Capítulo XIX
Nido de amor
«El nombrecito tiene guasa», pensó Calímaco mientras terminaba su caipiriña, sentado en la terraza. «Nido de Amor… ¿Qué tendrá el amor que ver con esto? Aquí la gente acude a echar un polvo y a ponerse ciega de alcohol y hongos enteógenos». Mejor que mejor. Se suponía que él había venido precisamente a eso.
Su biorreloj le indicó que se acercaba la hora de la cita. Se incorporó con aire indolente y echó a caminar sin prisas, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Sin embargo, pese a su apariencia no perdía detalle de cuanto le rodeaba.
Después de haber visitado maravillas como el Pabellón de Caza del Duque de Orión, el Nido de Amor equivalía a una apología del mal gusto. Pero claro, los clientes potenciales eran turistas y se les daba lo que anhelaban ver. Un billón de moscas no podían equivocarse, así que etcétera.
En sus buenos tiempos, aquel vasto complejo de edificios y jardines fue la mansión solariega con la que un noble soñó. Se decía que él mismo había trazado los planos y dirigido las obras de vaciado y acondicionamiento del asteroide. Fue una obra hecha con amor, pensada para durar, para que sus descendientes moraran en ella orgullosos por los siglos de los siglos. Mas el Destino suele hacer gala de un retorcido sentido del humor. A diferencia de otras familias de la aristocracia venidas a menos, que preferían morirse de hambre antes que mancillar el patrimonio, los tatara-tataranietos de aquel noble miraron con ojos golosos el cheque que una multiplanetaria hotelera puso delante de sus narices. Unos minutos después hacían las maletas rumbo al planeta Hlanith, desarraigados pero mucho más ricos.
La gemepé encargó un estudio de mercado y dio a los clientes lo que éstos querían: un sitio exótico, ubicado en un sistema famoso, donde materializar sus sueños. Y la gente tenía poca imaginación. Los más humildes buscaban culminar allí su luna de miel, y regresar con varios terabytes de fotografías y vídeos con los que martirizar a parientes y amigos, que en el fondo les envidiaban. También había áreas exclusivas para las reuniones de empresa, con el atractivo añadido de diversos lances erótico-festivos. Así, o eso afirmaban, los ejecutivos rendían más. Y por supuesto, en los módulos más estilosos del asteroide, los ricos y famosos se ponían las botas.
Como consecuencia, a la construcción original, de estilo sobrio y rica en maderas nobles, se le habían superpuesto mil y un emplastos y parches de plástico para simular docenas de escenarios famosos: una mala copia del Palacio Imperial, las pirámides de Egipto, el Taj Mahal, un canal veneciano, el Barrio Viejo de Baharna, el palacio de Nerón, la zona de luces rojas de Ámsterdam… En suma, un parque temático como otro cualquiera de los que, por alguna razón que a Calímaco se le escapaba, causaban furor en el Ekumen. Dedujo que el noble fundador estaría ahora removiéndose en su tumba, dándose cabezazos contra la lápida, ciscándose en sus herederos y gritando: «¡¡Cabrones!! ¡Si lo llego a saber, me hubiera hecho la vasectomía antes de casarme!»
En fin, se suponía que Héctor Macanás era un multimillonario hortera que, después de pasar unas semanitas en Algol, deseaba culminar la estancia echando otra canita al aire. En la agencia de viajes había manifestado su deseo de probar nuevas experiencias. Le aseguraron que en el Nido de Amor podía explorar cualquier posibilidad, homo o hetero, así como diversas fantasías corales. Macanás, tras dejarse aconsejar, decidió alquilar la suite Cleopatra, la cual llevaba el efebo incluido en la tarifa.
Precisamente era la hora de encontrarse con él. Lo localizó apoyado en una barandilla que separaba la terraza de un estanque con cisnes y flamencos animatrónicos. Desde luego, debía reconocer que era un buen mozo, espigado, rubio y con unos bucles dorados dignos de un querubín. Se maravilló de la facilidad de Ogoday para cambiar de fisionomía y lenguaje corporal. Se movía como si se tratara de otra persona, con maestría inigualable. Por supuesto, Calímaco no había tenido problema alguno para que el mut, en su nueva identidad, le fuera asignado como pareja. Los programas espías obraban milagros.
