Capítulo XVIII
E Pluribus Unum

Año 4639ee.

Lugar: Astropuerto de segunda Emperador Adriano V el Exegeta . Algol.

La llegada de Ogoday a Algol Fue más modesta que la de su colega: a bordo del crucero sideral Verano Azul, especializado en acarrear masas de turistas de medio pelo a bajo coste. A los nativos, aquello les hacía tanta gracia como una plaga de termitas famélicas; muchos de ellos ni siquiera se molestaban en ponerles buena cara. El orgullo se resentía frente a aquella invasión de los nuevos bárbaros.

Ogoday pasó entre aquel rebaño como uno más, con una identidad ficticia que le duró apenas unos minutos. Fue justo el tiempo de visitar los servicios de un bar muy concurrido y encerrarse en un cubículo. Su ropa y pertenencias cambiaron de color, y lo mismo hicieron sus ojos y pelo. Con más calma, y mientras daba un paseo por la zona comercial del astropuerto, usó su habilidad como mut químico para alterar los marcadores de ADN en las células epidérmicas. Así se acomodó a una de las personalidades que las tarjetas de Calímaco habían introducido en los archivos de la Policía de Algol. Ya no era un turista, y el rastro de este último fue borrado por los programas espías corporativos.

Bajo su nuevo papel de empleado de banca, Ogoday tomó un cohete de cercanías que lo dejó en una colonia orbital donde residían funcionarios y clase media. Con su tarjeta de identidad, más las feromonas que segregaba para caer simpático, no tuvo problemas para alquilar un apartamento donde refugiarse y trazar un plan de acción.

Primeramente debía hacerse cargo de la situación. Su tarjeta recogió los datos proporcionados por los espías que sembró Calímaco. Los estudió a conciencia y meditó sobre ellos. Había zonas de sombra en la red de Algol, mas ¿dónde se ubicaban físicamente? Una vez diera con una de ellas, podría agenciárselas para extraer la información, pero el problema era encontrarla.

El lugar más obvio para empezar las pesquisas sería alguna de las compañías de construcción aeroespacial. Al multimillonario Héctor Macanás le habían dado largas, y lograron que no visitase ningún astillero o naviera, a pesar de la necesidad de inversiones extranjeras que padecía Algol. Rebuscó en unas páginas amarillas. ¿Por cuál empezar? ¿Una de las grandes, de ésas que exhibían anuncios a doble pantalla? ¿O una de las más inconspicuas? Se decidió por la primera opción. Allí habría más posibilidades de esconder algo gordo, y un espía astuto podría pasar desapercibido con mayor facilidad.

La Gran Compañía Aeroespacial La Saeta Rubia tenía su sede en unos asteroides del cinturón, en una zona relativamente tranquila. Consistía en varios módulos excavados en rocas dispersas, unidos por un sinfín de tuberías y conexiones que daban al conjunto un aspecto como de ovillo deshilachado. La aproximación de Ogoday fue cauta. Cambiando aleatoriamente de personalidad, logró acceder a los archivos con las fichas personales de los empleados, las cuales estudió exhaustivamente. Hizo una preselección de individuos a abordar, en concreto varones solteros y sin familia, y procuró verlos en persona. Fue fácil, ya que solían ser asiduos visitantes de bares y locales de esparcimiento.

Ninguno de los que abordó guardó luego recuerdo de él. Las drogas que el mut químico sintetizaba se encargaban de ello. Para mayor seguridad, los programas espía se encargaban del resto, borrando grabaciones de cámaras de seguridad y efectuando diversas labores de ocultación.

Al cabo de unos días, Ogoday ya había elegido a su presa. Comenzaba la caza.

* * *

Seymour Hicks no podía creer su suerte.

Seis años llevaba de supervisor de seguridad en La Saeta Rubia, sufriendo en silencio. Todos sus compañeros de trabajo se las daban de abiertos, tolerantes y comprensivos, pero en el fondo lo despreciaban o, lo que resultaba aún más mortificante, le tenían lástima. Malditos homófobos. Durante los años de tutela del Nuevo Imperio, las autoridades de Algol habían observado una moralidad rigurosa, primando la familia nuclear y los enlaces heteros. Después de la Guerra Relámpago, la Corporación había derogado las leyes discriminatorias, pero la inercia social resultaba asfixiante. La gente no se atrevía a salir del armario. Seymour se arrepintió más de una vez de haberlo intentado.

A efectos prácticos, sólo podía encontrar una pareja afín pagando, y por horas. Aparte de lo insatisfactorio de la situación, eso costaba dinero, y su sueldo no daba para demasiadas alegrías. De seguir así, nunca podría ahorrar lo suficiente para pagarse un billete a algún mundo corporativo menos cerril.

