8
La manada
Desperté sobre la cama de invitados, helada de frío por una corriente de aire que llegaba de la ventana abierta, acurrucada alrededor de una bola de pelo caliente. La gata ronroneaba suavemente, sin cesar:
—No te preocupes, querida. Todo esto pasará. Pasará. Pasará. No te preocupes...
La abracé más fuerte, y ella hundió su cabeza entre mis pechos.
—Sibila —le dije.
—Dime, preciosa.
—¿Qué voy a hacer ahora?
—Yo que tú cerraría la ventana, porque estás tiritando.
Me levanté con un gran esfuerzo y la cerré. Había caído la noche, pero los números iluminados de un despertador digital me informaron de que aún no eran las siete. Volví a sentarme sobre la cama y me rodeé con el duvet de plumas. Sibila se sentó sobre mi regazo.
—Quiero matarle —le dije a Sibila.
—No lo creo —dijo la gata, ladeando la cabeza.
—Te lo juro. Si se me pone delante ahora mismo le mato.
—Hace un rato creí que me ibas a matar a mí.
Recordé el grito que le había pegado en la ventana.
—Perdona. No iba contigo.
—No, claro, a mí no me querías matar, ya lo sé. Pero a Joaquín tampoco. Lo que quieres es asesinar el pasado: lo que ha hecho Joaquín, lo que tú misma has hecho o dejado de hacer. Pero eso ya no tiene remedio. Era lo que quería decirte antes, cuando te ibas alterando más y más.
Volví la vista sobre el ordenador, ahora un trasto muerto y silencioso, y me llegaban imágenes de Étretat, de Verona, de Joaquín buscando hotel para mi padre y para mí en Navidades. Me dejé caer atrás sobre la pared, usando de cojín el edredón de plumas.
—Lleva mintiéndome dos años, Sibila. Dos años. Traicionándome con una chica más joven. ¿Por qué no me lo ha contado? ¿Por qué?
—No lo sé cariño. Los humanos tenéis una capacidad asombrosa para la mentira. Pero mira, por lo menos ahora ya lo sabes.
—Sí —dije, funesta—. La curiosidad mató al gato.
—¿Eh? —maulló Sibila, abriendo los ojos y achatando las orejas—. Escucha, Sara. No te veo lista para encontrarte con Joaquín. Tampoco creo que vayas a... matarle, pero a lo mejor te comportas de un modo que luego vas a lamentar. Necesitas cuidarte un poco, o mejor aún, que te cuiden. Vámonos de aquí. Búscate otro refugio. Rodéate de gente que te quiera y te apoye. Los gatos somos más independientes cuando tenemos problemas, pero los humanos sois más como los perros. Necesitáis la manada.
Era cierto. Sentí de golpe la ausencia de mi padre, de mis amigas, de mi casa y mi país. Separada tan de repente de Joaquín, por ese hachazo de la verdad que acababa de caer entre nosotros, necesitaba abrazos, seguridad, amor. Los necesitaba ya. Y en el mismo momento, me di cuenta de que estas paredes, esta cama, esta casa que había sido la mía, empezaban a parecerme extrañas. Como si me hubieran colocado en una réplica perfecta de mi habitación de huéspedes, con todos los muebles en su sitio, tan convincente como el museo de Sherlock Holmes en el 221b de Baker Street, pero también tan falsa. Con un escalofrío, me di cuenta de que no podía pasar ni un minuto más aquí.
Pero ¿adónde podía ir? Ya era tarde para cogerme esta misma noche un vuelo a Madrid. ¿Con quién tenía la suficiente confianza como para presentarme en su casa esta noche con la maleta y mi crisis a cuestas? Desde luego, con nadie del trabajo. La mayoría de nuestros amigos en Londres eran amigos comunes, y casi todos de Joaquín, que había conocido a un montón de gente en los primeros años a través de sus cursos y actividades. Quizá Pip y Brian. Pip era modista y tenía una tienda de ropa para mujeres de talla grande —como ella— en Notting Hill, no muy lejos de aquí. Joaquín había conocido a Brian en su clase de cocina japonesa, pero al final fui yo la que me hice más amiga de esa mujer desbordante en todos los sentidos. Compartíamos un mismo gusto por la literatura, la ecología, y las charlas largas sobre la vida junto a una tetera y un pastel de zanahoria. Y entre Pip y Joaquín siempre habían saltado chispas, porque ella en cualquier momento se te ponía a hablar de chakras y homeopatía, y Joaquín, con su alergia a todo místico, no la aguantaba. Sí, sabía que Pip estaría de mi parte.
Cogí el móvil y la llamé de inmediato.
