Se dijeron muchas cosas, no solamente sobre el sistema de justicia criminal británico, sino también acerca del juicio que siguió a las confesiones de los chicos. Se usaron palabras como «barbarie», «bizantino», «arcaico» o «inhumano», y los periodistas de todo el planeta tomaron posturas enérgicas, discutiendo apasionadamente sobre que la atrocidad, daba igual su origen, debía ser castigada con la misma atrocidad (invocando a Hammurabi). Otros comentaristas, igual de apasionados, aducían que de nada servía poner en la picota pública a los chicos, ya que, además, se les hacía más daño. Lo que se recuerda es este dato curioso: gobernados por una ley que hace a los niños responsables de su conducta a la edad de diez años en casos de crímenes penales mayores, Michael Spargo, Reggie Arnold y Ian Barker tenían que ser juzgados como adultos. Así pues, se enfrentaron a un juicio con juez y jurado.
Es digno de mención que, cuando un crimen de esta envergadura ha sido cometido por un niño, ellos tienen prohibido por ley el acceso a psiquiatras o psicólogos antes del juicio. Mientras este tipo de profesionales está tangencialmente involucrado en el desarrollo del proceso contra niños, la evaluación de los acusados está estrictamente limitada a determinar dos cosas: si los niños en cuestión eran, en el momento del crimen, capaces, moralmente, de distinguir entre lo bueno y lo malo, y si estos niños eran responsables de sus actos.
Seis psiquiatras infantiles y tres psicólogos examinaron a los chicos. Curiosamente, llegaron a las mismas conclusiones idénticas: Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold estaban entre la media, si no superaban la media de inteligencia habitual: eran completamente conscientes de la diferencia entre el bien y el mal; eran totalmente conscientes de la noción de responsabilidad personal, a pesar de, o quizá debido a, sus intentos de culparse entre ellos por la tortura y muerte de John Dresser.
En el ambiente que rodeó la investigación del secuestro y asesinato de John Dresser, ¿qué otras conclusiones se podían sacar? Como ya se había adelantado «la sangre llama a más sangre». La enorme magnitud de lo que se le había hecho a John Dresser clamaba por una aproximación desinteresada de todas las partes involucradas en la investigación, el arresto y el juicio. Sin ese tipo de aproximación en esas cuestiones, estamos condenados a pender de nuestra ignorancia, creyendo que la tortura y el asesinato de un niño a manos de otros niños es algo normal.
No tenemos que perdonar el crimen, como tampoco tenemos que justificarlo. Lo que sí necesitamos es ver la razón de tal acto para prevenir que ocurra de nuevo. Cualquiera que fuera la verdadera causa que se encontraba en las raíces de la abyecta conducta de los niños ese día, no se presentó en el juicio, porque no había necesidad de que se presentara. La función de la Policía era arrestarlos. Más aun, su función era hacer que los arrestaran y organizar las pruebas, los testimonios de los testigos y las confesiones de los chicos para la acusación. Por su parte, el trabajo de la acusación era obtener una condena. Y como cualquier tipo de atención terapéutica psicológica o psiquiátrica a los chicos estaba prohibida por ley, cualquier defensa que se construyera alrededor de su conducta tenía que contar con los intentos de los abogados defensores en cargar la culpa de un chico a otro o incrementarla según las pruebas o testigos que la acusación pública presentara ante el jurado.
Al final, por supuesto, nada de esto tuvo importancia. La preponderancia de pruebas contra los tres chicos hizo que el resultado del juicio fuera inevitable.
Los niños que han sufrido abusos cargan con ellos a lo largo del tiempo. Es uno de los terribles dones que se perpetúan. Todos los estudios al respecto subrayan tal conclusión, aunque esta notable información no fue parte del juicio de Reggie Arnold, Michael Spargo y Ian Barker. No pudo haber aparecido, en parte por la ley criminal, pero también por la sed (podríamos decir la sed de sangre) de que se hiciera algún tipo de justicia. El juicio los encontró culpables sin ningún tipo de duda. Era responsabilidad del juez determinar el castigo.
Al contrario que en países más avanzados socialmente, donde los niños acusados de crímenes permanecen bajo la custodia de sus padres, de padres adoptivos o de algún tipo de tutor que suele ser un apoyo a puerta cerrada, a los niños criminales en el Reino Unido se les encierra en «unidades de seguridad» pensadas para acogerles antes de que se enfrenten al juicio.
Durante el juicio, los tres chicos iban y venían cada día de tres unidades de seguridad separadas (en tres furgonetas blindadas que tenían que protegerlos de la oleada de gente que les esperada en el Tribunal Real de Justicia), y mientras duraba la sesión del juicio, se sentaban en compañía de sus asistentes sociales en un banquillo diseñado especialmente para ellos y construido de tal modo que sólo tuvieran visión desde un lado, y poder ver así únicamente el proceso. Se comportaron correctamente durante este, aunque en ocasiones parecían cansados. A Reggie Arnold se le dio un libro para colorear, con el cual se entretuvo durante los momentos más tediosos. Ian Barker se mantuvo estoico durante la primera semana, pero al final de la segunda semana, no paró de mirar la sala como si buscara a su madre y a su hermana. Michael Spargo hablaba frecuentemente con su asistente social, quien solía rodearle con el brazo y le dejaba que apoyara su cabeza en su hombro. Reggie Arnold lloraba. De manera frecuente, mientras los testigos declaraban, los miembros del jurado miraban a los acusados. Fieles a su obligación, no pudieron evitar pensar cuál era exactamente su deber en la situación en la que se encontraban.
El veredicto de culpabilidad se dictó al cabo de, solamente, cuatro horas. La decisión sobre el castigo tardaría dos semanas.