Capítulo XI
Tres son multitud

Año 4639ee.

Lugar: Anillo Portuario. Vieja Tierra.

—Quédate con el cambio.

—Teniendo en cuenta que ha pagado la consumición con tarjeta de crédito, el señor se creerá muy gracioso.

—Era una frase hecha, hijo. Tampoco hay que tomárselo así…

El robot camarero dio media vuelta y, con aire ofendido, buscó otro cliente al que atender. El hombre dejó de prestarle atención. Depositó la taza de café en la barra del bar y guardó el trozo de plástico dorado en el bolsillo del chaleco, dándole unos golpecitos de afecto con el dedo. Como no podía ser menos, la tarjeta estaba trucada. Su trabajo le había costado: modificar una Tarjeta Oro del Banco UniCorp Central era teóricamente imposible. Ésta, en concreto, nunca se quedaría sin saldo. De hecho, acababa de cargar el importe del desayuno a una cuenta corriente elegida al azar entre varios millones, sin dejar rastro.[9]

Su alegría no duró mucho. El dolor le atravesó el cerebro de sien a sien como un bisturí láser. Duró apenas un segundo, pero se le saltaron las lágrimas y tuvo que reprimir un gemido. Se rehízo enseguida. Nadie se había dado cuenta, por fortuna.

—¿Qué? ¿Te diviertes? —murmuró, mientras tomaba un sorbo de café y trataba de disimular.

—Cualquier latrocinio, aunque sea por el valor de unos céntimos, está penado por la ley —resonó la familiar y odiada voz en su cabeza.

—Anda y que te den.

—¿Más aún? —la voz le sonó amargada.

Por enésima vez, el hombre maldijo el día en que le implantaron una conciencia tan quisquillosa. Haciendo de tripas corazón, terminó su café y consultó el biorreloj interno. Teniendo en cuenta quiénes requerían su presencia, no convenía hacerse el remolón.

—Vamos allá —dijo, mientras cruzaba la puerta del bar.

—Así me gusta: puntualidad —apostilló su conciencia.

El hombre caminó por los amplios corredores con seguridad y aplomo, esquivando a manadas de turistas y viajeros. El plano del recorrido estaba bien grabado en su mente. De vez en cuando miraba de reojo por las ventanas del Anillo Portuario que circundaba a la Vieja Tierra. Desde aquella altura, las vistas de la cuna de la Humanidad eran soberbias. A lo largo de su vida había pasado por muchos planetas, pero aquél tenía algo especial, inaprensible, capaz de conmover hasta a las almas más obtusas. Al menos, eso afirmaban los poetas y los publicistas.

El hombre se detuvo junto a un panel acristalado, que le devolvió su reflejo. Frunció el ceño. No le gustaba lo que veía. Más aún, detestaba aquel cuerpo. Lo estudió desapasionadamente. Metro setenta de altura, pelo pajizo recogido en una corta coleta, ojos de color avellana, barbilla afilada, cuerpo enteco… Prefería el anterior, siquiera fuese porque había nacido con él. Ay, las vueltas que daba la vida. Sacudió la cabeza, melancólico, y prosiguió su camino antes de que la conciencia empezara a meterle prisa.

Conforme iba dejando atrás los pasillos y estancias más frecuentados, fantaseaba acerca de la misión en ciernes. Quizá si tenía éxito, le concederían un cuerpo similar al antiguo, en recompensa a los servicios prestados. Pero en el fondo no se hacía ilusiones. El C.S.C. lo tenía bien cogido, para su desdicha. Lo exprimirían hasta sacarle la última gota de jugo, y luego… En fin, qué se le iba a hacer. Podía haber sido mucho peor. Por crímenes más leves que los suyos, a otros les habían practicado una lobotomía, convirtiéndolos en tropas de choque descerebradas. Podía darse con un canto en los dientes: sus habilidades delictivas eran útiles a la Corporación.

Estaba llegando a una zona del Anillo Portuario muy poco visitada. De hecho, las últimas puertas habían sido programadas para reconocer sus ondas cerebrales y franquearle el paso únicamente a él. Tan sólo se había cruzado con un par de tipos con pinta de ir a lo suyo, que no le prestaron la menor atención. Los pasillos se iban tornando más angostos, sin indicadores, ventanas o cuadros a la moda. Sólo quienes contaban con mapas mentales implantados evitaban perderse en aquel laberinto.

