Capítulo XXVIII
Ascenso a los infiernos
En la segunda lanzadera nadie parecía dispuesto a romper el espeso silencio. Miradas al suelo, revisar los seguros de las armas, comprobar los cierres de las escafandras, tratar de vencer el miedo… Beni conocía esa sensación, vivida en incontables ocasiones a lo largo de su carrera. Por su parte, se lo tomaba con calma. Le fastidiaba acabar así, para qué negarlo, pero se encontraba en paz: la tranquilidad de conciencia de quien cree estar haciendo lo correcto, y piensa palmarla con dignidad, rodeado de camaradas valientes. Por muy imperiales que fuesen. Mejor así que un final anodino en una residencia de ancianos, o muerto a traición por la presidenta del C.S.C.
También pudo hablar con Uhuru, en una charla breve pero intensa. Había desnudado su corazón, confesado todo lo que sentía por ella, que comprendiera cuánto la quería. Si iban a morir todos, al menos ella lo haría sabiéndose amada. Era muy triste sentir algo por alguien y no decírselo, aguardando el momento adecuado que nunca llegaba. Esta vez no ocurrió. Uhuru parecía la más serena de todos, bella como un sueño. Dioses, lo que daría por ser feliz con ella algunos años más…
¿Y Moone? El imperial también se mostraba sosegado. De repente, sacó una caja de debajo del asiento y la abrió. En su interior había un paquete de cigarros, y de los caros.
—Un último pitillo, muchachos. Mi vicio secreto: robados de Cuba, en la Vieja Tierra. Os lo habéis ganado. Estoy orgulloso de vosotros.
Aprovechando que aún tenían las escafandras abiertas, todos tomaron uno y lo encendieron, incluso quienes no fumaban. Aquello era un ritual sagrado. Moone se los ofreció a Beni y Uhuru.
—Ustedes también, perros corpos —les propuso, con una sonrisa.
Uhuru estudió el cigarro y repuso, con un punto de humor:
—Me temo que esto resulta perjudicial para la salud…
—Considerando que de aquí a un rato nos van a dar la del pulpo[20], traiga acá ese cubano —dijo Beni—. El bienestar de mis pulmones es lo que menos me preocupa ahora.
Fumaron en silencio unos minutos, mientras los filtros de la cabina se ocupaban de limpiar el aire.
—Qué curioso —dijo al fin Moone, tras propinar una larga calada al cigarro—. Me siento demasiado tranquilo. Debería estar más cabreado que una mona con ustedes.
—Son cosas que pasan. Les hemos metido en esto como consecuencia del asalto a su corbeta, pero… Gajes del oficio. Ambos sabemos que tenemos un deber que cumplir.
—El deber, en efecto… —dio otra calada—. No les guardo rencor. Están aquí, compartiendo destino con nosotros, y eso es lo que cuenta. Es más de lo que puede decirse de mis nobles superiores, antes de la guerra.
—Si yo le contara…
Los minutos pasaban despacio mientras la lanzadera se aproximaba a la nave Alien. La primera estaba a punto de llegar a destino, y la comunicación se había interrumpido. Los cautivos habían experimentado todos los matices del terror, pero no recibieron ni una palabra de consuelo desde la Cuchulainn. Se corría el riesgo de que los Alien averiguaran que partía en pos de ellos una expedición de rescate. Era terrible no poder darles la más mínima esperanza en aquel horrendo trance. Les hacía sentirse culpables.
Cada vez que pensaba en ella, la misión se le antojaba a Beni un disparate. No había garantía de que la nave Alien se tragara el engaño. En cualquier momento podían recibir un impacto que los volatilizara, aunque de momento seguían vivos. Y apetecía hablar de algo para hacer más llevadera la espera.
—Quién iba a decirme hace unos días que acabaríamos así —dijo Moone, llevándose el cigarro a los labios y con la mirada enfocada en el infinito—. Creo que al final habríamos dado con el modo de superar las dificultades de Base Faulkner, y propinado una buena tunda a la Corporación. Pero ya ven; Dios es caprichoso.
—Sí, suele ensañarse con quienes le adoran. Bueno, y con los demás también. —Beni sonrió.