—Hey Sarah. Good to hear from you. How have you been, darling?
—Escucha, Pip —le dije en inglés—, ¿puedes hablar?
—Estoy aquí con Bernie, que juega tranquilo con sus muñecos. Dime.
—No... no sé cómo decirte esto.
—¿Qué te ha pasado, dear?
—Es Joaquín. Acabo de descubrir que —mi voz se resquebrajaba, se me llenaban los ojos de lágrimas otra vez— está con otra... mujer.
—Oh my God. Oh my God. Pobrecita. ¿Cuándo te has enterado? ¿Cómo te has...?
—Ahora mismo. Eres la primera persona que lo sabe. No sé qué hacer, Pip. No quiero quedarme en casa. En un rato vuelve Joaquín y no quiero estar aquí. No puedo. Perdóname que te...
—No, no, no, no, dear. Tú tranquila, te quedas con nosotros, faltaría más. Bastard! Cojo el coche y voy para allá. No te preocupes de nada. Hazte una maleta para una semana. Estoy ahí en veinte... en diez minutos. ¿Vale?
Me eché a llorar.
—Thank you. Thank you Pip. No sabes lo que esto significa para mí.
—Olvídalo. Venga, haz la maleta que voy.
Colgué el teléfono, me sequé las lágrimas con la manga de la blusa, y me puse en marcha. Saqué la maleta de viaje de la estantería del pasillo, la abrí en medio del dormitorio y empecé a meter lo primero que iba encontrando, sin orden ni criterio: dos pares de pantalones, una pila de camisetas, un par de blusas, un puñado de ropa interior y otro de calcetines, un jersey azul marino de cuello vuelto, mi neceser de viaje, el cargador del móvil. Cerré la maleta y me disponía a bajar con todo por las escaleras cuando vi de reojo el desorden de papeles en la habitación de invitados. No lo puedo dejar así, pensé. No sé si quiero o no que Joaquín sepa lo que sé, pero de momento mejor no dejar rastro. Recogí lo mejor que pude todas las facturas y papeles y los devolví al archivador verde. Enchufé el ordenador, lo encendí para asegurarme de que no quedaba abierto su webmail, y lo volví a apagar. Al bajar al primer piso vi el maletín de mi portátil y lo recogí también, junto con el abrigo, una bufanda y un gorro de lana. Salí y me encontré a Pip, vestida con un enorme abrigo blanco, ya saliendo de su coche y corriendo con pequeños pasitos hacia mí.
—Oh darling, I’m so sorry!
Me rodeó con un abrazo enorme de osa polar y volví a echarme a llorar como una desconsolada, delante de todos mis vecinos.
—Venga, ven conmigo y lo solucionamos todo en casa. Deja que te ayude.
Al llegar al coche, Bernie me ofreció su camión de bomberos de madera desde su silleta.
—Thanks Bernie —le dije, dándole un beso.
—Is the cat coming too? —preguntó Bernie—. ¿El gato viene también?
Sibila esperaba en la acera, junto a la puerta abierta del coche.
—¿Te importa? —le pregunté a Pip.
—¿Importarme? —dijo Pip, pasando el cinturón de seguridad sobre su voluminoso cuerpo—. ¡Me encantan los gatos!
Mientras Brian puso a dormir a Bernie y Sibila comenzaba a explorar con cautela el nuevo entorno, Pip me preparó un vaso con unas gotitas de Flores de Bach que según ella me tranquilizarían. Luego me calentó en el microondas la sopa de calabaza y los restos de un pollo asado que habían cenado a la hora inglesa. Con el paquete de Kleenex a mano le fui contando lo que había sucedido, sorprendiéndome a cada paso de mi propia historia. Pip me daba la razón en todo, golpeando la mesa sonoramente y deshaciéndose en insultos y maldiciones contra toda la estirpe de Joaquín, mientras que el pobre Brian, que se unió al cabo de un rato, escuchaba nerviosamente desde las esquinas, descuadrado por el comportamiento del que, al fin y al cabo, era su amigo, y que no se atrevía a defender, pero tampoco a criticar.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Venderéis la casa? ¿Te volverás a España? —preguntó Pip, sirviéndome un generoso trozo de tarta de manzana en un plato.
Me di cuenta de que aún no había considerado estas cuestiones, que se arremolinaron en torno a mi corazón ya malherido como nuevas y fantasmagóricas sombras.
—No lo sé, Pip. Tal y como está la economía española veo complicado lo de volver. Y lo malo es que la casa es suya. Su familia la compró cuando nos mudamos como inversión. Yo me estoy comprando un piso en Madrid, pero ahora vale menos que la hipoteca y vender va a ser difícil. El mercado está parado. Dios mío, Pip, me quedo en la ruina. ¡No sé qué voy a poder alquilar con el dinero que me queda! No creo que pueda seguir viviendo en West Hampstead...
