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El disfrute

La mañana del sábado me desperté con la curiosidad de ver adónde me iba a llevar esta peculiar propuesta de Sibila. Decidí ir al Borough Market, el mercado más antiguo de la ciudad, para hacer la compra. Recordaba haber visto ahí una frutería espectacular, y este era el momento para visitarla. Además, el Borough abría pronto, lo suficiente como para poder desayunar a una hora razonable. Poco después de las ocho de la mañana, mientras la ciudad aún dormía, yo ya estaba entrando en su antigua estructura de hierro repleta de puestos de carne, pescado, fruta, verdura, pan artesano y manjares de todo el mundo; quesos franceses, especias asiáticas, salchichas alemanas, chocolates belgas, salsas italianas y hasta un puesto español en el que estaban preparando una enorme paella.

Tuve que resistir unas cuantas tentaciones de camino a la frutería, en especial el aroma mantequilloso de unos croissants dorados y crujientes. Pero mi misión estaba clara, y me dirigí con paso firme a mi objetivo.

Can I help you, madam? —me preguntó con exquisitas maneras un fornido joven de mejillas rosadas, ataviado con una bata blanca y un delantal verde a rayas.

La verdad que no era fácil decidirse. Aquello era una cornucopia digna de un festín para emperadores romanos. Empecé por las fabulosas fresas rojas que brillaban en el sol como rubíes carnosos, y por una selección variada de joyas del bosque inglés: moras, frambuesas, arándanos, cerezas. Luego pedí unos albaricoques grandes, cuyo color anaranjado rojizo revelaba un punto de maduración perfecta. Por supuesto, había que hacerse con dos o tres variedades de manzanas inglesas, entre las más ácidas y las más dulces. Y de los trópicos, una piña, un mango bien rojo y media papaya, además de unos plátanos grandes y amarillos.

El joven frutero, con unas voluminosas manos que parecían capaces de hacer malabarismos con melones, fue metiéndolo todo con arte y delicadeza en cucuruchos de papel reciclado, y finalmente en un par de grandes bolsas de tela que me había traído desde casa.

Volví en autobús con el botín, ya bastante hambrienta, y al llegar a casa Sibila inspeccionó las bolsas, de las que emanaba una mezcla gloriosa de fragrancias frutales.

—Excelente —aprobó Sibila, mientras yo iba sacando los paquetes y colocándolos sobre la encimera—. Veo que te has tomado el juego en serio. Ahora las reglas...

—¿Qué reglas? —le pregunté, con la tripa ya gruñendo de impaciencia.

—Claro, Sara, esto no se puede hacer de cualquier manera. Quiero que te prepares un desayuno inolvidable.

—Yo lo que quiero es hincarle el diente a un plátano, ¡que estoy que me desmayo!

—Tranquila —maulló la gata—, que si te desmayas ya me encargaré yo de reavivarte, je, je...

Sibila me fue guiando con instrucciones precisas, que comenzaron por el asunto de la selección de las piezas de fruta para el desayuno.

—Presta atención a lo que haces —me ordenaba la gata desde la mesa como una maestra chef—. Siente el tacto de la piel, el peso de cada fruta, inspira su aroma, eso es, inspira de verdad, llénate los pulmones. Fíjate en las sutiles gradaciones de color. ¿Te estás fijando en lo que ves?

En segundo lugar estaba el proceso de lavar, pelar y trocear la fruta.

—Así, cuidadosamente, sin prisas. Nota el agua fresca deslizarse por tus manos. Ahora coge el cuchillo. No cortes con fuerza, a lo bruto. Busca el punto en el que colocar la hoja y deja que tu mano te guíe, que el propio cuchillo se deslice en la fruta sin esfuerzo.

Finalmente llegó el momento de disponer la fruta en el plato, pero incluso en esto tenía que seguir las pautas de Sibila.

—Escoge un plato que te guste. Vas a distribuir los pedazos de fruta para que sea lo más atractivo posible para ti. No lo pienses. Déjate guiar por la intuición. Quiero que crees una auténtica obra de arte.

Me estaba cansando un poco de tanta orden, y esto intenté discutirlo.

—No es que sea impaciente, Sibila, pero esto... ¿para qué? Quiero decir, va a saber igual. Los gatos esto no lo hacéis...

—Los gatos no necesitamos hacerlo. Pero los humanos tenéis otras necesidades, ¡sois así de raros! Hazme caso.

