17

Al otro lado del espejo

El día había pasado volando, entre las siete ceremonias alimentarias inolvidables que disfruté como una gata —cinco guiadas por Sibila y dos bajo su supervisión— y entre medias, algunos ejercicios de estiramiento, un paseo por el barrio y algunas labores domésticas. Había sido una especie de aventura en otra dimensión, excepto que se trataba en realidad de lo contrario: de volver a lo más cotidiano, a lo más esencial. Esa noche, cuando me disponía a meterme en la cama, el pensamiento que me acompañaba era el siguiente: Si hasta el sencillo acto de alimentarme se había vuelto un misterio para mí, ¿cuánto más me quedaría por descubrir?

Como la noche anterior, Sibila apareció entre mis piernas mientras me aseaba en el cuarto de baño.

—Bueno, ahora me lo puedes decir, ¿te ha gustado el juego, Sara?

—Eres una gata muy pilla. No sé cómo lo haces.

—O sea que sí, que te ha gustado.

—Sí —me reí—, la verdad que ha sido increíble. Si no hubiera comprado la fruta yo misma, pensaría que le habías echado alguna pócima mágica. Ni en los mejores restaurantes había gozado así.

—Y sin comer animales.

—Sí, vale, pero no me vas a tener todos los días comiendo solo fruta. Algo de chicha tendré que comer...

Sibila ignoró mi último comentario y de nuevo saltó sobre la encimera del lavabo.

—Te propongo otro juego para mañana.

—Me lo temía —dije, cerrando el frasco de crema que tenía en la mano—. Y tiemblo solo con la idea.

—Este es aún más divertido. Se trata de no comer nada durante todo el día.

—¿¿Qué??

Sibila ladeó la cabeza, como estudiando mi reacción de pasmo.

—No, no, estás loca, de verdad. Una cosa es lo de la fruta, pero si me dejas todo un día en ayunas... ¡me da algo! No sabes cómo me pongo cuando se me retrasa la hora de comer. Me subo por las paredes, me vuelvo intratable, peor que la vecina de al lado. Imagínate un día entero sin probar bocado. No podría aguantarlo, Sibila, te lo juro. No estoy hecha para ser asceta.

Sibila de repente se acercó al espejo y puso las dos zarpas sobre la superficie, levantándose sobre sus patas traseras y mirándose de arriba abajo en el reflejo.

—Esta gata se me parece mucho.

Recordé haber leído que a un gato le cuesta entender que el «otro» gato que ve en un espejo es un reflejo de sí mismo. Que puede llegar incluso a bufar o atacarle al «extraño».

—Claro que se te parece, Sibila. ¡Eres tú!

—¿Tú crees? —Sibila giró su cabeza hacia mí y luego de nuevo hacia su reflejo.

—No es que lo crea, es así. Ese gato eres tú, igual que esa mujer cuarentona soy yo.

—¿Ves? Ese es tu problema, Sara —concluyó Sibila, cayendo de nuevo sobre sus patas y girándose hacia mí.

—¿Cuál? No te sigo.

—Que crees que ese reflejo eres tú. Un reflejo que no tiene ninguna realidad. Un reflejo que no vive ni siente, ni tan siquiera huele a nada. Pero crees en él tan firmemente que no harás nada que tu reflejo no haría. De hecho, vives tu vida imitando los movimientos de tu reflejo, en vez de dejar que ella, si quiere y puede seguirte, imite los tuyos.

Con esto la gata saltó al suelo y en un instante ya había desaparecido del cuarto de baño, como desafiando a la «otra» gata a hacer lo mismo. Me dejó ante mi reflejo, que me devolvía la expresión triste de una mujer aún joven pero ya en declive, con sus canas y sus limitaciones, con arrugas marcadas en la piel como los surcos de las decisiones tomadas a lo largo de la vida, que ya no podían deshacerse.

«No es que lo crea, es así.» La frase se repetía en mi cabeza. «Esa soy yo.» Apagué la luz, para no verla, pero seguía ahí en la sombra.

Dormí fatal. Me sentía zarandeada por pensamientos que luchaban entre sí, tratando de decidirse sobre la propuesta de Sibila. Era cierto que la dieta de la fruta había sido un descubrimiento para mí. Y no solo el hecho de comer fruta, sino la forma de comer. Más que eso, la forma cuidadosa, intensa y pausada de disfrutar de cualquier placer. Incluso de algo tan rutinario y aburrido como lavar los platos. Y es cierto que al inicio no hubiera creído posible gozar tanto de una dieta tan aparentemente frugal. Pero ¿privarme del alimento del todo? ¿Cómo podía disfrutarse de eso? Era una tortura, sin más.

