18

Libre

Esa noche tuve un sueño. Al principio estaba atrapada entre paredes tan estrechas que me apretaban por todos los lados, como un cascarón en el que apenas cabía. Angustiada, sofocada, empujaba contra las paredes en la oscuridad, pero con cada esfuerzo, las paredes se estrechaban más. Hasta que de pronto, se escuchó una voz, una voz confiada y serena, que venía desde fuera:

—¡No te olvides que estás soñando! ¡No te olvides que puedes volar!

Era cierto. Estaba soñando. Y con solo pensarlo, mi conciencia atravesó el muro y pude ver la escena desde fuera: yo seguía dentro de la cáscara, que era una crisálida blanca, pegada al tallo de la orquídea de mi salón. Sibila estaba ahí también, observando. ¿O era yo Sibila? Excepto que entonces volví a ser la criatura dentro de la crisálida, que me llenaba de fuerza y de golpe abría las alas, reventando un muro que resultaba ser fino y frágil. Me bañó la luz del sol, y me vi por primera vez, como realmente soy, iluminada como un ángel, una mariposa batiendo a cámara lenta mis dos enormes alas doradas, que parecían contener toda mi sabiduría cifrada en signos rojizos extraños, espirales, fractales. Sibila se puso a jugar conmigo, alzándose sobre sus patas traseras, tratando de cogerme con sus enormes zarpas, y yo revoloteaba alrededor suyo, engañándola, haciéndola girar sobre sí misma.

—Tenías razón, Sibila, ¡puedo volar! —le gritaba con mi pequeña voz de mariposa.

—Claro que sí, querida —me llegaba la suya, atronadora—. ¡Vuela, vuela!

Y volé. Sobre tejados, calles y jardines, dejándome llevar por una corriente, luego saltando a otra, haciendo mil acrobacias, regodeándome en la pura libertad de movimiento y el poder de mis alas. Sobrevolé toda la ciudad, por encima de mi antigua casa en West Hampstead, junto al edificio de Netscience, a través de Tower Bridge y sobre las aguas del río, hasta introducirme por el canal que atraviesa Camden Town hacia Regents Park, entre dos calles arboladas. Planeé sobre la superficie ondulada del agua, entre cisnes y libélulas, junto a las hierbas y flores que sobresalían de cada orilla, hasta encontrarme con un barco que me llamó la atención.

Era un barco largo y estrecho, azul y blanco, una curiosa casa flotante para humanos en este oasis acuático de la ciudad. Sobre su cubierta, saltaba un niño pequeño. Era un niño rubio de pelo rizado, con una expresión familiar, que al verme se llenó de emoción. Me acerqué a su mano, revoloteé alrededor de ella, y estuve a punto de posarme en su dedo. Pero me ilusioné tanto, me sobrevino una tal felicidad, que abrí los ojos, y desperté.

Ese lunes de junio comencé mi nueva vida vegetariana. El desayuno, nunca mejor dicho, fue memorable: fruta fresca, tostada con mantequilla y mermelada de fresa. Y, cosa extraña en mí, probé a desayunar sin café. A la hora de comer cumplí mi promesa de volver a Tonino’s, donde probé unos espaguetis con aguacate, aceite de oliva, zumo de limón y nueces, y luego me metí en una librería y me compré varios libros de cocina y nutrición vegetariana. Para cenar me preparé una primera receta sencilla que encontré en uno de los libros: un hummus a partir de garbanzos de bote, acompañado de una ensalada fresca. Y todo ello lo disfruté como Sibila me había enseñado, practicando el arte de comer comiendo, sabiendo que nunca echaría de menos la carne, porque en este momento me estaba nutriendo, y disfrutando, con cereales, verdura y frutos. Mi cuerpo no necesitaba más.

Aprendí que era posible cocinar lentejas con hierbas y especias, en vez de chorizo y jamón. Empecé a introducir más frutos secos y cereales integrales en mi dieta. Descubrí el tofu, el seitán, la tahina y la crema de cacahuetes. Seguí tomando huevos y lácteos, pero procurando siempre que fueran ecológicos, de granjas que cuidasen el bienestar de los animales. Enseguida comencé a sentirme más sana, con más energía y sobre todo con la conciencia tranquila. Y empecé a mirar a los animales de otra manera. No sé cómo explicarlo. Quizá la palabra que lo describa mejor sea «complicidad».

Sin embargo, el cambio en mi dieta fue lo de menos. Algo había cambiado en Sara León. Era algo pequeño y sutil, imperceptible desde fuera, pero que para mí lo transformó todo. Empecé a cuestionar la realidad de esa mujer del espejo que me advertía que no podía hacer esto o aquello. Empecé a jugar más, y a trabajar menos. Empecé a creer que podía salir de la habitación cerrada. Más aún. Empecé a sentir que ya estaba afuera, que tenía alas, y que podía volar.

