Con la presencia de vehículos de la Policía, vehículos del Departamento Forense, una ambulancia y docenas de agentes de la ley en los alrededores de la obra en construcción abandonada de Dawkins, era sólo cuestión de minutos antes de que llegase la prensa y toda la comunidad se enterase de que en ese lugar se había encontrado un cadáver. Aunque los esfuerzos de la Policía local para controlar el flujo de información fueron realmente admirables, la naturaleza del crimen era difícil de ocultar. Por lo tanto, el estado superficial del cuerpo sin vida de John Dresser y el lugar exacto donde había sido hallado fueron detalles ampliamente difundidos y conocidos antes de que transcurrieran cuatro horas. También fue ampliamente se conoció y se informó sobre el arresto de tres chicos (sus nombres no revelados por razones obvias) que estaban «ayudando a la Policía en sus pesquisas», algo que era desde hacía mucho tiempo un eufemismo para «sospechosos del caso».
El anorak color mostaza de Michael Spargo le había convertido en alguien identificable para aquellas personas que le habían visto ese día en Barriers. Tanto la prenda como él mismo eran visibles las cintas de videovigilancia y reconocibles no sólo para los testigos que se presentaron con descripciones de él, sino también para su vecindario. La indignación de la comunidad llevó rápidamente a una multitud amenazadora ante la puerta de la casa de los Spargo. Al cabo de treinta y seis horas la situación provocó que toda la familia fuese sacada de Gallows e instalada en otra parte de la ciudad (y, una vez concluido el juicio, llevada a otra parte del país) bajo un nombre falso. Cuando la Policía llegó en busca de Reggie Arnold e Ian Barker, las consecuencias fueron las mismas y sus familias tuvieron que ser trasladadas también a otros puntos del país. De todos ellos, sólo Tricia Barker ha hablado con la prensa durante los años siguientes, habiéndose negado rotundamente a cambiar su nombre. Se ha especulado con que su cooperación está relacionada con obtener publicidad para una ansiada aparición en un programa de telerrealidad.
Podría decirse sin temor al equívoco que las horas de interrogatorios con los tres chicos en los días subsiguientes revelan muchas cosas acerca de su psicopatología y de la disfunción de sus familias. De los tres, todo parecería sugerir en la superficie que Reggie Arnold procedía de una situación familiar más sólida porque, en cada una de las entrevistas, tanto Rudy como Laura Arnold estuvieron presentes, acompañados del detective encargado del interrogatorio y de un asistente social. Pero de los tres chicos, Reggie —no debe olvidarse este dato— exhibió los signos más claros de perturbación interna según sus maestras, y los ataques de ira, la histeria y las actividades autodestructivas que caracterizaban su experiencia en clase se volvieron más pronunciados a medida que se llevaban a cabo los interrogatorios, y cuando se hizo patente para Reggie que cualesquiera manipulaciones que hubiese empleado en el pasado para escapar de un problema no funcionarían en la situación en la que ahora se encontraba.
En la cinta, al principio su voz es embaucadora. Luego se convierte en un gemido. Su padre le dice que se siente erguido en la silla y «sé un hombre, no un ratón», mientras que su madre solloza diciendo lo que Reggie «nos está haciendo a todos nosotros». El foco permanece invariablemente sobre ellos mismos: cómo les está afectando la exigencia de la situación de Reggie. Parecen no darse cuenta no sólo de la naturaleza del crimen por el que su hijo está siendo interrogado y de lo que ello indica acerca del estado mental del chico, sino también del peligro al que se enfrenta. En un momento dado, Laura le dice que «no puedo estar sentada allí todo el día mientras tú gimoteas, Reg», porque «tengo que pensar en tu hermano y tu hermana, ¿es que no lo entiendes?». Más preocupante es que ninguno de ellos parece percatarse de nada cuando las preguntas formuladas a Reggie comienzan a centrarse en la obra en construcción de Dawkins, en el cadáver de John Dresser y en lo que las pruebas encontradas en ese lugar sugieren sobre lo que la ha sucedido a John Dresser. El comportamiento de Reggie se altera —incluso las repetidas pausas e intervenciones por parte del asistente social no consiguen tranquilizarle—, y si bien resulta evidente que probablemente está implicado en algo horroroso, sus padres no parecen tener conciencia de ello, ya que continúan tratando de amoldar la conducta de su hijo a algo que ellos pueden aprobar. En esta actitud vemos la propia esencia del padre narcisista, mientras que en Reggie vemos el extremo al que puede llevarle la reacción de un hijo a este tipo de educación.