El hombre se plantó delante de un segmento de pared tan anodino como el resto. A su alrededor no se veía un alma.

—Fin de trayecto —musitó, un poco aprensivo, y aguardó.

Instantes después, la pared de biometal fluyó, revelando una amplia oquedad oscura como boca de lobo. El hombre vaciló antes de entrar.

—¿A qué esperas? —le instó su conciencia.

—Ya voy, ya voy… —traspasó el umbral—. Qué manera de complicarse la vida —dijo—. Esto parece una mala película de espionaje de serie B.

La pared se cerró tras él, dejándolo en la soledad más absoluta. Justo cuando sus ojos comenzaban a adaptarse a la penumbra, la luz se hizo de repente. Todo el techo, a unos tres metros de altura, brilló con un fulgor blanco.

—Mierda —parpadeó—. ¿Qué pretenden, dejarme ciego?

—Te quejas de vicio —sentenció su conciencia.

Antes de que pudiera replicar, una voz femenina inundó el recinto.

—Por favor, permanezca inmóvil mientras trabajan los escáneres de seguridad —el hombre obedeció sin rechistar—. Correcto. Se halla usted en un área de alta seguridad de las F.E.C. —otra porción de pared se esfumó, mostrando un pasillo iluminado de sección semicircular—. Entre por el tubo de embarque hasta la nave que le aguarda. El nombre de ésta, así como su localización, han de permanecer en secreto. El tiempo estimado del viaje es de unas diez horas. No habrá vistas del exterior. La cabina dispone de dispensadores de alimentos y bebidas para su comodidad. Se encontrará con otro pasajero, su compañero de misión, cuya identidad ya ha sido confirmada. Puede hablar libremente con él. Aparte de matar el tedio, es bueno que se conozcan mejor. En cuanto lleguen a destino les serán proporcionadas más instrucciones. Buen viaje, señor.

—Gracias, cariño.

La voz no respondió. El hombre, sin pensárselo más, se metió por el pasillo y recorrió unos cincuenta metros hasta toparse con una esclusa de seguridad. Ésta se abrió al reconocerlo y, por fin, llegó a la cabina de la nave. La examinó con ojo crítico.

Era un transporte de pasajeros de lujo. Una veintena de butacas, con pinta de ser pecaminosamente cómodas, se entremezclaban con mesas escamoteables. El conjunto le recordó al salón de un club selecto. No tardó en localizar los dispensadores, así como la puerta de los aseos, al fondo a la derecha. Como era de esperar, no se veían ventanas ni escotillas de ninguna clase. Y una de las butacas estaba ocupada.

El pasajero se incorporó para saludar al recién llegado. El apretón de manos fue firme. El hombre estudió a su compañero. Era más alto que él; a ojo, le calculó metro ochenta y cinco. Se había rapado la cabeza hacía poco, aunque los cabellos negros, aún muy cortos, rebrotaban con fuerza. El rostro era bronceado, redondo, con pómulos marcados y los ojos muy oscuros. El tipo iba vestido con un sobrio traje gris, y se le veía bastante en forma. Por alguna razón, le cayó simpático desde el principio. También fue el primero en romper el hielo:

—Encantado de conocerte. ¿Me permites que te tutee? —el hombre asintió—. Me presentaré: Ogoday Pashin, categoría MQ9.

—¿Un mut químico? —el hombre retiró, como acto reflejo, su mano. Ogoday se dio cuenta y sonrió de oreja a oreja.

—Tranquilo, camarada. No te he inoculado ninguna droga para caerte simpático. Se trata de mi natural don de gentes, por todos alabado.

Hubo unos segundos de embarazoso silencio. Los mutantes químicos constituían complejas armas de infiltración en las defensas del enemigo[10]. Podían segregar todo tipo de toxinas merced a su sistema endocrino modificado, y aplicarlas con un simple toque de dedos. También sintetizaban sutiles feromonas que liberaban en el ambiente. El recelo del hombre estaba bien fundado. Un mut como aquél podía modificar a su gusto el comportamiento de cualquier persona. De todos modos, se lo habían asignado como compañero de trabajo. Se encogió de hombros mentalmente.

—No tiene importancia. Bueno, es mi turno. Mi código personal no te diría nada, y en cuanto al nombre… Cuando salí del laboratorio médico, hace cinco años, los técnicos que me habían tratado me llamaban Dios.