Por otro lado, no era la primera vez que Sibila me daba consejos que inicialmente me desconcertaban. ¿Tendría razón también ahora? Desde luego, si lo conseguía, iba a ser una gran conquista personal, un paso más hacia la libertad, la prueba definitiva de haber iniciado una vida nueva.

Pero me asaltaban las dudas, los miedos, los recuerdos de mi impaciencia en restaurantes y de broncas con Joaquín por algún retraso o contratiempo en la cocina. En esos momentos llegaba a sentir hasta una especie de resentimiento hacia la gata. ¿Qué quiere conmigo? ¿Por qué no me deja en paz? Ya basta con tanto jueguito a mi costa.

Así estuve toda la noche, dando tumbos en la cama hacia un lado y hacia el otro, decidida en un momento e indecisa en otro, emocionada con la idea y luego reacia a ella. Y en los momentos de sueño, se me aparecían visiones de pollos fritos con patatas crujientes, pulpo tierno a la gallega bien espolvoreado de pimentón, bocadillos rebosantes por ambos lados de jamón ibérico, chuletones en la barbacoa chorreando jugo sobre las brasas, arroces caldosos de marisco, sopas de lentejas con chorizo, pizzas italianas cubiertas de queso fundido, y dulces sin fin: tortas de chocolate, natillas con su galleta, cucuruchos de helado, arroz con leche... Y yo que me lo iba devorando todo como un animal famélico, sin control, saltando sobre las mesas de banquete y los mostradores de los bares, agarrando la comida con las manos o metiendo la cabeza directamente en las fuentes y platos para morder y chupar.

Cuando finalmente desperté, a la mañana siguiente, me encontré a Sibila sentada junto a la almohada.

—¿Y bien? ¿Qué has decidido?

No había decidido nada. Mi mente seguía dividida. Quería atreverme, pero me parecía que iba a ser un sufrimiento continuo, que pasaría todo el día enfadada, que me arriesgaba a morir de hambre. Sibila me miró con una expresión juguetona.

—Mira, Sara, no te desmayes del hambre antes de desmayarte del hambre. No te angusties antes de angustiarte. Deja de darle vueltas y prueba a ver qué pasa. ¿No?

Mi maestra felina me hizo sonreír. Efectivamente, es lo que estaba haciendo: angustiándome antes de angustiarme.

—En el mundo de los gatos vuestros temores anticipatorios son célebres. —Sibila se elevó sobre sus patas traseras para asomarse al tragaluz, apoyando las delanteras sobre su marco y mirando hacia el tejado de la casa—. ¿Sabes cuántas veces han llamado los humanos a sus bomberos para rescatar a algún gato de un tejado, pensando que el gato tenía miedo y no podía bajar?

—No lo sé, creo que pasa bastante a menudo.

—Todos los días. —La gata se dejó caer sobre la cama—. Pero lo que nos asusta a los gatos son los bomberos, no las alturas. Jamás han encontrado el esqueleto de un gato en un árbol o un tejado. Sabemos bajar solas. Solo hay que tener un poco de paciencia, dejar de preocuparse, porque el gato bajará.

Miré por el tragaluz. Se filtraba la luz rosada del nuevo día, que amanecía sin nubes. Inspiré profundamente. Y entonces decidí confiar en mi gata interior. Decidí no angustiarme antes de tiempo. Decidí suspender de momento el «no puedo», y probar.

—Venga, Sibila, lo intento. Aunque no sé lo que va a pasar.

—Eso es lo más maravilloso del mundo. —Le brillaban sus ojos verdes—. ¡No saber lo que va a pasar! Solo por eso vale la pena levantarse por las mañanas.

La gata cruzó hasta la esquina opuesta de la cama y bajó un par de escalones hacia el salón. Ahí se detuvo, y elevando su cabeza por encima del colchón, me dijo:

—Bueno, ¿qué? ¿Desayunamos?

—¿Eh? —Me entró la risa con la idea—. Pero ¿no habíamos quedado en que no debía comer nada?

—Claro, pero eso no significa que no vayas a alimentarte.

Sibila bajó por la escalerilla hasta el suelo de madera, y luego se acercó a la maceta con la orquídea, junto a la ventana.

—¿Ves esta planta? —me preguntó.

Estaba espléndida, llena de flores rosas y voluptuosas, iluminadas por los primeros rayos dorados del sol. Sibila continuó su discurso mientras yo bajaba hacia el salón.

