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La caza del ratón

Sentada sobre el tejado, diviso toda la metrópolis humana, un viejo y gigantesco hormiguero de ladrillo, metal, asfalto, ruido y humo que durante las últimas dos mil primaveras ha crecido sin descanso hasta apoderarse de todo el horizonte. Los humanos duermen, y solo sus luces iluminan unas calles vacías que los gatos veríamos con toda claridad incluso en la noche más oscura.

De pronto siento algo en el aire. Se me eriza el pelo y se me agudizan los sentidos. Permanezco inmóvil, alerta ante el más mínimo cambio en la composición de este aire húmedo. Como las corrientes del mar, los infinitos aromas de la ciudad se juntan y se separan, se agrandan y se estrechan, se mezclan y se pierden en minúsculos torbellinos aéreos. Pero sí, vuelvo a captarlo. El olor de un ratón. No, una rata. Incluso dos.

No hay tiempo que perder. Me pongo en movimiento, bajando hasta el borde del tejado, a diez metros del suelo, y giro a la izquierda. Efectivamente el olor se intensifica, y según avanzo, a lo largo de esta larga fila de guaridas humanas unidas entre sí, se concentra aun más. Me atrevo a acelerar el paso, controlando la caída de mis patas para cancelar cualquier sonido que pudiera poner en sobreaviso a las presas. Comienzo a correr, acelerando silenciosamente con un ritmo perfectamente coordinado, equilibrando el movimiento con el balanceo de mi cola. Vuelan a mi izquierda chimeneas y antenas, a mi derecha las farolas de la calle y las ramas de algún árbol pelado.

Mi olfato me dice que las ratas están en la última casa, la de Sara y Joaquín, que se aproxima a un ritmo trepidante. La emoción de la caza me embriaga. Aunque aún no puedo ver a mis presas, me parece escuchar ya sus movimientos y chillidos, de sentir su calor corporal, además de respirar el olor de su sangre. Soy ya puro instinto. Me dejo llevar por el arcaico y salvaje ritual, que me impulsa a tomar un riesgo casi suicida: me aproximo al borde del tejado y salto con todas mis fuerzas, volando como una ardilla con el cuerpo extendido en un ligero ángulo, casi paralelo al borde del tejado, pero que me lleva más allá de él, hacia el vacío.

Con esta acrobacia mortal, que nadie observará más que yo, y quizá las dos ratas a las que estoy a punto de sorprender, trato de alcanzar la estrecha repisa de una ventana. Durante un vertiginoso segundo siento en mi costado izquierdo los contornos de los ladrillos de la pared volando a toda velocidad hacia atrás y hacia arriba. Sin miedo, concentrada al máximo, recoloco las patas y me preparo para recoger el impacto de la caída como un muelle. Y sí, aterrizo en la diana, hundiendo hábilmente mis garras en la madera vieja y luchando contra la inercia del salto durante el momento crítico. La cola cae y rebota en un arco. Estoy a salvo, junto a la ventana.

Ahí están. Las veo moverse frenéticamente en la cama del dormitorio, debajo de un edredón, dos ratas gigantes, de tamaño humano, y su olor intenso a esta distancia me enloquece. Están distraídas, gozando de un momento de pasión —que será el último. Extiendo mis garras hasta el límite, y no puedo evitar sisear de placer con las fauces abiertas. Veo sus colas sobresaliendo del edredón, dando latigazos entre la cama y una cómoda blanca sobre la cual se extienden unas prendas humanas. Con un golpe cae de la cómoda una chaqueta de cuero violeta, con una extraña escritura. Entonces me pregunto, ¿puede una rata vestir una chaqueta humana?

Ante esta duda todo comienza a torcerse. Me doy cuenta de que la ventana está cerrada, y... ¿cómo voy a abrirla yo, si soy una gata? Por mucho que empuje contra ella, que arañe su dura y fría superficie con mis uñas, nunca podré superar esta barrera. Las ratas lo saben, y aunque me oyen maullar de rabia, ellas chillan triunfalmente ante su depredadora frustrada. En mi desesperación maúllo de nuevo, grito a la noche mi deseo de volverme humana en esta ciudad de homo sapiens que saben hacer y abrir ventanas. Las ratas se detienen al oírme, sacan de nuevo sus sucios hocicos de la cama, y por un momento parecen asustarse.