Para un observador casual, se trató de un encuentro típico entre un ricachón torpe y un profesional del sexo. El primero parecía un poco nervioso, como si no supiera qué hacer con las manos. Se notaba que era novato en aquel tipo de relación. El joven, con sabiduría nacida de la práctica, se encargaba de guiar a su patoso cliente en los primeros escarceos, mientras lo remolcaba hasta la suite.
Una vez a salvo de ojos indiscretos, y rodeados de una decoración capaz de cortar la digestión a todos los Ramsés que habían dominado el Alto y el Bajo Egipto, Calímaco pudo relajarse. Se sentó en la cama, la cual trató de engullirlo.
—El sitio es seguro, Ogoday —dijo, mientras luchaba con el indomable colchón—. Mis programas vigilan.
—No esperaba menos de ti —el mut eligió un sillón de aspecto más convencional—. Hiciste un buen trabajo. Jamás dispuse de tantas identidades falsas como en esta misión.
—Profesional que es uno —optó por quedarse tumbado; en verdad, la cama era comodísima—. Por cierto, ¿qué fue de tu última personalidad?
—Se supone que Seymour Hicks se ha tomado unas merecidas vacaciones —se encogió de hombros—. Que tus programas lo mantengan dando tumbos por ahí hasta que fallezca en algún lamentable accidente. Por supuesto, el cuerpo será irrecuperable.
—La duda ofende. —Calímaco cambió de postura—. Entonces, Base Faulkner esta aquí. Quién lo diría…
—Una vez que pude entrar en la zona de sombra que se ocultaba en La Saeta Rubia, la organización de la resistencia imperial empezó a desvelarse. Utiliza un sistema de células independientes. En cada empresa se fabrican diversos componentes que, en apariencia, son inofensivos y no tienen nada que ver unos con otros. Se facturan en pequeñas cantidades y su pista se pierde en el maremágnum del tráfico sideral de Algol. Atando cabos, fui averiguando la situación de las distintas zonas de sombra hasta que, finalmente, di con la de su centro de coordinación. Está aquí, seguro.
—Fantástico —repuso Calímaco, cada vez más relajado en aquel lecho mullido como una nube—. Anda, mira a ver si encuentras el minibar. Supongo que lo esconderán en alguno de esos sarcófagos de plástico.
Ogoday acertó al tercer intento. En los otros dos había momias de pega que le hubieran propinado un buen susto a alguien menos curtido.
—Y pensar que hay gente que paga por esto… —Calímaco meneó la cabeza, mientras abría la lata de cerveza—. Por lo que parece, la Armada quiere que investiguemos los dos en equipo, en vez de actuar por separado.
—Supongo que, dado que estamos en la guarida del lobo, pretenden incrementar las posibilidades de éxito. En caso de que capturaran a uno, el otro podría seguir adelante.
Se hizo un silencio incómodo. Ambos sabían que el enemigo nunca los cogería vivos. El sistema bioquímico de seguridad que llevaban implantado les freiría los sesos antes de que traicionaran a su compañero.
Estuvieron un buen rato charlando y trazando planes. Por supuesto, Calímaco usaría sus tarjetas cuanto más mejor, para incrementar la probabilidad de que los programas espías dieran con la zona de sombra. Tendría mil oportunidades para ello. ¿Acaso no era un nuevo rico ansioso de probarlo todo? Mientras, otros programas cartografiarían el asteroide, para detectar recintos o pasadizos ocultos.
A primera vista, un lupanar como aquél parecía el sitio menos adecuado para esconder una base secreta. Seguramente por eso lo escogieron. Había grandes hangares, zonas de aparcamiento y multitud de habitáculos en un volumen de varios kilómetros cúbicos. Si las instalaciones de Base Faulkner no eran excesivamente grandes, podrían camuflarse con éxito. ¿Qué ocurriría si el Nido de Amor albergaba sólo un centro de coordinación, y la base se hallaba lejos de Algol?, ¿y si había varias? Calímaco cruzó los dedos. Ogoday parecía muy convencido de que el enemigo se escondía a pocos metros de donde ahora estaban.
