Capítulo XXIX
Decisiones

Ahora había más de quinientas naves Alien gigantescas en torno al planeta, y seguían llegando. La Cuchulainn observaba aquel ir y venir desde la periferia del sistema, protegida por sus sistemas de ocultación. En el puente de mando, libres ya de cualquier posible contaminación, se hallaban Beni, Uhuru, Moone y otros oficiales y científicos imperiales, todos muy atentos a las pantallas.

—Las primeras naves que acudieron no lucen muy sanas —dijo Uhuru.

En efecto, aquellas moles de quince kilómetros de eslora se conducían de forma errática. Algunas se doblaban convulsivamente, con consecuencias desastrosas para unas estructuras tan masivas. Otras, en cambio, se quedaban muy quietas, cambiaban de color sin ton ni son o giraban en torno a sí mismas, como peces heridos. Había un considerable tráfico de navecillas entre los leviatanes, y el comportamiento anómalo se iba extendiendo poco a poco entre ellas.

—¿Nos lo podrían explicar de una condenada vez? —preguntó Moone, demasiado fascinado por el espectáculo para dejarse llevar por la exasperación.

—No es la primera vez que me salvas el pellejo en el último minuto sin que me entere, Demócrito —dijo Beni, también atento a las pantallas—. Y lo peor es tener que soportar tus aires de suficiencia durante la subsiguiente explicación.

—Simularé no haber escuchado eso —repuso Demócrito, de buen humor—. Fue una peregrina asociación de ideas, al estilo humano. Todo se pega, menos la hermosura. Mientras procesaba los análisis de las muestras obtenidas a partir del Alien que capturamos, me acudió a la mente algo que ocurrió en el remoto pasado de vuestra Historia. Sí, he aprendido mucho sobre el autodenominado Homo sapiens estudiando los disparates que cometieron vuestros antepasados. Muy poco edificantes, si se me permite la digresión.

—Al grano.

—A eso iba, Beni. El metabolismo Alien me sugirió algunas similitudes con el imperio mongol, en los siglos XIII y XIV de la antigua cronología.

Beni y Moone se miraron.

—Este ordenador suyo está tan chiflado como un sombrerero —dijo el imperial.

—Como mencioné antes, se trata de una asociación de ideas al estilo humano. Pero si lo consideráis detenidamente, aparecerán ciertos paralelismos. Gengis Khan, el caudillo mongol, acabó por diseñar una estrategia de combate que le otorgó el dominio absoluto desde el Mediterráneo hasta el Pacífico. Creo que fue el mayor genio militar de vuestra especie. Pero lo que nos interesa no es la conquista, sino el mantenimiento de su imperio durante más de un siglo.

»Los mongoles disponían de pocos efectivos en proporción a los vastos territorios que gestionaron. Se trataba de un pueblo nómada, sin tradición escrita. Pero Gengis era muy listo. Asimiló todo lo bueno de las culturas conquistadas, armonizándolas mediante leyes justas y apropiadas con miras al bienestar general. Incluso cuando el imperio mongol se desgajó en cuatro partes (la Horda Dorada, el Ilkanato persa, Mogulistán y China), había una identidad común, pese a la diversidad de pueblos sojuzgados. Y ahora pensad en los Alien: asimilan cualquier sistema metabólico que se cruza en su camino, encajándolo en un todo unido mediante una pasmosa batería de herramientas moleculares. Es algo improbable, pero cuando funciona, lo hace a las mil maravillas.

—Una notable exhibición de pedantería por tu parte, Demiurgo —gruñó Moone—, pero ¿qué tiene eso que ver con la muerte de las naves Alien?

—Demócrito, si le da igual. Una entidad como el imperio mongol sólo podía sostenerse si se optimizaba el flujo de mercancías, personas e información. Las vías de comunicación mongolas funcionaban maravillosamente para la época. Recapitulemos. Notad la similitud con los Alien: un sistema que integraba partes complejas y muy diferentes mediante leyes que las armonizaban, y un flujo incesante de datos y objetos.

»Pero el imperio mongol cayó, y su poderío fue barrido por los vientos de la Historia (vaya, qué cursi me ha quedado). Y el modo en que ocurrió el colapso me sugirió un mecanismo de lucha contra los Alien. Adivinadlo —añadió, con tono incitante—. ¿Acaso no conocéis la Historia de vuestra propia especie?

—Se derrumbó por culpa de luchas intestinas, si la memoria no me falla —propuso Moone, dubitativo.

