Capítulo 24
La tierra comenzó a resonar como un tambor. Las primeras gotas, gordas como canicas, le golpearon la espalda, los muslos y el casco donde retumbaban amplificadas. Había salido aquella tarde a montar en bicicleta, a pesar de que los meteorólogos anunciaban lluvias, porque pronto terminaría el otoño y el frío del invierno lo llenaría de pereza. Además, al cabo de cuatro años de sequía —la más terrible, la que no sólo afecta al fruto, sino también a la propia savia de los árboles— había dejado de creer que la presencia de nubes en la atmósfera era sinónimo de lluvias. Durante ese tiempo las había visto muchas veces deslizarse por el cielo y desaparecer sin soltar una sola gota, dejando al campo más sediento y decepcionado que antes de su llegada.
Pero al fin allí estaba el agua, empapándolo todo de arriba abajo, estallando en el asfalto y llenando de charcos la carretera hasta el punto de hacerla peligrosa para la estabilidad de las finas ruedas, más aún con esa resbaladiza capa de barro y aceite que se forma con las primeras lluvias. Se agachó un poco más sobre el manillar, redujo una marcha y se concentró en guardar el equilibrio. La tromba aumentaba su intensidad y al cabo de cinco minutos era imposible continuar. Vio una casa de campo cercana a la carretera, se dirigió hacia ella y se resguardó bajo su porche. Allí esperó media hora y el temporal no amainaba. Nubes compactas, gangrenosas, se apretaban los hombros y copaban el cielo. De su contacto con la tierra surgía un olor a soldadura o a hierro candente cuando se enfría de golpe.
A pesar del frío que comenzaba a sentir, con la camiseta y la culotte empapadas, se dijo que era un buen momento para la lluvia. Se estaban yendo las cigüeñas, los vencejos y las golondrinas, y ya habían llegado los nuncios del otoño: las aceitunas diminutas como excrementos de cabras, las castañas rojizas con los espinos afilados por la sed, las pequeñas setas cerradas como huevos y todos los frutos que sazona el frío. Ahora, con el agua, todo cambiaría. Volverían a hincharse de savia las venas de los árboles y las hojas lavadas y brillantes como si fueran de vidrio levantarían de nuevo la cabeza. Los campesinos sentirían al caminar el agradable peso del barro pegado a sus zapatos. Se moriría un millón de moscas.
Cansado de esperar, subió de nuevo a la bicicleta en cuanto la fuerza de la lluvia cedió un poco. Pedaleó despacio por la carretera encharcada, entumecido, pero llegó al garaje sin ningún percance. En las primeras casas de la ciudad había visto a la gente asomándose a las ventanas con una sonrisa en el rostro, como si estuvieran viendo un espectáculo maravilloso y olvidado. Algunas madres cogían en brazos a sus hijos pequeños y les extendían la mano al exterior para que notaran en las palmas la sensación desconocida del agua que caía desde las nubes.
Se dio un largo baño en agua muy caliente, estirando los músculos y echando de menos a alguien que le frotara la espalda y el cuello contraído por la postura encogida sobre el manillar. Se secó con una toalla nueva y, caminando desnudo por la casa —una más de las costumbres de la soledad, como las comidas rápidas y tristes o la inmersión en el sueño a horas intempestivas de la tarde que luego le provocaba insomnio durante toda la noche—, llegó hasta el armario empotrado del pasillo donde guardaba los abrigos y la ropa de invierno. Eligió un suéter fino y, al ponérselo sobre la camisa, sintió el ligero olor a alcanfor y el agradable picor de la lana en el cuello y en los brazos con que se inaugura la llegada del frío. Se contempló vestido en el espejo del armario y a pesar del buen aspecto que le devolvió el cristal, bronceado y erguido por el ejercicio, como un tardío veraneante recién llegado de unas largas vacaciones, no pudo evitar de nuevo la sensación de vacío que siempre lo embargaba al cerrar un caso, la misma que había sentido durante todos sus años de estudiante al terminar en junio las clases y los últimos exámenes, el desconcierto de no saber qué hacer de pronto con tanto tiempo libre a pesar de tantos proyectos aparcados para ese día. Volvía a la soledad después de los días llenos de preguntas y palabras.
Al ponerse la chaqueta notó el bulto de algo oculto en el bolsillo interior. Introdujo la mano y sacó un paquete de tabaco rubio, casi lleno. Le extrañó el hallazgo, porque hacía poco más de una semana que había rebuscado todo su vestuario tras un cigarrillo olvidado. Sonrió satisfecho, aspiró profundamente el suave aroma de la nicotina y se llevó uno a la boca. Volvió a mirarse en el espejo, con el cigarrillo colgando entre los labios: el cristal reflejó una imagen antigua e incongruente. Arrojó el paquete a la basura y salió a la calle.