No se podía con ella. Había que llegar hasta el final. Me puse manos a la obra, escogiendo un delicado plato de cristal azul que compramos Joaquín y yo en Praga, y del que decidí apropiarme durante la mudanza. Empecé con las rodajas de plátano y unos bloquecitos de mango, que fui alternando alrededor del borde del plato. Luego fui creando una estrella con los triángulos de piña que había cortado, uniendo las puntas con trozos semicirculares de manzana. Y finalmente fui decorando los resquicios, y especialmente el centro, con frutitas rojas y azules, y pedazos pequeños de papaya.

El resultado era algo que no había visto en toda mi vida: una torta de frutas, un mandala jugoso, un juego geométrico que parecía multiplicar al infinito las posibilidades del placer que por fin se avecinaba. Se me deshacía la boca del deseo de devorarme este espectáculo.

—Bueno, ¿ya puedo comérmelo? —pregunté, orgullosa de mi obra—. Estoy que no puedo más...

—Un buen trabajo, sí —sentenció Sibila, inspeccionando mi plato con su naricita casi tocando la fruta. Por un momento pensé que se la iba a comer ella, o que lo iba a tirar todo al suelo en alguna nueva provocación de esta imprevisible felina. Pero al cabo de unos momentos se dio la vuelta, caminó hasta el otro extremo de la mesa, y se tumbó tranquilamente.

—Ahora, y de nuevo sin prisas, te vas a sentar delante del plato. No te hace falta tenedor. Coloca la espalda recta y siente todo tu cuerpo, respira el aroma, y prepárate para el festín.

No me hacía falta mucha preparación. Con tanto suspense, solo existía ya para mí en todo el universo este plato de fruta. Me daba la impresión de que cada fibra de mi ser vibraba con los colores anaranjados, amarillos, rojos y morados, que cada célula se sentía atraída por una fuerza más poderosa que la gravedad, que emanaba del centro de esta figura geométrica. Sibila sin duda sabía lo que se hacía.

—Cierra los ojos —dijo, y así lo hice—. A partir de ahora quiero que extremes la atención, la lentitud, la sensibilidad y la delicadeza. Vas a entrar en contacto con la paciencia de un árbol que desde una semilla creció, milímetro a milímetro, buscando el lejano cielo, hasta llegar a ofrecer una fruta, cuyas semillas fueron recogidas por aves que finalmente las pasearon por encima de las nubes, y que luego volvieron a la tierra para convertirse en otros árboles y otras frutas, durante años y siglos y milenios, sin prisa, sin pausa, hasta cubrir todo el planeta con árboles y frutas y semillas. Vas a entrar en contacto con el calor del sol, la bondad de la tierra y la vitalidad del agua que los nutrió. Vas a entrar en contacto con la sabiduría y el esfuerzo de las personas que cuidaron de estos árboles y recogieron estas frutas para que llegaran hasta aquí.

Las palabras de Sibila me transportaron por el tiempo y el espacio a bosques frutales de todo el mundo, a noches frescas y tardes calurosas en las que el único movimiento era el crecimiento sutil e imperceptible de las ramas, las hojas, y las flores; a las jornadas de trabajo de hombres y mujeres desconocidos que habían sembrado, regado, podado, recogido y empaquetado estos alimentos naturales; a los viajes en camión y barco hasta el mercado donde yo los había encontrado esa misma mañana, sin apenas esfuerzo, de la mano del educado y fornido frutero. Todo ello me pareció milagroso.

—Tómate un momento —siguió Sibila— para agradecer a esa semilla, ese árbol, ese sol, esa lluvia, esa tierra, esas aves, esas personas, por el regalo que ahora te hacen.

No hacía falta que me lo pidiera. Me sentía ya profundamente agradecida por este privilegio.

—Ahora abre los ojos.

El mandala brotó de nuevo ante mis ojos, pero los colores ahora parecían más brillantes, las formas aún más armoniosas, los manjares dispuestos de la forma más apetitosa posible sobre el delicado cristal de Bohemia: una auténtica visión del paraíso.

—Con esa actitud de agradecimiento y respeto, y sobre todo sin ninguna prisa, vas a tomar tu mano derecha, y con ella escogerás el primer trozo de fruta con el que romperás el ayuno.

Mi mano se movió, como en cámara lenta, sobre el plato, y se dirigió hacia una enorme fresa de piel tersa y roja en el centro. Mi dedo índice y pulgar se cerraron sobre ella y la tomaron, sintiendo su consistencia entre firme y esponjosa, y su leve peso al levantarla, con suma delicadeza, hacia mi boca.