—No me sea blasfemo. Ay… Es curioso cómo le cambia a uno la escala de valores. Lo que antes parecía tan importante, la razón de mi vida, ahora me resulta baladí. Hay otras cosas que merecen la pena.
—Descuide. Últimamente, también nosotros hemos padecido unas cuantas crisis existenciales. Casi salimos a una catarsis diaria —comentó Uhuru, muy seria, tratando de fumarse el cigarro.
—A ver si pasa la racha y volvemos a ser los cabroncetes de costumbre —sentenció Beni—. En fin, c’est la vie. Normalmente, sólo me relaciono con imperiales cuando éstos se hallan al otro lado de la mira del fusil, y he ido a parar bajo las órdenes de uno de ellos.
—¿Bajo las órdenes? —Moone lo miró, divertido—. Ahora me entero.
—Las misiones bicéfalas suelen acabar en desastre. Usted manda en ésta.
—Al fin escucho algo con sentido —hubo otro largo silencio—. Se admiten sugerencias, ya que ustedes presumen de haber lidiado con alienígenas.
—Pero nunca como éstos, que conste. —Beni pareció meditar—. ¿Se refiere a un plan al estilo de: «el batallón rojo debe flanquear al enemigo, mientras el azul y el amarillo sincronizan los relojes y confluyen en el punto X»? Mejor será que nos dejemos de chuminadas. Un chute de adrenalina, irrumpimos a lo berserker y maricón el último.
—Berserker… El furor de los hombres del norte. Los vikingos lo lograban antes de las batallas a base de ponerse hasta el culo de cerveza con beleño. Hum, parece que sabe usted algo de Historia Antigua.
—Culturilla general. Es una suerte que sus hombres lleven implantados dispositivos localizadores. En cuanto entremos en la nave nodriza, los rastreamos y vamos derechos a por ellos, con la mayor potencia de fuego posible. En tromba. Los rescatamos, y regresamos cagando leches.
—O nos quedamos por el camino, abrumados por la superioridad enemiga —apostilló una fatalista Uhuru.
—Bueno, señora, al menos caeremos a lo grande. Como en esos relatos de héroes, donde pocos se enfrentan a muchos, en nombre del deber o luchando por aquello en que creen, escupiéndole a la Dama de la Guadaña en la cara. Sí, al estilo de la carga de la Brigada Ligera en Balaclava.
—Mejor busque otro ejemplo. Aquello fue una matanza sin sentido, un montón de jóvenes enviados al sacrificio por unos jefes ineptos —comentó Beni—. Puestos en plan épico, prefiero lo de las Termópilas. El rey Leónidas y trescientos de los suyos aguantando la embestida de cien mil persas, echándole cojones y resistiendo hasta que cayó el último hoplita.
—E incluso alguna vez salía bien.
—Sí, aprovechando que Dios miraba hacia otro lado…
—¿Ha leído el relato de la batalla de Arsuf que escribió el noble Marc d’Artois?
—Por supuesto, pero no llega a ser tan conmovedor como esos casos en que, a sabiendas de que vas a diñarla, te quedas y aguantas. Como un gilipollas.
—Qué tiempos aquellos. —Moone miró distraídamente su cigarro, ya poco más que una colilla—. Eran batallas de verdad, donde veías la cara al enemigo y te manchabas con su sangre. No como ahora, que de un misilazo te cargas a millones sin despeinarte.
—Resulta más descansado, eso sí.
—Ya, pero no despertarás la admiración en generaciones venideras, ni nadie en el futuro se enorgullecerá de ti, ni saldrás en cantares de gesta —suspiró—. Bueno, nosotros tampoco. ¿Quién se acordará de nuestro sacrificio cuando caigamos?
—Las cosas se hacen cuando se debe, aunque nadie se entere de ello. Los antiguos decían: «Dios lo ve», y obraban en consecuencia. De todos modos, Demócrito se ocupará de que no nos olviden. Confío en él. Pese a su histrionismo esencial, es un tipo decente.
Los ojos de Moone brillaban. Alzó la voz.
