Capítulo III
Ovejas negras y cirujanos renuentes

Principios de 4638ee.

Lugar: El Mar Prometido.

—Voy a llegar tarde.

Perseveranda Desmaziéres aligeró el paso. Cuando creía que nadie la observaba, se recogía un poco la falda y trotaba unos metros. Por supuesto, tenía cuidado; sólo le faltaría tropezar con algún baldosín flojo y torcerse un tobillo. Además, se suponía que las mujeres no corrían. El ejercicio físico, al igual que los trabajos intelectuales, eran propios de la naturaleza del varón.

Perseveranda, por lo demás, se ajustaba fielmente al patrón indumentario propio de su clase. Hacía ya años que se le pasó la época de buscar marido. Qué se le iba a hacer, cuando una tenía una cara redonda y poco agraciada, y un pelo negro que se pegaba al cráneo como un solideo. Lo había pasado muy mal por aquel entonces, mortificada por la sensación de ser un fracaso como hembra, pero al final se resignó. El Señor había escogido para ella otros derroteros. Así, el vestido gris pizarra ceñido hasta el cuello y la falda larga del mismo color la definían como solterona. No obstante, el collar chapado en oro que pendía de su cuello, con un crucifijo de auténtica madera, pregonaba que servía en una de las Grandes Casas.

Perseveranda aminoraba la marcha cada vez que se cruzaba con alguien. Aquél era un barrio de gente bien, así que debía detenerse, humillar la cabeza y saludar. Tal deferencia le era respondida con un «Buenos días, Perse», aunque algunos Señores, más amables, a veces la paraban y se interesaban por su salud. Hoy no. Todos querían llegar temprano para pillar un buen sitio.

A Perseveranda, los castigos ejemplares le parecían muy bien. Disuadían a presuntos pecadores, mantenían el orden social y educaban a la juventud. Por desgracia, en esta ocasión tenía demasiadas preocupaciones rondándole por la cabeza para sacarle todo el partido moral al evento.

«Señor, ¿por qué ha tenido que pasarme precisamente a mí esta desgracia? Si nunca Te he hecho nada para merecerla…» Se arrepintió de inmediato de haberlo pensado siquiera y se santiguó. Tendría que contárselo a su confesor. ¿Quién era ella para cuestionar los designios del Altísimo? Quizá estuviera probando su fe.

Cada vez se percibía una mayor afluencia de público conforme se acercaba a la Plaza del Divino Pastor, que marcaba una de las fronteras entre los barrios más pudientes y los arrabales. «Arrabaleros… Con razón le llaman el Barrio de los Convictos. Nada bueno puede salir de esa chusma. Alejandría se va a quitar un peso de encima de aquí a un rato».

Los castigos, dada su peculiar naturaleza, cada vez se celebraban en un lugar distinto. No obstante, el Barrio de los Convictos se llevaba la palma. Hoy, en concreto, los revoltosos ocupaban toda una manzana de casas en el mismísimo Borde, lo cual facilitaría enormemente la ceremonia. No serían necesarios los traslados.

Por los pelos, Perseveranda llegó justo a tiempo de disfrutar del espectáculo desde las primeras filas. La Plaza del Divino Pastor estaba llena a rebosar. Las autoridades municipales habían dispuesto una tarima con un aparatoso púlpito sobre ella. El antepecho era de imitación de madera ricamente labrada, mientras que el tornavoz recordaba a un gigantesco sombrero hongo. Había espacio en él para varias personas; en concreto, el Patriarca de Alejandría, escoltado por sus Obispos Auxiliares, se disponía a exhortar a su grey, antes de entregar a los reos al brazo secular. Por supuesto, los pastores de almas nunca ejecutaban directamente las sentencias de muerte. Su natural bondad se lo impedía.

Como casi todo alejandrino, Perseveranda veneraba al Patriarca Cirilo. Estaba segura de que, tarde o temprano, el Santo Padre lo elevaría a los altares. Cuán reconfortante era verlo por encima del común de los mortales, con sus lujosas vestiduras talares, el níveo cabello que asomaba bajo la mitra, y su cara redonda y bonachona, expresión pura de su espíritu límpido. Sin embargo, sabía ser severo cuando las circunstancias lo requerían. Severo y terrible. Qué inmensa suerte, morar en la misma ciudad que él.

Perseveranda nunca podría olvidar aquella vez que Cirilo detuvo al Sol. Fue tras los disturbios de hacía dos décadas, cuando la chusma levantisca de los arrabales estuvo a punto de salirse con la suya. El Patriarca se enfrentó a los revoltosos y les conminó a deponer su actitud y someterse a las autoridades. Cuando los impíos se mofaron de él, Cirilo señaló a lo alto y el Astro Rey se paró en medio del cielo y cambió de color. El amarillo habitual se tornó de un lúgubre sanguinolento, mientras que en pleno día brillaban las estrellas sin parpadear. Un cometa de terrible cabellera cruzó el firmamento, y nubes negras con forma de ángeles se cernieron sobre la ciudad. Después de aquel formidable milagro, la rebelión finalizó como movimiento organizado. Los tibios en la fe retornaron en masa a los templos y, desde entonces, la Iglesia sólo tuvo que enfrentarse con descontentos aislados. Desde luego, había gente que nunca aprendía.