Ogoday enarcó una ceja, en una cómica expresión de genuina sorpresa.

—¿Dios? Caramba, cada vez me codeo con gente más importante. ¿Acaso tienes superpoderes? ¿Creas mundos, predices los vaivenes bursátiles, fulminas a tus enemigos con rayos, o qué?

—Qué más quisiera yo… No, se trata simplemente de una broma de dudoso gusto, basada en el Dios de los neocatólicos. Aquí donde me ves, soy tres personas en una.

—¡Ah, sí, ya recuerdo! Uno y trino… Si no es alto secreto, cuéntame más detalles, que me come la curiosidad.

—Sentémonos primero. La historia es un poco larga, y probablemente despegaremos de un momento a otro —propuso el hombre, señalando las butacas.

—Ya lo hemos hecho, señores pasajeros —la voz del ordenador de a bordo, en esta ocasión con timbre varonil, sonaba orgullosa—. La cabina está diseñada para que ustedes no experimenten los molestos efectos de aceleraciones y cambios de rumbo. Lamento no estar autorizado a proporcionarles datos de la tecnología utilizada para este fin, ni acerca de nuestro destino.

—Muchas gracias; nos hacemos cargo —contestó Ogoday. Ambos tomaron sendas cervezas del dispensador y se repantigaron en las butacas—. En fin, Dios, tú dirás.

—¿Por dónde empezar? Sí, ya lo sé, por el principio —el hombre se anticipó a la previsible réplica del mut—. El problema radica en que el principio es triple. ¿Has oído hablar de Calímaco Silva?

—¿El famoso estafador que trajo de cabeza a la Policía de una docena de planetas, capaz de falsificar lo más inverosímil? Hace años que se le perdió la pista. ¿Eres tú? —el hombre asintió—. Perdona que te diga, pero no te pareces nada al que salía en las holos de los noticiarios. Se pensaba que habías escapado a algún mundo perdido, a disfrutar de tus ganancias.

—Pues no, hijo mío. Me trincaron en Vega por culpa de un estúpido desliz y me retiraron discretamente de la circulación. Cuando pensé que me iban a abrir el cráneo para convertirme en carne de cañón, en puesto de eso me llevaron a un laboratorio secreto y me cambiaron de cuerpo.

—Parece de ciencia ficción… —la sorpresa de Ogoday no era fingida.

—Por desgracia, es real como la vida misma. Esta patética carcasa donde ahora se aloja mi cerebro —se palmeó el pecho— perteneció a un agente secreto de tercera fila con un alias ridículo: Polilla Lunar. Según me contaron, era tan inepto que un contrabandista le frió los sesos en una misión de bajo riesgo. Resultó imposible recuperar su mente, pero el cuerpo estaba en muy buenas condiciones, así que me lo endosaron. Menuda faena…

—Desde luego. No obstante, se me escapa la razón de que te cambiaran de cuerpo. ¿Era realmente necesario?

—Qué se yo… —el hombre suspiró—. ¿Un castigo retorcido por mis crímenes? ¿Me usaron como cobaya para ensayar una nueva tecnología médica? Tanto da, a estas alturas.

—Pero no hay dos sin tres. ¿Y el otro miembro de la Santísima Trinidad? —preguntó Ogoday, en tono de chanza.

—Cómo olvidarlo —el semblante del hombre adoptó un aire enfurruñado—. Se trata de mi conciencia, una hija de la grandísima p…

Ogoday se sobresaltó. La mirada de su compañero cambió de repente, y los músculos faciales se contrajeron de forma antinatural. En verdad, parecía otra persona distinta.

—Le ruego disculpe la grosería de mi simbionte, pero los malos hábitos son difíciles de erradicar. Permítame que me presente, estimado señor Pashin —hasta la voz había cambiado; por lo menos era una octava más alta—. Mi nombre es Recaredo Peláez, Jefe de Negociado Emérito. Antes de mi jubilación estuve a cargo de la delegación corporativa en Tau Ceti, donde…

—¿Tau Ceti? —Ogoday casi saltó de su butaca—. ¿El escenario de la primera derrota imperial?

—Fue hace mucho, pero allí estuve, en efecto. Los acontecimientos siguieron un curso un tanto irregular, pero al final se depuraron responsabilidades y todo retornó a su cauce, conmigo al mando. Modestia aparte, cumplí con mi deber de forma irreprochable —el tono de voz rezumaba orgullo por los cuatro costados.

