Capítulo VII
Tiempo de sementera

Aurora trataba de demorarlo cuanto fuera posible, pero el tiempo pasaba inmisericorde. Paquita no estaba de acuerdo, y ponía el grito en el cielo en cuanto le mentaba el tema, pero no había más remedio. Ambos lo sabían. Aunque la beata corriese con los gastos que suponía el nuevo inquilino, estaban los niños, el alquiler y los sobornos a los de Sanidad para que hicieran la vista gorda y no clausuraran la ínsula.

Perra suerte, y perra vida. Cuando papá y mamá vivían todo era muy distinto. Tenían fe en el futuro, ganas de luchar por los suyos y un optimismo contagioso a prueba de bomba. Para lo que les había servido… Hoy sólo alcanzaba a ver un paisaje gris, un día tras otro igual, humillándose, hundiéndose. Sebastián y Bárbara tenían tantos planes para su pequeña Aurora… Ojalá hubiera muerto ella también. Y ojalá no tuviera hermanos por los que velar. Era lo único que la mantenía; se lo debía a la memoria de sus padres. ¿Qué sería de ellos cuando ya no estuviera? En aquel Barrio, nada bueno. Era imposible escapar del Destino.

¿Qué sentido tenía todo?

Pronto debería ponerse a trabajar. Se estremeció. Se preguntó cuánto dolería y cómo se sentiría, el asco que se daría. Al menos, pagarían bien la primera vez. Desflorar a una virgen tenía su morbo.

Tan lúgubres pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de unos pasos en la desvencijada escalera. Salió al rellano, se asomó y comprobó que era la beata del nombre estrafalario. La que faltaba. Contra pronóstico, había regresado. Igual no era tan mala como todas las de su especie. Pese a ello, le caía mal. Envidiaba su fortuna, que tuviera la vida resuelta. Y encima, sabía que a aquella individua le inspiraba lástima. Eso era algo que no podía sufrir. Que la despreciaran, que la odiaran, pero que no se compadecieran de ella. Aún le quedaba algo de dignidad.

Aurora suspiró e hizo de tripas corazón. Si en verdad traía algo de dinero, quizá pudiera aplazar lo inevitable unas semanas más. Para ello, tocaba aguantar un rato a… ¿Cómo se llamaba? ¿Prudencia? Ah, sí, ya lo recordaba.

—Buenas tardes, doña Perse —la saludó.

—Buenas tardes nos dé Dios, Aurora —le respondió, medio resollando, al llegar al ático—. Uf, mis piernas ya no son las que eran. ¿Cómo está Teo?

—Deje que la ayude —dijo la niña, agarrando la voluminosa maleta que portaba la visitante—. Teo está durmiendo la siesta. Es casi lo único que hace: descansar.

—Déjalo; así se repondrá. No obstante, necesita comida más substanciosa para acortar su convalecencia. Me voy a ocupar de ello.

—¿Ha traído la maleta llena de víveres? —preguntó Aurora, mientras arrastraba el bulto hasta la casa—. Pesa como un muerto.

—A mí me lo vas a contar, que he subido con ella no sé cuántos pisos… Por cierto, ¿estás sola?

—Paquita salió hace un rato a… Bueno, a sus cosas, y no vendrá hasta dentro de unas horas. Mis hermanos están jugando por ahí.

—¿No van a la escuela?

Aurora aguantó la severa mirada de Perseveranda.

—¿Qué escuela? En un Barrio tan populoso como éste no hay ninguna desde hace meses. Antes existía algo vagamente similar, una especie de cuchitril al que las autoridades condenaban a venir a los maestros que habían cometido alguna falta. Puede usted imaginarse el interés con que enseñaban a los pocos alumnos que acudían a las clases. Al final lo demolieron cuando abrieron una nueva calle ancha, y pasaron de construir un colegio en condiciones. Supongo que se gastarán el dinero en cosas más útiles, como engalanar la catedral.

En contra de lo que Aurora esperaba, la beata no se escandalizó. En puesto de eso, murmuró:

—Lord Moone no mentía.

—¿Perdone? —preguntó Aurora, extrañada.

—Olvídalo. Anda, échame una mano para desempacar.

Aurora tuvo que reconocer que Perseveranda había elegido bien: alimentos nutritivos y poco perecederos, sobre todo legumbres y algas deshidratadas, pero de las buenas, no como la bazofia que vendían en las tiendas del Barrio. También sacaron ropa de cama de calidad, y un vestido para ella.

—No sé la talla de tus hermanos —se excusó.

—Gracias, doña Perse —respondió, de compromiso. Lo que menos necesitaba era un vestido nuevo. Se fijó en un paquete envuelto en papel. Lo sopesó.

—¿Puedo…?

Perseveranda asintió. En cuanto lo abrió, Aurora dio un respingo. Nunca había visto tanto dinero junto en su vida. Miró a la beata con ojos como platos.