—Se nutre de tres cosas: sol, oxígeno y agua. Bien, pues hoy vamos a desayunar con ella. Ponte un par de vasos de agua, porque lo demás ya lo tenemos. Y si me llenas a mí el tazón, te lo agradezco.

Preparé primero el agua de Sibila, y mientras ella comenzaba a beber llené los otros dos vasos. Los coloqué sobre la repisa de la ventana junto a la orquídea, y observé a la gata beber su agua, sorbo a sorbo, usando la lengua como una cucharilla, con suma concentración, tranquilidad y paciencia, como solo un gato sabe beber. Al terminar se incorporó y me dijo:

—El sol, el aire y el agua hay que tomarlos con la misma atención que hiciste ayer con la fruta. Hoy tu desayuno va a ser más frugal, más sutil, pero no por ello menos gustoso o nutritivo.

Como el educado maestresala de un restaurante de cinco tenedores, Sibila me invitó a sentarme sobre mi cojín de meditación y tomar conciencia de mi cuerpo. Los rayos del sol me bañaban con su calor, y a través de los párpados cerrados se filtraba una luz rosada. Tras unos minutos observando la respiración, escuché la voz de Sibila de nuevo:

—Ahora vas a ampliar paulatinamente la respiración, inhalando más profundamente desde el abdomen y vaciando los pulmones todo lo que puedas al exhalar. Toma conciencia de la energía que entra dentro de ti a través del oxígeno. Toma conciencia de la forma en que tu cuerpo entero, como el cuerpo de cualquier ser vivo, participa en el acto de inhalar y exhalar. Toma conciencia de la verdadera naturaleza de la respiración.

Seguí el camino del aire fresco, desde las fosas nasales, por la garganta, hasta los pulmones, y luego del aire gastado, más cálido, desde los pulmones hasta el exterior. Una y otra vez. Una y otra vez. Y con cada ciclo, fui percibiendo, con una sensibilidad cada vez mayor, que esta acción tan sencilla y cotidiana, que me había acompañado desde el nacimiento y que me acompañaría hasta la muerte, efectivamente me proporcionaba un verdadero alimento, un néctar aéreo y ligero pero delicioso, refrescante, esencial. Aunque es evidente, nunca antes había apreciado con tanta claridad el oxígeno como el alimento más necesario, sin el cual no podría sobrevivir ni siquiera unos cuantos minutos. Y me entregué al disfrute de este desayuno. Inmóvil como una planta, absorbí el sol y el aire, durante un tiempo sin tiempo, y me volví ligera, etérea, llena de luz. Me sentí, literalmente, florecer.

Cuando abrí los ojos, todo me pareció más luminoso, más nítido, más real: el cielo azul, las nubes esponjosas, la pintura de color crema brillante de la ventana, las delicadas flores de la orquídea colgando sobre una fina ramita que se curvaba con su ligero peso. Sentí entonces un agradable escalofrío al rozar contra la piel de mi brazo derecho los millones de pelitos del suave costado de la gata, que me acariciaban uno a uno al pasar. Sibila se colocó frente a mí.

—¿Os apetece un vaso de agua? Si quieres, sírvele primero a la orquídea. Es de buena educación.

Se me abrió el rostro en una sonrisa cómplice, y sin decir nada desdoblé mis piernas y me elevé por encima de los dos vasos con una sensación flotante, como si mi cabeza fuera un ligero globo lleno de helio y mi cuerpo una cuerdecita incorpórea. Tuve la impresión de que mi apartamento se había vuelto más grande que el nuevo estadio olímpico de Londres, y que yo lo veía todo desde una enorme altura.

Descubrí el ingenioso mecanismo de mi mano derecha: piel, venas, nervios, músculos, tendones, huesos, que guié como por arte de magia hacia el primero de los dos vasos llenos de un agua transparente pero llena de destellos del sol y reflejos del mundo que lo rodeaba, incluida la mano que la iba apresando.

Levanté el vaso —asombrada por el tacto frío y liso del cristal, el tirón leve de la gravedad que se resistía a mi esfuerzo por elevarlo, la presencia viva de la planta que se abría, paciente, confiada, para recibir la lluvia— y girando la muñeca lo justo derramé el agua en un hilillo fluido sobre la tierra de la maceta, salpicando ramas, hojas y flores.

—Que aproveche, pequeña —dije con una voz dulce y maternal, inspirando el olor de la tierra mojada.