Llegó al Casino, protegido por un paraguas de la lluvia que no cesaba de caer. El Alkalino estaba hablando con dos hombres, pero al verlo se acercó enseguida a él, como si hubiera estado esperándolo.
—¡Qué forma más tonta de perder un millón! —le dijo—. Hoy tendré que invitar yo.
Llamó al camarero y, sin preguntarle a Cupido lo que quería, pidió dos copas de coñac, farfullando algo sobre la lluvia y el frío.
—¡Bonito oficio el tuyo! —añadió—. Se supone que te pagan por descubrir la verdad y precisamente por hacerlo dejan de pagarte. Deberías buscarte otro trabajo.
—Tendría menos posibilidades de hablar contigo —replicó riendo. Se sentía agradecido con él por la información sobre el furtivo que oyó el disparo y aquélla era la mejor forma de expresarlo. El Alkalino hubiera rechazado cualquier formulismo. Además, tenía razón en lo extraño de su oficio: a pesar del contrato escrito, no podía ir a la cárcel a exigirle a Anglada el pago del millón pactado por descubrir al autor de la muerte de Gloria.
—Hoy te toca hablar a ti. Hoy pago yo y hablas tú —propuso el Alkalino, demostrando otra vez la habilidad de su muñeca para vaciar las copas.
—¿Qué quieres saber?
—Todo. ¿Quién mató a la primera chica?
—Expósito. Anglada le guardó las espaldas con una coartada perfecta hasta que el diario de Gloria me reveló su único punto débil: ella le había pedido que vinieran juntos a Breda ese fin de semana y él se negó alegando que tenía que hacerse unos análisis. No le importó decírselo porque sabía que al día siguiente iba a morir. Pero fue Expósito quien luego declaró haber ido al laboratorio. Eligieron una clínica muy concurrida donde entra mucha gente cada día. Anglada se puso unas gafas gruesas como las de Expósito, quizá una peluca (lleva el pelo muy corto), se vistió como él y ocupó su lugar. En cualquier caso, alguien podría afirmar que no lo recordaba, pero nadie se atrevería a jurar en un juicio que no era Expósito. Tenían el mismo grupo sanguíneo. Tal como habían previsto, los análisis salieron limpios, pero ahí estuvo su segundo error: tenían que haberse detectado los anticuerpos de un virus herpes que Expósito lleva dentro. A la segunda muchacha la mató Anglada. Favor por favor. Todavía confiaba en que aquellas muertes evitaran la definitiva expropiación de las tierras. Nadie se atrevería a caminar por ellas. Ambos formaban una sociedad como la de los cocodrilos y esos pájaros que les limpian los dientes.
—¿La Doña sabía algo?
—No, pero quizá lo sospechara.
—¿Y a Molina?
—De nuevo fue Expósito, que tenía bien cubiertas las espaldas en las dos ocasiones anteriores. Usó una vieja escopeta que tenían en la casona.
—Pero ¿por qué lo mataron?
—Él fue quien hizo el disparo que oyó tu furtivo. Comerciaba ilegalmente con los trofeos de los ciervos. Aquella mañana se cruzó con Expósito, lo comprendió todo y exigió dinero a cambio de silencio. Se lo dieron, pero ya estaba condenado. A propósito, dale las gracias a tu furtivo. Fue una gran ayuda.
—Ya te lo dije —presumió—. Hizo una pausa, pensando algo que no acababa de entender. Luego añadió: —¿Tan amigos eran los dos abogados?
—Una extraña forma de amistad, esa especie de mutua comprensión que tienen las personas que padecen la misma enfermedad. El teniente ya lo ha averiguado todo. Ha sido muy hábil al provocar las acusaciones cruzadas entre ellos, diciéndoles a cada uno que el otro lo acusaba de haber sido el inductor de las muertes. Al parecer, la primera frase salió de Expósito, algo así como «Me atrevería a matar por recuperar aquellas tierras». Una frase así, cuando cae en un terreno abonado por el rencor, germina fácilmente, comienza a activar un mecanismo que ya no será fácil detener. Si Expósito había dado el primer paso, sin saber bien el lugar adonde lo conducía, Anglada avanzó los dos siguientes y obligaba al otro a continuar su turno. Comenzaron a complementarse cuando estudiaban juntos.