—Lo guardaba para mi entierro —le confesó, en voz baja—. Tenía echado el ojo a uno de los nichos que hay en la capilla de Santa Lucía, junto al ábside de la Catedral. Cuesta un riñón reservar plaza, pero con lo poco que gasto en baratijas y afeites, a lo largo de los años he atesorado un pingüe capital. Era mi sueño: que la gente que fuera a rezarle a la Santa se preguntara quién fui yo; sin duda un alma virtuosa, para que sus cenizas reposaran allí, junto a lo más granado de la nobleza alejandrina. Sí, un sepulcro blanqueado —suspiró—. Lo he pensado detenidamente. Total, una vez muerta me traerá sin cuidado lo que hagan con mis despojos. Por mí, pueden atarme una piedra y arrojarme al mar. Prefiero emplear esa suma en algo útil. Si sabes guardarla a buen recaudo y dosificarla sin llamar la atención, te durará mucho tiempo. Así podrás, si te espabilas, buscar otras opciones para ganarte la vida. O no; tú eliges.

A Aurora le temblaban las manos. Dejó el dinero en la maleta con el mismo cuidado que si fuera alto explosivo. Miró fijamente a Perseveranda.

—¿Por qué?

—Porque soy una pecadora que ha cerrado durante demasiado tiempo los ojos frente al sufrimiento de sus hermanos. Porque es un crimen lo que os hacemos. Porque he vivido engañada hasta ahora. Porque sé que existe la Justicia Divina, y debo y deseo expiar la parte que me toca. Y porque me da la gana, ea.

Un par de lagrimones resbalaron por sus mejillas. «Jo, sí que le ha dado fuerte», pensó Aurora, todavía desconcertada. No acababa de creerse lo que estaba pasando. Años de vivir en el Barrio la habían dotado de un saludable escepticismo. Además, aquella beata representaba todo lo contrario a las creencias que sus padres le habían inculcado. Mas sonaba sincera, y le estaba regalando un pastón. Se le ocurrieron sobre la marcha varios lugares donde ocultarlo, mientras trataba de decidir qué decir en ocasión tan señalada.

Perseveranda se rehizo enseguida. Se enjugó las lágrimas con la manga del vestido y carraspeó para aclararse la garganta.

—El dinero es tuyo. Tú sabrás si puedes fiarte de Paquita. Me has parecido una chica sensata, y me alegro de que estemos a solas. Hablemos de mujer a mujer. Ante todo, estimo imprescindible que tus hermanos reciban una educación como Dios manda. De lo contrario, acabarán asilvestrándose.

—Espere, doña Perse. —Aurora se sentía atrapada en una vorágine; estaban pasando demasiadas cosas en poquísimo tiempo— Le recuerdo que aquí no hay colegios.

—Tú sabes leer. ¿Hace falta decir más? —tomó el silencio perplejo por un asentimiento—. ¿Tienes libros de texto? ¿Cuál es la edad de tus hermanos?

Ahora estaba hablando el ama de llaves inflexible. Aurora se sentía abrumada.

—Ocho años Quintín y seis Miguel. Pero no me respetan demasiado, me temo.

—Déjamelos a mí. No has respondido a mi otra pregunta. ¿Y los libros?

Aurora se lo pensó antes de responder. Estaba confundida, y aún no se fiaba del todo.

—La pequeña biblioteca de mis padres fue considerada herética, y arrojada al fuego. Conservo un libro que logré esconder, y que para mí tiene un gran valor sentimental, aunque… —se encogió de hombros—. No creo que sea idóneo como material docente.

—¿Lo dices por lo denso o por lo heterodoxo? En fin, ya me agenciaré de alguno adecuado. Pero antes de que llegue Paquita o Teo se despierte, debo tratar contigo de cosas muy serias.

—Usted dirá. —Aurora hacía cábalas de por dónde le iba a salir aquella loca.

—Mi donativo, o como quieras llamarlo, supondrá un desahogo para ti y tu familia, pero no durará siempre. Debemos pensar en vuestro porvenir, que os ganéis la vida de forma decente e incluso podáis prosperar. Si no, esto será pan para hoy y hambre para mañana.

—Hablando de pan, recuerde lo que le sucedió a mi familia.

La contestación de Aurora fue un tanto seca. Perseveranda compuso una sonrisa de disculpa.

—Perdona el desliz; no debí mentar la soga en casa del ahorcado. Tus padres se inmiscuyeron en la esfera de influencia de una familia poderosa. Hay que pensarlo detenidamente y planificarlo bien. Tiene que haber una manera de ganar dinero honradamente en este Barrio. Es nuestro deber dar con ella e intentarlo.

—¿Nuestro? —Aurora la miró inquisitiva.

—Estoy metida en esto hasta las orejas; qué se le va a hacer. Sí, ya sé que las conversiones al estilo de San Pablo parecen sospechosas. Digamos que tuve una revelación, y no precisamente sobrenatural. Nada de apariciones de la Santísima Virgen, aunque sirvió para abrirme los ojos. Lo que era una obligación acabó en convicción.