Entonces dejé el vaso vacío sobre la repisa y tomé el lleno. Tuve un primer impulso de bebérmelo de golpe. Pero recordé la lección del día anterior, no tanto verbalizada sino integrada ya en mis huesos a fuerza de la práctica. Acerqué el vaso a mis labios lentamente, con calma absoluta, mientras Sibila me observaba desde abajo como una profesora orgullosa. El borde de cristal se deslizó finalmente entre mis labios y con él la humedad que comenzó a bañarlos. Entonces, abrí la boca y sentí entrar en ella el deseado líquido. Mi lengua comenzó a coquetear con sus resbaladizas formas, provocando un delicioso y fluido vaivén, aguantando lo que pude hasta que finalmente, con un primer trago, vibré toda entera con la emoción de un mar que acoge a la lluvia tras una larga separación. Y aún me quedaba el resto del vaso.

—Bueno, ¿qué tal el desayuno? —preguntó Sibila cuando, tras un buen rato, terminé de beber—. ¿Energético? ¿Refrescante?

Me reí.

—Diría que hasta contundente. ¡Me siento llena! Y ahora, ¿qué? ¿Todo el día así? ¿Como una planta a tomar el sol junto a la ventana?

—No, no, nada de eso —respondió Sibila dirigiéndose hacia la puerta—. Ahora te coges una botella de agua y te vas de excursión.

—¿Adónde?

—Yo qué sé. De aventura. A donde más te apetezca. Como ya habrás descubierto, en ayunas tus sentidos se agudizan, tu cuerpo se siente más ligero, tu mente se despeja. Aprovéchalo. ¡Tómate unas vacaciones en tu propia ciudad! Supongo que sabes que hay humanos que vienen de todo el mundo para verla.

—Pero ¿no me voy a sentir débil? ¿No tengo que descansar?

—Tranquila que para un día de ayuno tu cuerpo tiene energía de sobra. ¿Has reparado en cuánta energía necesitas para hacer las compras, cocinar, comer y digerir? Tu sistema digestivo descansará, que buena falta le hace. Y cuando te sientas cansada, párate un rato y retoma la energía que necesites del aire, del sol y del agua. Hala, ¡a disfrutar!

Así comenzó un día que recuerdo, sin exagerar, como uno de los mejores de mi vida, un día que duró un año entero y que parecía pintado con los colores de los veranos de la infancia, de mis excursiones con las Linces y de los viajes en autocaravana con mi familia. Me subí en el piso de arriba de un autobús londinense, en primera fila, y me sentí como si visitara Londres por primera vez. Todo me parecía nuevo y llamativo: los enormes árboles, las casas de ladrillo, los restaurantes de kebab, las viejas cabinas telefónicas rojas, las lavanderías, los pubs clásicos, los sijs con turbante y góticos de collar de pinchos. Me daba la impresión que los Beatles iban a aparecer en cada paso de cebra y James Bond en cada coche deportivo.

Salté a otro autobús en dirección a Westminster y crucé el río junto a la gigantesca noria espacial del London Eye, bajándome junto al Big Ben. Me paseé junto a la enorme construcción neogótica del palacio de Westminster, la sede del Parlamento. Parecía la culminación de la civilización británica. De hecho, probablemente se construyera para parecerlo. Sin embargo, recordé las imágenes que alguna vez había visto de la sala de la House of Commons, con su madera noble y sus bancos acolchados de cuero, llena de parlamentarios británicos gritando, ululando, bufando y emitiendo la gama de sonidos animalescos, propios de una granja, que emplea cada partido para apoyar a los suyos y burlarse de los contrarios, en debates en los que se decidía si bombardear Iraq o recortar los servicios públicos. Y esta era una de las instituciones legislativas con mayor tradición y más respetada del planeta. ¿Qué diría Sibila de todo esto?

Entré en Westminster Abbey, la espectacular iglesia en la que se coronan, se casan y se entierran a los monarcas británicos, y me acordé de lo que la gata me había contado sobre la «Inglesa-Alfa», su siamés y sus perritos. Subiendo por St. James Park, tras saludar a los pelícanos y cisnes del estanque, pasé frente a Buckingham Palace, la descomunal casa de Isabel II y sus corgis galeses, cuyas altas verjas estaban como siempre llenas de turistas intentando captar a la reina en una foto. Me pregunté si se sentía sola en ese edificio tan grande. Y si sabía comer comiendo.