Porque sí, me estoy volviendo humana. El pelo dorado del cuerpo se retrae y deja al descubierto una piel rosada y fina, mientras que me brotan largos cabellos de la cabeza. Las uñas se acortan y se vuelven delicadas láminas. Crezco en tamaño, perdiendo el olfato, volviéndome medio ciega, medio sorda, como una humana. Y sigo creciendo, demasiado, demasiado rápido, y mi tamaño me empuja irremediablemente hacia el vacío, y me entra el vértigo de encontrarme desnuda en la repisa de una casa a diez metros de altura, una repisa que al crecer yo empequeñece ella, hasta no aguantar mi desproporcionado bulto. En mi momento último de angustia, antes de caer, puedo ver a las ratas perder interés y volver a lo suyo con renovada furia. Ellas sobreviven esta noche, y yo no. Intento agarrarme inútilmente con mis frágiles y ridículas uñas humanas. Me resbalo y caigo, caigo hacia atrás, caigo sin remedio, por idiota, agitando brazos y piernas en el aire húmedo de Londres, por querer saber demasiado, gritando con el grito de una humana que quiere ser feliz y no sabe cómo, caigo hacia la muerte que nos llega a todas, gatas, ratas y humanas.

Me desperté de la pesadilla jadeando, desorientada, tratando de frenar la caída en un vórtice vertiginoso y oscuro de gatos rabiosos y ratas pataleantes. Salté de la cama, encendí la luz y tuve que cerciorarme de que nada se movía bajo el duvet. No, no eran ratas ni ratones las formas blancas tiradas por las sábanas y por el suelo. Eran los restos de los Kleenex usados de la lloricata rabiosa con la que me había metido en la cama tras hablar con Joaquín, escuchando aún los disparos de su violento videojuego. Aun así, sentí un escalofrío al levantar de un tirón todo el duvet, con el susto anticipado de encontrarme algo vivo y repugnante ahí debajo. Tampoco pude resistir el impulso de acercarme a la ventana para comprobar que no había cadáveres en la calle, ya fueran humanos o felinos. Pero no, no había nada.

Me puse mi bata y mis zapatillas y me metí en el baño para hacer un pis. En el espejo pude comprobar que tenía un aspecto horroroso. ¿En esta mujer me estaba convirtiendo? Mis ojos marrones parecían hundidos en los párpados hinchados. Mi pelo castaño claro caía revuelto sobre los hombros. Tenía la tez pálida, incluso para haber vivido una década en este país sin apenas sol. Me noté hasta más encorvada. No aguanté ni media mirada antes de salir de ahí. Era el momento de tomarse una infusión caliente.

Para los ingleses, y aún más para las inglesas, las bebidas calientes son el remedio ideal para cualquier ocasión, en soledad o en compañía, en verano o en invierno. El hot drink sirve para despertarse, para calentarse, para conocerse, para planear una fiesta, una estrategia comercial o una revolución. Toda excusa es buena para un té, un chai, un rooibos o una mezcla herbal, a ser posible preparada con hojas sueltas en una tetera de cerámica. Hasta los peores enemigos se invitaban a un té antes de un duelo con pistolas. Es la panacea del alma británica.

Tras diez años en Londres, ya me había convertido en una ferviente devota del té y sus mil variantes, y desde hacía tiempo mantenía un calentador eléctrico y una selección de sobrecitos de emergencia en el propio dormitorio, para no tener que bajar siquiera a la cocina en momentos como este. Menos mal, porque justamente esta noche no me apetecía lo más mínimo tener que escuchar a Joaquín roncando en el salón, o peor aún, arriesgarme a encontrármelo despierto.

Sorbiendo mi Organic Bedtime Tea, sentada en una esquina de la cama, me pregunté si Sibila estaría realmente de caza esta noche. Necesitaba hablar con alguien, aunque fuera ella, ese producto tan peculiar de mi imaginación que ya comenzaba a creerme como a los Reyes Magos. Dicho esto, su consejo no había tenido unos frutos muy positivos. Ahora que lo pensaba, en el momento más tranquilo de la noche londinense, con la lucidez que me estaba proporcionando esta infusión de valeriana, tila y azahar, los resultados habían sido más bien nefastos. ¿Sigue tu nariz? Menuda tontería. ¿Quién me mandaba a mí a meter mi nariz donde no me importaba, para imaginarme cualquier barbaridad y luego decir las cosas de la peor manera?

Quizás este era el sentido de la pesadilla que acababa de tener. Miré hacia la ventana. Quizá debería dejar de tratar a Joaquín como a una rata, de intentar cazarle en alguna mentira que no era más real que esta alucinación nocturna, o acabaría cayéndome de las alturas. No hacía falta incomodar a una psicóloga para decirme que tenía la fantasía desbocada. Primero me inventaba una gata que habla, y ahora un novio que me pone los cuernos. Y con mis paranoias absurdas le había puesto al pobre Joaquín contra la espada y la pared. ¿Que se había ido un rato al pub? Pues a lo mejor le hacía falta, después del susto que le había dado hoy. Cada uno tiene su forma de procesar las cosas.

