Capítulo XXX
Celebración
Año 4640ee.
Lugar: Mar del Japón. Vieja Tierra.
El acto había sido concebido para dejar en miles de millones de espectadores una huella imborrable. De vez en cuando se requería una celebración con toda su pompa y boato para sacudir las conciencias, unir a una ciudadanía políticamente un tanto abúlica en torno a un símbolo, a una causa común.
El lugar elegido no podía ser más emblemático: Nuevo Kyoto, en el planeta que vio nacer a la Humanidad. La gran isla artificial en pleno mar del Japón simbolizaba la fusión de lo antiguo con lo nuevo, la continuidad de la civilización: réplicas de monumentos clásicos nipones, que habían sobrevivido a milenios de terremotos y tsunamis, sobre una plataforma flotante que constituía una obra magna de ingeniería vanguardista.
En la Explanada de la Paz Inmarcesible se habían erigido unas gradas para las autoridades locales y los miembros del C.S.C. La ocasión lo merecía. Ogoday Pashin y Calímaco Silva iban a ser nombrados a título póstumo héroes de la Corporación. Mártires, mejor dicho.
Tras algunas discusiones en el seno del C.S.C., se decidió hacer pública la existencia de focos rebeldes imperiales, los cuales estuvieron en un tris de provocar una gran masacre entre la población civil. La historia, por supuesto, fue retocada y ensalzada con tintes dramáticos en los principales informativos oficiales. Irma Jansen en persona se cuidó de ello. Siempre era grato disponer de un enemigo que metiera miedo a la población, que la mantuviera alerta. Así, la mayoría aceptaba de buen grado un incremento en las medidas de control por parte del Gobierno. Últimamente, la Red se estaba tornando muy permisiva.
El acto en sí consistía en una serie de discursos, actuaciones de cantantes, danzas clásicas y la inauguración de un monolito en memoria de los dos agentes secretos sacrificados para salvar a sus compatriotas. El mensaje subliminal quedaba claro: la Corporación velaba por los suyos al precio que fuere.
Irma Jansen estaba muy satisfecha. Aquello representaba la culminación de toda una vida. El Imperio, el gran enemigo, estaba definitivamente liquidado. Algunos individuos molestos que sabían demasiado habían sido retirados de la circulación. Un futuro de estabilidad se abría ante ella. Todas las variables se hallaban bajo control. Ése era el auténtico objetivo, su gran sueño: eliminar las incertidumbres para siempre.
Contempló la Explanada. En esos momentos, un coro entonaba las últimas estrofas del antiquísimo Himno a la Alegría de Beethoven. Un público selecto daba color al evento, mientras que las fuerzas del orden, estratégicamente emplazadas, velaban por la seguridad de tanto pez gordo. Lucía el sol, soplaba una brisa agradable y las gaviotas volaban en lo alto como saetas blancas. Ah, qué hermosa era la culminación del triunfo.
Por un breve momento pensó en Beni y Uhuru. Sabían demasiado acerca de los secretos de la Corporación. Constituían un incómodo factor de incertidumbre, ergo sobraban. Desde que los envió a aquel mundo perdido, no habían dado señales de vida, tal como estaba previsto. Le contó a Demócrito que después de aquella misión viajaron a otro lugar remoto, para atar algunos cabos sueltos del asunto de Base Faulkner. El ordenador se había tragado el engaño. Parecía encariñado con aquellos dos. En algún momento del futuro cercano debería ocuparse de él. Un ordenador biocuántico carente de sistemas de control era demasiado poderoso e imprevisible. Ya tenía un plan en mente para liquidar el problema, quizá el último escollo que le quedaba para lograr una paz inmarcesible, como la que daba nombre a la Explanada. La vida era bella y el horizonte despejado, sí.
Entonces algo nubló el sol, al tiempo que una oleada de aire caliente azotaba a los espectadores. Y por primera vez en muchos, muchos años, Irma Jansen, la que todo lo dominaba, quedó completamente atónita.
La Explanada de la Paz Inmarcesible estaba dominada por una astronave de guerra que había surgido de la nada. En sus costados, bien hermosas, lucían las insignias imperiales. El nombre de la inesperada intrusa podía leerse con claridad: Cuchulainn. Los domos que protegían el armamento estaban abiertos y, como le informó a Jansen un técnico medio histérico a través del receptor craneal, portaba varias cabezas nucleares armadas y listas para detonar.
La presidenta del C.S.C. era incapaz de reaccionar. Todos sus sueños, sus planes tan sutilmente pergeñados… Aquello no podía estar pasándole a ella.