En la Plaza, los murmullos cesaron. El Patriarca se disponía a hablar. Los altavoces difundieron su hermosa voz de barítono por toda Alejandría:

—Queridos hermanos: estamos hoy aquí reunidos por un tristísimo motivo. La relajación de costumbres, más el pecado que lleva aparejado, amenazan con socavar los fundamentos de la sociedad instaurada por Dios. Como en un miembro gangrenado, una pequeña herida mal curada acabará por corromper y abatir al cuerpo entero. Por fortuna, el peligro puede ser atajado si se detecta a tiempo, y se procede a extirpar la porción irremisiblemente dañada antes de que su ponzoña se propague a los órganos aún sanos. La labor del cirujano, por cruenta que se nos antoje, es imprescindible para el bien común. La renuencia debe dejarse de lado por mor de la necesidad.

En verdad, Cirilo parecía apesadumbrado ante la idea del inminente castigo. Perseveranda estaba segura de que el santo varón sufría en aquellos momentos por culpa de las ovejas negras de su amado rebaño.

Una vez concluido el sermón, al cabo de un cuarto de hora, el Patriarca se sentó y fue relevado por uno de sus Auxiliares.

—Lectura del II Libro de los Suplicantes, capítulo XII —declamó el Obispo—: «En aquel tiempo, los gentiles buscaron la ruina del Maestro, envidiosos porque el número de sus discípulos aumentaba día a día. Y uno de aquellos hombres impíos se acercó al Maestro y le preguntó delante de los soldados: “Tú que te llamas Maestro, acabas de defender el derecho a la vida de todo hombre, incluso los no nacidos. Por tanto, ¿deberíamos liberar a los criminales más perversos, reos de muerte, incluso los que atentan contra quienes nos gobiernan y protegen?” Los soldados se acercaron y escucharon atentamente. Mas el Maestro, presintiendo la trampa que le tendían, respondió con sabias palabras…»

La mente de Perseveranda se distrajo. Sabía de memoria aquel capítulo de la Sagrada Biblia. En realidad, podía recitar de pe a pa todo el Novísimo Testamento, desde el Libro del Resurgimiento hasta el Cumplimiento de la Promesa. El Nuevo tampoco se le daba mal, sobre todo los Evangelios, sus favoritos, aunque algunas partes del Antiguo se le atravesaban. Aquellas interminables listas de reyes de Israel que suprimían los lugares altos, o las prolijas leyes del Levítico, desanimaban a cualquiera. También había pasajes perturbadores en los textos sagrados. Menos mal que el Novísimo Testamento le fue revelado al Maestro para aclarar todas las dudas y presuntas contradicciones.

Los conocimientos bíblicos de Perseveranda superaban incluso a los de muchos miembros del clero. Era una de las pocas personas no analfabetas de su clase social, debido a singulares circunstancias familiares. No obstante, la sociedad funcionaba tan bien que era perfectamente posible vivir sin leer. Cada uno ocupaba su sitio y realizaba las funciones que le eran propias, y el mundo se comportaba como un mecanismo perfectamente engrasado.

Sumida en sus pensamientos, se sobresaltó cuando el Obispo Auxiliar pronunció: «Palabra de Dios». La ceremonia se le había pasado en un suspiro.

—Te alabamos, Señor —respondieron miles de fieles.

Por fin llegó el turno de la parte más esperada, la ejecución propiamente dicha. Perseveranda estaba convencida de que mucha gente acudía tan sólo por el espectáculo, y poco importaban las exhortaciones de los sacerdotes. En fin, así era la naturaleza humana, proclive al pecado venial.

El Patriarca Cirilo se irguió, al tiempo que un pasillo se abría entre el gentío. Por él avanzaron los reos, escoltados por la Guardia Inquisitorial. Había apenas una veintena, la viva imagen de la derrota y la desesperanza. O del arrepentimiento sincero, quiso creer Perseveranda. Sus cuerpos se perderían, pero se salvarían sus almas. Cuando los criminales pasaron cerca de ella, se fijó en que varios presentaban hematomas y cortes en la cara. Otros llevaban las manos vendadas o cojeaban. La mirada de las mujeres parecía perdida, desenfocada. Quizá los inquisidores, benditos fueran, habían sido demasiado rudos con ellas. Qué se le iba a hacer; esas cosas pasaban. Y aquellas hembras no serían precisamente cándidas doncellas. Algo habrían hecho para merecer su actual condición.