—Entonces, usted. —Ogoday se vio incapaz de tutear a aquel tipo— debió de conocer a mi maestro. Era el encargado del equipo médico…

—¡Ah, el doctor! —la última palabra fue pronunciada con un sutil deje despectivo—. Un individuo asaz heterodoxo, aunque he de admitir su habilidad profesional. Tenía entendido que fundó una clínica privada para clientes de alto poder adquisitivo.

—Así fue, y eso le convirtió en un hombre muy rico. Sin embargo, ocasionalmente el C.S.C. le encarga el adiestramiento de sujetos destinados a integrarse en los Servicios Especiales, como en mi caso.

—¡Excelente! —Peláez sonrió—. Pese a todo, al final el doctor sabe cumplir con sus obligaciones, como tiene que ser.

—Eh… sí.

Ogoday prefirió no señalar lo obvio: la Corporación podía tornarse extremadamente desagradable si sus deseos se contrariaban. Volvió a hacerse un silencio incómodo. El mut se sentía algo cortado ante aquel burócrata. Buscó desesperadamente un tema de conversación.

—Si no es pecar de indiscreto, ¿cómo llegó usted a…?

—¿A mi anómala y fastidiosa situación actual? —Peláez se encogió de hombros, aunque el movimiento le salió algo espasmódico; seguramente no tenía muchas ocasiones de ejercitarse con aquel cuerpo—. La mala fortuna, qué se le va a hacer. Aunque no lo crea, me acabé granjeando enemigos. Algún pazguato llegó a acusarme de padecer honradez patológica, porque me mostré inflexible frente a los intentos de soborno de ciertas gemepés. Figúrese usted: incluso mis colegas intentaron convencerme de que hacer la vista gorda de vez en cuando y tolerar ciertos apaños era como el lubricante que permitía que girasen los engranajes de la sociedad. ¿Habráse visto tamaño despropósito? ¡El sacrosanto deber es lo que proporciona sentido a la existencia! ¡Nacemos para servir, y la honradez es el faro que debe guiar nuestros actos!

—Sosiéguese; no se sulfure —intervino Ogoday, algo intimidado por el rapto reivindicativo del burócrata. Pensó en segregar alguna feromona calmante, pero Peláez se tranquilizó enseguida. Parecía resignado.

—Ay, algunos nunca perdonaron mi rectitud. Tras muchos años en Tau Ceti, por fin me gané la merecida jubilación. No obstante, la nueva situación no acababa de complacerme. Sentía la compulsión de seguir sirviendo al Gobierno, así que solicité una plaza de emérito en el Sumo Sanedrín de Burócratas. Desde ahí comencé a limpiar el buen nombre de la Administración, deshaciéndome de funcionarios corruptos y convirtiéndome en azote de prevaricadores, hasta que un buen día, cuando revisaba una recicladora de desechos industriales, me caí en la trituradora de plásticos. Un fallo estructural en el suelo de la pasarela, dijeron… ¡Falso! Se trató de un intento de asesinato, perpetrado por algún resentido.

Ogoday prefirió no comentar en voz alta sus sospechas. Probablemente fue la propia Administración la que decidió quitar de en medio a una mosca cojonera como Peláez. La honradez patológica podía resultar un auténtico incordio.

—Dado que está usted aquí, deduzco que sobrevivió al incidente.

—Según me contaron, mi cuerpo quedó para el arrastre. No obstante, sopesando mi valía y los servicios prestados, rescataron mi cerebro, transfirieron mi personalidad a un ordenador y luego la implantaron en el cerebro del señor Silva.

—Sigue pareciéndome imposible que todas las vivencias de una persona puedan copiarse en un soporte artificial y transferirse a otro cerebro, como si de un vulgar archivo se tratase. ¿Qué tipo de tecnología…?

—Una que teóricamente no existe y jamás será de acceso público —la voz sonó amenazante—. Cualquier indiscreción al respecto será castigada con la pena capital.