Pip me apretó la mano.
—Bueno, eso ya lo iremos viendo. Come un poco de tarta.
—No puedo, Pip, se me cerró el estómago.
—¿Un poco de té?
—Mejor una infusión relajante. Y ¿me dejas usar el teléfono para hablar con España?
—Claro, Sarah, llama a todo el mundo que quieras, sin problemas. ¿Te quieres acomodar en el salón? Venga, te pongo unos cojines en el sofá, que así estarás más cómoda. Y te dejamos un poco de privacidad. Si necesitas cualquier cosa me dices, ¿ok?
Me dio otro abrazo y otro beso y me dejó en el salón sola con mi infusión. Empecé a teclear el número de casa, pero colgué antes de acabarlo. No sabía si tenía las fuerzas para enfrentarme al disgusto de mi padre. Y sobre todo para la posibilidad de que cogiera el teléfono mi hermano y tuviera que hablar con él en este estado.
Decidí probar primero con mis amigas. Conseguí dar con Patri, con Susana y finalmente, al tercer intento, con Vero. Con cada una de ellas lloré y sufrí contando los hechos. Pero a fuerza de repetir la historia me fui acostumbrando a pronunciar frases como «lleva dos años con otra», «me he ido de casa» y «no lo quiero ver nunca más». Y también al sonido de los añicos de mi corazón, que sonaban como cristal roto en el eco de mis palabras.
Vero me prometió que en cuanto pudiera, niños o no niños, iba a juntar al trío de amigas para rescatarme:
—Ya se puede preparar Joaquín para el desembarco de las Linces. Mejor que no se le vea el pelo a diez kilómetros a la redonda, o mejor, millas.
Incluso me hizo reír un poco entre mis lágrimas, cuando empezó a enumerar lo que íbamos a tramar contra Joaquín en cuanto nos juntáramos todas en Londres:
—Como primera medida vamos a donar su Audi, su telescopio y su kit para hacer sushi a una de esas tiendas de segunda mano de Londres que trabajan con las ONG. Con sus aburridos libros de historia y revistas de ciencia nos vamos a hacer un buen fuego para hervir el té. Usaremos las herramientas del jardín para acabar con el Xbox, la tele esa enorme y sus maquetas de avioncitos. Bueno, déjame un rato y luego te paso la lista completa.
Cómo se lo agradecí. Necesitaba saber que contaba con alguien, y sobre todo que aún podía reír. Aunque al colgar el teléfono volví a hundirme.
Para cuando llamé a casa de mi padre eran las diez y media, hora inglesa, las once y media en España. Seguía temiendo encontrarme con la voz de mi hermano, pero quería quitarme la llamada de encima antes de irme a la cama, aunque estuviera ya exhausta.
Nunca habíamos tenido una relación muy buena, Álvaro y yo. Desde pequeña me molestaba que a él se le consintieran cosas que a mí nunca me hubieran dejado pasar, un poco por ser el pequeño, un poco por ser niño, y un poco por lo pillo que era. Y así salió, claro, hecho un vago irresponsable que se acomodó rápidamente a la vida de niño pijo de Mirasierra, el barrio en el que mis padres compraron su casa cuando empezó a irles bien el negocio de los libros. A menudo tenía que cuidar yo de él, y según fuimos creciendo, la relación se fue volviendo cada vez más conflictiva, especialmente cuando ya con trece años comenzó a traerse a casa a sus amigos porretas del barrio, que no parecían haber leído una novela en su vida, y se interesaban solo por el fútbol, las «pibas», las motos y Bob Marley. Únicamente conseguíamos llevarnos bien cuando mis padres nos llevaban de viaje, primero en la furgoneta-librería hippie, y más adelante en Rocinante II, la autocaravana que la reemplazó en los años ochenta.
Lo peor es que Álvaro nunca creció. Dejó la carrera de empresariales al tercer año porque decidió que quería ser director de cine. Entonces mis padres le pagaron una escuela de cine carísima en Nueva York, para que luego al terminarla nos anunciara que se quería hacer disc jockey en Ibiza. Evidentemente, esta carrera tampoco despegó, y Álvaro durante unos años se dedicó poco más que a salir de fiesta y esperar que alguna de sus novias cocainómanas le aguantara más que la anterior. Eso sí, mis padres no se enteraban ni de la mitad, y le seguían teniendo en un pedestal.