—Si usted lo dice…

—Sí, yo lo digo. No me repliques, niña. Las cosas tienen que cambiar.

El tono de sargenta no admitía réplica. Aurora estuvo a punto de ponerse firme y saludar al estilo militar. Se preguntó qué pasaría por la mente de aquella individua. Su madre tenía una serie de frases hechas que ahora venían como anillo al dedo: no hay nada peor que la fe del converso, del amor al odio sólo hay un pasito… ¿Era aquella metamorfosis de fiar? A estas alturas, recelaba de cualquiera, pero teniendo en cuenta el destino al que se veía abocada, cualquier cambio no sería para peor. Y qué diantre, incluso podría resultar divertido. Una pequeña chispa del espíritu rebelde que le inculcaron sus padres volvió a prender. Le pareció irónico que fuera una beata quien la salvara. En fin, tal vez Dios, o el Diablo, escribiera derecho con renglones torcidos. O gozara de un sentido del humor caprichoso y cruel.

Mientras, por la mente de Perseveranda desfilaban imágenes de expiación y martirio. No se hacía ilusiones, pero lucharía con todas sus fuerzas por lo que creía justo. Representaría el papel de artífice de la Palabra de Dios hasta sus últimas consecuencias.

* * *

Perseveranda era consciente de que no disponía de mucho tiempo. Algún rumor debía de correr entre la servidumbre doméstica; lo sentía en el aire. Notaba asimismo un cierto distanciamiento con los hijos y sobrinos del amo. Sin duda, éste desaprobaba las visitas que efectuaba en su tiempo libre al Barrio de los Convictos. Tampoco era un secreto que ya no acudía a confesarse, aunque no desatendía las demás obligaciones religiosas.

Por fortuna, otras novedades mantenían ocupados a los chismosos. Cada vez se veían más por los pasillos de la mansión a circunspectos militares que no hablaban con nadie y entraban o salían de la zona aneja al Centro de Control de los Navegantes. Perseveranda sabía que se trataba de soldados imperiales. Se sintió tentada de entrar en la zona a espiarlos, por si a Lord Moone o uno de los suyos se le escapaba alguna revelación comprometedora. Con su conocimiento de los entresijos de la casa, se consideraba capaz de hacerlo, pero en aquellos momentos la agobiaban múltiples preocupaciones.

Tarde o temprano, más bien esto último, la obligarían a elegir. Cuando llegara el momento, asumiría su destino con resignación. Mientras, debía aprovechar su situación privilegiada para realizar cuanto bien pudiere, ahorrando cada céntimo de su salario.

La primera preocupación era su hermano. Teo había sufrido lo indecible, por supuesto, pero hasta ella lo notaba en exceso blandengue. Últimamente se veía forzada a espolearlo para que volviera a su ser. Llegó incluso a ponerse muy severa con él. Estaba convencida de que llevaba las heridas más en el alma que en el cuerpo. Gracias a Dios, parecía que los de Mantenimiento se habían olvidado de Teo. Eran tiempos tranquilos, y no se requería demasiado personal para mantener Alejandría a flote. No sabía cuánto podría durar aquella situación. En su momento, ya decidiría qué hacer.

Los niños fueron harina de otro costal: un par de pequeños salvajes insurrectos, acostumbrados a salirse con la suya y a que se cumpliera su santa voluntad. De acuerdo, podían eximirlos de culpa por haberse criado huérfanos durante los últimos tiempos, pero no debían seguir así. Pese a las protestas iniciales, cuando doña Perse empleaba ese tono de voz, toda resistencia era fútil. Finalmente logró que dedicaran un rato todas las tardes a leer, aprender las cuatro reglas, conocer los textos sagrados…

—El secreto radica en establecer una rutina de trabajo, que debe cumplirse a rajatabla. Desterrad la pereza y os convertiréis en hombres de provecho.

Los niños, aunque obedecían, no acababan de verlo claro.

—¿De dónde ha salido esta señora, y por qué nos da órdenes? —le preguntó Quintín, el mayor, a su hermana.

—Un don del Cielo o, como diría papá, del Destino, que es un guasón.

Aurora se encogía de hombros, mientras trataba de poner en orden sus sentimientos. Doña Perse era en todo opuesta a sus padres: beata, autoritaria y con un sentido del humor más bien rudimentario. Pero siendo justos, se estaba sacrificando por ellos, y en verdad quería hacer algo para mejorar el nivel de vida del vecindario. Eso era algo que a nadie, ni harto de vino, se le habría ocurrido. ¿Obraba así por fanatismo religioso, por un cruce de cables o por altruismo? A efectos prácticos, tanto daba. Tenía para con ella una deuda inmensa, que jamás podría ser pagada. Por eso, nunca le levantó la voz ni la contradijo, incluso cuando se empeñó en mejorar su cultura obligándola a leer textos sagrados. Sus padres se removerían en el fondo del mar cada vez que su hija se dejaba avasallar por semejante meapilas pero, en verdad, sería mucho pedirle a aquella suerte de maestra que aprobara el tipo de lecturas favoritas de sus progenitores.