La Cuchulainn descendió majestuosamente, maniobrando con las toberas auxiliares y los repulsores agrav, y se posó a pocos metros del palco de autoridades. Muchas de éstas creyeron que aquello formaba parte del espectáculo, y aplaudieron a rabiar. A quienes sabían de qué iba en realidad, la camisa no les llegaba al cuerpo. Las tropas que había en Nuevo Kyoto se prepararon para actuar, pero ¿qué podían hacer contra aquella amenaza súbita, capaz de volarlo todo en cuanto le apeteciera?
La incertidumbre duró poco. Se abrió un portón en el fuselaje de la nave imperial, una pasarela bajó hasta el suelo y empezó a salir gente.
* * *
—¡Huy, qué bonito es esto! ¿Ha visto cómo van vestidos esos tipos del fondo, doña Perse? Y el mar… ¡Pero si es azul! Pues anda que el cielo… ¿Quién iba a decir que fuera tan grande? ¡Y unos bichos blancos que vuelan! ¡Mírelos, mírelos!
—Calla, Remigia. Debemos causar buena impresión; se supone que somos embajadores. Y tú, Teo, no te quedes boquiabierto, que vamos a parecer de pueblo.
Perseveranda miró de reojo a la escolta de marines imperiales que flanqueaban la pasarela. Por mucho que ya no fueran hostiles, le seguían cayendo fatal. Bajó muy seria, vestida de negro de la cabeza a los pies, en una silla agrav que conducía con soltura. Hasta que las piernas no le volvieran a funcionar, era un sustituto bastante aceptable. Junto a ella, la señora comisaria Remigia Pla lucía sus mejores galas, un tanto estridentes para su gusto, pero que no desentonaban al compararla con algunos figurines de entre el público. Su hermano, pobre alma cándida, no había parado de alucinar con las novedades tecnológicas desde que abandonaron Alejandría.
Detrás de aquel pintoresco trío salió otro. Beni parpadeó cuando la luz solar incidió en sus ojos. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. A su diestra caminaba Uhuru. Se la veía animada. A la izquierda, en otra silla agrav, los acompañaba lord Moone. El imperial echó una ojeada al monolito conmemorativo.
—Así que están homenajeando a aquel par de agentes secretos que liquidamos en Algol. Menudos fracasados… Que en paz descansen —miró a su alrededor—. Pena. Se merecían ustedes que hubiésemos arrasado esto de un bombazo.
—Bueno, siempre le quedará la satisfacción de saber que técnicamente pudo hacerlo, aunque finalmente decidimos respetar vidas y haciendas. Al menos, el susto no se lo quita nadie —dijo Uhuru.
—En eso estamos de acuerdo. —Beni sonrió, complacido—. Me sé de algunos que habrán recibido una severa cura de humildad.
—Ha sido una llegada teatral, a lo grande —admitió Moone—, aunque lo del lazo rosa no se lo perdonaré jamás. No es serio; mi nave tiene su dignidad, ¿sabe?
—Aguántese; haber ganado la pelea. Era una promesa —añadió, a modo de excusa.
—Mirad, ahí está Jansen —señaló Uhuru—. De acuerdo, contribuyamos al magno espectáculo. ¿Creéis que las cámaras seguirán grabando?
—A decir verdad, me importa un huevo.
—Esa boca, don Benigno —gruñó Perse—. Por cierto, a las autoridades se las ve muy quietas.
—Tener delante de las narices a una corbeta imperial con las armas prestas resulta la mar de persuasivo a la hora de ser corteses con unos recién llegados —apostilló Moone, con malicia.
Sin ser molestados, subieron hasta el palco de autoridades. Puede que se debiera al efecto disuasorio de la Cuchulainn o al desconcierto reinante, pero Irma Jansen seguía inmóvil, como una estatua, sin reaccionar. Beni recorrió con la vista a todos aquellos aterrorizados mandamases, al tiempo que sacaba algo de su bolsillo y lo exhibía: un bloque de memoria biocuántica. Una consejera asintió, y Beni reconoció el disfraz que Demócrito llevaba la última vez que lo vieron, a bordo de la Turanga Leela. Le arrojó el bloque, y el ordenador lo asimiló en un instante. Su bello rostro artificial frunció el ceño. Miró con severidad a la presidenta.
—Cuán instructivo. Irma, está muy feo tratar de matar a mis amigos. Muy, pero que muy feo.