La comitiva se detuvo frente al púlpito. El Patriarca interpeló al Gobernador Militar:

—Excelentísimo Señor, la Iglesia ha hallado a estos desdichados hermanos culpables de los delitos que ya conocéis. Tras su confesión y público arrepentimiento, les hemos otorgado el perdón de sus pecados, y nada más podemos hacer por ellos. Por tanto, los entregamos al brazo secular, representado por vos y quienes os acompañan, y rogamos que cumpláis como es debido. Que Dios Nuestro Señor tenga misericordia de ellos.

—Y de todos nosotros —coreó el pueblo.

A continuación, las autoridades civiles y militares obsequiaron al Patriarca con floridas reverencias. Cirilo dejó que besaran su anillo y se retiró al Palacio Episcopal, entre los vítores de la multitud. El Gobernador y el Alcalde subieron al púlpito a pronunciar sendos discursos. Aunque a la gente no le importaban demasiado, Perseveranda escuchó atentamente el del Gobernador Militar. Se lo debía. Al fin y al cabo, servía en su casa como ama de llaves desde hacía muchos años. Su figura, baja y un tanto oronda, recordaba a la del Patriarca, aunque el Gobernador exhibía una formidable nariz que sobresalía de un poblado mostacho. Aún conservaba su buena mata de pelo negro, cortado con pulcritud. El uniforme azul le sentaba muy bien, y le rejuvenecía.

Finalizados los parlamentos, el Gobernador hizo una seña con la mano y la Guardia Inquisitorial, con sus vestiduras negras, fue relevada por policías uniformados de gris. Empujaron a unos reos que parecían haber perdido la capacidad de resistirse y los condujeron de vuelta a la manzana de casas donde tenían sus hogares. Quedaba justo al lado de la Plaza, por lo que la multitud no necesitó trasladarse para contemplar la ejecución.

Los policías abandonaron la manzana, dejando solos a los condenados, aún aturdidos, como si aquello no fuera con ellos. Unos operarios municipales establecieron un cordón de seguridad, señalizándolo con postes y cintas amarillas. Otros se acercaron portando unos voluminosos serruchos, previamente asperjados con agua bendita. En cuanto comenzaron a cortar las amarras, y el penetrante aroma del serrín de yerba de acero se dispersó por el aire, algunos reos reaccionaron, por fin. Las mujeres comenzaron a plañir, más semejantes a bestias que a personas, golpeándose el pecho y balanceándose como tentetiesos. Un hombre perdió los nervios y se abalanzó vociferando contra la barrera. No le dieron la oportunidad de avanzar demasiado. Apenas hubo dado unos pasos, los tiradores apostados al efecto apuntaron a las piernas y dispararon. El fugitivo cayó redondo y su sangre empapó la tablonería a su alrededor. Nadie más intentó escapar, para frustración de los asistentes. Cuando los condenados no se resignaban a su suerte y perdían los papeles, la diversión estaba asegurada.

La última amarra fue serrada y la manzana de casas comenzó a separarse de Alejandría. Perseveranda la vio alejarse y se santiguó. Aunque bastante tenía con sus problemas personales, jamás olvidaría su obligación de rezar por aquellas pobres criaturas. Rogaría a la Virgen Santísima para que no sufrieran más de lo imprescindible, y que sus ánimas soportaran con estoicismo las penas del Purgatorio. Al final alcanzarían el Paraíso, siempre que no se dejaran arrastrar por la desesperación y cometieran el horrendo crimen del suicidio. Se preguntó cuánto durarían con vida. Sin las imprescindibles reparaciones, los flotadores de sargazos de nube empezarían a pudrirse en unas cuantas semanas. A la deriva, sin la guía de los Navegantes, nunca darían con una colonia de algas donde abastecerse de materiales. Probablemente, la escasez de agua potable y víveres se haría sentir antes. Una sola manzana de casas distaba mucho de la autosuficiencia. Sí, arrojarse al mar y acabar rápidamente sería muy tentador, pero deberían resistir los impulsos animales si deseaban alcanzar la salvación eterna.

El público comenzó a abandonar la Plaza. Los lamentos de los condenados ya no se oían, y poco quedaba que ver allí. En los corrillos se comentaban las incidencias de la ejecución y se aleccionaba a los niños. Las autoridades se habían marchado ya, y los operarios se dispusieron a desmontar el púlpito para la próxima ocasión. Perseveranda echó un último vistazo al trocito de Alejandría que poco a poco se perdía en la distancia, mecido por las olas verdigrises. Al igual que quienes la rodeaban, no tenía ni idea de qué delitos habían cometido para ser castigados con tamaña severidad. En fin, los Inquisidores lo sabían, y con eso bastaba. A ella la acuciaban preocupaciones más apremiantes, como acudir a su confesor y tutor espiritual para pedirle consejo. Disponía de tiempo aún, ya que aquella mañana libraba del trabajo.