—¿Habéis oído, muchachos? Aunque perezcamos, se nos recordará como a valientes, que no abandonaron a sus camaradas. Vuestros padres y hermanos se sentirán orgullosos de vosotros. Y en cuanto a los Alien —levantó la mano, y el humo del agonizante cigarro dibujó en el aire caprichosas volutas—, tampoco olvidarán lo que unos hombres decididos… —miró de reojo a Uhuru—. Bueno, unos hombres y una…
—Dígalo, no se corte —intervino Uhuru—. Me han llamado de todo en mi vida.
—Calle, no me interrumpa una arenga que ha de pasar a la posteridad. Lo que unos hombres y una dama son capaces de hacer por los suyos. ¡La próxima vez, esos bastardos van a asimilar a su puta madre!
Los marines gritaron como una sola voz. Sí, seguirían a su comandante hasta más allá del final, como en tantas otras veces a lo largo de la Historia de la Humanidad.
—Ustedes, los corporativos, ¿no acostumbran a soltar discursos antes del combate? —quiso saber Moone.
—Cuando éramos jóvenes, y antes de meternos en una escabechina de cuidado, los comandos solíamos exclamar aquello de: «¡Ave, César! Los que van a morir… ¡se cagan en tu padre!» Ahora, en la vejez, me parece una chiquillada. Pero tenía su puntito… —Beni sonrió, nostálgico—. Ésta os la dedico, camaradas caídos —añadió, pensando en los fantasmas del pasado.
—Amén —dijeron los imperiales. Una peculiar camaradería había surgido entre quienes se odiaban hacía tan sólo unos minutos.
El tiempo siguió transcurriendo, mientras se acercaban a la nave Alien, en medio de una charla tranquila. La lanzadera no fue aniquilada, sino que atracó en su objetivo. Los marines se calaron las escafandras, se desearon suerte con gestos y se aprestaron a dar lo mejor de sí mismos. Beni y Uhuru se cruzaron también unos últimos mensajes, que sonaron a despedida, y ocuparon sus puestos.
* * *
Nave Madre estaba perpleja, aunque complacida. Existía otra parte de la Totalidad que había sobrevivido, y que también capturó un fragmento de Abominación para ser estudiado. Le costaba comunicar con ella, y repetía idénticos mensajes que su predecesora. Quizá estuviera dañada. O puede que Nave Madre pecara de exceso de confianza. Había perdido gran parte de sí misma, y las secuelas de la radiación aún estaban siendo curadas. De todos modos, Nave Madre no era inteligente; tan sólo eficaz. Si recibía los estímulos adecuados, respondía en principio de una forma determinada. Y el nuevo protagonista de aquel drama radiaba lo que debía.
El primer vehículo de la Abominación entró en el embarcadero. De Nave Madre se desgajaron unos operarios para recibir el cargamento y preservarlo del deterioro. Los fragmentos orgánicos sólo permanecían viables en atmósferas muy concretas. Se aplicó una burbuja semipermeable a la escotilla del vehículo, y hasta ella fueron empujados los fragmentos. Llamaba la atención cómo se retorcían y emitían vibraciones sonoras por sus orificios anteriores. La burbuja se selló y condujo el botín hasta la sala de examen.
Por fin, la criatura pudo comulgar con Nave Madre, perdiendo su identidad sin dejar de mantener la conciencia de sí misma. Se convirtieron en una, al igual que el conocimiento que atesoraban. Así, quedó establecido que algunos fragmentos de Abominación serían analizados inmediatamente, para desvelar sus secretos. Según la información que suministraran, asimilarían más o aguardarían la llegada de otras Naves Madre.
En eso estaban cuando atracó el segundo vehículo. Nave Madre se preparó para procesar más fragmentos. Generó operarios, y otra burbuja atmosférica quedó lista.
Mas lo que salió por la puerta fue algo muy diferente de lo que Nave Madre esperaba.
* * *
—Yo primero —dijo Beni, poniéndose en modo de combate mientras Moone daba el visto bueno.
Los infantes de Marina ocuparon sus puestos, con las escafandras selladas y los fusiles a punto. Uhuru también llevaba un arma en las manos. Por muy experta y letal que fuera en la lucha cuerpo a cuerpo, hasta ella se convenció de que resultaba preferible evitar el contacto físico con los Alien. Y eso se lograba, ante todo, con una potencia de fuego devastadora.