Jansen no movió un músculo. Mientras, Beni se aclaró la garganta y se dirigió a los presentes:
—Damas, caballeros y andróginos (bueno, y ordenadores; seamos políticamente correctos): lamento comunicarles que Base Faulkner no se encontraba en Algol. Aquello fue un brillante señuelo. La tienen ustedes a sus espaldas, a bordo de esa corbeta imperial.
Se permitió una pausa dramática, mientras los murmullos se extendían entre el público. Los que creían que aquello formaba parte del espectáculo batían palmas, excitados. ¡Qué golpe de efecto tan bien llevado!
—Estás disfrutando como un enano, Beni —transmitió Uhuru.
—Concédeme mi pequeño momento de gloria, querida.
—De acuerdo, pero no sobreactúes o lo echarás todo a perder. De lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso.
—¿Viste el careto que se le ha quedado a Jansen? Sólo por eso ha merecido la pena nuestro calvario. En fin, prosigamos.
Beni tendió la mano hacia quienes le acompañaban.
—Antes de abrumarlos con detalles, permítanme unas presentaciones. Tengo el honor de escoltar hasta ustedes a una delegación de la Ciudad Libre de Alejandría, encabezada por doña Perseveranda Desmaziéres. No representan a una población numerosa, pero desean acogerse a la tutela de la Corporación. Una teocracia enemiga los amenaza. Teniendo en cuenta su papel en el asunto que nos ocupa, creemos que sus demandas deberían ser atendidas a la mayor brevedad.
—Lo serán —dijo Demócrito.
—Excelente. A continuación, les presento a lord Moone, máximo dirigente de lo que queda del Imperio.
Beni se permitió otra pausa, para observar cómo reaccionaba el personal. Moone hizo la mínima reverencia que le permitía la cortesía. Entre las autoridades corporativas hubo división de opiniones: desconcierto, sorpresa o desagrado.
—Lord Moone acude ante ustedes no como prisionero, sino a título de aliado. Combatimos entre nosotros por el control de Base Faulkner, pero una nueva amenaza logró que nos uniéramos contra un enemigo común. Acordamos la necesidad de enterrar el hacha de guerra. El peligro Alien es prioritario. Debemos afrontarlo juntos.
—Ahora sí que la has organizado buena —le dijo Uhuru—. Los has aterrorizado de veras.
—Que les den morcilla. Nos lo deben.
—Esta vez te has pasado —Demócrito había vuelto a sintonizar el canal privado—, pero es un placer veros con vida. Parece que mi clon, pese a sus limitaciones, dio la talla.
—No podría haberlo hecho mejor, viejo amigo. Por cierto, se admiten sugerencias para que después de esto no nos envíen derechitos ante un pelotón de fusilamiento. Ya me pasaron por las armas una vez, y preferiría no repetir la experiencia.
—Yo me ocupo de los detalles. Hablando de otra cosa, me entran ganas de propinarle una colleja a Irma. Se ha quedado catatónica…
—Huy, qué pena me da.
—Venga, di tus últimas palabras al público y acto seguido retiraos discretamente, para que pueda controlar la situación y evitar daños colaterales. Ah, en cuanto podáis, desconectad las espoletas de las nucleares.
—Una vez que estemos seguros, Demócrito. —Beni siguió en voz alta—. Damas, caballeros, etcétera, ha sido un placer dirigirme a tan augusta asamblea. Pásenlo bien. Por nuestra parte, creo que nos hemos ganado unas merecidas vacaciones.
Hubo aplausos por parte de quienes creían que se trataba de un numerito preparado, y también por algunos viejos colegas de Beni que habían triunfado en el mundo de la alta política. Beni saludó y se dirigió a sus compañeros.
—Ahuequemos el ala. Demócrito vela por nuestros pellejos, al igual que otros amigos en el C.S.C. Me dicen por el transmisor que nos han reservado varias suites en el mejor hotel de Nuevo Kyoto. Y usted, Moone, por si acaso, no desactive las armas de la Cuchulainn hasta nuevo aviso.
—De mil amores —miró a su alrededor—. ¿Saben? Puede acabar por gustarme esto.
—Lo que no veo es ninguna iglesia —dijo Perse, un tanto preocupada.
—Lamento informarle que en la Vieja Tierra hace milenios que acabamos con curas, imanes, rabinos, lamas, chamanes, santones, gurús y similares —le respondió Beni.
—Virgen Santísima, un mundo de ateos —se santiguó, escandalizada.
—Pruebe a evangelizarlo —propuso Moone, zumbón—. Así tendrá en qué entretenerse.