Además, le divertía contemplar cómo evolucionaban las relaciones entre dos almas tan dispares como doña Perse y Paquita. Probablemente, cada uno consideraba al otro como un caso perdido. Paquita sobrellevaba con resignación a aquella intrusa empeñada en poner orden en el acogedor caos del hogar. Perseveranda, cómo no, consideraba a Paquita una abominación con patas aunque, de momento, no trataba de encarrilarla por el buen camino. ¿La dejaba por imposible? Seguramente. ¿O se debía a una extraña clase de respeto mutuo? En cualquier caso, la mujer se les encasquetaba en el ático casi todas las tardes, y poco a poco iba dejando su impronta.

Perseveranda se devanaba los sesos pensando cómo alcanzar una economía sostenible para tan extraña familia. Sus ahorros no durarían eternamente. Lo discutió a solas con Aurora; aún no acababa de fiarse de Paquita.

—Para prosperar, siquiera modestamente, necesitáis montar un negocio que no interfiera con ciertos intereses creados. Ten presente lo que os pasó con la panadería.

—Eso deja pocas opciones; ninguna, más bien —repuso Aurora, en tono cansino.

—Hay que improvisar, aprovechando los pequeños resquicios que los poderosos dejan abiertos. Podemos movernos entre sus pies, siempre que no les mordisqueemos las canillas. Y Dios aprieta, pero no ahoga.

La niña estuvo a punto de replicar: «pues cómo aprieta el jodido», pero se limitó a decir:

—No se me ocurre nada.

—Debemos explotar las flaquezas humanas, ya que no combatirlas —se golpeó la frente con el índice—. ¿Has reparado en las colas que se forman a las puertas de las casas de lenocinio? Esos hombres pecadores pueden pasarse un buen rato de plantón mientras les llega el turno o reúnen el valor necesario para zambullirse en la depravación.

—Si espera que me den pena…

—No; de lo que se trata es de sacarles los cuartos honradamente. Sugiero venderles bocadillos, bebidas calientes, cigarrillos, qué se yo.

Aurora entornó los ojos y la miró fijamente.

—¿Se ha vuelto usted loca, doña Perse?

* * *

—Podría funcionar, cielo —admitió Paquita cuando se lo propusieron—. Ahora que caigo, me maravilla que a nadie se le haya ocurrido antes algo tan evidente. Desde luego, una taza de té caliente vendría de maravilla cuando haces la calle por la noche. Padeces un frío y cae un relente que se te congelan los entresijos…

Perseveranda arrugó la nariz. Aquel tono de voz tan afectado le crispaba los nervios. Aurora y Paquita se miraron. Era un disparate, desde luego, pero…

* * *

Pero funcionó.

Aurora y los niños se agenciaron unos carritos con ruedas fácilmente transportables, por si había que salir por piernas, y comenzaron su peculiar aventura comercial. Por si acaso, Paquita pidió a un par de amigos que echaran un vistazo, no fuera que algún poli atravesado o putero borde se pusiera agresivo. Sin embargo, a la gente le cayó en gracia la iniciativa, y fueron los mismos clientes quienes presionaron a las fuerzas del orden para que hicieran la vista gorda. Chicas, chaperos y demás fauna también agradecían poder beber algo o dar un bocado entre faena y faena. Pronto surgieron imitadores. En verdad, había negocio para todos.

—Bien —dijo Perseveranda, al cabo de unas semanas—, ya circula más dinero por el Barrio. Pero hay que seguir preparando el campo para sembrar. Deberíamos plantearnos erigir una escuela. Si los niños adquieren un buen nivel de instrucción, podrán aspirar a mejores puestos de trabajo. Eso generará más riqueza, y podrán llevarse a cabo nuevas iniciativas para mejorar las condiciones de vida.

—Te has vuelto majareta, cielo —comentó Paquita, al enterarse.

—Más bien trato de cumplir la Palabra de Dios.

—Una cosa no quita la otra —sentenció.

* * *

Para construir una escuela, el primer requisito era adquirir un solar libre, a ser posible gratis. Haberlos, habíalos, pero estaban en los peores sitios y, además, en condiciones ruinosas, con la tablazón de algas medio podrida y los cimientos carcomidos de miseria. Tras dar muchas vueltas, y merced a los inestimables servicios de Paquita, lograron dar con un terreno propiedad de una veterana madama, regente de un conocido lupanar. En parte por la sentida verborrea de Perseveranda, en parte porque le debía algún favor a Paquita, y en parte porque quizá la enterneció aquella exhibición de cándido entusiasmo, accedió a colaborar.