Los consumidores de películas de espías creían que éstos se hallaban siempre inmersos en una acción trepidante, plena de sobresaltos, romances, persecuciones y demás. La realidad solía ser mucho más prosaica: el tiempo se gastaba en recopilar datos y cotejarlos. Así lo hicieron Calímaco y Ogoday, mientras los días transcurrían monótonos y cada vez se hacía más difícil de explicar que un millonario ocioso desease pasar tanto tiempo de asueto en Algol. Como vacaciones, estaban tornándose demasiado prolongadas.
Base Faulkner seguía burlándose de ellos. En apariencia, todo el volumen que ocupaba el Nido de Amor estaba justificado. No quedaban espacios deshabitados o sospechosos, sino que cada uno tenía una función bien definida. O los imperiales no estaban allí, o esta vez su camuflaje era impenetrable.
—Probemos con el flujo de suministros de todo tipo —sugirió Calímaco, mientras rebuscaba en el minibar algo para picar.
—Este antro cobra precios abusivos por las bebidas y los aperitivos —le amonestó su conciencia, enfurruñada—, pero tú no te privas de nada. ¿Sabes cuánto le estás costando al erario público, Silva?
—Calla, agonías. —Ogoday lo miró desconcertado, y Calímaco se dio cuenta de que había hablado en voz alta; debía tener más cuidado—. Se lo decía a Peláez.
—Ah, bueno.
Nada sacaron en claro del trasiego de combustible para astronaves. En cambio, el listado de provisiones de boca presentaba anomalías. Se consumía más de lo que cabría esperar, dado el número de clientes y empleados, pero los excedentes no se almacenaban. ¿Qué era de ellos?
—Lo que entra por la boca ha de salir por el otro extremo del tubo digestivo —señaló la conciencia. Calímaco se lo comentó a su compañero.
—Igual Peláez ha dado en el clavo —añadió—. Veamos qué ocurre con la evacuación y reciclaje de desechos orgánicos.
—A hurgar en la mierda, como si fuésemos periodistas de prensa amarilla. —Ogoday suspiró y se puso manos a la obra.
Al cabo de un rato, el mut se retrepó en el asiento y se pasó las manos por el cabello.
—Nada —dijo, enojado—. Hay lo que cabría esperar con la ocupación hotelera actual. Otro callejón sin salida…
En verdad, Ogoday se estaba desanimando. Su investigación previa había proporcionado unas pistas claras, que ahora parecían esfumarse. Si no daban pronto con Base Faulkner, quizás la Armada se sintiera tentada de actuar a lo bestia y dejarse de contemplaciones. Podría incluso arrasar Algol, para demostrar a la resistencia imperial que la Corporación no titubearía en su empeño de acabar con ella.
—Aguarda. —Calímaco tenía aire pensativo—. Igual han manipulado los registros de aguas residuales, o trucado las sondas analíticas. Creo que podré hacer un apaño para que mis programas tomen el control de los aparatos de medición y registren los datos reales. Nos llevará apenas un día.
Después de otra jornada de ocio vigilante, se retiraron a la suite para comprobar los resultados. Nada más cotejar las tablas con las de la víspera, la faz de Calímaco se iluminó.
—¡Bingo! Hay discrepancias en la tasa de eliminación de materias fecales.
Ogoday se acercó a la holopantalla del microordenador.
—Sector A-9… ¿Dónde cae eso? Necesitamos un plano del asteroide.
Dicho y hecho. Un holograma apareció ante ellos, mostrando un modelo tridimensional del Nido de Amor que parecía tallado en vidrio transparente. De él brotó una multitud de flechitas y rótulos, a modo de sarpullido. Una sección se coloreó en rojo.
—¿La zona egipcia? ¿Justo donde estamos nosotros? —a Ogoday le costaba creerlo.
—Eso parece. Ampliación, por favor —el zum agrandó el área roja—. Muéstranos todas las tuberías, conductos de aire y similares —el holograma pareció quedar encerrado en una telaraña—. La zona egipcia ocupa un volumen enorme, con las pirámides, el Valle de los Reyes, Luxor y monstruosidades como nuestra suite. Todos los espacios aparecen dedicados al ocio, pero vete a saber si los planos son auténticos. Hasta la fecha, mis programas espía hurgaban en los archivos de Algol en busca de secretos, de zonas de sombra, de mensajes en clave. Pero ya no podemos fiarnos de lo que encontremos.