Pero ahora… Mientras marchaba de camino a casa, se pellizcó para comprobar que no se trataba de un sueño. Iba acompañado del hombre más gentil que imaginarse pudiera, poco menos que su ideal: moreno, ojos negros, delgado, guapo e inteligente. Su charla parecía propia de alguien culto, pero que no presumía de serlo ni le abrumaba con su sapiencia. Era cariñoso, atento, lo hacía sentirse a uno importante… Y le gustaban los hombres. O, al menos, le gustaba Seymour Hicks.

Aquel tesoro con piernas se llamaba Bruno, y ahora caminaba a su vera, rumbo al apartamento. Le había costado vencer su timidez. De hecho, Seymour no podía recordar en qué momento exacto de la velada le había propuesto que lo siguiera, pero tanto daba. «¿Ves, Seymour?», se dijo. «No te subestimes; has sido capaz de llevarte al huerto a una maravilla. Tienes más labia de la que crees».

Bruno le había confesado que sentía un poco de vergüenza. Seymour lo tranquilizó mientras andaban por la colmena asteroidal donde residía.

—En mi barrio no hay cámaras indiscretas, ni porteras chismosas. Cada uno va a lo suyo y no se mete en asuntos ajenos. Nadie sabrá que vienes conmigo.

Por fin llegaron al apartamento de Seymour. Era pequeñito, de apenas cincuenta metros cuadrados, pero lo mantenía muy pulcro, para causar buena impresión a unas visitas que nunca llegaban. Hasta hoy.

Por fin estaban solos. Bruno se había quedado de pie en el centro del saloncito, como si no supiera muy bien qué hacer. Seymour experimentó un agudo sentimiento de ternura, de afán protector. Se acercó, mientras pensaba que a veces la vida bajaba la guardia y ofrecía a los pobrecitos mortales una oportunidad de vencer, de ser felices. Esta vez no pensaba dejarla escapar, porque en caso contrario se estaría mortificando por ello hasta el fin de sus días.

Bruno lo miró a los ojos y sonrió. Seymour no había contemplado nunca nada tan hermoso. Su joven acompañante le acarició la mejilla, y Seymour ya no supo más.

* * *

Ogoday echó un vistazo al hombre que permanecía erguido frente a él, con una cara tan inexpresiva como un ladrillo e inmóvil, como si estuviese hecho de plástico rígido.

Había elegido bien, sin duda. Aquel pobre diablo no tenía familia que se entrometiera en sus asuntos. El vacío afectivo que experimentaba también había ayudado lo suyo a la hora de cazarlo. Conquistarlo fue un juego de niños, sobre todo si se contaba con el apoyo de drogas, feromonas y un talento natural para la seducción. Pero lo relevante era que ambos coincidían en estatura, peso y complexión física.

«Bueno, llegó la hora de ganarse el jornal». Con un sutil roce de dedos en la garganta, le inoculó a Seymour una dosis de suero de la verdad, combinado con diversos neurotransmisores que anularían su voluntad. Empezó el interrogatorio. Lo más urgente era hacerse con sus claves de acceso a la Red. La víctima obedeció con mansedumbre y así Ogoday pudo cerciorarse de que nadie más sabía que estaban en el apartamento.

El mut realizó una incursión al frigorífico y se preparó unos bocadillos. Debía reponer fuerzas por tanto gasto metabólico. Ya con la tripa llena y el espíritu en paz, regresó junto a Seymour. Le ordenó sentarse y le aplicó en la frente un artilugio que recordaba a una cajita plana y gris. Pese a su aparente simplicidad, era un prodigio de tecnología Alien modificada en los laboratorios corporativos. Fue cuestión de minutos que la personalidad, las vivencias de Seymour Hicks se copiaran y quedan a la disposición de Ogoday.

Ya tenía la mente del hombre; ahora necesitaba su cuerpo. Tomó una muestra de células, las cuales le servirían para imitar sus marcadores de ADN cuando tuviera que pasar por un escáner molecular. Luego desnudó a Seymour y trató de adoptar su apariencia. Fue un proceso lento y meticuloso, que combinó la habilidad de cambiar color de piel y pelo con prótesis de plasticarne. Al final, había dos gemelos en el apartamento. Estaba claro que uno de ellos sobraba.

Ogoday pensó en cómo y cuándo deshacerse de él. Podía aplicarle una droga preservadora, al estilo de las que empleaban las avispas cazadoras de arañas. Tan simpáticos insectos paralizaban a sus presas para que éstas sirvieran de alimento a las larvas. Él se limitaría a dejar el cuerpo aparcado en algún sitio y más tarde, una vez finalizada su misión, hacer que sufriera algún accidente. Sin embargo, no podía arriesgarse a que alguien, por azar, descubriera a aquel cacho de carne antes de tiempo. Por tanto, sintetizó un discreto ARN mensajero que acto seguido inyectó a Seymour. Las células de la víctima obedecieron las órdenes que aquella biomolécula les impartía y comenzaron a autodigerirse. Ogoday le pidió a Seymour que se sentara en el retrete. Éste así lo hizo, y tardó poco en empezar a licuarse. Cuando el proceso terminó, Ogoday sólo tuvo que empujar con la escobilla y tirar de la cadena. Los programas espía se encargaron de que los servicios de reciclado de materia orgánica del asteroide no detectaran nada anormal.