—Eso fue más una consecuencia que la causa. Algo acabó antes con el comercio, que mantenía vivo a un imperio tan heterogéneo: la peste negra. A mediados del siglo XIV, había liquidado casi dos tercios de la población china. El propio flujo comercial, a partir del centro de manufacturas que era China, diseminó la enfermedad. Y la gente se dio cuenta de ello.

»Puede que en el Viejo Mundo murieran casi cien millones de almas. La peste, por añadidura, se cebó en las élites, en los habitantes de las ciudades. Las vías comerciales desaparecieron. Se interrumpieron los contactos, y muchos países se encerraron en sí mismos. Y eso cambió el destino de vuestra especie. China, la potencia mundial indiscutible que podría haber dominado el mundo, se aisló de éste. Autodestruyó su impresionante flota comercial, y se retiró del tablero de juego. A la larga, Europa tuvo su oportunidad y…

—No desvaríes, por favor.

—Perdona, Beni. Reconozco que tiendo a apabullaros con mi incuestionable sapiencia. Retornando a nuestros enemigos actuales, me dije que debía hallar el equivalente a la peste bubónica. Tenía que desmembrar un imperio, en este caso a nivel molecular. Si inutilizaba las vías de comunicación entre las partes, el conjunto se colapsaría, como el imperio mongol.

»El éxito de los Alien se basa en la capacidad de asimilar información por medios bioquímicos, a partir de organismos ajenos. Son unos artistas a la hora de integrar genomas y memorias exóticos. Ya visteis con qué rapidez la criatura que capturamos asimiló a sus presas humanas y adquirió sus habilidades. Pero sus cuerpos siguen siendo una suerte de mosaico de sistemas bioquímicos incompatibles entre sí, unidos por complejas herramientas moleculares. Si lograba interferir el funcionamiento de estas últimas, su metabolismo se derrumbaría como un castillo de naipes.

—Y les endiñaste un virus —murmuró Beni, admirado.

—No exactamente. Pese a la premura de tiempo, estudié a fondo cómo se imbricaban todos esos sistemas que, actuando en conjunto, contribuían al éxito de los Alien. Seguramente, un virus clásico habría sido neutralizado, y no digamos una bacteria como la de la peste. Se requería algo mucho más sutil.

»Os recuerdo cómo funciona el sistema Alien de gestión de información. Para cada especie asimilada, poseen unas moléculas cazadoras que detectan el material biológico extraño. Se acoplan a éste, e inmediatamente sintetizan otras moléculas más pequeñas, a las que llamaré informalmente chivatas. Éstas avisan de inmediato a la batería enzimática más adecuada, la cual se encarga de traducir la información robada. Al menos, así es a grandes rasgos, y muy simplificado. Por supuesto, las enzimas Alien distan de ser proteicas, pero no os abrumaré con los detalles.

»¿Qué hice yo? Sintetizar genes humanos con moléculas cazadoras Alien ya acopladas. Éstas, una vez asimiladas por uno de nuestros enemigos, emitirían una cantidad increíblemente alta de chivatas. El metabolismo Alien se centraría inevitablemente en ellas, como una polilla en la llama de una vela.

—Genes humanos. —Moone puso mala cara—. ¿Cuáles, exactamente?

—Los sinteticé deprisa y corriendo. Muchos de ellos contenían información sin sentido, encaminada a confundir el metabolismo Alien. Otros se encargaban de sintetizar más chivatas, en progresión geométrica.

Beni lo comprendió al fin.

—Brillante. Sencillamente genial… Sus moléculas están tan ocupadas tratando de asimilar una información absurda, que desatienden las demás obligaciones.

—Y mis chivatas son tantas y tan activas, y saturan el organismo, que resultan irresistibles. De paso, los otros genomas exóticos que albergan, libres de control, se ponen a trabajar por su cuenta, sin querer saber nada de los demás. Resultado: el caos, igual que cuando se desintegró el vasto Imperio Mongol.

—Me llevé a escondidas el mejunje que preparó Demócrito —aclaró Uhuru—. Cuando llegamos adonde estaban los cautivos, aproveché para inyectarlos en la nave Alien. No sabíamos si funcionaría. Según la ley de Murphy, desde luego que no, aunque…

—Yo también albergaba serias dudas —siguió Demócrito—. Los secuenciadores moleculares imperiales dejan mucho que desear, pero tuve que apañarme con lo disponible. No pongan esas caras —les dijo a los científicos—; nada más lejos de mi intención que menospreciarlos. En fin, estimé que mi sabotaje dañaría a la nave, dándoos el tiempo justo para escapar. Lo que no imaginé fue que su efectividad resultara tan desmesurada.