En cuanto se abrió la compuerta, Beni arrojó a través de ella una granada de fósforo y otra de fragmentación, que explotaron al unísono. Acto seguido salió en tromba, disparando a cualquier cosa que se meneara. Los proyectiles que empleaba eran perforantes y explosivos, y llevaba una abundante provisión. Aquí no había remilgos ni precauciones por miedo a agujerear el casco. Era necesario golpear, hacer el máximo daño posible, no dejarle tiempo a aquello para que reaccionara.
Mientras disparaba con mortífera precisión, potenciada por su sistema endocrino y los nervios del momento, la parte fría de su mente analizaba el entorno. Era como hallarse en el interior de un edificio oficial centauriano, construido en estilo orgánico barroco. Juraría que las paredes y bóvedas, que exhibían infinitos matices de pardo, cambiaban de forma con languidez. Por una singular asociación de ideas, la imagen le recordó los movimientos post mortem de las tripas de un buey eviscerado que vio una vez en un matadero. No obstante, sus botas hollaban un suelo firme, con la textura del linóleo. Por lo demás, había multitud de cachitos de Alien por doquier. Quizá no estuvieran muertos, y con el tiempo podrían regenerarse, pero un proyectil explosivo los dejaba hechos un asquito e incapacitados durante un buen rato. Por no mencionar el estrago que habían provocado las granadas.
—Despejado —radió.
Uhuru y los marines abandonaron la lanzadera, ocupando posiciones en formación dispersa y abatiendo todo lo que se movía.
—De momento, parece que pinta bien —comentó Beni.
—Hasta que perdamos el factor sorpresa —replicó Moone, y consultó el visor del casco—. Si los localizadores no mienten, los prisioneros fueron llevados en aquella dirección —señaló con el dedo—. Vamos, ahora que aún podemos.
Como Jenofonte y sus diez mil, aunque en versión de bolsillo, una treintena de hombres y una Matsu avanzaron a través de un territorio enemigo que se les antojaba uno de los círculos inferiores del Infierno de Dante. Avanzaban en carreras cortas, con sincronía fruto del entrenamiento, se parapetaban y disparaban. Mientras, Beni, bastante más ducho en semejantes embrollos, buscaba desesperadamente una vía que los condujera hasta los cautivos.
El muelle de atraque de vehículos era amplio, de forma vagamente hemisférica. En las paredes se abrían numerosas oquedades a distintas alturas, como en un palomar. Tal vez los Alien pudieran trepar por los muros, o algunos de ellos incluso volaran. Aquello tenía toda la pinta de ser un laberinto, y de los retorcidos, con el agravante de que los huecos parecían cambiar lentamente de tamaño y sitio.
«Nos podríamos pasar hasta el Día del Juicio Final en este galimatías arquitectónico, que encima está vivo», pensó Beni. «Como recomendaba no sé qué filósofo de la Antigüedad, lo mejor será tomar el camino recto. O como dijo otro: si no hay agujero, se hace agujero». Pidió un lanzagranadas, y con su ayuda procedió a abrir una nueva ruta en busca de los cautivos. Habría jurado que la nave vibró bajo sus pies, como si se estremeciera de dolor al reventarle la carne.
—¡Funciona! —exclamó Moone—. ¡Venga, chicos! ¡A por ellos!
—Oé —añadió Beni, y entró el primero por el boquete.
* * *
Tras eones de superioridad irrebatible, de certezas absolutas, de tranquilidad inefable, Nave Madre conoció lo que era el miedo. La Abominación la estaba matando. Temió no por ella, sino por la Totalidad. Si la infección se extendía… Debía frenarla, al coste que fuere.
Lanzó frenéticas llamadas de auxilio, a sabiendas de que no serían oídas. Había quedado mutilada tras la explosión nuclear, y sus iguales no navegaban por los sistemas estelares vecinos. Tan sólo acudirían cuando advirtieran su prolongada ausencia. Demasiado tiempo.
Pero no caería sin luchar. La decisión de presentar una resistencia férrea conllevó que el temor se disipara. Sí, aún era infinitamente más fuerte que aquellos díscolos fragmentos de Abominación. Los reduciría y asimilaría ella sola. Podía hacerlo. Lo haría. Empezó a fabricar con diligencia las herramientas adecuadas para esa misión.