—Vas a llevar la fresa justo debajo de tu nariz durante unos momentos. Inspira su olor con plena conciencia.

No hay perfume más embriagador que el aroma que llenó mis cavidades nasales al seguir estas instrucciones. La esencia de la fresa parecía revelarse a mis sentidos por primera vez, y me sentí como una niña ante este nuevo prodigio. Mi boca se deshacía con la saliva que brotaba en ella.

—Ahora vas a abrir los labios y colocarás la fresa sobre tu lengua, cerrando la boca sobre ella, pero sin masticarla aún.

La emoción llegó a su máxima intensidad. Mi boca parecía haberse vuelto del tamaño de una caverna, y me sentía enloquecer al introducirse esta delicia en ella, entrando en contacto con el interior de mi boca, que se cerró sobre ella como el cuerpo de un amante. Mi lengua acariciaba la superficie porosa, y se estremecía al recibir las gotas del jugo que comenzaban a derramarse desde el interior. Con cada inhalación, el aroma intenso de mil bosques de fresa invadía cada pliegue de mi cerebro y lo volvía todo del color de rosa.

Entonces Sibila pronunció las palabras mágicas:

—Ahora ya puedes, con toda lentitud, y sobre todo con plena conciencia, masticar a fondo y, cuando estés segura de que ha llegado el momento, ir tragando poco a poco.

Con mi lengua empujé delicadamente la fresa hacia el lado derecho de mi boca, abriendo la mandíbula lo justo para colocarla entre mis muelas. Dejé que la propia gravedad ejerciera esa mínima presión necesaria para ir reventando, en una creciente y delirante cascada de zumo, la fresa, esa fresa, la más deliciosa fresa jamás probada por una mujer o por un hombre, la quintaesencia de la fruta silvestre más deseada.

No sé lo que duró ese encuentro con la dulzura y el goce primordial. Me perdí entre matices insospechados de sabor. Alargué el placer hasta el infinito, saboreando, masticando, chupando, tragando cantidades infinitesimales de pulpa. Y cuando acabé con el último resto del glorioso néctar, me sentía ya otra persona.

—Uau —dije, con lágrimas en los ojos.

—Ahora sabes lo que es disfrutar —dijo Sibila, satisfecha, desde el otro lado de la mesa— como una niña, como un perro, como una gata.

—Es increíble. —Me costaba hablar, porque mi mandíbula temblaba y mi lengua parecía electrificada—. Nunca había probado una fresa tan rica. No sé si había probado nunca NADA más...

—¡Chisst! —me silenció de nuevo Sibila, poniéndose súbitamente a cuatro patas. Me callé, y ella se volvió a tumbar—. No es la fresa. No solo. Es tu concentración, tu atención plena. Esa es la clave. No la pierdas. Venga, ahora escogerás otro pedazo de fruta. Un sabor distinto quizás. El que tú quieras. Y vas a seguir los mismos pasos, con la misma lentitud y la misma presencia total en lo que haces.

Así fue. Debí tardar una hora en comerme un plato de fruta que, si fuera por mí, me habría devorado en cinco minutos. Y fue como entrar, de sopetón y sin previo aviso, por las puertas doradas del paraíso. Mi sorpresa no podía ser mayor. No me imaginaba que algo así fuera posible. Entendí, por primera vez, lo que significaba comer, en su sentido más profundo. El verdadero significado de nutrirse, de introducir en el cuerpo un alimento que llegará, literalmente, a formar parte de mí, a ser yo. Joaquín me lo había contado como un dato científico, como una estadística. Pero otra cosa era tomar conciencia de ello. Sentí esa conexión esencial con el alimento, con las energías de la naturaleza que lleva dentro, con el universo que la creó. Entendí que comer no era solo un deber biológico, un proceso mecánico y químico, una rutina cotidiana y necesaria, o una excusa para socializar. Era un momento mágico y sagrado, como una puesta de sol, que uno podía sentarse y contemplar, para experimentarlo en toda su infinita gloria, y así no perdérselo una vez más, por despiste, por las prisas, por estupidez. Cuando comes, come.

Al final, tras lavar los platos, de nuevo siguiendo precisas instrucciones de Sibila («No friegues los platos pensando en lo que has comido. Friega los platos ¡fregando los platos!»), me tumbé en el suelo, bajo el sol que entraba por las ventanas, como borracha de vida. De cuando en cuando me entraba una risa fresca, primitiva, sin motivo. Me di cuenta de que comer «solo» fruta durante todo un día no iba a ser nada difícil.