—Os regalo el terreno, si os comprometéis a haceros cargo de él. Cuesta más de lo que vale mantenerlo a flote. Cualquier día de éstos se habrá deshecho, y me tocará pagar una multa de aúpa. Os deseo suerte. En el improbable caso de que tengáis éxito, ponedle mi nombre a la escuela y me daré por pagada. Y usted, que parece una persona pía, rece de vez en cuando por mi alma y la de mis niñas, que falta nos hará.

—Muchísimas gracias, señora. Creo no equivocarme si aventuro que Dios tendrá muy en cuenta su magnánimo gesto.

La madama sonrió. Aquella loca beata sonaba sincera.

* * *

Ya tenían el terreno; sólo faltaba limpiarlo y reedificarlo.

—Contratar una cuadrilla de albañiles resultará carísimo —le confesó Perseveranda a Aurora—. Tendremos que reclutar a los mocetones del Barrio. Tienen buenas espaldas y brazos fuertes. Si unos cuantos nos echaran una mano tan sólo una mañana a la semana, podríamos construir un edificio bastante decente.

—No lo harán desinteresadamente. Para motivarlos se necesita dinero. O pagarles en especie; no sé si me explico.

Perseveranda le lanzó una mirada severa.

—Te aseguro que hay otras formas de ganarse a los hombres, sin violar los mandamientos de la Ley de Dios ni atentar contra las buenas costumbres. La cabeza sirve para más cosas que llevar sombrero, hija mía.

Perseveranda le expuso su idea y, para variar, Aurora la encontró tan absurda que hasta podría servir. Aquella mujer tenía un sexto sentido para descubrir fuentes de financiación insospechadas, pero que siempre habían estado ahí.

Por ejemplo, las peticiones oficiales. Para dirigirse a la Administración, había que hacerlo indefectiblemente por escrito. Dado el analfabetismo imperante, las opciones eran contratar los caros servicios de un escribano o dejarlo por imposible. Más bien esto último, ya que lo primero sólo estaba al alcance de los pudientes. Así, las gentes del Barrio no podían ejercer sus derechos, para satisfacción de los mandamases.

—El fomento de la ignorancia es una manera tan eficaz como las armas para manteneros oprimidos —sentenció Perseveranda.

—Suenas como mis padres —contestó Aurora, sonriendo con picardía.

—Dios me libre —se santiguó.

Merced a un perseverante puerta a puerta, se ofreció a gente que padecía problemas legales para redactarles las instancias, a cambio de dinero o de trabajo para la escuela. Le costó convencer al primer cliente, pero en cuanto se vio que las quejas y peticiones oficiales se tramitaban adecuadamente si iban acompañadas de una carta bien planteada, empezaron a llover las solicitudes. En poco tiempo, el solar abandonado fue despejado y arreglado por cuadrillas de albañiles entusiastas y agradecidos. Otros donaron planchas prefabricadas de algas, cañerías, tejas de laminaria, etcétera. La escuela Remigia Pla comenzó a tomar forma y, lo que era más curioso, la gente se sentía orgullosa de ella. Significaba algo, aunque los habitantes del barrio no sabían muy bien qué.

El problema de las bandas callejeras de delincuentes, que podrían destrozar las nuevas instalaciones, se solucionó mediante una conferencia entre los cabecillas que Perseveranda propició. Contra todo pronóstico, logró que suscribieran un pacto de sangre comprometiéndose a considerar la escuela como territorio neutral. Los propios pandilleros no se lo explicaban, pero algo en aquella beata insignificante obligaba a hacerle caso. O tal vez era que parecía creer honestamente en lo que hacía.

Sin proponérselo, Perseveranda se estaba convirtiendo en todo un personaje en el Barrio. Como no podía ser menos, y como ella misma temía, su fama traspasó fronteras, y llegó a oídos de los poderosos.

* * *

—Circulan rumores acerca de tu actividad en el Barrio de los Convictos, Perse. Debo señalar que me han disgustado profundamente. No esperaba eso de ti.

El momento de la verdad había llegado. Perseveranda se maravilló de que hubiese tardado tanto. Miró al Gobernador con serenidad.

—Me he limitado a velar por el bienestar de mi hermano, señor, tal como haría una buena cristiana. No creo haber obrado incorrectamente.

O’Higgins se levantó de su querido sillón de anea. Más que enfadado, estaba confundido. Por supuesto, el ama de llaves se mostraba respetuosa ante su amo, pero creyó detectar en ella ausencia de miedo. Era algo indefinible, molesto, como si en el fondo lo despreciara.

—Soy yo quien debe decidir eso. Frecuentas malas compañías, pésimas. Además, estás perturbando la convivencia y el correcto devenir de las cosas. ¿Necesito ser más explícito?

—No, señor. Sólo me mueve la compasión hacia mis semejantes y el cumplimiento de la Palabra de Dios —repuso, con calma.

—Sobre esto último, tu confesor se queja amargamente de ti. Has descuidado tus deberes de feligresa —trató de sonar amenazante, pero ella no se amilanó.