Esa primera mañana de mi nueva vida, apenas terminé el desayuno, decidí que me pondría a escribir. De hecho, no es que lo decidiera. Es que sentí un impulso irresistible de abrir mi ordenador portátil y comenzar ya. Al romper este segundo, larguísimo, ayuno, escribí en pocos minutos, de un tirón, la primera página de mi historia:

La primera vez que la vi apareció de forma instantánea, como aparecen los genios de las lámparas mágicas, aunque sin humo, ni sonido de arpa, ni necesidad de frotar nada más que mis propias preocupaciones.

Escribí durante media hora. No tenía más tiempo, antes de tener que salir de casa. Pero fueron minutos vividos intensamente. Bien saboreados. Fue escribir, escribiendo. Cuando llegué al final de la página, me levanté de la mesa, electrizada. ¿Qué había hecho? Ahí estaban las palabras, vibrando en la pantalla en negro sobre blanco. Respiré profundamente para celebrar el momento. Cerré la tapa del ordenador. Clac.

Esa tarde, en las oficinas de Netscience, sucedió algo insólito. Yo estaba trabajando sobre un esquema en el ordenador, cuando de pronto llegó Wendy, la chica de recepción, con una caja de galletas.

—¿Y eso? —le pregunté.

—No sé, son galletas artesanas, de Tonino’s. Están que te mueres. Alguien las ha dejado en la mesita sin más, junto a la máquina de café.

—¿Quién? —dije yo, haciéndome la inocente.

—Eso es lo bueno. ¡Es un misterio! —dijo ella, arqueando una ceja—. Solo han dejado esta nota, en plan ladrón de guante blanco.

Me mostró un papelito en el que yo, una hora antes, había escrito las siguientes palabras, con cuidado de disfrazar mi letra habitual:

1. Eat.

2. Enjoy.

3. Share.

O sea, «come, disfruta y comparte». Junto a ellas, como firma, el dibujo de una huella de animal que me había quedado muy simpático.

—Parece la huella de un gato, ¿no crees? —dijo Wendy.

—O de una gata —maticé yo, cogiendo una galleta, pegándole un bocado, y saboreándola intensamente—. No sé quién habrá sido, pero espero que no sea la última vez que asome la cola por aquí.

Creo que no había tramado algo parecido desde mi época de monitora de campamentos. Y el efecto de este delicioso misterio sobre los consultores británicos fue el mismo que surtía en chavales de diez años españoles: sorpresa, intriga y muchas risas cómplices. Había nacido el mito de The Cat.

De las tres millones de personas que pululan por los túneles subterráneos del metro de Londres, ninguna se percató de la ausencia, a partir de esa tarde, de una de sus usuarias más asiduas. Y sobre la superficie, nadie reparó tampoco en la novedad de una bicicleta recién comprada, de un color dorado-rojizo, que voló como una mariposa, por primera vez y a toda velocidad, desde la City, a lo largo del río entre el puente de Blackfriars hasta el de Wandsworth, y luego hasta Broomhill Road. Pero para la nueva ciclista, una niña de casi cuarenta años que disfrutó con cada pedalada, fue un evento que superó en esplendor y relevancia al matrimonio del príncipe William, una hazaña deportiva mayor que cualquier prueba de las olimpiadas de 2012, una victoria más trascendente que la de Lord Nelson en Trafalgar.

La que sí se llevó una sorpresa ese día fue Ivana Uzelac. Esa tarde escuchó que alguien introducía un sobre por debajo de su puerta. Al abrirlo, se encontró con una carta escrita a mano, que decía así:

Dear Mrs. Uzelac:

Soy su vecina de al lado, Sara. Soy española, pero nací en Londres. Tengo treinta y nueve años y soy escritora, aunque el mundo aún no lo sepa. Vivo con mi gata Sibila. Creo que ya la ha conocido. Es una gata de pelo corto, dorado.

Solo quería disculparme por las molestias que puedo haberle causado por el ruido. Dígame si hay algo más que pueda hacer por usted.

Si necesita cualquier otra cosa, no tiene más que pedírmelo.

Best regards.

SARA

Un rato más tarde, mientras hacía unos estiramientos sobre mi esterilla, escuché que la puerta de la vecina se abría y enseguida asomó la esquina de un sobre bajo mi puerta. Me acerqué y lo recogí. Era pequeño, de color crema. Dentro había un papel doblado en cuatro, sobre el cual estaban escritas unas palabras. Era un inglés poco ortodoxo, pero la letra era la más bella que había visto jamás. Decía así:

Dear Sara:

Gracias por carta. Perdona si soy brusca a veces. Pido perdón a Dios y a Virgen. Tuve accidente. Sufro hiperacusis. No soporto ruido. Todos sonidos para mí son demasiado fuerte. Soy furiosa y no puedo controlar.