* * *
«Ya me parecía a mí que todo iba demasiado fácil, como la seda. Era esperar demasiado de los dioses», pensó Beni, mientras hacía puré a un Alien de un certero disparo.
Llevaban recorridos apenas cien metros nave a través, reventando tabiques orgánicos o cortándolos con los láseres, cuando sobrevino el contraataque. Los Alien salían de los recovecos de la nave en donde se agazapaban o eran generados, cual excrecencias que brotaran de los muros. Era como participar en uno de esos documentales de naturaleza salvaje donde unos pobres bichos van paseando por el follaje o libando florecillas, y la mantis o la araña de turno se abalanza con letal precisión y se merienda a su víctima. Algo así le ocurrió al primer marine. Una cosa con garras extensibles saltó y lo decapitó limpiamente, pese al blindaje de la armadura. El agresor fue abatido de inmediato, pero el incidente sirvió para recordarles dónde se habían metido. La misión de rescate no iba a ser un paseo triunfal, sino el equivalente a uno de esos ciberjuegos de terror que obligaban a los participantes a no relajar la tensión ni un momento.
En aquellos pasillos que parecían diseñados por un programador loco de atar y sádico, tampoco se podía disparar alegremente, por miedo a desgraciar a un compañero. Se requería una mayor precisión, y los marines se vieron obligados a calar bayonetas. Acoplaron a los fusiles sus cuchillos energéticos, los cuales generaban un haz de longitud y apertura graduables. Al estilo de las espadas láser de las películas antiguas, podían cortar casi cualquier material, incluida la carne alienígena.
Así, disparando, tajando y pinchando, prosiguieron su penoso avance. Los marines aprendieron sobre la marcha a prever las emboscadas golpeando primero. Al cabo de unos minutos eran capaces de distinguir entre una pared orgánica inofensiva y un enemigo mimetizado y presto para arrojarse directo a la yugular. Pero los Alien también sacaban enseñanzas de los errores, y refinaban su comportamiento. Aquello se fue tornando en una suerte de juego de mesa, sólo que a tamaño real y en versión gore.
Lord Moone repartía estopa como el que más. En el fondo era un alivio no tener que tomar decisiones, sino limitarse a actuar de forma refleja para no ser muerto. Seguir adelante, golpear, mutilar, hasta que uno de esos bichos…
Algo que parecía un híbrido entre calamar y medusa le cayó encima. No veía nada, salvo los indicadores de su escafandra, todos al rojo. «Entonces, esto es el fin», se dijo. Se preguntó si dolería mucho. Unos segundos después, la oscuridad era desgarrada por un machete láser manejado con precisión. Algo apartaba los despojos palpitantes del Alien como si se tratara de una cortina hecha harapos. La cara de la Matsu, apenas velada por una escafandra ligera, lo estudiaba con preocupación. Le tendió la mano.
—¿Se encuentra usted bien?
—He estado mejor —ella lo ayudó a incorporarse, con una fuerza sobrehumana—. Ocupe su puesto inmediatamente —ordenó con voz desabrida, aunque añadió—: y gracias.
—De nada. Hombres… —Uhuru suspiró y se unió a la marcha.
Pese a todo, y a base de adrenalina y testosterona, lograron alcanzar sin demasiadas bajas el lugar donde eran retenidos los prisioneros. Se trataba de otro amplio recinto hemisférico, de dimensiones similares a los muelles. Por alguna razón que se les escapaba, los Alien les concedieron un respiro. La zona estaba libre de ellos, pero el espectáculo de los compañeros atrapados bastaba para encoger el corazón. Estaban embebidos en una de las paredes, aprisionados parcialmente por aquellos muros orgánicos. A Beni le recordaron las esculturas inacabadas de los esclavos de Miguel Ángel, pero aquellos jóvenes no yacían estáticos. Se retorcían, gemían y chillaban, aunque no todos. Algunos ya habían sido asimilados, y por lo menos no sufrían ya. El resto sí, y mucho. En parte se debía a una tortura física real; en otros casos, el culpable era el terror más apabullante que se pudiera imaginar. Una atmósfera rica en oxígeno los mantenía con vida, si es que aquello merecía tal nombre. Los rescatadores se quedaron parados unos momentos. Aquel horror era demasiado para poder digerirlo de sopetón. Nadie parecía saber qué hacer.