Yo al final llegué a una especie de acuerdo tácito con Álvaro que me permitía tratarle con civismo cuando me tocaba verle, que al fin y al cabo no era muy a menudo. Las verdaderas hostilidades llegaron cuando a mi madre le diagnosticaron su cáncer de pulmón, la consecuencia de muchos años de consumir tabaco. Mi padre dejó de fumar inmediatamente, para intentar apoyarla en sus propios esfuerzos por dejarlo. Sin embargo, a ella le costaba más, y así fue que su vicio se alió con el hijo que ella había viciado.
Un día fui a visitar a mi madre en el hospital y me la encontré sufriendo un ataque de tos espantoso, interminable, en el que sus pulmones luchaban por expulsar el veneno y conseguían echar solo unas pocas costras de mucosidad sangrienta. No me lo podía creer, pero la habitación estaba llena de humo, y en el suelo se consumía un cigarrillo recién empezado. Cuando me confesó que había sido Álvaro quien se los había comprado, fui a por él. Le agarré de la camisa en medio del pasillo del hospital y le dije, a gritos, todo lo que me había quedado por decirle a lo largo de los años. Cosas tan horribles como lo que había expulsado mi madre de sus pulmones. Tuvieron que venir varios enfermeros para separarnos.
En el funeral le ignoré, y durante un par de años apenas nos tratamos. Ahora que había vuelto a vivir en casa no podía evitarle tanto, pero nuestras conversaciones eran siempre tensas. Y esta noche en casa de Pip me sentía tan frágil que lo último que me apetecía era hablar con él.
El teléfono sonó dos veces y, efectivamente, lo descolgó mi hermano.
—¿Dígame?
—Hola, Álvaro.
—Hola, hermana, justamente contigo quería hablar.
—Escucha, Álvaro, no tengo tiempo para tus sarcasmos, lo he dejado con Joaquín y estoy hecha polvo. Pásame con papá.
—Joder, hermanita. Vaya flash. ¿Qué pasa, te ha puesto los cuernos?
—Qué cabrón que eres. Pues sí, déjame en paz ya y pásame a papá.
—¡Sabía que no era trigo limpio! Tanta ciencia y tanta hostia. Siempre te lo dije y nunca me escuchaste. Pero mira, Sara, ahora mismo creo que bastante tiene papá como para le agobies con culebrones. Aquí tenemos una situación grave, y nos vas a tener que ayudar...
—¿Qué situación grave? ¿Qué pasa? —dije, asustada de tener que asustarme aún más.
—Estamos en la ruina, hermanita.
—¿Cómo que en la ruina?
—Ya sabes que la librería iba mal, pero es que... en fin, que no te lo hemos contado todo.
—Pero ¿qué dices, Álvaro? No me vengas con tus bromas de mal gusto.
—Sí, bromas, ya me gustaría. Tuvimos que hipotecar la casa hace tres años para afrontar las deudas y la reforma que hicimos.
—¿¿Hipotecar la casa??
—Bueno, una parte. No te dijimos nada para no preocuparte.
—Álvaro, por favor. Pero cómo...
—Decían que la crisis iba a durar un año, dos como mucho... Nos habíamos comido todos los ahorros, y nos pareció una buena solución para aguantar el tirón, para competir con las librerías grandes.
Me quedé muda.
—¿Hermanita?
—O sea que el coche ese deportivo que te compraste, no era con los ahorros de papá. Aún peor, era con su propia casa. ¡Con nuestra casa! Y tus viajes a Cuba y a Brasil...
—¿Qué pasa, que solo tú tienes derecho a vivir la buena vida o qué? ¿Yo qué sabía que esto de la crisis iba a durar tanto?
—Te odio, Álvaro. ¡Te odio!
Pero no me escuchó. Mi hermano hablaba con mi padre. Entonces sonó la voz, débil, avergonzada, acabada, de mi padre.
—Hija mía, Sarita, cariño...
—¡Papá!
Mi padre rompió en sollozos, por su librería y por sus libros, por su soledad y la muerte del amor de su vida, por su país arruinado, por su hijo inepto y egoísta, por haberme ocultado su ruinoso plan, por tener que pedir dinero a su hija. Y así fue que acabé consolándole a él, prometiéndole que encontraríamos la solución, que no se preocupara, que Sarita se ocuparía de todo. Y no, no pude contarle lo que me había sucedido. Aún no. Ahora no.
Me despedí de Pip, que salió de su dormitorio para darme otro abrazo. Se me abrió de nuevo el grifo del llanto. No sé de dónde me salían tantas lágrimas.
—Oh dear, oh dear. That’s right. Let it all out.
¿Para qué contarle que las cosas habían empeorado aún más? Ya le había dado bastante la lata por una noche. Y ya no podía más.