El accidente quemó mi cara. Soy desfigurada y no salgo mucho de casa.

También soy escritora, pero de caligrafía.

Tu gata es muy sabia.

Bendita seas.

IVANA

Al leer la carta, me avergoncé de lo mucho que me había equivocado con esta mujer, del miedo que le había cogido, y de la imagen absurda que me había hecho de ella. Sibila tenía razón. La realidad aquí tenía poco que ver con mi forma de verla.

Sentí entonces que mi corazón se expandía, porque acababa de acoger no solo a Ivana, sino a muchas más personas, desconocidas, a las que nunca más juzgaría a primera vista. Incluso comenzaba a abrirse a algunas más cercanas, hacia las cuales llevaba mucho tiempo cerrado.

—¿Sí?

—Hola, Álvaro.

—Ah. Hola, hermanita. Te paso a papá.

—No, no... espera. Quería hablar contigo.

—¿Y eso?

—Escucha, Álvaro, quería pedirte disculpas. Creo que últimamente me he portado mal contigo. O sea, cuando digo últimamente... en fin, desde hace bastante tiempo.

Hubo un silencio en la línea.

—¿Estás ahí?

—Sí, sí, Sara. Te escucho.

—Tienes razón en algunas de las cosas que dices. Tú... te has encargado de apoyar a papá en estos años y yo he estado muy lejos de casa, distante de todo, metida en mi mundo, siempre ocupada... No estaremos de acuerdo en muchas cosas, pero eres tú el que estabas ahí para tomar las decisiones. No tengo derecho a criticarte.

—Fffff. Bueno, tampoco te pases, Sara. Yo... sé que he sido un desastre. Te tenía que haber dicho lo que estábamos haciendo con la hipoteca de la casa. No ha sido uno de mis mejores momentos.

—Bien, en eso estamos de acuerdo. —Me alegraba que al menos lo reconociera—. No ha sido uno de tus momentos estelares.

—Más o menos —dijo Álvaro, comenzando a reír— como cuando solté el freno de mano de Rocinante II, en la cuesta esa en Portugal.

Me vino a la cabeza la imagen de ese momento de terror, con la autocaravana ganando velocidad en marcha atrás hacia un acantilado impresionante. Todo en el interior del vehículo temblaba y saltaba, mapas y vasos de plástico y fichas de dominó cayendo al suelo por el movimiento y la inclinación, mis padres sobresaltados en su siesta, precipitándose desde la cama de arriba medio desnudos, gritando. Y ahí tuve mi gran momento de heroína a los doce años, tirando de la palanca con todas mis fuerzas hasta conseguir detener la inercia terrible del vehículo. Quedamos a un metro de perder la vida los cuatro. Creo que fue el origen de mi fobia a las alturas.

—Sí, más o menos. —Reí.

—Gracias por volver a salvarnos, hermanita...

—De nada —dije yo—, qué remedio.

Entonces Álvaro comenzó a hablarme sobre la planificación de la mudanza. Pero mi cabeza ya estaba en otro lado, porque me acababa de poseer una idea absurda, grandiosa, quijotesca.

—Oye, Álvaro, ¿lo habéis vendido ya? —le interrumpí con urgencia.

—¿El qué?

Rocinante II.

—Pues no. Han venido un par de personas a verlo, pero es que la carrocería da muy mala pinta, y tampoco he tenido tiempo de limpiarlo bien por dentro. Yo creo que no nos van a dar más de tres mil euros por él. Y si no se interesa alguien pronto acabaremos teniendo que llevarlo al desguace, porque en el nuevo barrio no tendremos donde aparcarlo.

—Pero ¿el motor de verdad es fiable?

—Yo que sé. Si se lo preguntas a papá, te dice que está como nuevo. Yo de mecánica no entiendo. Habría que probarlo.

—¿Lo hacemos?

—¿El qué? ¿Probarlo?

—¿Nos vamos de viaje?

—¿Eh?

—A los Picos. ¡A Fuente Dé! —Se me pusieron los pelos de punta al decirlo.

—¿Lo dices de verdad?

—Pues claro. Después de la mudanza. Me había reservado una semana para hacer el Camino de Santiago, pero se me ocurre que este plan es mucho mejor. ¡El último viaje de Rocinante II!

—Pero ¿tú crees que papá aún...?

—Es su sueño. Lleva años diciéndolo. Y nos podemos turnar entre los tres para conducirlo. ¡Basta que tengas cuidado con el freno de mano!

—Ja, ja, muy graciosa.