Continué mi paseo por Green Park, dejándome llevar ahora por el perfume de una rosaleda, ahora por un camino sugestivo entre la arboleda, hasta llegar a un enorme plátano cuya gran sombra y mullido prado de hierba me invitó a descansar durante un rato para «merendar» otro poco de aire y agua, sintiéndome más rica que cualquier monarca. Saliendo del parque le di un buen repaso a los escaparates de Mayfair, cuyas tiendas abrían los domingos como cualquier otro día. Lo curioso es que lo hice sin las ansias de la compra, como si de un enorme museo se tratase. En algún momento reconozco que sentí la atracción por algún vestido, por alguna joya, por algún par de zapatos, incluso por algún bolso más que añadir a la colección. Pero hice lo que Sibila me recomendaba: observar el deseo y seguir mi camino. No pude dejar, sin embargo, de entrar en una sombrerería para jugar a ser una invitada de la Ascot Gold Cup.

Así llegué casi hasta las cinco de la tarde, sin apenas darme cuenta del hecho de que estaba «en ayunas». Hasta ese momento, realmente no me había costado mucho esfuerzo la cosa, a pesar de haberme saltado ya la hora del desayuno y de la comida. Sí, es cierto que los ojos y sobre todo el olfato —increíblemente agudo en este estado— se me iban a las furgonetas de helado, a las tiendas de chocolate artesanal, a las sandwich shop, a los restaurantes y cafeterías. Nunca me había dado cuenta de que hubiera tantos lugares para saciar el hambre en esta ciudad, y nunca me habían interesado tanto incluso los puestos de fast food más grasientos. Pero durante las primeras horas no me costó ignorar o reprimir el instinto, distrayéndome como una turista más o practicando ese arte de observar la sensación sin la necesidad de caer en la tentación. Caminando por James Street, iba notando lo ligera y vital que me sentía, y comencé a pensar que Sibila tenía razón, que era posible, que lo de mis enfados al retrasarse la hora de comer no dependían del hecho de no comer sino de no comer cuando yo había decidido que tenía que comer.

Pero entonces, me topé con Tonino’s. Era uno de mis lugares favoritos de Londres, una delicatessen italiana con la más exquisita gama de quesos, embutidos, vinos y conservas, además de una estupenda pastelería y panadería. Y lo peor es que también servían todo tipo de deliciosos platos italianos para degustar ahí mismo, en una zona de mesitas.

De golpe se me llenaron las fosas nasales, la boca, la garganta y los pulmones de una maravillosa sinfonía italiana de perfumes culinarios, con melodías de tomate y mozzarella, albahaca y alcaparras, jamón de Parma y vino toscano. Antes de darme cuenta, mis pies me habían arrastrado al interior, y ahí, rodeada de una selección gastronómica que conocía demasiado bien, se me despertó ese animal salvaje que en mis sueños había campado a sus anchas, devorando todo lo que pillaba. Me veía ya encaramada al mostrador y metiendo las manos en la lasaña, cuando una educada dependienta, que lucía su uniforme y unas gafitas rojas con elegancia milanesa, me preguntó con un fuerte acento de su tierra:

How can I help you?

La pregunta me devolvió a la civilización, aunque aún desprovista del autocontrol necesario para enfrentarme a ella. Balbuceé algo incoherente y me volví hacia una estantería llena de botellas de aceite, vinagre y salsas variadas. Concentrándome sobre la etiqueta de un frasquito de pesto genovés, recordé una frase de Sibila: «Si puedes aceptar lo que te viene, sea lo que sea, eres libre.»

Me giré de nuevo hacia el mostrador, acercándome lo más posible sobre la apetitosa muestra de tentaciones. Recorriendo con la vista las extensiones suculentas de queso crujiente, los rollos de berenjena a la plancha rellenos, los salami, las aceitunas aliñadas, los gnocchi con pesto aún humeantes... inspiré tranquila y profundamente, dejando que cada exquisito matiz aromático se colara hasta los más profundos vericuetos de mi ser, intentando, conscientemente, alimentarme a través del perfume mismo. La primera vez fue la más intensa. La segunda, un placer de dioses, pero ya repetido. La tercera un postre con el que concluir tranquila.

Al acabar, y sintiéndome extrañamente satisfecha, me sobrevino un suspiro enorme, tembloroso, con el que la furia salvaje que me había poseído fugazmente se resignó a esperar otro rato más, tumbándose a un lado por el momento. Alcé la vista y descubrí que la dependienta me estaba observando, visiblemente extrañada.

—Perdona —le dije en inglés—, es que estoy en ayunas y hoy no puedo comer.