Ian Barker se enfrenta a una situación similar a la de Reggie, aunque permanece impasible durante los interrogatorios. Es sólo a través de sus posteriores dibujos durante las sesiones con un psiquiatra infantil cuando se revelará el alcance de su participación en el crimen. Mientras se le interroga, él mantiene su historia de que «no sabe nada acerca de ningún bebé», incluso cuando se le muestra la cinta de videovigilancia y se leen las declaraciones de los testigos que le vieron en compañía de los otros dos chicos y de John Dresser. Durante todo este tiempo, su abuela no deja de llorar. Se la puede oír en la cinta, ya que sus sollozos se elevan periódicamente; los murmullos del asistente social de «Por favor, señora Barker» no consiguen calmarla. Sus únicos comentarios son: «esta es mi obligación», pero no hay indicio alguno de que ella perciba la comunicación con su nieto como parte de esa obligación. Aunque la mujer, comprensiblemente, debe de haber experimentado una enorme sensación de culpabilidad por haber abandonado a Ian al inadecuado y a menudo abusivo cuidado de su madre, no parece relacionar este abandono y el abuso emocional y psicológico posteriores con lo ocurrido a John Dresser. Por su parte, Ian nunca pregunta por su madre. Es como si supiera con antelación que estará solo durante la investigación, apoyado principalmente por un asistente social a quien no conocía de nada antes del crimen.
En cuanto a Michael Spargo, ya hemos visto que el abandono de su hijo por parte de Susan Spargo se produjo casi en el acto, durante su primer encuentro con la Policía. Este hecho también era acorde con el resto de su vida: la marcha de su padre de casa debió de haber tenido un profundo efecto sobre todos los chicos Spargo; el alcoholismo de su madre y sus otras carencias no habrían hecho más que exacerbar la sensación de abandono en Michael. Sue Spargo ya se había mostrado incapaz de poner fin al abuso violento entre sus nueve hijos. Es probable que Michael no tuviese ninguna esperanza de que su madre fuese capaz de impedir ninguna otra cosa que pudiese pasarle a él.
Una vez que fueron arrestados, a Michael, Reggie e Ian se les interrogó en repetidas ocasiones, hasta siete veces en un mismo día. Como puede imaginarse, teniendo en cuenta la enormidad y el horror del crimen cometido, cada uno de ellos señaló con el dedo a los demás. Había ciertos hechos que ninguno de los chicos discutió en absoluto —particularmente aquellos relacionados con el secador de pelo robado en la tienda de todo a un euro—, pero basta con decir que tanto Michael Spargo como Reggie Arnold eran conscientes de la perversa naturaleza de lo que habían hecho. No obstante sus protestas iniciales de inocencia, las numerosas referencias a «las cosas que le hicieron a ese bebé» junto con su creciente desasosiego cuando se trataban determinados temas (y, en el caso de Reggie Arnold, el repetido e histérico ruego a sus padres de que no le odiasen) nos confirman que ambos conocían perfectamente cada límite de propiedad y humanidad que habían cruzado durante el tiempo que estuvieron con John Dresser. Por otra parte, Ian Barker permaneció inconmovible, estoico hasta el final, como si las circunstancias de su vida le hubiesen despojado no sólo de su conciencia, sino también de cualquier sentimiento de conmiseración que, de otro modo, pudiera haber tenido hacia otro ser humano.