—Eso significa que seguimos una pista caliente —el mut se animaba por momentos.
—Sí, pero ahora debemos hilar más fino. Olvidémonos de estos planos tan poco fiables y dibujemos los nuestros. Mandaré a mis programas que envíen microsondas por toda la zona. Medirán espacios, analizarán la tasa de renovación del aire, circulación de personas, movimiento de suministros y residuos, etcétera. Ni una mosca debe entrar o salir de aquí sin que nos enteremos.
—Eso va a llevar tiempo —dijo Ogoday, con evidente fastidio.
—Sí, y ya me resulta difícil escoger un sitio adonde ir mientras tanto. Me conozco de memoria todo el maldito sistema de Algol, sus monumentos y sus lugares de ocio. Mientras tú te dedicabas a zascandilear en las compañías aeroespaciales, yo tuve que representar el papel de millonario en año sabático, ansioso de visitar cada uno de los lugares que vienen en la Guía Michelín o en su defecto, en la del Turista Políticamente Incorrecto. Por cierto, pásamelas, a ver si se me ocurre algo.
—¿Hay algún sitio barato? —preguntó la conciencia.
—Tengo que cuidar mi imagen por la cuenta que nos trae, Peláez.
—O sea: algo caro y de pésimo gusto.
—Sí; hay que sufrir.
Al final, y a falta de otra cosa, se decidió por una visita guiada a Base Escorpio, una de las instalaciones que el Antiguo Imperio de Algol tenía cerca de La Línea. Este nombre se refería a la frontera más conflictiva del Antiguo Imperio, donde lindaba con pequeños estados a los que trataba de dominar, antes de que la República de los Términos los incluyera en su esfera de influencia. Fue una época turbulenta, plena de acciones bélicas poco gloriosas, hasta que la Corporación acabó absorbiendo pacíficamente, por agotamiento, a Imperio, República y todo bicho viviente. Base Escorpio se había reconvertido en museo y centro lúdico, es decir, en otro parque temático.
—Siempre será mejor que una patada en los huevos —trató de consolarse Calímaco cuando salía de la agencia de viajes que el Nido de Amor ponía a disposición de los clientes. Ogoday se quedaría, vigilando que nada raro ocurriera. Al fin y al cabo, se suponía que ahora era miembro del personal del hotel. Por supuesto, los programas espía se encargarían de que no le fuera asignada compañía desagradable.
* * *
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Ogoday a la vuelta de aquellas minivacaciones.
—Ni fu ni fa. ¿Has visto la película «Tras la Línea Imaginaria»? —el mut asintió—. Pues en efecto, Alejandro de Algol y Elisabeth de Orión hicieron la mili en Base Escorpio. Aquello parece un decorado de cine, todo lleno de guiris en pantalón corto, niños gritones y vendedores de recuerdos. Menos mal que con dinero siempre se pueden encontrar rinconcitos selectos donde perderse.
—Le estamos costando a la Corporación una fortuna, sobre todo tú. —Ogoday sonrió.
—Y que lo digas, pero qué demonios. Sólo se vive una vez…
Calímaco se puso pálido de repente y se llevó las manos a las sienes. Respiró hondo.
—¿Tu conciencia ataca de nuevo? —preguntó Ogoday.
—No puede evitarlo —respondió Calímaco, más calmado—. «Peláez» y «disfrute» son dos términos antónimos. Menos mal que ya queda poco para acabar la misión. ¿Alguna novedad?
—Por mi parte, me las he apañado para convertirme en el hombre invisible. He pasado estos días pegado al ordenador, mirando cómo tus espías iban facilitando datos. El nuevo modelo 3D del asteroide se ha ido construyendo pasito a pasito. Me ha recordado esas viejas películas de terror en la que un esqueleto se cubre lentamente de tendones, músculos, venas, nervios y vísceras —la sonrisa del mut era radiante—. Aquí lo tienes. Pondré al lado el modelo anterior. Fíjate en el sector A-9. ¿Captas las diferencias?
Calímaco lo examinó atentamente. Sí, allí estaba. Se le escapó un silbido de admiración.