—Ah, comprendo —respondió, con cara de pena.

Quizá se imaginó que tenía alguna terrible enfermedad. Entonces tuve una ocurrencia un tanto surreal, y sin pensarlo la propuse:

—¿Cuánto cobráis por disfrutar del olor?

Sorprendida, la dependienta se rio, y alzando la voz, se dirigió al dueño del local, un hombre pequeño, moreno y de bigotes consistentes que estaba metiéndole el cuchillo a un enorme pedazo de parmesano.

Ehi, Tonino, quanto facciamo pagare la signorina per odorare la lasagna?

Sin pestañear, Tonino respondió en inglés:

—Tres libras. ¡Pero me basta con escuchar el tintineo de las monedas!

Dicho y hecho. Con mucha ceremonia, saqué de mi monedero tres libras, las hice sonar sobre el mostrador y me las volví a embolsar. La dependienta se echó a reír de buena gana, y varias personas que esperaban su turno o se sentaban a las mesas sonreían, entendiendo que algo divertido estaba sucediendo entre Tonino y esta curiosa clienta, aunque se les escapara exactamente el qué. Jamás había montado una escena parecida en una tienda. Se ve que el ingenio también se afila en ayunas, junto con la confianza para desplegarlo.

Brava, brava —dijo Tonino, impresionado—. Grazie signorina. Buona giornata.

Salí de la delicatessen como una escaladora que durante la ascensión al Everest se enfrenta a una tormenta de nieve y sale airosa de ella para ver la cima ya a su alcance.

—Sibila, esto está hecho —dije en voz alta.

«Grrrr», gruñó mi tripa.

—Tranquila, pequeña —la acallé, acariciándola—, que mañana volvemos.

Cuando no tienes que pararte a preparar la comida, sentarte para masticar y masticar, y luego limpiar y ordenar los platos, tres veces al día, es sorprendente cuántas cosas se pueden hacer, incluso sin prisas. Y para poner el broche de oro a este domingo, se me ocurrió que no podía haber mejor plan que visitar el Natural History Museum, el lugar que mejor recuerdo de mi infancia en Londres, y que volvió a encandilarme cuando lo visité con Joaquín hacía ya diez años. Una vez más, me dejaron boquiabiertas sus antiguas salas repletas de aves rapaces disecadas, especímenes inquietantes de insectos tropicales, una infinidad de mariposas espectaculares, fósiles de conchas prehistóricas, meteoritos, piedras preciosas y su célebre e inolvidable esqueleto de un diplodocus. Pero lo que más me impresionó en esta visita fue la sala de los mamíferos, una colección de esqueletos, animales disecados y reproducciones a escala natural de las especies que pertenecen a nuestra familia más cercana, incluido un león (o gato, como diría Sibila), un rinoceronte, un hipopótamo, una jirafa, un oso, un caballo, una cebra y una oveja, además de monos, roedores, y, colgando del techo, varios delfines, orcas y ballenas. En el centro, dominándolo todo, una gigantesca ballena azul, el animal más grande que jamás ha vivido en la tierra.

Al ver así, de un vistazo, esta espectacular reunión de criaturas tan distintas y al mismo tiempo tan parecidas al ser humano, primos y tíos lejanos del mismo árbol genealógico, grandes y pequeños, peludos y lisos, salvajes y domesticados, terrestres y acuáticos, pero todos con su corazón y su cerebro, su particular mirada y su ritmo respiratorio, sus deseos y su temores, sus dolores de parto y su ternura al amamantar a los cachorros, todos naciendo y muriendo en un ciclo que a lo largo de las generaciones nos une a un mismo origen, a una misma madre, sentí en esa sala cavernosa eso que debe de ser el origen de las creencias religiosas, un sentimiento primitivo de sobrecogimiento y de hermandad, un momento de unión con el fluir de la vida.

Fue entonces, ahí, cuando esta mona vestida decidió seguir la dieta de sus antepasadas. Fue en ese momento que quise dejar de comer animales, como decía Sibila, y al mismo tiempo entendí que dar ese paso no era imposible, como me había asegurado siempre mi reflejo al otro lado del espejo, la otra Sara en la que siempre había creído. Si podía ser feliz a base de fruta, a base de agua, a base de aire, sabía que podía hacerlo. Ni siquiera iba a ser difícil. Al contrario. Iba a ser facilísimo. Y si eso era posible, si eso era fácil, ¿cuántas otras cosas lo serían? Si dejaba de creer en mi reflejo, ¿qué no sería capaz de hacer?