—Intentaré sacarlos de ahí —dijo Uhuru—. No creo que el adversario permanezca quieto mientras tanto. Cubridme.
Moone hizo unos gestos y los hombres ocuparon posiciones, atentos a la que, sin duda, les iba a caer de un momento a otro. A sus espaldas, Uhuru intentaba extraer a los desdichados cautivos de la matriz orgánica que los aferraba. Algunos de ellos estaban más allá de toda ayuda, muertos o perdida la razón sin remedio. Sintió una profunda piedad hacia ellos. Eran poco más que niños, y se habían enfrentado al Mal en su expresión más cruda. No podían dejarlos allí, ni siquiera a los cadáveres. La Matsu experimentaba un curioso sentimiento humano: el respeto a los muertos propios. Merecían reposar entre los suyos, no en aquel universo desquiciado. Sacó algunas herramientas del cinturón y se puso a trabajar.
* * *
Nave Madre se congratuló ante la mudanza en los acontecimientos. La Abominación estaba siendo más dura de pelar que lo previsto, y la desgarraba en lo más profundo de su ser. Sin embargo, los fragmentos habían salido de la zona donde podían defenderse mejor, y ahora se hallaban en espacio abierto. Allí serían mucho más vulnerables.
Le chocó que aquellos fragmentos caóticos e independientes hubieran acudido a reunirse con los otros. Quizá hubiera en la Abominación un vestigio de comportamiento correcto: la comunión, la integración en un Todo muy superior a la suma de las partes. Enternecedor, sí. Reflexionaría sobre ello una vez que la Abominación fuera asimilada o destruida. Tomó medidas para ello.
* * *
Beni montaba guardia al lado de Moone, en la tensa calma que precedía a la tormenta. Mientras, Uhuru proseguía con sus tareas de liberación. Moone abrió un canal privado con el corporativo. Le apetecía hablar con alguien que no fuera uno de sus hombres. Estaba convencido de que sería la última oportunidad que tendría. En cuestión de minutos, en cuanto los Alien se rehicieran, se desataría el Armagedón. Además, el corpo era realista, de los que no se hacían falsas ilusiones. Apreciaba eso.
—Su compañera podría tomárselo con calma. Me temo que de ésta no salimos.
—He oído esa frase demasiadas veces a lo largo de mi vida, y aquí me tiene… Pero esta vez estoy de acuerdo en que pinta fatal. En cuanto a Uhuru, déjela; no la desanime. Le gusta ayudar a la gente.
—Forman ustedes una extraña pareja. De tener hijos, seguro que ganarían una fortuna exhibiéndolos como fenómenos de circo. O un extraño trío, si contamos al ordenador jactancioso.
—Muy gracioso.
—Pasando a otro tema, juraría que se intuye movimiento por esos corredores de la izquierda.
Beni lanzó una granada de fragmentación.
—Despejado. De todos modos, no me gusta nuestra posición. Resulta demasiado vulnerable.
—No consiento que dejemos a esas pobres criaturas aquí. O regresamos todos, o ninguno. Se trata de una cuestión de principios, no de eficacia militar.
—Lo asumo —hubo una pausa—. Entiendo cómo se sentían Leónidas y sus hoplitas, rodeados de persas empeñados en sacarles los hígados. Joder, esto va en contra de todo lo que aprendí en mi carrera. Es un suicidio.
—¿Y…?
—Qué más da. Me habría gustado saber la letra de algún peán, para cantarlo en estos momentos. Algo al estilo de: «¡Oh, excelso Apolo! Ojalá te parta un rayo por habernos metido en esto…»
—Mejor déjelo. Yo podría contribuir con alguna tonadilla cuartelera, pero creo que no pega en momentos tan solemnes —otra pausa—. ¿Sabe lo que siempre me gustó de los griegos aquéllos? El epitafio que les pusieron. Cito de memoria: «Viajero, di a los lacedemonios que aquí yacemos por haber obedecido sus mandatos».
—Lo que hay que hacer para pasar a la posteridad…
—Hay peores formas de caer, ¿no le parece?
—Pronto lo averiguaremos. Ahí vienen los malos. Zulúes, señor; miles de ellos…
—¿…?