—Me hago cargo. Volviendo al señor Silva, se refirió a usted como su conciencia

—No puedo decir que me entusiasme este trabajo. —Peláez no lucía muy feliz—. Convivir con él me resulta incómodo, además de enojoso. Es un delincuente convicto y confeso, aunque sus habilidades pueden ser empleadas para el bien común. Yo me ocupo de que no se descarríe. Cuando los malos pensamientos lo dominan, o siente la tentación de actuar por su cuenta en contra de los intereses corporativos, me veo en la triste obligación de intervenir. Estoy capacitado para inducirle jaquecas agudas, e incluso controlar su motricidad, como ahora. Por supuesto, prefiero no hacerlo a menos que sea estrictamente necesario. Resulta doloroso en extremo para él, y por ello tiende a oponer resistencia a mi influjo.

—Las relaciones entre ambos no se me antojan muy cordiales…

—Incompatibilidad de caracteres —se volvió a encoger de hombros de aquella manera—. En el fondo, creo que el señor Silva se queja de vicio. Su situación tampoco es tan mala. La Corporación le permite seguir vivo, y el cuerpo que ocupamos no es demasiado horrible, caramba. Su antiguo propietario, el agente Polilla Lunar, era un modificado[11]. Puede aceptar prótesis orgánicas de todo tipo, lo cual es utilísimo a la hora de disfrazarse.

—Me lo figuro.

Ogoday se devanaba los sesos pensando cómo pedirle a Peláez que liberara al pobre Calímaco. El burócrata tenía ganas de explayarse con alguien. Sin duda, habitualmente no le estaba permitido manifestarse en público, y ahora se estaba desquitando a placer. El mut se lo tomó con filosofía; Peláez le parecía un auténtico besugo, pero no deseaba malquistarse con él. Intentó reprimir los bostezos, mientras recibía un sermón sobre la honradez y el espíritu de sacrificio.

Al cabo de una hora de cháchara monocorde, a Ogoday se le ocurrió una posible vía de escape. Se disculpó y, aduciendo que necesitaba acudir al baño para vaciar la vejiga, pudo disponer de unos minutos de tranquilidad. Se roció un poco de agua fresca por el cogote y curioseó por el suntuoso alicatado del mingitorio. Indiscutiblemente, todo aquello estaba diseñado para personajes muy importantes, sibaritas por añadidura. Empezó a barruntar que la misión que se avecinaba se saldría de lo corriente.

Cuando regresó a la cabina, sus plegarias habían sido escuchadas. Calímaco Silva volvía a estar al mando del cuerpo de Polilla Lunar. Su rostro se notaba un tanto pálido y desencajado, y sudaba a mares. Sin necesidad de que se lo pidiera, Ogoday le trajo una cerveza fría. Calímaco se lo agradeció con la mirada y vació la lata con ansia, en un par de largos tragos. La estrujó hasta convertirla en una pelota arrugada y la arrojó al reciclador con notable puntería.

—Es como una violación —dijo, con voz entrecortada—. La sensación de impotencia, de ser mancillado…

—Peculiar forma de asegurar tu lealtad, a fe mía. ¿Otra cervecita?

—Con algo para picar, a ser posible —se le escapó un profundo suspiro—. Ésta me la pagarán, tarde o temprano. Y me importa un huevo que estén grabando mis conversaciones.

El falsificador cerró los ojos, como si lo asaltara un repentino dolor de cabeza.

—¿Tu conciencia, que no descansa? —preguntó Ogoday, mientras trasteaba en el dispensador de comida; su compañero asintió, mientras se masajeaba las sienes.

El resto del viaje transcurrió sin otros incidentes dignos de mención. Calímaco, al igual que Peláez, tenía unas ganas locas de desfogarse, y al mut le tocó ejercer de paño de lágrimas. No obstante, la conversación de su compañero resultaba amena, y el hombre era un pozo de anécdotas. El tiempo se les pasó volando. Las viandas que ofrecía la nave, pensadas sin duda para los jefes de la Armada y sus distinguidos invitados, fueron muy bien recibidas, sobre todo al regarlas con exquisitos caldos procedentes de los viñedos de la Vieja Tierra.

En suma, cuando el ordenador de a bordo les anunció que habían arribado a destino, ya se consideraban buenos amigos. Se levantaron de las butacas y se dispusieron a abandonar el transporte.

—Si salimos con bien de ésta, podríamos quedar los cuatro para cenar en un restaurante caro —propuso Ogoday.

Calímaco rió de buena gana la ocurrencia y le propinó una cariñosa palmada en la espalda. De magnífico talante, entraron en la esclusa de seguridad, que se cerró sin ruido tras ellos.