—Usted, no meta cizaña. Y tú, Remigia, no te rías por lo bajo, que me he dado cuenta.
Abandonaron el palco y volvieron a pasar junto a la Cuchulainn. Beni alzó la vista.
—Una duda me corroe, Moone. ¿Cómo se le ocurrió bautizar así a sus naves de guerra? Los viejos acorazados imperiales tenían unos nombres de lo más pretencioso: Courageous, Victorious, Stronghold of Unconquered Chastity…
—Me gusta la mitología celta. Además, ese toque de paganismo fastidiaba a los sacerdotes y aquí, entre nosotros, estaba hasta los mismísimos de ellos. Por cierto, antes de que nos separemos, acláreme algo. ¿No será usted el mismo Benigno Manso que en Tau Ceti…?
Y así, discutiendo animadamente, la compañía abandonó la Explanada de la Paz Inmarcesible, dejando a sus espaldas unas tropas y policías con los testículos de corbata, unos consejeros preocupadísimos, una presidenta hierática y un público que hacía cábalas acerca de la próxima sorpresa que habrían preparado los organizadores de aquella memorable celebración.
* * *
El balcón de la suite ofrecía unas vistas soberbias hacia levante. El País del Sol Naciente hacía honor a su nombre. El astro rey se recortaba en la costa de la isla de Honshu como una enorme bola color de sangre. La contaminación ambiental otorgaba al alba unos matices anaranjados sobrecogedoramente bellos.
Dos figuras se reclinaban en la barandilla, gozando del espectáculo.
—Ese sol tan rojo me recuerda la insignia que lucían los aviones de este país en la II Guerra Mundial No recuerdo cómo la denominaban en japonés clásico; sus enemigos americanos la llamaban albóndiga.
—Muy romántico, Beni. Me pregunto si ha sido una buena idea la de compartir habitación contigo.
—Tampoco hemos hecho nada del otro jueves esta noche, Uhuru. Sólo hablar, hablar, hablar y saquear el minibar.
—Ya, pero al paso que vamos, acabaremos estrenando la cama, y no sé… De acuerdo, en última instancia fue culpa de Jansen, por manipular tu mente, pero han sido tantos años de pasarlo fatal que he escarmentado. Además… —vaciló.
—Dilo sin tapujos: temes que mi actitud hacia ti no sólo se debiera a que me trastearan los sesos, sino a mi maldad intrínseca.
Guardaron silencio, mientras el sol ascendía pausadamente por el firmamento. Las gaviotas empezaban a dejarse oír, en su eterna búsqueda de comida. La brisa agitaba los cabellos de Uhuru como seda negra al viento. La luz matinal iluminaba su piel perfecta, suave. Parecía tan fuerte, a la par que vulnerable… Beni la quería tanto que casi dolía. Se sintió como Beren la primera vez que contempló a Lúthien danzando junto al Esgalduin al atardecer. Le pasó el brazo sano por la cintura. Ella no se opuso.
—Puede que en el fondo yo sea una mala bestia; lo admito. Pero te quiero. Y en cuanto al miedo al fracaso, a que te defraude, a otro batacazo… Podemos extraer alguna enseñanza de todo lo que pasó en la nave Alien. Por muy insalvables que se nos antojen las dificultades, si intentamos vencerlas, si no nos rendimos a priori… Eso es lo que en verdad importa. En caso contrario, hasta la muerte nos reconcomerán las dudas, la sensación de haber dejado pasar una oportunidad, de actuar como unos cobardes. Y a veces, contra pronóstico, las cosas salen bien, cuando el Destino mira para otro lado. ¿Querrás que lo intentemos otra vez?
Ella lo miró a los ojos y ahora sí, sonreía.
—Probablemente me arrepienta de esto, pero qué demonios, tengo la impresión de que no me aburriré en el futuro próximo. ¿Qué tal si bajamos a desayunar y luego estrenamos la cama?
—Estoy un poco oxidado y el brazo en cabestrillo no ayuda mucho, pero espero dejar el pabellón bien alto. Eso sí, antes del achuchón, probemos el jacuzzi. Puesto que paga el Estado, aprovechémoslo. A saber cuándo nos veremos en otra semejante.
—Fuera miserias. Por cierto, me pregunto qué será de Irma Jansen. ¿Estará acabada después del espectáculo que organizamos en su honor, o un animal político como ella logrará prevalecer sobre Demócrito? En tal caso, démonos por muertos.
—Pues vivamos como si fuera el último día.
Y agarrados del brazo dejaron la suite, camino del ascensor.
F I N