—Nada; una vieja película. En fin, se lo pondremos difícil.
—Odio confesarlo, pero ha sido un honor combatir a su lado —dijo Moone, dándole una palmada en la armadura.
—Igualmente. Siempre quise decir esto: ¡no pasarán! —y Beni empezó a disparar.
* * *
Nave Madre dio lo mejor de sí misma. Nunca hubo mejores Depredadores, grandes, rápidos y eficaces; o tiradores de precisión óptima. Los fragmentos de Abominación iban siendo desactivados uno a uno. El triunfo era cuestión de poco tiempo.
Hasta que todo se volvió gris.
* * *
Decir que aquello se había convertido en un infierno sería quedarse corto. Literalmente, llovían Alien. Demasiados para abatirlos a todos.
Beni calculó que aún podrían huir a la lanzadera, pero nadie consideraba esa opción. Jamás dejarían a sus muertos allí tirados. Talmente como en la Ilíada, cuando griegos y troyanos se disputaban a sus fiambres más ilustres en el campo de batalla. O el empeño de los espartanos, en las Termópilas, de no dejar que el enemigo profanara el cadáver de Leónidas. Le vinieron a la memoria unos versos de Simónides de Creos:
Leónidas, rey de los abiertos campos de Esparta,
quienes contigo fueron abatidos yacen, famosos, en sus tumbas
porque atacaron, soportando el asalto directo
de innumerables persas con sus rápidos corceles y sus flechas.
O estos otros de Tirteo:
Deberías alcanzar los límites de la virtud
antes de cruzar las fronteras de la muerte.
«Héroes o idiotas», pensó. Tanto sacrificio, para que al final te acabe cantando algún poeta que se quedó en casa tan ricamente, rascándose el escroto mientras tú recibías palos hasta en el cielo de la boca. Pese a todo, no estaba amargado. Más bien lo invadía un sereno fatalismo, el convencimiento de que iba a morir como había vivido.
Algunos de los Alien que se abalanzaban sobre ellos le recordaron a los Depredadores de Asedro, a los que se enfrentó muchas décadas atrás. Sin embargo, los actuales parecían distintos. Sus formas no eran tan limpias, como a medio hacer, pero no por ello dejaban de ser menos rápidos o agresivos. Cuando lograban agarrar a un marine, lo descuartizaban en unos segundos, por mucha armadura pesada que vistiera. No obstante, los chicos de Moone aguantaban bien. La potencia de fuego de fusiles y lanzagranadas era temible. Las cosas empeoraron cuando los Alien empezaron a disparar proyectiles desde lejos. Los marines se parapetaban como podían, detrás de los restos mortales de los caídos, humanos o no. Por desgracia para ellos, tenían que proteger a Uhuru y los prisioneros, lo que implicaba que estuvieran mucho más expuestos.
Fueron pocos minutos, pero se hicieron eternos. Beni comprendió la estrategia de los Ailen, costosa pero eficaz. A aquellos monstruos no les importaban las bajas propias. Su objetivo era lograr que los humanos agotaran las municiones, para luego entrar a degüello. Y lo lograron. Finalmente, los cargadores quedaron vacíos. Sólo quedaban los machetes láser, pero ningún marine huyó. Jamás dejarían solo a su comandante.
Hubo otra breve tregua, como si los Alien reconsiderasen la situación. Los hombres aprovecharon para agruparse, formando una magra falange reducida a su mínima expresión. Beni contó quince.
En una pared se abrió un gran portalón, a través del cual entraron más Alien, sólo que éstos alcanzaban el tamaño de un diplodocus adulto. Parecían unos improbables cruces entre carros de combate y escorpiones: macizos, blindados y llenos de apéndices rematados por pinzas y cuchillas. Avanzaron hacia sus víctimas lenta y decididamente. Beni vio claramente que los iban a hacer papilla.
—Cae el telón, Uhuru —transmitió por el canal privado—. Ojalá hubiéramos tenido tiempo para…
La seca respuesta lo sorprendió:
—Aguantad sólo un minuto más.
Beni creyó que se refería a la liberación de los prisioneros, aunque no podía mirar atrás para comprobarlo. No, con lo que se les venía encima.
—Déjalo ya, Uhuru, y únete a la fiesta. No podemos salvar a esos desdichados.