—Cuando el comandante ordenó fuego a discreción —intervino un biólogo—, sin duda quedaron pedazos de la nave Alien flotando por el espacio, relativamente intactos pero contaminados. Al llegar los refuerzos, rescataron ese material… y se contagiaron.

—Mi invención se propaga como una enfermedad infecciosa —añadió Demócrito—. Los Alien se comunican entre ellos de varios modos, y deduzco que uno de ellos es el intercambio molecular. Supongo que acabarán por hallar un remedio para atajar el mal. O quizá no; quién sabe.

—Y en tal caso… —Uhuru dejó inconclusa la frase.

—Habré exterminado todo rastro de vida de este universo. ¡Genocidas de la Historia! —declamó—. Sólo sois unos aficionados a mi lado. ¡Postraos a mis pies! Huy, perdón; se me ha escapado.

—Joder con el ordenador de las narices —dijo Moone, fascinado—. En fin, no seré yo quien derrame una lágrima por esas abominaciones —se encaró con Beni—. Alienígenas aparte, nos queda un asunto pendiente. Puesto que hemos regresado, algo vapuleados pero sanos de cuerpo y mente, sigo al mando de mi nave.

Beni suspiró. Parecía cansado.

—Pues ya me dirá qué hacemos.

—Antes de que esta discusión se eternice —medió Uhuru—, deberíamos considerar algo importante, por si no habéis caído en la cuenta. Los vampiros se convirtieron en la única forma de vida de este universo por el expeditivo medio de asimilar a todo lo demás. Pero ¿y en el nuestro? Tal vez esas criaturas moren en un planeta remoto, agazapadas, aguardando su oportunidad. Comparado con ese peligro, el conflicto terminal entre Corporación e Imperio resulta pueril. Paremos ya esto. Tenemos que regresar y avisar a las autoridades.

—Amén. —Beni asintió—. ¿Moone?

—Qué fácil es decir: seamos amigos; démonos besos y abrazos, muac, muac, y caminemos de la mano alegremente por la pradera, cantando tiernas baladas —el imperial estaba muy serio—. Muy cómodo para ustedes: masacran a doce mil millones de pobres criaturas, y aquí no ha pasado nada. Tanta sangre exige una reparación en consonancia.

—Si empezamos a tirarnos los muertos a la cara, piense en los millones de personas que su Imperio masacró, esclavizó, violó, mutiló o condenó a una existencia miserable, sólo para que su Emperador y los nobles se pegaran la gran vida —replicó Beni.

—Si se me permite meter baza —sugirió Demócrito—, y siguiendo con nuestro repaso histórico, al final los enemigos eternos suelen verse obligados a negociar. Se olvidan los agravios, a las víctimas supervivientes se les da una palmadita en la cabeza y un terrón de azúcar, y la vida sigue, para beneficio de la mayoría.

—No deja de ser profundamente injusto. —Moone reflexionó unos instantes—. En los viejos tiempos, cuando todo era más sencillo, estas situaciones sin salida se solucionaban de una manera.

—¿A qué se refiere? —inquirió Beni.

—Le propongo que arreglemos esto como hombres de honor: mediante un combate singular entre ambos. El bando cuyo adalid sea derrotado se someterá al mandato del vencedor.

Todos los presentes miraron a Moone con ojos como platos.

—¿Se ha fumado usted algo? —preguntó Beni, vocalizando despacio. De todas las paridas sin fuste…

Y se contuvo. Solventar los problemas a la vieja usanza, como hombres de honor. Una lucha entre jefes, sin implicar a la tropa que así, por una vez, podía bajar las armas, sentarse, jalear o cruzar apuestas. Y el honor… Era un concepto que hacía mucho que ya no se estilaba. Más aún. Su propio éxito como militar, y el de la Corporación, se basaba en la estratagema, la jugarreta, la ocultación, los golpes bajos. Aunque no siempre fue así. Hubo una época, siglos atrás, en que Beni fue un joven soldado. Los viajes MRL no eran factibles por aquel entonces, y los comandos corporativos se trasladaban en transportes sublumínicos, sometidos a la dilatación temporal relativista. Mientras vagaban de un sol a otro, hibernados, en el resto del cosmos los años pasaban como un suspiro. Los parientes y amigos morían de viejos, y era imposible echar raíces. Sólo quedaban como referencia, como asidero, los compañeros que compartían misiones. Eso creaba lazos más fuertes que el acero. Había lealtad, espíritu de cuerpo, confianza mutua.