—Como esos pájaros —repitió el Alkalino.
—Expósito lo ayudó en más de una ocasión a pasar los exámenes más complicados. A cambio, Anglada era uno de los pocos compañeros de clase que lo aceptaba. Eran tan distintos que se entendían al no tener nada por lo que competir. Si Anglada bebía, Expósito vomitaba como un perro; si Anglada conquistaba a las compañeras de pupitre, Expósito ni siquiera lo intentaba, con la seguridad de ser siempre rechazado; si Anglada podía presumir de haber viajado por varios países extranjeros, Expósito no conocía otro itinerario que el que va de Madrid a Breda. En fin, como las dos caras de una misma moneda.
—Sí, pero al final pura calderilla —sentenció.
Todavía quedaban preguntas por hacer y Cupido estaba dispuesto a aclarar todos los detalles que luego el Alkalino exhibiría como información privilegiada, desmontando las fantásticas versiones que los rumores crean en torno a cualquier crimen, cuando lo sorprendió su comentario:
—Comprendo las razones de Expósito para matar. Yo mismo te advertí que la solución la encontrarías por ese camino —presumió—. Pero no acabo de entender los motivos de Anglada.
Cupido bebió por primera vez un sorbo de coñac.
—Cada uno de nosotros tiene un punto débil en el que no permitimos la ofensa. Cuando no es el nuestro, siempre nos cuesta creer que otros maten por tan poco. Gloria lo había engañado en algunas ocasiones y él lo sabía. Pero se trataba de asuntos pasajeros, cuando su relación aún no era ni sólida ni seria. Pero recientemente, en un momento de debilidad, ella le contó otra historia que había mantenido durante dos o tres meses con un tipo raro y sucio, lo que, a sus ojos, hacía el engaño más humillante. Yo tampoco comprendo por qué en ese momento Anglada comenzó a reaccionar. Supongo que fue como un hombre que consigue que el huracán no le destroce la casa y cuando, tras el paso del ciclón, se cae un simple gozne de una puerta, el tipo se derrumba incapaz ya de levantarlo. Todo el sufrimiento del pasado se le hace de pronto contemporáneo, porque ha agotado sus últimas fuerzas para resistirlo. Ni podía dejar de amarla ni era capaz de soportar un nuevo engaño. En esa situación estaba, debatiéndose entre la indulgencia y el odio, pero quizá ya sabiendo que al final se impondría lo último, cuando se encontró un día con Expósito en uno de los juzgados de Madrid. Ya se habían visto en la Reserva y se habían saludado fugazmente, porque había ocurrido un pequeño incendio y con aquella confusión no tuvieron tiempo para más. Fueron a comer a un restaurante, a hablar de los tiempos pasados y de su trabajo actual. Expósito le contó las dificultades que tenían en su litigio por las tierras de El Paternóster —el mismo sitio adonde iba Gloria con frecuencia—, los temores de una sentencia definitiva de expropiación para reconvertirlas en un espacio turístico, su disposición a hacer cualquier cosa para impedir la invasión de los senderistas, incluso sus pequeños sabotajes y amenazas. De aquella comida salió la primera idea de su asociación. Al encontrarse con Expósito, todo lo que había imaginado en sus peores pesadillas o en los momentos más lacerados por los celos comenzó a tomar un marchamo de posibilidad real, de ejecución. Luego se reunieron otras veces. Los dos eran abogados y sabrían hacer bien las cosas para que no hubiera peligro para ninguno. El plan fue creciendo rápido y verosímil. Si hasta entonces Anglada tenía dudas, poco después comenzó a anular los rincones de su cabeza donde no había hecho estragos el rencor.
—Todos tenemos más memoria para las ofensas que nos hacen que para los favores recibidos —dijo el Alkalino mirando a Cupido con ojos serios, pequeños, eficaces. Cogió la nueva copa que ya le había pedido con un gesto al camarero y con un movimiento circular de su muñeca hizo girar el líquido en su interior, aspirando su aroma.
—Era otra vez el viejo asunto del amor y el engaño, que vuelve con implacable frecuencia. No somos muy originales. Siempre los mismos sentimientos en nuevos corazones, la misma vieja seguridad de creer que se recorre un camino que nadie nunca ha recorrido antes.
—Como los sueños —dijo el Alkalino—. Creemos que es algo nuevo lo que nos está ocurriendo cada noche. Pero basta despertar para comprobar que son siempre las mismas pesadillas.
—Sí, siempre las mismas pesadillas.