—Procuraré ponerle remedio, señor.

Aquella calma no era natural, y comenzaba a exasperarlo. Optó por la brevedad.

—Tu irresponsable actitud atrae las murmuraciones sobre esta noble casa, y mi prestigio podría resentirse. Tienes que decidirte: o vives en una mansión respetable, o continúas con tus visitas al Barrio. Ambas opciones son excluyentes. Como prueba de buena voluntad, y en atención a los servicios prestados, te concedo el resto del día para que medites y elijas lo que más te convenga. Más aún, estoy dispuesto a olvidar todo este desagradable incidente.

—Muy amable por su parte, señor.

—Puedes retirarte.

Perseveranda hizo una reverencia y abandonó el salón. O’Higgins volvió a sentarse, malhumorado. Definitivamente, la actitud del ama de llaves rayaba en la insolencia. Tendría que bajarle los humos de un modo u otro. Dispondría de tiempo para ello, ya que aquella hembra insolente se quedaría en la mansión, por supuesto. No estaba tan loca.

* * *

Perseveranda paseó por los intrincados corredores de la casa, sumida en la melancolía. La decisión estaba tomada, y no se arrepentiría ni echaría atrás, pero había pasado muchos años encerrada entre aquellas paredes, donde dejó lo mejor de su vida. Ante ella se abría un porvenir incierto, que probablemente acabaría en el martirio. Que Dios se apiadara de su alma pecadora.

Sí, era una despedida en regla. Paradójicamente, lo sentía más por las cosas que por las personas. Aquéllas, al menos, no traicionaban a sabiendas.

Al doblar un recodo, casi se dio de bruces con el segundo de Lord Moone. El hombre masculló un monosílabo que empezaba con «f», y que ella supuso que no significaba precisamente «qué lindos ojos tienes», y siguió su camino sin mirar a su espalda, como si se hubiese cruzado con un perro callejero.

Perseveranda se enfadó de veras. «¿Quién te has creído que eres, mentecato?» Y lo siguió. Sabía que estaba pecando de orgullosa, pero aquello era ya algo personal. Se le antojó demostrar, mejor dicho, convencerse a sí misma de que era más lista que él. Conocía la mansión como la palma de la mano, y vio que se dirigía hacia el Centro de Control. ¿Podría pasar sin ser detectada? Era un acto irracional, pero sentía que debía hacerlo. Cuestión de principios. Tomó otro camino, y llegó sin ser observada a la puerta que conectaba los dos edificios. Supuso que el militar ya habría pasado. Se detuvo unos instantes, meditando su próxima jugada.

El Destino se confabuló con su osadía. Al poco tiempo, se encontró con el criado que llevaba el carrito de las bebidas y bocadillos que cada mañana obsequiaban a los Navegantes. El mozo vio al ama de llaves y la saludó, un tanto apurado.

—Buenos días, doña Perseveranda. ¿Podría hacerme un gran favor? Tengo que transportar esto al Centro de Control, pero debo acudir urgentemente al baño. Temo que algo que desayuné me sentó mal. Si fuera tan amable de avisar a otro para que empuje el carrito…

En verdad, el criado estaba pálido y sudoroso. Perseveranda aprovechó la ocasión.

—De acuerdo por esta vez, aunque yo también tengo cosas que hacer. Ya me ocupo. Y tú, a ver si moderas la gula, que en el pecado llevas la penitencia.

—Sí, señora —el criado hizo una reverencia y se marchó más bien deprisa.

«¡Ésta es la mía!» Se cercioró de que no hubiera moros en la costa y, con todo el aplomo del mundo, se metió por el escote la medalla que la acreditaba como ama de llaves, tomó el carrito y entró en la zona restringida. Al final de un pasillo se abría una sala de reuniones, donde la gente hacía una pausa para fumar y tomar un bocado.

Perseveranda creía conocer la mentalidad de aquellos hombres. Actuó como una vulgar criada, sin vacilar ni mirar a nadie a la cara. Para navegantes e imperiales, un sirviente era igual que cualquier otro. Así, fue pasando el carrito del cual tomaban lo que les apetecía, y nadie reparó en ella, como si fuese invisible o parte del mobiliario. Perseveranda los escuchaba con la máxima atención, mientras trataba de localizar al ayudante de Moone. Que Dios la perdonara, pero aquella incursión a territorio vedado la excitaba. Sabía que estaba haciendo algo indebido, y lo halló de su gusto.

Todo aquello era nuevo para ella. Los Navegantes lucían con orgullo sus vistosos uniformes blancos con charreteras doradas, y mantenían entre ellos conversaciones ininteligibles que versaban sobre las corrientes marinas y algo llamado «satélite geoestacionario». Alguna rara máquina, supuso Perseveranda. Los Navegantes no se mezclaban con los imperiales. Éstos organizaban sus propios corrillos y hablaban en voz más queda, en aquella incomprensible jerigonza suya. De todos modos, y aguzando el oído, Perseveranda escuchó que repetían mucho los vocablos «Algol» y «Faulkner». A lo mejor se trataba de algo importante, a juzgar por el entusiasmo que suscitaban. En fin, no era su problema.