—Los cabritos lo tenían bien escondido… Todas las dependencias del asteroide son un poco más reducidas de lo que debieran, según los planos oficiales. Se escamotea un cachito por aquí, unos metros por allá, y se acaba dejando un hueco enorme.
Efectivamente, en el holograma aparecía un paralelepípedo negro, embutido entre diversas instalaciones hoteleras y recreativas. Según el ordenador, ocupaba casi cien mil metros cúbicos.
—Linda con un hangar —dijo la conciencia. Calímaco se lo indicó a Ogoday.
—Ya me di cuenta. Ideal para sacar algo con rapidez. Las sondas no han podido penetrar en la zona oculta, pero sí que analizaron los flujos de aire, agua y materia orgánica. Ahí debe de haber entre cuarenta y cincuenta personas, y probablemente maquinaria pesada, a juzgar por las vibraciones. La capa de aislamiento no logra amortiguarlas del todo.
—Tanta gente necesitará alimentarse —observó Calímaco.
—También me ocupé de investigarlo. Emplean comida deshidratada, para reducir el tamaño de los paquetes. Creo que la introducen por una puerta falsa, a través de la tumba de Seti I.
—¿La qué de quién?
—Otra de las múltiples atracciones de la zona egipcia, aunque no tan popular como las pirámides.
—Ah, ya recuerdo: el Valle de los Reyes. Estuvimos tomando unas copas en la tumba de Ramsés nosecuántos, si la memoria no me falla. Pero Seti I… No me suena.
—Hay bastantes hipogeos en el Valle de los Reyes, desde luego. Aquí han elegido los más representativos de las dinastías XVIII y XIX. La tumba de Seti I es la mejor, a mi modesto entender: una auténtica obra de arte, por desgracia reconvertida en una discoteca de moda. Fui a visitarla de incógnito, y había una momia animatrónica en el puesto de pinchadiscos.
—Qué horror.
—Sí. Mira, la resaltaré en amarillo. Si te fijas, sus pasadizos discurren pegados a la zona oculta. Por ahí les pasan los suministros de tapadillo. Y eso es todo —alzó los brazos en señal de victoria—. Misión cumplida.
—Esto hay que celebrarlo —dijo Calímaco—. Propongo que…
Se detuvo en seco, y su cara adoptó un rictus agónico que alarmó a Ogoday. Fue a administrarle un sedante con los dedos, pero su compañero volvió a hablar. El tono de voz sonó muy distinto.
—Buenos días, señor Pashin. Por la autoridad que me ha sido conferida, tomo el mando de la misión.
—¿Y eso qué significa, Peláez? —al mut le ponía nervioso aquella conciencia tan puntillosa, pero no pensaba rebelarse contra ella.
—Antes de que sea tarde, debemos enviar tan importante información a la presidenta Jansen por un canal seguro. No podemos correr el riesgo de alertar al enemigo si seguimos acercándonos a su cubil. La responsabilidad es excesiva e inasumible para mí. Se hace usted cargo, ¿verdad? Por tanto, sugiero que permanezcamos quietos hasta recibir instrucciones de la superioridad. Mejor dicho, es una orden. Mientras, diviértanse, aunque será mucho pedir que lo hagan con frugalidad.
Calímaco recuperó el control de su cuerpo, sudando a mares.
—No luces muy feliz. Una cerveza, supongo —dijo Ogoday, camino del minibar.
—La odio. Dioses, cómo la odio —murmuró Calímaco, mientras trataba de respirar hondo y relajarse.
* * *
No tuvieron que esperar mucho. Al cabo de unas horas, la conciencia volvió a manifestarse, para consternación de su anfitrión.
—¡Buenas noticias, señor Pashin! —dentro de lo complicado que resultaba manipular un cuerpo que no era el suyo, y que se empeñaba en no colaborar, Peláez sonaba feliz—. La mismísima presidenta nos ha felicitado por nuestra labor y envía refuerzos. Pretende que la misión concluya con rapidez. Imagínese las perspectivas de promoción futura que nos aguardan. Tal vez me concedan un…
—¿Qué tipo de refuerzos? —lo interrumpió el mut, con la mosca detrás de la oreja.
—Androides de combate. No me especificó cuántos.
—Excelentes noticias, desde luego —murmuró Ogoday, pensando en lo que se avecinaba. Androides de combate. La sangre correría, seguro.