Evocó esa época, sí, cuando estuvo casado con su primera mujer, compañera de oficio. Qué simples eran las cosas entonces. Mataban, morían y puteaban de lo lindo al enemigo, pero también había honor. Se hubieran dejado desollar vivos antes que abandonar a un camarada, y al diablo si los mandos les ordenaban otra cosa. Tenían un código ético. Cabrón, sí, pero código al fin y al cabo.

«Luego, la vida da muchas vueltas y lo malea a uno. Tiendes a volverte cínico. No crees en nada. Sólo cuenta la victoria. Hasta que un buen día, ya desengañado de todo, te topas con un adversario que apela a valores éticos. Un enemigo que no es un santo, precisamente. Que se lo digan a todos los que ha despachado en los últimos años. Pero ese tío no vaciló a la hora de arrojarse a lo que parecía una muerte cierta, antes que abandonar a unos subordinados. Si eso no es lealtad, que baje Dios y lo vea. Y ha combatido a mi lado. Juntos nos tiramos de cabeza a lo más profundo de los infiernos, y regresamos. Honor, viejos valores…» Miró fijamente a los ojos a Moone.

—Al cuerno —masculló al fin Beni, e impartió una orden a Demócrito por el canal privado.

El segundo de a bordo, sin acabar de dar crédito a lo que mostraba su consola, exclamó:

—¡Milord! ¡El ordenador enemigo ya no maneja la nave!

Moone entornó los párpados.

—¿Cómo sé que no es un truco de los que la Corporación nos tiene acostumbrados? Podría retomar el control más tarde.

—Tendrá que fiarse de mi palabra de honor.

Una media sonrisa se esbozó en el rostro del imperial.

—Un poco cuesta arriba se me hace.

—Lo toma o lo deja. Si busca algún motivo prosaico y materialista, piense que así gano puntos para reconciliarme con ésta —miró hacia Uhuru—. Llevo demasiado tiempo durmiendo solo.

La Matsu puso cara de enfado, puede que fingido.

—Hombres… Gran verdad la que afirma que no tenéis suficiente sangre en el cuerpo para que funcione más de un órgano esencial simultáneamente. Hablando en plata, al final el destino del universo se va a decidir por medio de dos tíos dándose de hostias… —añadió algo más por el canal privado—. Pero estoy orgullosa de ti, Beni.

—El bando vencedor dispondrá del otro —dijo Moone, sin prestarle mucha atención—, aunque se comprometerá a respetar la vida y la dignidad de los derrotados. Les aseguro que sería incapaz de causarles daño a quienes combatieron junto a nosotros por salvar a los muchachos.

—De acuerdo. —Beni asintió—. No lo demoremos. Si le parece bien, recurriremos a la lucha sin armas. Gana el que incapacite al otro, o logre que se rinda. Porque no preferirá el ajedrez, ¿verdad?

—¿Contra un oponente que se comunica con un ordenador biocuántico? ¿Me toma por tonto?

—Podríais jugároslo a los chinos —propuso Uhuru.

—No sería lo mismo; sobre todo, por el toque épico —replicó Beni—. Acabemos con esto.

La tripulación despejó el puente y dejó un amplio espacio a disposición de los contendientes. Éstos se deshicieron de los uniformes y un arsenal de pequeñas armas que portaban ocultas. Quedaron frente a frente, tan sólo equipados con botas, pantalón y camiseta. En la piel de Beni se veía alguna que otra vieja cicatriz. Su músculos no abultaban demasiado, pero habían sido potenciados por los laboratorios militares y muchas décadas de duro entrenamiento. Su contrincante también parecía en excelente forma física; además lo superaba en altura, con una mayor envergadura de brazos. Ambos contendientes se estudiaron detenidamente.

—Podéis comenzar —dijo Uhuru—. Caray, me siento como la princesita que dejaba caer el pañuelo en los torneos medievales.

Beni se puso en modo de combate, para intentar despachar a Moone lo antes posible. Para su sorpresa, estuvo a punto de recibir una patada en la cara que lo hubiera dejado fuera de juego ipso facto.

«Mierda / también está en modo de combate / creía que los imperiales no disponían de esa tecnología / bueno / así tendrá más mérito / que empiece el espectáculo».