el piso en Argüelles, cerca de la librería. Ahora, mucho me temía que no volvería nunca.
Pero sinceramente, tampoco me podía quejar. Tenía un trabajo envidiable, vivía en una ciudad maravillosa, en uno de los mejores barrios de Londres, con un novio guapo, inteligente, de fiar, aunque ya no me preparara sushi, ni sacara la camilla de masajes, ni hiciera el amor conmigo últimamente. ¿Era tan importante lo de los masajes? ¿Lo del sexo? La verdad que estaba echando de menos ambas cosas. Mucho, ahora que lo pensaba. A ver si Joaquín vuelve pronto esta noche y zanjamos el asunto con un baño caliente y un poco de mimoterapia. Igual eso es todo lo que me hace falta, más que una píldora para reequilibrar la serotonina. ¿O había algo más?
A lo mejor estaba entrando en eso que llaman la crisis de los cuarenta. Me quedaba poco más de seis meses para cumplir la cuarentena. ¿Me importaba? No me lo había planteado mucho, hasta ahora. Vale, sí, en los últimos años me había empezado a teñir las canas, y me mosqueaban cada vez más esos anuncios de cremas con modelos de piel perfecta. Lo curioso es que mis amigas, esas que antes me regalaban pareos de playa, gorros originales y kits de incienso, ahora me acababan regalando esas mismas cremas. Y yo me las ponía religiosamente, claro. Otra cosa era lo de incorporar en mi rutina los ejercicios que me había enseñado mi amiga Vero para el trasero y los abdominales. ¿De dónde iba a sacar el tiempo?
Aún me sentía guapa, y tenía un cuerpo que no estaba nada mal para mi edad. Claro que había que añadir siempre esa coletilla: para mi edad. Pero en fin, casi no me preocuparía si no fuera por las ojeras que se me ponían después de una semana como esta. Y la amenaza de la celulitis. Y, claro, lo del reloj biológico. Por cierto, ¿hasta cuándo era posible tener hijos? No me acordaba bien, pero sí recordaba que mi meta habían sido los treinta y cinco. Luego se retrasó un poquito, luego Joaquín empezó con su trabajo... Tenía que hablar con él seriamente. Después de la mimoterapia.
A Joaquín sí le afectó el tema de los cuarenta. Los cumplió el año anterior y, aunque contaba muchos chistes sobre el tema, no quiso celebrarlo. Tuvo un cólico renal un par de meses antes de cumplirlos, y pensaba que se moría en el taxi, de camino al hospital. Al final no fue para tanto, pero se lo tomó como una dolorosa señal de que el cuerpo entraba en decadencia. Y eso le espantaba, porque se sabía todas las estadísticas médicas a dedillo, y porque no se permitía ilusiones sobre el envejecimiento, ni la muerte, ni por supuesto la vida después de la muerte. En realidad nunca le habían gustado mucho los cumpleaños. Parece mentira, pero me contó que al cumplir los veinte tuvo una crisis existencial en la que le dio por beber vodka a palo seco y escuchar a The Cure obsesivamente, porque se veía ya con un pie en la tumba.
A mí, por el contrario, siempre me habían gustado los cumpleaños, aunque es cierto que últimamente los había celebrado poco. ¿Era por la edad? ¿Por el susto de ver tantas velas sobre la tarta? No, no era eso. Es que no era tan fácil estando fuera de España y teniendo lejos a mi padre y a las amigas de toda la vida, que ahora con sus propias responsabilidades familiares casi no tenían tiempo ni para una llamada de teléfono tranquila, imaginémonos para un viaje a Londres. Yo misma, aun sin niños, no paraba con tanto trajín, tanto viaje, tantas prisas... «¿Celebra usted cumpleaños? No, doctora.»
Hacía frío. El sol había vuelto a esconderse. Aquí, a lo que más puede aspirarse es a lo que los meteorólogos británicos llaman sunny spells, «momentos de sol». Me daba pereza poner la calefacción. Decidí subir al dormitorio y refugiarme bajo el edredón. Al levantarme del sofá me salió de los pulmones un sonido como de oveja moribunda, o por lo menos cuarentona. Me pesaba todo el cuerpo al arrastrarme por las angostas escaleras, contra el papel de pared gastado. Al llegar arriba, me dio la impresión de que ya estaba anocheciendo. ¿Cómo era posible? ¿Qué hora era? Según el reloj digital, apoyado en mi mesilla de noche sobre una pila de novelas sin leer, eran las 15.53. Qué país.