—¡Aguantad!
Beni no dispuso de tiempo para replicar. Antes de que los Alien gigantes cayeran sobre ellos, sufrieron la embestida de una vanguardia de ágiles depredadores. En esos momentos no cabía pensar; tan sólo propinar tajos, esquivar, así una y otra vez. Se preguntó por qué no desistir, qué razón había para prolongar tal agonía uno o dos minutos más. Porque no iban a salir de allí, fijo. El honor. El estúpido honor. Eso los mantenía en pie.
Peleó como un poseso. Estaba en modo de combate, con su cuerpo quemando glucosa a espuertas. Prácticamente no veía nada, salvo cuerpos de Alien danzando a su alrededor. Luchaba por puro instinto. Le pareció intuir una gran masa a pocos pasos de distancia. «Aquí llega la caballería pesada». Se preparó para morir como un soldado. No era un mal fin, rodeado de camaradas valientes.
En ese momento, el piso se movió. Beni tardó unos instantes en darse cuenta de lo que ocurría. Los Alien gigantes se habían desplomado con estrépito, y a eso se debía el temblor. No, había algo más. Era la propia nave la que se estremecía. Los depredadores también se retorcían en el suelo, entre convulsiones paroxísticas.
—¿Qué demonios…? —murmuró Moone, aún vivo y salpicado de trocitos de carne alienígena de la cabeza a los pies.
—Una ocurrencia de Demócrito que, contra toda lógica, ha funcionado —dijo Uhuru, y todos los supervivientes se giraron hacia ella, incrédulos—. No os hicimos partícipes por si salía mal. ¡Apresurémonos! Probablemente, sólo dispondremos de unos minutos de paz antes de que el enemigo se rehaga.
—Pero… —Beni también estaba desconcertado, atónito.
—Ya habrá tiempo luego para las explicaciones. Recojamos a los heridos.
—Y a las bajas también —añadió Moone, que ya había recobrado el control de sí mismo—. No dejaremos aquí a nadie. Debemos darles un entierro decente, como está mandado.
Fue una retirada ordenada, pese a la sensación de que la tregua podía romperse en cualquier momento. Protegieron a los prisioneros liberados con unas escafandras ligeras que llevaban incorporados diminutos generadores agrav. También aplicaron algunos de éstos a los cuerpos de los marines caídos, que fueron rastreando gracias a sus localizadores. Formaban una extraña comitiva: apenas una docena de figuras que aún seguían en pie, escoltando a una retahíla de cuerpos que levitaban despacio, camino de la lanzadera.
—¿Qué le has hecho a esta puta nave? —Beni fue incapaz de resistirse a preguntar.
—Demócrito os lo explicará más tarde —insistió Uhuru, mientras trataba de manejar los cuerpos flotantes como si de un rebaño de ovejas se tratase.
A su alrededor, la propia nave parecía agonizar. Las paredes pulsaban incontroladamente, al modo de un animal que hubiera perdido la coordinación nerviosa. Los Alien que se encontraban a su paso yacían en el suelo, inmóviles o ejecutando movimientos aleatorios. Beni y los imperiales les iban dando el golpe de gracia, por si acaso.
Tras cerciorarse de que nadie, vivo o muerto, quedaba atrás, los supervivientes se repartieron entre las dos lanzaderas y, aprovechando uno de los momentos en que la puerta de entrada se abrió al azar, abandonaron la nave Alien. Conforme se alejaban, vieron por las pantallas a aquella especie de titánica manta raya mover las aletas espasmódicamente, como si alguien le hubiera clavado un arpón invisible.
Una vez en la Cuchulainn, todos los expedicionarios tuvieron que someterse a una descontaminación severísima. Ni una molécula de tejido Alien pasaría esta vez al interior de la corbeta. Fue un proceso lento y molesto. A pesar de no hallarse en el puente, en cuanto subieron a bordo Moone asumió de nuevo el mando.
—Siempre quise dar esta orden —sonrió, con gesto fiero—: ¡Fuego a discreción!
Esta vez no hubo pantallas energéticas que protegieran a la nave Alien del castigo que le cayó encima. Lo que quedó de ella se dispersó en un millón de direcciones, hacia las estrellas.