Pasado el entusiasmo del primer momento, meditó. Se había demostrado a sí misma que era capaz de colarse en zona tabú, pero ya estaba bien de chiquilladas. En vista de que nadie parecía querer más té o emparedados de algas fermentadas, se dispuso a regresar. Justo entonces hubo un pequeño revuelo. El segundo de Lord Moone salió por una puerta camuflada y ladró unas órdenes. Los imperiales rieron y, con semblantes risueños, lo siguieron pasillo abajo. Los Navegantes también ahuecaron el ala y la dejaron sola.

Y la puerta por donde había aparecido el imperial seguía abierta.

La tentación era irresistible. Puede que antaño no hubiese sucumbido ante ella, pero con todo lo que había llovido en los últimos tiempos, se arrojó de cabeza a lo desconocido. Puso el carrito en el quicio de la puerta para que no se cerrara por accidente y entró.

La primera sensación que experimentó fue de estupor. Se hallaba en un entorno nuevo e incomprensible. La sala era amplia, de planta elíptica. Las paredes aparecían recubiertas de un material desconocido, muy distinto a las placas de algas prensadas. Era gris, innaturalmente liso, y cuando lo golpeó con los nudillos le sonó a hueco. Quedó momentáneamente desorientada al ver la cantidad de ventanas que había. «Pero ¿no se supone que esto es una habitación interior? O mi sentido de la orientación falla, o…» Entonces cayó en la cuenta. Se persignó varias veces.

No se trataba de ventanas normales.

—Magia, hechicería, sortilegios… —murmuró, muerta de miedo, pero avanzó unos pasos.

No era tonta, y reconoció la ciudad de Alejandría en una de las ventanas, aunque a vista de pájaro, contemplada desde una gran altura. Y esa otra debía de ser Roma, y Antioquia, y Atenas, y…

En otras ventanas se veía todo el mar en su conjunto, pero surcado por unas líneas de colores chillones que cambiaban, y en torno a las cuales danzaban fantasmagóricas cifras. En otra contempló una bola que flotaba en un fondo negro constelado de estrellas, y algo que parecía un cilindro erizado de remaches y protuberancias.

«Virgencita, ¿qué es todo esto?» El Centro de Control, se suponía. Ella había imaginado que los Navegantes tendrían su cubil lleno a rebosar de mapas y pergaminos donde harían sus cálculos para determinar el comportamiento de vientos y corrientes marinas. En vez de eso… Respiró hondo y trató de serenarse. De súbito fue consciente de que se había metido en un lugar que albergaba terribles secretos. Quienes manejaban los destinos de Alejandría sabían mucho más de lo que aparentaban. Peor aún, retenían ese conocimiento, esos saberes arcanos, mientras el pueblo seguía en la inopia. «Y así seguiréis detentando el poder generación tras generación». La ira, el sentimiento de agravio e injusticia fueron imponiéndose al miedo. Siguió explorando, sin olvidar prestar atención a cualquier ruido que viniera de fuera. No podía permitirse el lujo de ser descubierta in fraganti.

En otra ventana vio volar una especie de pájaro metálico de alas fijas. Por un momento pensó que se trataba del Espíritu Santo, pero probablemente sería algún tipo de máquina capaz de elevarse en el aire, a juzgar por su aspecto. En otra vio una especie de taller, donde unos brazos metálicos se movían solos y construían unos objetos de finalidad desconocida. Sí, se trataba de máquinas capaces de hacer cosas maravillosas, cosas que servirían para elevar el nivel de vida de la gente, pero que se ocultaban al vulgo. «Podríamos enviar mensajes de una ciudad a otra atando las cartas a esos engendros voladores, y averiguar los flujos de las mareas, y…» Bajó la cabeza. La conclusión era clara. «Y no dependeríamos de los Navegantes».

Se acercó a una mesa adosada a la pared. En unas bandejas había montones de pequeñas cajas negras, de un material que le recordó al de la pared. Daban la impresión de haber sido muy manoseadas, a juzgar por los arañazos y desportilladuras que tenían, y el descuido con el que estaban apiladas. Tenían pequeños botones, ruedecillas y unos diminutos rótulos con palabras tan incompresibles como «on» u «off». Significarían algo en el lenguaje de los imperiales, o quizá fueran sílabas de alguna invocación diabólica, aunque no creía esto último. Lo sobrenatural estaba ausente de aquella sala. Una rara idea le vino a la mente: lo avanzado podía confundirse con la magia.

Perseveranda hizo cábalas acerca de la misión última de esos cacharros. Junto a ellos había unas tablillas con letras y números. Leyó el título: «LISTA DE FRECUENCIAS PERMITIDAS». Todas parecían iguales. «A lo mejor se trata de una especie de chuleta para usar esos aparatos. Igual el bueno de Teo, con lo inteligente que es, entiende para qué sirven».