Entonces, al acercarme a la cama, me invadió esa sensación alarmante de que alguien te está observando. Me giré hacia la ventana y casi me da algo. La gata estaba ahora aquí, tras el cristal de una de las amplias ventanas del dormitorio. ¿Cómo había llegado? ¿Era posible alcanzar la repisa sin volar por los aires? En la luz del gris atardecer londinense, parecía un gato negro. «De noche, todos los gatos son pardos», habría dicho mi madre, tirando de su refranero. ¿Se trataba de la misma gata de antes? ¡Pam, pam! Sus zarpazos ligeros volvieron a sonar. Esta vez no dijo nada, y casi me enfadé de que no hablara.
—Go to hell! —le dije en inglés—. Vete al infierno.
Ya está. Ya había comenzado a hablar con la gata. Había entrado en su juego. O en mi propia locura.
Me sumergí bajo el duvet con toda mi ropa puesta, refugiándome en su cálida oscuridad, imaginándome en las profundidades de alguna sima submarina volcánica. Durante un rato me pareció escuchar, de cuando en cuando, algún sonido sordo y lejano, proveniente de la superficie. Y luego nada. Durante mucho rato, nada. Oscuridad, silencio, nada. En esta nada, empecé a darle vueltas a todo.
¿Qué he hecho en estos casi cuarenta años de vida? ¿Tengo algo que celebrar? ¿O me estoy equivocando en todo? ¿Por qué me despierto por las mañanas nauseada? ¿Es que me da asco mi propia vida? ¿Qué diría de mí esa joven y utópica periodista que fui una vez? ¿Dónde quedó esa pareja de enamorados que llegó a Inglaterra con el cambio del milenio? ¿Qué quiero hacer con el tiempo que me queda? ¿Sigo por este camino? ¿O debería haberme desviado hace ya mucho tiempo? ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Estoy bien? ¿O estoy perdida?
Sí, estaba perdida. Ahora me daba cuenta. Llevaba años diseñando mapas para encontrar tesoros, pero nunca el mío, y mi mapa se había llenado de signos de interrogación. Estaba perdida en este océano insondable de preguntas, y necesitaba perderme en ellas. Hacía demasiado tiempo que no me exponía a sus embistes, acorazada con prisas, citas y fechas tope. Ahora arremetían contra mí todas juntas, y no podía caber duda de que aquí se originaba el oleaje que provocaba mis mareos.
Me arranqué la cubierta de encima. Estaba sudada, con el pelo pegado a la cara, y me apretaba el sujetador. Girándome de medio lado me lo desenganché, y luego volví a caer boca arriba. Me encontré con el techo de mi dormitorio, con su mancha de humedad y esa lámpara de papel china que pusimos «provisionalmente» ocho años atrás mientras buscábamos una que nos gustara. Me di cuenta de que no soportaba esa lámpara. Mañana mismo la cambiaba.
Entonces me acordé de la gata. ¿Que quiere entrar? Que entre. Vamos a hablar, de tú a tú. ¿De qué tengo miedo? Me levanté para acercarme a la ventana. Pero la gata ya no estaba ahí, y tampoco en la otra ventana del dormitorio. Bajé al salón, pero por las ventanas solo se veían las farolas y las casas de enfrente. Abrí la puerta de la cocina. Nada. Quizá me lo había imaginado, después de todo. Me dirigí hacia la ventana sobre el fregadero y giré el pestillo semicircular que servía para fijar la parte inferior. Tiré con fuerza de los asideros para levantar la ventana de madera hacia arriba. Entró enseguida un aire fresco teñido de los aromas exóticos que se cocinaban en el vecindario: cúrcuma, comino, clavo, jengibre. En la zona de los jardines estaban iluminadas solo algunas ventanas en la fila de casas de enfrente, las nubes que reflejaban el brillo anaranjado de la ciudad, y algún televisor parpadeante. Por lo demás, oscuridad total.
Se me ocurrió silbar. Me salió un silbido ululante que solía hacer de niña, una llamada secreta de pandilla, del Club del Lince, esas cosas que nunca se le olvidan a una. Luego pensé en poner un bol de leche en la repisa, como hacen en las películas. Abrí el frigo y cogí el envase de leche de Sainsburys. Pero cuando me di la vuelta, me encontré a la gata sobre la mesa de la cocina, junto a los guantes de Joaquín.
—Me has leído el pensamiento —dijo, lamiéndose los labios—. Estaba hambrienta.