Joaquín siempre había sido un tipo delicado para hablar sobre los problemas de pareja. Yo sabía que necesitaba sus tiempos, que había que ir con sutileza y dejar que se abriera poco a poco. En vez de eso, yo había entrado como un elefante en una cacharrería, a horas intempestivas, después de un día de lo más raro, en medio de un pico de trabajo muy duro, y tras unos meses en los que lo nuestro se había enfriado demasiado. ¿Qué estaba pensando? ¿Qué se supone que íbamos a resolver así, los dos ya sin energías para nada, al límite de nuestras fuerzas? Ahora comenzaba a entender, en el silencio de la noche, con las manos alrededor de la taza caliente, sorbo a sorbo, hasta qué punto me había equivocado.

No podía comportarme de esta manera. Basta de cazar ratones y hablar con gatas. Basta de creer en locuras, esnifar el aire en busca de pistas ilusorias y decidir, así por las buenas, que Joaquín me mentía, cuando nunca me había dado razones para dudar de su integridad. Lo que tenía que hacer era reconquistar a mi novio. Pedirle perdón por ser una estúpida y empezar otra vez.

Tenía razón Joaquín en decir que le había pedido mucho últimamente, cuando él no estaba en condiciones de dar nada. Recordando estos meses pasados, me daba cuenta de que había estado un poco insoportable con él, las pocas veces que nos veíamos. No había celebrado mucho sus éxitos profesionales, y más bien me había ido resintiendo por todas esas cosas que ahora él no me daba, y que yo no tenía derecho a exigir. No le había apoyado, como él me había apoyado a mí cuando se mudó a Inglaterra conmigo, cuando yo estaba desbordada con los cambios y los desafíos de una nueva vida en este país. Quizás él llevaba semanas y meses esperando que yo lo hiciera, amargándose por dentro, perdiendo la esperanza en mí, distanciándose, desamorándose. Y yo sin olerme nada. Eso sí sería una falta de olfato.

Pero tampoco era fácil entenderle. Y me agotaba el tener que estar siempre dándole vueltas en mi cabeza a las vueltas que debía dar la suya. ¿Por qué los hombres se callan sus pensamientos sobre las cosas que realmente importan? ¿Por qué tienen que sufrir en silencio y en solitario? Era algo que nunca había entendido. Parece que tenemos que estar las mujeres haciendo de adivinas, interpretando señales y gestos, silencios y murmullos, salidas al pub y masacres obsesivas de alienígenas pixelados.

Nunca dejaba de sorprenderme que cuando se juntaba Joaquín con sus amigos, y luego le preguntaba sobre ellos, no era capaz de explicarme cómo les iban sus vidas, y menos aún las de sus parejas, hijos o familias. Se juntaban para ver el fútbol, o en este país el rugby, o para beber y gastar bromas, o para ver alguna trilogía de películas frikis, o como mucho para discutir de política, ciencia, deporte, asuntos externos a sus propias vidas. Alguna vez habían llegado a dedicar un fin de semana entero a jugar videojuegos en grupo, matando bichos durante horas en vez de hablar de las cosas que realmente les preocupaban. Me pregunto si los horripilantes monstruos que trataban de aniquilar con veintisiete tipos de pistolas, ametralladoras, y cañones láser en sus laberintos tridimensionales no serían, precisamente, los bichos que habitaban en sus mentes torturadas, los mismos que sus novias y mujeres trataban de extirpar mediante el remedio más sencillo y pacífico de la palabra hablada.

Mañana le pediría perdón. Y le invitaría a una escapada este fin de semana a donde él quisiera, para olvidarnos de todo y disfrutar un poco, él y yo. Así podíamos hablar sin prisas, sin paranoias y sin forzar. Estaba segura ahora, con la verbena, la tila y el azahar circulando por mis venas, relajándome los nervios, que Joaquín solo necesitaba un poco de comprensión. Estaba confuso y había reaccionado mal tras un día difícil. No quería decir realmente lo de separarnos. Todo podía arreglarse, y lo íbamos a arreglar. Con esta resolución, me apuré el resto de la infusión de un trago, dispuesta a volver a la cama y a un sueño menos turbulento. Dejé la taza sobre la cómoda y recogí entre mis manos la foto encristalada que reposaba sobre ella, una imagen de los dos abrazados en el balcón de Julieta en Verona, sonrientes ante el turista español que nos sacó la foto, y que nos decía: «¡Quereros más! ¡Quereros más!»