«¿Entiendes lo que es una prueba forense, muchacho?» fueron las palabras que abrieron de par en par la puerta a la confesión, porque una confesión era lo que la Policía quería obtener de esos chicos; es una confesión lo que la Policía quiere de todos los criminales. Después del arresto de los chicos, se recogieron los uniformes de la escuela, los zapatos y la ropa de abrigo para su examen; más tarde, las pruebas obtenidas de estos artículos no sólo les situaban en la obra en construcción abandonada de Dawkins, sino también en compañía de John Dresser en los terribles momentos finales del pequeño. Los zapatos de los tres chicos presentaban salpicaduras de sangre del niño; fibras de sus ropa fueron recogidas no sólo en el mono azul de John, sino también en su pelo y en su cuerpo; las huellas dactilares de los tres estaban en el secador de pelo, en una tubería de cobre de la obra en construcción, en la puerta del lavabo portátil, en el asiento del váter y en las pequeñas zapatillas blancas de John. El caso contra ellos se abrió y se cerró, pero en los primeros interrogatorios, la Policía, por supuesto, no podía saber eso, ya que las pruebas aún no habían sido analizadas.
Tal como finalmente entendió la Policía y tal como convinieron los asistentes sociales, una confesión de los tres chicos serviría varios propósitos. Por una parte, activaría la recientemente aprobada Ley de Desacato en la Corte, poniendo fin de este modo no sólo a las crecientes e histéricas especulaciones de los medios de comunicación en relación con el caso, sino a cualquier posibilidad de que detalles perjudiciales para el juicio fuesen filtrados a la opinión pública. También permitiría que la Policía centrase su atención en construir cualquier tipo de caso contra los chicos que intentara presentar ante los fiscales de la Corona. Proporcionaría, a su vez, el material necesario a los psicólogos para que llevasen a cabo una evaluación de los chicos. La Policía, en conjunto, no consideró el valor de una confesión como algo que correspondiese a la curación de los chicos. Para todo el mundo resultaba evidente que había «algo profundamente malo en todas las familias» (palabras del superintendente Mark Bernstein en el curso de una entrevista celebrada dos años después del juicio), pero la Policía no consideró que fuese su obligación aliviar el daño psicológico y emocional causado a Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold en sus propios hogares. No hay duda de que no se les puede culpar por ello, a pesar del hecho de que la naturaleza demencial del crimen revela una profunda psicopatología en todos ellos. Porque la tarea de la Policía era llevar a alguien ante la justicia por el asesinato de John Dresser y, de este modo, aportar algo de consuelo a sus desconsolados padres.
Como se podría sospechar, los chicos comenzaron por acusarse mutuamente una vez que se les informó de que el cadáver de John Dresser había sido localizado y de que, en las proximidades del lavabo portátil se habían encontrado desde huellas de pisadas hasta materia fecal y que los criminólogos analizarían estas pruebas que, sin duda, estaban relacionadas con los secuestradores del pequeño. «Fue idea de Ian que nos llevásemos al crío», son las palabras de Reggie Arnold, quien dirige su grito no al Policía que le está interrogando, sino a su madre, a quien le dice: «Mamá, yo nunca. Nunca me llevé a ese crío». Michael Spargo acusa a Reggie, e Ian Barker no dice nada hasta que le informan de la acusación de Reggie, y en ese punto dice: «Yo quería ese gatito, eso es todo». Los tres comienzan a protestar ya decir que ellos no le hicieron daño a ningún bebé. Michael es el primero en admitir que ellos «quizás le llevaron fuera de Barriers para dar un paseo o algo, pero sólo fue porque no sabíamos de dónde era».
A los tres se les insiste para que digan la verdad. «La verdad es mejor que mentir, hijo», le dice varias veces a Michael Spargo su entrevistador. «Tienes que hablar. Por favor, cariño, tienes que hablar», le dice su abuela a Ian Barker. Reggie es aconsejado por sus padres: «escúpelo, ahora, como algo malo que tienes en el estómago y debes eliminar». Pero toda la verdad es algo abominable que los chicos temen abordar. Sus reacciones ante tales requerimientos ilustran cómo se resisten a hablar.