La suplantación se había iniciado con éxito. Ahora debía sacarle partido.

* * *

En La Saeta Rubia nadie se percató del cambiazo. Trabajó como de costumbre, siguiendo fielmente las pautas de comportamiento de Seymour. Al mismo tiempo, sin que sus compañeros se dieran cuenta, analizó la estructura organizativa de la empresa con la precisión de un microanatomista.

El organigrama de la compañía era muy complicado. Imperaba la descentralización, en forma de células de trabajo independientes, coordinadas por supervisores de áreas y subáreas. En suma, cada obrero o burócrata sólo pisaba una parte del complejo, y debía interactuar con un porcentaje relativamente reducido de compañeros. Nadie en La Saeta Rubia parecía tener una idea global de cómo funcionaba en su conjunto. Ogoday iba a intentarlo.

Resultó una tarea más ardua de lo que había supuesto, pero al final obtuvo todos los datos necesarios y se los pasó a un programa de análisis. Éste compiló las relaciones profesionales e interpersonales, además de ubicar a cada cual en su puesto. El resultado fue asombroso. Había algunas oficinas en las cuales nadie trabajaba, pero ningún empleado caía en la cuenta de ello, dada la descentralización existente. Aparentemente, no servían para nada. Ningún bit entraba o salía de ellas, y ni siquiera los equipos automáticos de limpieza las revisaban. Pero ahí estaban, ocupando un lugar en el sector B–5.

Ogoday anduvo con pies de plomo para no ser descubierto. Por supuesto, ni se le ocurrió arrimarse a ellas. No quería alertar al enemigo. Ordenó a los programas espía que mantuvieran una vigilancia constante de esas oficinas, a todos los niveles. Igual eran simplemente eso, cuartos vacíos, pero no lo creía.

Al cabo de unos días, la espera rindió sus frutos. Un sujeto alto y calvo entró en una de las oficinas y salió al cabo de un rato. Al mismo tiempo, los programas espías detectaron uno de los misteriosos pulsos de datos encriptados que surgían de ningún sitio, viajaban por la Red y se esfumaban en silencio. Demasiada casualidad.

El tipo calvo resultó ser un tal Anthony Murray, del departamento de suministros electrónicos. Ya tenía una nueva presa a la que acechar.

Unos pequeños cambios faciales e indumentarios lograron que Ogoday se convirtiera por un rato en un ciudadano vulgar que tropezó casualmente con Murray. El lugar elegido fue una lanzadera espacial. Los programas espía se las apañaron para que la máquina expendedora de billetes los colocara en asientos contiguos. En apariencia entablaron una conversación banal y más bien parca sobre deportes, pero resultó ser uno de los trabajos más finos que Ogoday hubiera hecho nunca.

Primero llevó a cabo un sondeo bioquímico en extremo prudente. En la Corporación, los espías y agentes dobles llevaban implantado un sistema molecular de seguridad. En caso de ser detectados por el enemigo, se activaba automáticamente y el cerebro quedaba convertido en gelatina. Así se evitaban confesiones embarazosas o indeseables. Quizá aquel tipo portara algo parecido pero, en tal caso, confiaba en detectarlo. En asuntos de manejo de biomoléculas, un mut como él carecía de rival.

Poco a poco, sin precipitarse, el sondeo se fue tornando más y más audaz. O no había sistema de seguridad, o éste había sido sorteado con éxito. Varios roces ocasionales con los dedos, unas pocas palabras susurradas, y misión cumplida.

Al bajarse de la lanzadera, Anthony Murray ya se había olvidado de su compañero de asiento, pero éste le había dejado un regalito en forma de sugestión posthipnótica. Al escuchar ciertas palabras, Murray se sentiría impelido a obrar de determinada manera, que luego sería borrada de su mente. En esencia, dejaría puertas abiertas y desvelaría claves de acceso. También hablaría en lugares discretos.

Al cabo de unas jornadas, Ogoday había triunfado. Murray resultó ser un don nadie, al cual pagaban para echar un vistazo a la oficina y, de vez en cuando, meter un chip de datos en el ordenador. No pudo localizar a los que enviaban transferencias bancarias a la cuenta de Murray por hacer aquel trabajo, pero por lo demás, no podía quejarse. Sin que Murray fuera consciente de ello, había permitido que Ogoday entrara en una de las zonas de sombra de la Red. Y lo que allí había hallado era oro puro.