Pero al volver a colocar el marco sobre la cómoda, se materializaron otra vez en mi mente, como fantasmas, las prendas que en mi pesadilla habían aparecido tiradas sobre ella, y cayó a mis pies la imagen de esa chaqueta de cuero violeta, gastada, con un símbolo hindú, o tibetano, inscrito en negro sobre la espalda. Sentí un escalofrío. Yo esa chaqueta la había visto alguna vez. La había tenido en mis manos, y no en un sueño. Incluso la había olido, registrando en mi memoria un rastro sutil, casi olvidado, pero inconfundible, un olor especiado muy particular. Se me encogió el corazón con la certeza de que se trataba del mismo olor que Joaquín llevaba encima cuando llegó a casa esta noche.

Me agaché como para tocar esa prenda fantasma y lo recordé todo perfectamente. Sucedió hace un año, o año y medio quizá, porque debió ser en verano o principios de otoño. Encontré esa chaqueta colgada a la entrada, en los colgadores del pasillo. Como habíamos organizado alguna fiesta, y había pasado mucha gente por casa, supuse que alguien se la había olvidado ahí. Lo comenté con Joaquín y hablamos de poner un email a los invitados. No recordaba si lo hicimos o no, pero desde luego nunca nadie vino a recogerla, que yo supiera. Lo cual, ahora que lo pensaba, era bien raro. No había caído en ello antes porque la cosa se me acabó olvidando con el trajín cotidiano y las chaquetas que se iban amontonando unas sobre otras. ¿Estaría aún ahí, debajo de nuestra montaña de abrigos, cazadoras y chubasqueros?

Las paranoias me asaltaron de nuevo. A lo mejor me estaba volviendo loca, de acuerdo, pero tenía que llegar al fondo del misterio, aunque fuera para descartar que hubiera nada de misterioso ahí abajo. Sibila me había dicho que siguiera mi nariz, y mi nariz podía comprobar si esa chaqueta de piel —una chaqueta que no era obra de mi imaginación, sino la prueba física y tangible de algo que no cuadraba— tenía el mismo olor que Joaquín había tratado de eliminar con sus duchas nocturnas en esta época en la que no hacíamos el amor ni me miraba a los ojos, más que de una forma huidiza y sospechosa.

Volví a sentirme como una gata en plena caza: concentrada, alerta, excitada y aterrorizada. Cogí el móvil para usarlo como linterna, y me dirigí a la puerta del dormitorio. La abrí con cuidado de no hacer ruido. Se escuchaban desde la primera planta los ronquidos de Joaquín, un ruido animalesco que me había torturado durante incontables noches, pero que ahora se convertía en una señal bienvenida para una depredadora que no quería ser sorprendida durante su acecho. Bajé por las escaleras sigilosamente, hasta la puerta del salón. Tomé con la mano el pomo de la puerta y tiré de ella para cerrarla con un giro delicado de la muñeca. Los ronquidos seguían sonando, un poco más sordos, pero sin cambio alguno en el tono que indicaba un sueño profundo.

Ahora ya podía encender la luz. Pulsé el interruptor y me acerqué al perchero de la pared, o más bien al enorme musgo textil que sobresalía de él, la colección entera de prendas que habíamos acumulado para resguardarnos de la lluvia y el frío en lo que el ingenio de mi madre había bautizado Grey Britain, la Gris Bretaña. Empecé a descolgar primero los abrigos que más estábamos usando últimamente. Mi anorak azul polvo, mi abrigo largo de felpa para el trabajo, una especie de duvet negro con mangas que me ponía en los días más heladores, y los múltiples forros y cubiertas técnicas que le gustaban a Joaquín con su mentalidad práctica y científica. Los fui acomodando sobre la parte horizontal de la barandilla de la escalera, junto con algunas bufandas. Las demás las fui colocando directamente en el suelo del pasillo, en un montón: cazadoras y chaquetas más primaverales, algunas prendas descoloridas y maltratadas que nunca nos poníamos, y un par de gabardinas. Al final quedó solo el esqueleto desnudo del perchero de metal negro que sobresalía de la pared, del que ya colgaba solo un impermeable azul barato.

No me lo podía creer. Volví a remover las chaquetas en el suelo, los abrigos en la barandilla, por si algo había quedado oculto entre los pliegues de la ropa, por si alguna prenda se me había escapado con las prisas y la emoción del rastreo. Pero seguían siendo las mismas de siempre. La chaqueta de cuero morada había desaparecido.