Tuvo una malévola ocurrencia. «Hay tantos… Si me llevara uno, seguramente no se darían cuenta. Y Teo disfrutaría tratando de desentrañar su propósito. Pobrecillo; en verdad le hace falta algo así para que se anime». Por otro lado, el hurto era un pecado. Y un delito, sobre todo en una instalación tan secreta como aquélla. No sería una buena cristiana si…

Creyó oír voces que se acercaban por el pasillo. Tenía que decidirse.

* * *

Los Navegantes no repararon en la criada que empujaba el carrito del almuerzo, como de costumbre. Aprovecharon la oportunidad de que aún siguiera ahí para rapiñar unos bocadillos más antes de volver al trabajo. Cuando se marchó, nadie se dio cuenta.

Tampoco se apercibieron de que faltaba un comunicador en la sala. De hecho, se trataba de unos aparatos que todos solían usar y que, por desidia, dejaban arrumbados en la primera mesa que pillaban. Por supuesto, tenían prohibido sacarlos del edificio, pero su uso interno no estaba regulado. Eran algo tan habitual que nadie les prestaba demasiada atención.

* * *

Aquella misma tarde, Perseveranda contrató a unos porteadores para que cargaran sus escasas pertenencias y las dejaran en el Barrio de los Convictos. Pese a los lustros que llevaba al servicio del amo, se consideraba una mujer frugal, poco dada a acumular cosas. Iba ligera de equipaje.

Reunió a la servidumbre en la cocina principal. Paseó la vista por todos aquellos rostros expectantes. A algunos los echaría de menos; eran buenas personas, trabajadoras, almas sencillas. Otros la envidiaban, o le guardaban rencor por haberles parado los pies en algún momento del pasado. Los más le eran indiferentes. Hizo un esfuerzo para que no se evidenciara la profunda emoción que la embargaba cuando les dirigió unas palabras:

—Os he convocado con motivo de mi despedida. Circunstancias familiares requieren que me marche de la casa donde he servido durante más tiempo del que puedo recordar.

Se oyó un runrún de asombro. Algunas doncellas se llevaron las manos a la boca, aturdidas. La mansión sin doña Perse controlándolos a todos se les figuraba irreal.

—Tratad a la sustituta que el amo disponga con el mismo respeto que habéis mostrado conmigo —prosiguió—. Intentad ser felices, y comportaos con vuestros semejantes tal como os gustaría que hicieran con vosotros. Os echaré de menos.

Se le quebró la voz, e intentó salir del paso simulando un acceso de tos. No iba a dar a algunos el placer de verla perder el control.

Una vez disuelta la reunión, dedicó un buen rato a aconsejar a algunas criadas por las que sentía un afecto especial: si aquel novio que parecía un pulpo lujurioso les convenía, cómo resignarse a sobrellevar un embarazo no deseado, aprender a convivir con una suegra irascible, llevar adecuadamente la economía doméstica, no agobiarse por el acné, ver más allá de las apariencias… Fueron admoniciones dadas de corazón, y sinceramente apreciadas como tales.

Tan sólo quedaba por apurar el trago más acerbo: comunicarle su decisión al Gobernador. Lo encontró, para variar, en su sillón favorito.

—¿Qué, Perse, te has aclarado por fin? —le preguntó, con una sonrisa amable.

—Sí, señor. No tengo derecho a poner en entredicho su buen nombre por culpa de mis problemas personales. Me marcharé, con su permiso.

La faz de O’Higgins se congeló en un rictus de asombro. Luego se puso muy serio, con su temible (o eso creía) cara de juez. Aquello era como un insulto personal. La muy perra prefería largarse con unos delincuentes a seguir sirviéndole.

—De acuerdo —respondió, con voz glacial—. Tú sabrás lo que haces.

—Gracias, señor. Ya he recogido mis cosas y me despedí de la servidumbre. No le cansaré más con mi presencia. ¿Podría saludar a los niños antes de irme?

—Ni se te ocurra.

Ella no pareció perturbada o medrosa; sólo entristecida.

—Muy bien, señor. Ha sido un honor servir bajo sus órdenes. ¿Da su permiso para retirarme?

—Lárgate.

—Adiós, señor. Que Dios le ilumine y guíe sus pasos. —Perseveranda hizo una respetuosa reverencia y se fue.

O’Higgins se quedó rumiando su desazón. La defección de aquella insensata mujer lo había perturbado más de lo debido. Bastante menoscabada había quedado su autoestima con el asunto de los imperiales para que, encima, una mujeruca se le subiera a las barbas. Después de todo lo que había hecho por ella…

Lo pagaría, sí. A diferencia de los imperiales, ella no podría tomar represalias efectivas. Se juró que, tarde o temprano, Perseveranda Desmaziéres desearía estar muerta. Y quienes la rodeaban también, de paso.